Me sorprendía, a veces sentado, con los ojos fijos y con miedo de levantar la vista y hallar aquel ser que tanto temía.
MARY SHELLEY, Frankenstein, primera edición, 1818
No podría haber nacido en otro lugar ni en otro tiempo, y ese tiempo, a su vez, es impensable sin su presencia y su futuro, potencial, gestándose en las calles. De la mano de su padre, entraba en el teatro, el circo y el cementerio, iba al auditorio. La dejaban correr fuera de casa —algo infrecuente en las chicas—, vivía esa ciudad controvertida, a la que todos querían ir, de la que todos se quejaban al llegar. Se escapó de Londres en cuanto pudo, le tuvo miedo toda la vida. Aunque apenas hace escala en la ciudad unas páginas, el libro de Mary Shelley es inconcebible sin Londres.
Así era la ciudad temible e industrial. Nadie pasaba por ahí impunemente. El pintor Gericault cambió de tema y ánimo en sus cuadros después de una estadía de varios meses. Viajó de París a Londres, se quedó un tiempo y al volver, nada fue igual. La brutalidad y la miseria lo marcaron. Hizo una serie de litografías crueles y oscuras. Empezó a retratar matones, locas, jockeys ladinos, músicos miserables, gente tirada en la calle, ahorcamientos públicos.
Había escuelas privadas de medicina que ofrecían a los estudiantes, en los diarios, lecciones de Anatomía a la francesa, que era un eufemismo para hablar de disecciones. Algunos alumnos escondían piezas anatómicas en el ropero. Los profesores se quejaban de la cizaña de los diarios: no pasaba una semana sin que alguno publicara una noticia o una columna de opinión hablando sobre profanadores de tumbas y escuelas de Anatomía. Los diarios fomentaban un temor dañino.
La feria de Saint Bartholomew, kermesse diabólica de cuatro días, era famosa por sus ostras, sus salchichas y sus freaks. Al lado del Pez Indescriptible y el Cerdo Sabihondo, estaban los deformes más famosos —es decir, los más deformes— del mundo. El público pagaba caro para ver a la chica de dos cabezas, VIVA. Había una albina preciosa, una sirena, enanos. Los reyes conocían personalmente a los freaks, honor vedado a algunos aristócratas. El gusto adverso empataba clases sociales. Todos los seres humanos querían ver eso. Lo importante era saciar el morbo, cumplir con la curiosidad. En una carpa, Mister Richardson montaba obras de teatro góticas, con esqueletos, monjes y asesinos. Las amazonas trotaban junto a las cabinas de peep show. Además de las ferias como la de Saint Bartholomew, estaban las atracciones fijas de la ciudad.
El señor Martin Van Butchell, dentista y médico especializado en fisuras y fístulas anales, vivía, por ejemplo, con el cadáver embalsamado de su mujer expuesto en una ventana. Si alguien quería entrar para verla de cerca, decían que Van Butchell cobraba la entrada. Su mujer había firmado un testamento, donde aclaraba que su marido podría disponer de la herencia «siempre que ella estuviera sobre la tierra», y como Van Butchell quería disponer de su fortuna, la embalsamó y la dejó en casa. Van Butchell había contratado a William Hunter, el «Miguel Ángel de los cirujanos», que a su vez llamó al doctor Cruikshank —una autoridad— para que lo asistiera. Cobraron una fortuna: el equivalente al alquiler anual de una casa mediana en un buen barrio. Le pusieron ojos de vidrio. Le arreglaron los dientes, la maquillaron y la encerraron en un cajón transparente, bien vestida, con su loro embalsado a los pies. Era un poco chocante pero nadie se lo perdía.
Antes de empezar con la lección de Anatomía, el doctor William Hunter les decía a sus alumnos que no contaran a nadie lo que hacían en el hospital. La gente estaba muy sensible con el tema. Si un estudiante quería llevar un amigo a las clases, sería bien recibido, siempre que el estudiante garantizara la probidad del invitado. A veces las perversiones más terribles se hacían pasar por interés científico y había interesados en hacerle mala fama a los médicos.
Mary Shelley, escritora de la Londres Negra, es una de las principales fundadoras de la Londres Negra. La versión tenebrosa de la ciudad la reclama, indispensable, aunque parezca raro que una mujer joven, casi una chica, eligiera escribir sobre ese mundo que la aterraba. Tenía miedo, contó su miedo. A unas cuadras de su casa de la calle Skinner estaban la cárcel, el cementerio y el parque. Eligió el cementerio y la cárcel. Ese clima la siguió en sus viajes. Mary Shelley fue una pieza clave del mundo que la formó. Reveló la realidad que la incluía, la que no alcanzaba a contenerla, y al hacerlo, la definió. Hay escritores que fundan su contexto, y ella creció en la época de Frankenstein.