11.
Ensayo sobre los sepulcros

Las lecciones de la primera juventud regularán su conducta en los años difíciles.

WILLIAM GODWIN

Cuando Mary cumplió doce años, su padre publicó el Ensayo sobre los sepulcros, que enseguida se convirtió en uno de sus libros favoritos. El padre reclamaba el respeto debido a las sepulturas: era una forma de denunciar su falta.

El libro hablaba de los crímenes de los ladrones de tumbas sin nombrarlos. Nombrarlos abiertamente implicaba revelar la complicidad de los médicos y esa no era la intención. Lo importante —leía Mary a los doce años, sentada en la tumba de su madre, en Saint Pancras— era concederles a las tumbas el respeto merecido:

«Para el muerto (como muerto) resulta indiferente lo que pase con su cuerpo», había escrito su padre, racional.

Pero enseguida Godwin hacía una aclaración porque sabía que los hombres, además de ideas, tienen sentimientos:

Sin embargo, al hombre, cuando está vivo, en tanto criatura que «mira el antes y el después», la suerte de su cuerpo ya no le resulta indiferente.

Acto seguido el muerto se transformaba en un amigo, y el respeto daba paso al compromiso afectivo.

«Mi amigo se murió», leía la hija. «¿Dónde está mi amigo?»

Como esa pregunta no tenía respuesta, había que resignarse con la tumba y, por compensación, hasta sobreestimarla. Si la gente le daba tanta importancia a la tumba de sus parientes, era porque ahí estaban sus restos, y eso era algo.

No me conformo con visitar la casa de Bread Street donde nació Milton, o la de Bunhill Row, donde murió. Quiero ir al lugar donde mora. Algún espíritu puede escapar de sus cenizas para susurrarme cosas nunca oídas,

decía el libro del padre.

De alguna manera, triste y transformada, el escritor estaba ahí. Literal y concretamente, lo que quedaba de él, sus restos, estaban ahí, leía Mary, sentada en la tumba de su madre, autora de novelas y ensayos.

El padre instruía al lector para que hablara con los muertos y les dijera: «como Ezequiel, el Hebreo, en su Visión “a los huesos secos que vivan”».

Godwin se dejaba llevar por su entusiasmo necrológico y proponía la creación de un Atlas de los Sepulcros, un mapa inglés señalizado con las tumbas de los pensadores y escritores. Había que emparejar las tumbas de todos mediante una misma señal democrática. Con fondos recaudados entre la gente por suscripción, podían reemplazarse los antiguos monumentos fúnebres por cruces de madera. Las cruces podrían renovarse cuando se gastaran. Todos los hombres eran iguales al nacer y también serían iguales en los cementerios. Aunque Godwin admitía que la muerte lo indignaba, le encontraba el lado positivo: era el igualador universal, la justiciera social por excelencia. Después del nacimiento, la muerte era el único destino común. Había que dejar a los muertos célebres tranquilos, uniformados en la muerte. Los vivos podrían visitarlos y revivirlos con sesiones de lectura.

El Ensayo sobre los sepulcros de Godwin reapareció muchas veces en la vida de Mary Shelley. Cuando murió Lord Byron, citó una parte del libro para que la dejasen ver el cuerpo de su amigo antes de enterrarlo. No era la única en citar el ensayo de su padre como fuente de autoridad. El Ensayo sobre los sepulcros también fue un libro influyente en la vida pública inglesa. En su conferencia «El uso de los muertos para los vivos», de 1824, el doctor Southwood Smith se preguntó por qué, si las personas sabían que un cuerpo muerto era sólo un cuerpo, se resistían a donar cuerpos de seres queridos a las escuelas de Medicina. Citó párrafos completos del Ensayo de los sepulcros de William Godwin, sin nombrar al libro ni al autor; le parecía una obviedad.

Ese mismo año, se publicó la segunda edición de Frankenstein o el moderno Prometeo, aprovechando el éxito que tenían las adaptaciones teatrales del libro de Mary Shelley. El monstruo que Mary Shelley había inventado en la novela tenía dobles en escenarios y folletines, salía del libro al mundo del que había nacido, volvía a él. En un juego recíproco de influencias, la novela de Mary Shelley, por su parte, acentuó el miedo a los ladrones de tumbas, a la disección, a los cementerios, a los médicos y a algo más temible que la muerte: lo que los seres humanos hacían con ella.