No es extraño que siendo la hija de dos personas que han alcanzado la celebridad literaria, haya tenido desde muy pequeña deseos de escribir.
MARY SHELLEY, Frankenstein, «Introducción», tercera edición, 1831
Su padre y su madrastra eran buenos profesores. Tenían una editorial en la planta baja («esa librería loca», la llamó Mark Twain). Contaba con una biblioteca de primera. Por quedarse en casa oía las conversaciones de Godwin y sus amigos. Fuseli, Mary Robinson, los extraños hermanos Lamb, el doctor Nicholson, aparecen en el diario de su padre todas las semanas aunque a la señora Clairmont no le gustaran las visitas. A la edad en que los chicos descubren el mundo, Mary descubría el mundo de los descubridores.
Algunos tenían sus rarezas. Humphrey Davy aspiraba óxido nitroso en sus experimentos: descubría la anestesia sin darse cuenta y se despertaba riéndose como loco. Era el héroe de los trabajadores porque había inventado una lámpara que les salvaba la vida a los mineros. Los escritores también tenían lo suyo. Hacía unos años, harta de responsabilidades familiares, Mary Lamb había matado a su madre con un cuchillo de cocina. Escribía una novela epistolar de huérfanas, que fascinaba a Coleridge. Le escribía cuentos a Mary. Alternaba semanas de euforia con otras de silencio pesado y melancólico. Su hermano, Charles Lamb, iba con ella a todos lados. Era su tutor legal aunque decían que en realidad ella lo cuidaba a él, que sin ella se moría.
Nuestras más fervientes inclinaciones infantiles nunca nos son del todo arrebatadas por muchos cambios que la vida experimente,
escribió Mary Shelley en la introducción de la tercera edición de Frankenstein. Hubo momentos de la infancia que quedaron para siempre en su memoria, como la noche en que Coleridge recitó su «Balada del viejo marinero». Escondida detrás de un sillón, Mary oyó a Coleridge leyendo la balada del marinero «llevado por las tormentas hacia el frío país del Polo Sur».
avanza lleno de miedo y terror
y tras mirar atrás sigue marchando,
sin ya nunca volver la cabeza
porque sabe que un horrible enemigo
muy cerca, a su espalda, lo acecha.
Esa imagen volvió años después, en su novela. Se presenta con la fuerza de una aparición:
A unos ochocientos metros de distancia vimos un trineo tirado por perros y conducido por un ser de formas humanas, pero de gigantescas proporciones, que se dirigía hacia el norte.
Así aparece el monstruo del doctor Frankenstein por primera vez. Se escapa del doctor, que lo persigue. El monstruo deja pistas y mensajes para el doctor mientras se fuga porque no quiere que el doctor le pierda el rastro: al escaparse, lo va atrapando. Mientras se fuga, deja claves, señuelos, en el camino. Cuando todo termina y se queda sin el doctor, el monstruo avanza sin volver la vista atrás. Vencido, harto, sin nadie que lo siga, salta por la ventana de un barco encallado en el hielo y se va.