13.
Usos y riesgos

Los cuerpos enterrados yacían en la feliz espera de un nuevo despertar, pero les llegaba esa aterradora, veloz resurrección a luz de una linterna, llevada a cabo con palas y azadas. Forzaban el ataúd, rasgaban la mortaja. Los restos melancólicos eran transportados a los tumbos, en bolsas de arpillera, por caminos alejados, privados hasta de la luz de la luna, para quedar expuestos a las peores indignidades ante una clase de jóvenes boquiabiertos.

ROBERT LOUIS STEVENSON, El ladrón de cadáveres, 1881

La luz de la luna era un problema. Aunque el guardia del cementerio fuera un cómplice, aunque la policía y los jueces —solidarios con la medicina— fueran indulgentes, era mejor quedarse en casa las noches de luna. Los perros eran peores. Una vez, una jauría se empacó aullando en el terreno del fondo de una escuela de medicina. Los perros escarbaron y sacaron huesos humanos.

Lo peor era la gente del barrio. La policía era tranquila pero los vecinos se volvían locos. Los linchaban. Los pateaban y los golpeaban hasta que «parecían cadáveres». Se decía que habían encontrado a un par de resurreccionistas y que el carro de la policía iba a llevarlos a la Corte. La policía tenía que protegerlos. Cuando las personas se enteraban del nombre del cirujano que los contrataba, se armaban los skimmington. La gente salía a la calle con antorchas, palos y cacerolas, y marchaba, gritando, hasta la casa del médico. Al llegar, quemaban un muñeco que lo representaba. Los vecinos se ayudaban, se organizaban, hacían guardia en la tumba, custodiaban la ventana durante el velorio, amenazaban al sacristán, interpelaban al policía.

Pero los resurreccionistas también se ayudaban. Los veteranos aconsejaban juntar la tierra en una sábana. Había que llegar a la cabecera del cajón y abrirlo haciendo palanca con dos ganchos o un palo. Podían amortiguar los crujidos de la madera con bolsas de arpillera. También tenían trucos para tantear terrenos infectos. Había enfermedades invencibles, que no se apagaban con la muerte.

Sabían ahorrar trabajo y tiempo. Un ladrón de cadáveres declaró ante el Comité Especial de Investigación que había desenterrado dos cuerpos y había tapado las fosas en una hora y media. Otro dijo que había exhumado un cuerpo en quince minutos aunque también aclaró que era el cuerpo de una persona muy pobre y que por eso el cajón estaba cerca de la superficie y nadie se había molestado en mezclar la tierra con piedras.

Las fosas comunes eran las mejores. «Prefiero los cuerpos de los que estaban en el asilo. En vez de trabajar para conseguir uno, trabajo para conseguir tres o cuatro. En todos estos años, no creo haber sacado más de media docena de cuerpos de ricos», dijo un resurreccionista.

Después había que extraer el cuerpo del cajón con ganchos y sogas. Se le quitaba la mortaja. Se lo doblaba y metía en una bolsa. Se rellenaba el pozo. Y llegaba la hora de apurarse: había que correr al hospital o la escuela de Anatomía. Las entregas se hacían alrededor de las 4 de la mañana. Se regateaba, como en toda compraventa. Si era necesario quedarse con el cadáver unas horas, había que sumergirlo en alcohol. La imaginación se adaptaba a las circunstancias. No siempre había alcohol. A veces usaban vinagre y también usaban whisky.