Anika prometió que nos traería el coche «en algún momento» a lo largo del día siguiente. A última hora de la mañana estábamos todos con los nervios de punta. En cuanto Tobias volvió de montar guardia, Justin empezó a protestar, diciendo que Anika ya llegaba tarde. Yo lo oí desde el dormitorio y salí para intentar controlar la situación.
—Es importante para nosotros que tenga cuidado —le recordé a Justin—. Si no, estamos vendidos.
—Vendrá —dijo Tobias.
—Tú solo quieres que venga porque crees que está buena —le espetó Justin, y Tobias se ruborizó. Estaba raro, con los hombros tensos y las manos en los bolsillos.
—Si tan preocupado estás —le solté a Justin—, ¿por qué no sales a montar guardia? De hecho, te toca.
Ahora quien se puso colorado fue Justin, que se dirigió hacia la puerta con paso presuroso. Yo ya iba a volver al dormitorio cuando Tobias dijo:
—Kaelyn, ¿puedo hablar contigo un segundo?
—Claro —contesté.
Él dio media vuelta y se metió en el otro cuarto.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—Quiero que me digas qué piensas, con toda sinceridad —dijo Tobias. Sacó las manos de los bolsillos y las pegó a los costados, con los puños apretados—. Mientras estaba ahí fuera me ha empezado a… Tengo un punto aquí que…
Entonces perdió el control de sí mismo, se llevó la mano derecha a la nuca, cerró los ojos y se rascó un picor que lo debía de estar volviendo loco. Se me cayó el alma a los pies.
—Tobias… —dije, pero luego no supe qué añadir.
Él se obligó a bajar la mano e hizo una mueca.
—Lleva picándome una media hora —aclaró, y se le crispó la boca con un tic nervioso—. ¿Tú crees… que lo he pillado?
—Hemos tenido mucho cuidado —dije—. No has estado cerca de Gav en ningún momento —añadí, pero entonces me callé en seco.
Porque sí que lo había estado. Al principio, en el coche. Al volver del ayuntamiento, Gav había estornudado y había tosido antes de salir, sin nada que le cubriera la cara.
—Pero Leo también estaba ahí —dije. Leo parecía estar perfectamente sano y no me daba la sensación de que ocultara ningún picor secreto—. Leo está bien. Es posible que no sea nada.
—Pero Leo se puso la vacuna.
—Pero si ni siquiera sabemos si… —empecé a decir, pero no pude terminar: si Tobias estaba enfermo y Leo no, a lo mejor ya lo sabíamos. Sin la posibilidad de probarlo a gran escala, tal vez aquella fuera la prueba más clara que tendríamos de que la vacuna funcionaba.
Tobias tragó saliva con dificultad y a mí me vino un acceso de culpa: él estaba muerto de miedo y, mientras tanto, yo estaba pensando en él como si fuera un sujeto de estudio.
—A lo mejor tendría que quedarme atrás —dijo—. Os estoy poniendo a todos en peligro…
—No digas tonterías —lo corté—. Gav va a venir y sabemos seguro que está enfermo. Asegúrate de que llevas la boca y la nariz bien cubiertas con la bufanda mientras estés en el coche. Y si sigues notando la comezón, ponte un poco de nieve; es posible que el frío ayude.
—¿Estás segura? —preguntó—. Quiero decir, lo entendería… Gav es tu novio y yo no soy nadie.
—Tobias —dije con voz firme—, no te vamos a dejar atrás. Hemos llegado hasta aquí y seguiremos adelante juntos, ¿de acuerdo?
Creí detectar una mirada de alivio en sus ojos.
—De acuerdo —dijo, y se puso la bufanda encima de la nariz.
Al verme aparecer en el pasillo, Leo me miró. Me detuve un segundo delante de la puerta del dormitorio de Gav e intenté estudiarlo sin que se me notara demasiado. Se le veía un poco tenso, pero estaba sentado junto a la ventana, con las manos abiertas encima de las piernas y la expresión tranquila.
—¿Va todo bien? —preguntó.
—Sí, creo que sí —dije, pero no me pude contener—. Tú te encuentras bien, ¿verdad?
Su mirada de perplejidad disolvió todas mis dudas. Al cabo de un momento tomó conciencia de lo que le estaba preguntando.
—Sí —respondió—. Estoy bien, no te preocupes.
A pesar de que me sentía fatal por Tobias, experimenté una oleada de excitación. Durante mucho tiempo no habíamos podido estar seguros. Yo vivía con la duda permanente de si los peligros a los que nos exponíamos para traer la vacuna desde la isla valían la pena. Pero finalmente tenía la prueba que necesitaba.
—¿Nos vamos ya? —preguntó Gav cuando entré en el dormitorio.
Se había incorporado y estaba apoyado contra la pared, pero tenía la cara pálida e incluso cuando tosía lo hacía débilmente. Seguía negándose a comer y no había ninguna señal de que mi intento de transfusión sanguínea lo hubiera beneficiado. Mi breve acceso de excitación se desvaneció tan rápidamente como había aparecido.
—Aún no ha llegado el coche —dije.
Él se rascó la rodilla con gesto ausente.
—Pero ¿estás segura que nos tenemos que ir? Este sitio no me gusta demasiado, huele mal y es frío, pero es mejor que andar por ahí perdidos, ¿no? A menos que volvamos a la isla…
—Ya hemos hablado de eso —dije, y me senté a su lado—. La isla no es un lugar seguro. Además, aún tenemos que encargarnos de la vacuna.
—Primero íbamos a llevarla a Ottawa, pero no funcionó. Luego decidimos traerla aquí y tampoco sirvió de nada —continuó—. En Atlanta nos va a pasar lo mismo, ¿no? Y además estaremos más lejos de casa.
«Yo ya no tengo casa», quise decirle. El mundo de antaño había desaparecido. Pero no creía que aquella versión de Gav afectada por el virus me fuera a entender.
—Tienes razón —respondí—. Nuestros planes no han dado resultado. Pero yo creo… Creo sinceramente que Atlanta puede ser el lugar apropiado. Lo tenemos que intentar.
Le acaricié la mejilla; estaba ardiendo.
—Yo no quiero ir a ninguna parte —dijo—. Estoy cansado. Me has arrastrado hasta aquí, Kaelyn, ¿no crees que es suficiente? Esto es una locura. Es probable que la vacuna ni siquiera funcione, no hay médicos que nos puedan ayudar, se han largado todos. Y nosotros deberíamos hacer lo mismo, tendríamos que irnos a casa. Allí fuimos felices. Por lo menos, yo lo fui.
Me empezaron a escocer los ojos.
—Sí, yo también —dije.
Gav se volvió y echó a toser. Se le convulsionó todo el cuerpo. Yo le puse una mano encima de la espalda y deseé poder transmitirle toda mi energía. De repente sonaron unos pasos al otro lado de la puerta.
—¡He oído algo! —exclamó Tobias.
Gav se incorporó de nuevo y se me echó encima. Me abrazó y tiró de mí.
—Podríamos dejar que se fueran, y tú y yo nos quedaríamos aquí —murmuró—. Tú no tienes por qué ir, que se encarguen ellos de la vacuna. Entonces estaríamos solos, tú y yo, como teníamos planeado. Me dijiste… Un día me dijiste…
La puerta del piso se abrió de golpe.
—¡Ya ha llegado! —exclamó Justin—. ¡Larguémonos de aquí!
Gav me frotó la nariz con la suya y noté un dolor en el pecho.
Podía hacerlo. En aquel momento lo supe. Les podía decir a los chicos que se llevaran la neverita; yo me quedaría con Gav hasta el final, tal como él quería.
Flirteé con aquella idea durante medio segundo y entonces me la quité de la cabeza.
Lo que Gav había dicho acerca de la vacuna no era cierto: ahora sabía mejor que nunca que probablemente funcionaba. Y lo que le había dicho a Justin aquel primer día en la ciudad también era verdad: era la vacuna de papá y, por lo tanto, era una misión que me correspondía a mí. Mi responsabilidad era llegar hasta el final, tal como Gav había esperado que hiciera antes de caer enfermo.
—Nos tenemos que ir, Gav —dije, le cogí las manos y entrelazamos los dedos.
—No —contestó él cuando me levanté, y se me quedó mirando como si fuera un niño repelente. Se me hizo un nudo en el estómago, pero no había tiempo para aquello. Tenía que conseguir que viniera conmigo, inmediatamente.
Aunque para ello tuviera que ser cruel.
Le solté la mano.
—Pues yo me voy —dije—. Quiero que vengas conmigo, pero, si prefieres no hacerlo, me las tendré que arreglar sin ti. Y tú te quedarás aquí solo.
No estoy segura de hasta dónde habría llegado si no se hubiera tragado mi farol. ¿Hasta la puerta del apartamento? ¿Hasta el pasillo? Lo que es seguro es que en algún momento habría dado media vuelta. Pero Gav no me obligó a comprobarlo. Puso cara de pánico y salió de la cama, tambaleándose.
Le coloqué bien la bufanda, de modo que le cubriera la parte inferior de la cara, y le puse también la segunda que había encontrado, para que llevara cuatro capas de tejido entre su aliento y el aire. Entonces me colgué la bolsa del hombro y cogí la nevera. Leo abrió la puerta del dormitorio.
—¿Va todo bien? —preguntó—. Justin y Tobias lo han traído todo. Estamos a punto para marcharnos.
—Tengo que sentarme un momento —dijo Gav, con la voz apagada por el grueso de las bufandas; yo hice que me pasara el brazo por encima del hombro y me lo llevé hasta el salón.
—No, date prisa —le dije—. Ya te sentarás en el coche.
—Qué mandona estás hoy —murmuró Gav.
Leo se mordió el labio para no reírse.
—Ven —le dije, y le cogí el otro brazo—. Si quieres, te puedes apoyar en mí.
Bajamos por las escaleras a trancas y barrancas, deteniéndonos en cada rellano para que Gav se apoyara en la pared a recuperar el aliento. Para cuando llegamos a la planta baja, tosía con cada paso que daba.
En el exterior, al otro lado de las puertas del vestíbulo, caían cuatro copos de nieve. Tobias nos esperaba en la acera, junto a un todoterreno negro con los cristales tintados.
—¿Y qué creíais que os iba a traer? —preguntó Anika desde el asiento del conductor—. Sabía dónde guardaban las llaves. Creerán que se lo ha llevado alguno de los guardianes. Si subís ahora mismo, habremos salido de la ciudad antes de que se den cuenta de que sucede algo raro.
Tobias iba a protestar, pero yo lo corté antes de que pudiera pronunciar ni una palabra.
—Está bien —dije—. Es lo que hay, ahora ya no lo podemos cambiar.
Ni siquiera me sorprendió. Me parecía muy normal que le hubiera robado a los guardianes lo que nosotros necesitábamos, tal como en su día nos había intentado robar a nosotros.
Mientras los demás cargaban nuestros pertrechos en la parte de atrás, llevé a Gav hasta la puerta trasera y le tendí la botella de agua en la que había disuelto cuatro de los calmantes de Anika. Le había añadido también unos polvos de zumo de naranja que habíamos encontrado, para intentar disimular el sabor. Gav le dirigió una mirada suspicaz.
—Te vendrá bien para la tos —le dije—. Debes de tener la garganta irritada. —Él frunció la nariz, pero se bajó las bufandas y se bebió un sorbito—. Bebe tanto como puedas.
Se tomó varios tragos y entonces se detuvo, jadeando.
—Puaj —dijo—. Es asqueroso.
—Sí, bueno, los medicamentos nunca saben demasiado bien. Subamos al coche, puedes sentarte junto a la ventana.
Lo ayudé a subirse al asiento justo en el momento en que se cerró el maletero. Justin y Tobias se sentaron a mi lado, mientras que Leo se instaló en el asiento del acompañante, con el mapa. Cabíamos a duras penas. Gav, que había terminado casi encima de mi falda, apoyó la cabeza en el respaldo y se estremeció. Una de las piezas del cinturón de seguridad se me clavaba en el culo, pero lo único que me importaba era salir de ahí cuanto antes.
—¡Vale! —dije—. ¡Ya estamos todos!
Avanzamos por la calle, entre la nieve. Tobias volvió la cabeza y echó un vistazo, primero a través de la ventana lateral y luego de la luneta trasera. No se quitaba las manos de los bolsillos. Tenía una mancha oscura en la parte de atrás de la bufanda; supuse que se trataba de hielo fundido.
Pasamos tiendas, bancos y una iglesia con las ventanas rotas. Gav se retorció junto a mí. Se le estaban cerrando los ojos.
—Me siento raro —dijo, y luego añadió algo más que no entendí; lo cogí de la mano.
Anika redujo la marcha para sortear un tranvía que había quedado parado en medio de la calle. Apreté los dientes con impaciencia. En cuanto volvió a pisar el acelerador, Tobias se puso tenso.
—Un coche acaba de doblar una esquina unas calles más atrás —dijo—. Viene hacia aquí.
—Seguramente no tenga nada que ver con nosotros, será otro guardián en alguna misión —opinó Anika—. Mientras no vean quién conduce no nos pasará nada. Giraremos por aquí y ya veréis como pasa de largo.
El cuatro por cuatro derrapó sobre la nieve cuando tomamos la curva hacia la izquierda, pero Anika logró mantener el control. Justin y yo nos volvimos hacia la ventana trasera y estiramos el cuello. Clavé la mirada en la calle, esperando ver al otro coche pasando de largo en cualquier momento. Tan solo se oía el rugir de nuestro motor.
Entonces lo vimos, era un camión azul oscuro; sin embargo, en lugar de pasar de largo giró y se metió en nuestra calle. El corazón me dio un vuelco.
—Nos siguen —anunció Tobias.
—¡Mierda! —exclamó Justin—. Estamos jodidos.
—No —dije yo, por encima del latido de mi corazón—. Solo estaremos jodidos si nos pillan. Y no se lo vamos a permitir.
—Pero ¿cómo lo vamos a evitar? —preguntó Justin.
Anika dio gas a fondo y el motor bramó. Cogió otra curva a toda velocidad, el coche derrapó y nos faltó muy poco para estamparnos contra una farola. Gav se dio un cabezazo conmigo. Tosió débilmente y murmuró algo, pero se le cerraban los ojos.
—No entiendo cómo lo han descubierto —dijo Anika—. Os juro que tuve muchísimo cuidado.
—Eso ahora da igual —intervino Tobias—. A lo mejor los podemos dejar atrás. Creo que solo nos persigue un vehículo.
—Si tienen radio, estarán avisando a los demás —dijo Leo.
Miré hacia atrás. El camión estaba ya a solo dos calles. Logré distinguir un par de figuras al otro lado del parabrisas. El acompañante se asomó por la ventana y nos apuntó con algo.
—¡Tienen una pistola! —grité.
Se oyó un disparo fortísimo y la bala se incrustó con un sonido metálico en la parte de atrás del cuatro por cuatro. Anika soltó un alarido. Los cuatro que íbamos en el asiento de atrás nos agachamos y le puse a Gav una mano encima de la espalda para impedir que se levantara.
—¡Nos van a matar! —exclamó Justin.
Era una posibilidad. Se oyó otro disparo, que agujereó la señal de «stop» junto a la que pasamos a toda velocidad. No podían apuntar con precisión desde el coche en marcha, pero, a medida que se fueran acercando a nosotros, sus disparos serían cada vez más certeros. Dudaba mucho que les preocupara atraparnos con vida.
—¿Qué hago? —preguntó Anika, histérica—. ¿Qué hacemos?
No tenía ni idea. Oímos que el camión aceleraba y comprendí que aquello no se terminaría hasta que, o nosotros muriéramos, o lo hicieron ellos. La pregunta era a quiénes les iba a tocar. Y aunque sabía que no quería que fuéramos nosotros, no estaba segura de cómo hacerlo para salvarnos.
Giramos y volvimos a derrapar. Me abracé a Gav y entonces me acordé: hacía unos días habíamos esquivado uno de los coches de los guardianes fingiendo estar muertos. Muertos como una zarigüeya.
Muertos como una serpiente que en realidad no estaba muerta.
Me quedé sin aliento. Tobias había guardado el rifle en el maletero, pero estaba segura de que aún llevaba la pistola. Mientras estuviéramos en marcha no iba a poder apuntar mucho mejor que los tipos del camión, pero podíamos detenernos, fingir que nos rendíamos, dejar que se acercaran y atacar cuando menos se lo esperaban.
En aquel momento podía dar la orden de que se cargaran a dos desconocidos que, en el fondo, solo intentaban sobrevivir. Lo mismo que nosotros.
Le había dicho a Anika que no éramos como los hombres de Michael, pero, tal vez, en el fondo tampoco había tanta diferencia.
Una bala pasó muy cerca del techo del coche y me estremecí. Pensé en un pulgar que frotaba una cicatriz en el dorso de una mano. Y entonces comprendí algo.
No todos los mordiscos tienen que ser mortales.
—Tobias —dije—, si paráramos, ellos también tendrían que parar, y salir. ¿Crees que les podrías disparar a los dos antes de que tengan tiempo de reaccionar?
—¿Parar? —preguntó Anika, pero Tobias ya había empezado a asentir con la cabeza, con la mandíbula apretada.
—Sí, podría hacerlo.
Lo miré fijamente.
—Pero no para matarlos —dije—. Solo… Solo para que no nos puedan disparar a nosotros ni seguirnos. ¿Puedes hacerlo?
—¿Cómo? —graznó Justin—. Pero…
Le pegué un codazo antes de que pudiera añadir nada más. Tobias dudó un momento y pestañeó, sin apartar la mirada, pero finalmente sus ojos adaptaron una expresión risueña.
—Sí —dijo—. Ya lo creo que puedo. Para el coche —añadió entonces, haciéndole un gesto con la cabeza a Anika.
—¿En serio? —preguntó la chica.
—Para el coche, Anika —le dije, y ella pisó el freno.
El coche derrapó y se detuvo al topar contra un montón de nieve que había en la acera. Los copos caían con más fuerza que antes, pero, aun así, todavía podíamos distinguir el camión que llevábamos detrás. Esperaba que Tobias tuviera la visibilidad necesaria para hacer lo que tenía que hacer.
Bajó la ventanilla y entró una bocanada de aire frío. El camión azul frenó seis o siete metros más atrás. Tobias cambió de postura y se acercó más a la puerta.
—Deja el motor en marcha —dijo, al tiempo que desenfundaba la pistola—. Quiero que arranques en cuanto te lo diga.
Apoyó el brazo en la ventanilla abierta. Fuera, los dos hombres habían salido del camión. Uno aún llevaba la pistola con la que nos había disparado, pero los dos sonreían, satisfechos.
Creían que nos habíamos detenido porque teníamos miedo. Seguramente pensaban también que si hubiéramos querido plantar cara, a aquellas alturas ya lo habríamos hecho. Y para que bajaran la guardia y Tobias pudiera hacer lo que tenía que hacer era fundamental que creyeran que estábamos indefensos.
—¡No nos hagáis daño, por favor! —dije gritando por la ventanilla—. Decidnos qué queréis y os lo daremos.
—Vale —contestó el conductor, mientras se acercaban con calma e inspeccionaban el coche—. De momento salid todos aquí fuera y hablemos del tema.
La última sílaba apenas había llegado a nuestros oídos cuando Tobias se asomó a la ventana y disparó.
El hombre de la pistola salió despedido hacia atrás, soltó el arma y se llevó la mano al hombro. El conductor apenas tuvo tiempo de dar un respingo antes de que la pistola de Tobias volviera a disparar. Se tambaleó. Los vaqueros, a la altura de una de sus rodillas, se le tiñeron de sangre al instante.
Tobias se volvió a meter dentro del coche.
—¡En marcha! —le gritó a Anika—. ¡Dale gas!
No se lo tuvo que decir dos veces: ella pisó el acelerador y el cuatro por cuatro salió pitando por la calle. Volví la vista hacia atrás a medida que cogíamos velocidad; el conductor intentó agarrar la pistola, arrastrándose con la pierna herida, pero para cuando lo logró ya habíamos doblado la esquina y los habíamos dejado atrás.
—No nos van a poder seguir en ese estado —dijo Tobias—. Y con un poco de suerte, si han llamado a alguien, aún estará lejos de aquí.
La detonación de los disparos aún me resonaba en los oídos. Pensaba que saber que los habíamos dejado con vida no cambiaría demasiado las cosas, pero el corazón me latía con fuerza y tenía un nudo en el estómago.
Había hecho lo que había podido.
—Gracias —le dije a Tobias.
La bufanda que le cubría la boca se movió como si estuviera sonriendo.
El cuatro por cuatro pasó a toda velocidad por encima de una caja de cartón medio aplastada y nos metimos en la autovía. Ahora nevaba con más fuerza. Los copos cubrían el parabrisas apenas un segundo después de que el limpiaparabrisas los apartara.
—No veo nada —dijo Anika.
—Da igual —señaló Leo—. Tú tira, que no hay tráfico.
Abracé a Gav, que seguía dormido, y le di las gracias a la Madre Naturaleza por haberse puesto por una vez de nuestro lado.
A Tobias se le escapó un acceso de tos. Lo disimuló carraspeando, pero, aun así, se puso pálido. Le eché un vistazo a Leo en el asiento delantero: aún no presentaba ningún síntoma.
—Así pues, ¿nos vamos a Atlanta? —preguntó Justin.
Me recliné en el asiento y pensé en nuestra situación. Estábamos todos vivos. Leo aún podía bailar. Todavía era posible que Justin se reuniera un día con su madre, y yo con Meredith. A lo mejor incluso volvería a ver a Nell y a todos los de la isla. Seguramente no había encontrado lo que esperaba, tal vez el mundo estaba hecho una mierda y nunca volvería a ser como antes, pero aún valía la pena luchar por quienes vivíamos en él.
—Hacia atrás no podemos volver, ¿no? —dije.
Leo me miró a través del retrovisor interior.
—No —respondió, como si fuera consciente de que no me refería solo a la ciudad—. No creo.
—Vale —dije—. Pues entonces iremos hacia delante.