—No pasa nada —dijo Gav—. Estoy bien, Kae.
Al ver mi cara había dejado de rascarse y me había dirigido una de aquellas miradas suyas, llenas de confianza, pero incluso mientras hablaba se le tensó la mandíbula y se le crisparon los dedos. Y lo supe: el picor no se le había pasado.
—¡Pero qué coño…! —exclamó Justin, que dio un paso hacia atrás.
—No pasa nada —insistió Gav, que volvió a ponerse el guante y se metió las manos en los bolsillos—. Pero no tiene ningún sentido quedarse aquí. Si seguimos gritando, vamos a llamar la atención.
Seguramente ya lo habíamos hecho con el camión. Limité todos mis pensamientos a aquella preocupación e hice un esfuerzo por desterrar el miedo.
—Tenemos que encontrar un lugar seguro donde instalarnos —dije—. Todo parece indicar que vamos a tardar unos días en dar con alguien.
Leo me miró suspicaz, pero no protestó.
—Estaría bien dar con un apartamento o un bloque de pisos —dijo—. Cuantas más puertas tengamos entre nosotros y la calle, mejor.
—Necesitamos una chimenea.
—Hay pisos con chimeneas —dije—. Chimeneas de verdad, no de gas. Cuando vivíamos aquí, fuimos un par de veces a casa de unos amigos de mis padres que tenían una.
Volvimos al camión, pero cuando llegamos Justin se detuvo en la acera.
—No pienso subir con él —dijo, y le dirigió una mirada cortante a Gav.
—Pues ya puedes empezar a andar —le contesté.
—¿Qué le pasa al chaval? —preguntó Tobias cuando subimos al camión.
Me senté detrás, con Gav, y Leo ocupó mi sitio en el asiento del acompañante. Esperé un segundo antes de cerrar la puerta, pero Justin ni se inmutó. Tobias aún me estaba mirando y yo no sabía qué contestar. Pero al final no lo tuve que hacer, pues Gav se inclinó hacia delante y empezó a estornudar inconteniblemente.
Tobias palideció y Leo dio un respingo. Gav abrió mucho los ojos, con expresión tan asustada que por un momento pareció mucho más un niño que necesitaba a sus padres que un joven que había organizado a todo un pueblo para salvarlo.
—Mierda —dijo—. Lo siento, lo siento.
Torpemente, se puso bien la bufanda, que llevaba remetida bajo la barbilla. Cuando lo fui a ayudar, levantó las manos para reprimir un acceso de tos y me di cuenta de que le temblaban. Cuando se le pasó la tos, abrió la puerta, bajó del camión y se cubrió la boca y la nariz con la bufanda.
—Creo que será mejor que yo también me vaya caminando —dijo con voz fría.
—Gav… —intenté protestar, pero él negó con la cabeza.
Me bajé con él; no pensaba dejar que se fuera caminando solo.
Seguía tosiendo de vez en cuando, mientras Tobias conducía lentamente el camión. Leo debía de haberle explicado lo que buscábamos. Caminábamos poco a poco junto al vehículo, Gav y yo a un lado, y Justin al otro, y cuando se nos adelantaba demasiado acelerábamos el paso. Las calles contiguas al ayuntamiento estaban llenas de bloques de pisos. Tobias se paró delante de cada uno de ellos, mientras Justin entraba corriendo a echar un vistazo. No dio el visto bueno hasta el duodécimo.
La puerta del garaje subterráneo del edificio estaba abierta y no se podía cerrar. Tobias aparcó el camión en la parte de atrás y cogimos todas las provisiones que podíamos llevar encima. No fue hasta llegar a la cuarta planta, mientras intentábamos poner distancia entre nosotros y los potenciales saqueadores, cuando Justin hizo referencia a nuestro nuevo problema.
—¿Vamos a vivir en el mismo apartamento que él aunque esté así? —preguntó, señalando a Gav, que iba unos pasos por detrás del resto del grupo.
—Me encerraré en un dormitorio —soltó Gav—. Nadie tendrá que acercarse a mí.
Justin frunció el ceño, pero no dijo nada más. Dejamos las bolsas en la sala de estar del apartamento que habíamos elegido, y Justin volvió al camión con Leo y Tobias a por el resto de las provisiones. Yo entré en el dormitorio detrás de Gav.
El mobiliario del apartamento era de madera oscura, a juego con el parqué, y contrastaba vivamente con las paredes y el edredón de color blanco hueso. Hacía un frío glacial. Tenía la sensación de haber ido a parar a un palacio de hielo yuppie. Gav se dejó caer al suelo, junto al tocador, y se rascó la boca a través de la bufanda.
—Ya sé lo que estás pensando —dijo—. Déjalo ya.
Pero no lo podía saber porque no estaba pensando en nada. Había caminado junto al camión y luego había cargado con todas las provisiones que había podido, mientras me concentraba en no dejar entrar ningún pensamiento en mi cabeza.
Cada vez me costaba más.
Abrí la boca, pero me di cuenta de que tenía un nudo en la garganta y que no me dejaba hablar. No era el único nudo que notaba en mi interior, sentía como si todos mis órganos se hubieran convertido en canicas. Tragué saliva y me senté ante Gav, que volvió a toser.
Entonces me miró con la cabeza ladeada, un gesto desenfadado que no se correspondía con la posición de sus hombros, hundidos. Me di cuenta de que tensaba y destensaba la mandíbula, en un intento casi palpable por mantener la calma.
Me cogió la muñeca con dos dedos y tiró débilmente de ella, como si pensara que no podía pedirme que lo consolara. Me acerqué y él tendió los brazos y me abrazó, al tiempo que soltaba un leve suspiro. Hundió la cara en mi pelo y yo me senté en su regazo. Lo abracé y parpadeé con fuerza.
—Estás conmigo —dijo—, o sea, que todo irá bien.
Cerré los ojos con fuerza, pero las lágrimas se me escaparon y me resbalaron por las mejillas. Quería decirle que sí, que todo iría bien, que no le iba a pasar nada, que lograría derrotar el virus. Pero no estaba segura de si me lo creía lo suficiente como para decirlo, y decirlo sin creérmelo me parecía aún peor que no decir nada.
La verdad era que no conocía a nadie que hubiera sobrevivido al virus sin tener cierta inmunidad previa. Podía sacarme sangre y dársela a Gav. A lo mejor se curaba, como Meredith. Pero lo que Nell había hecho había sido más complicado que eso, había empleado procedimientos que yo desconocía.
—Tiene que quedar algún médico en esta ciudad —dije—. Lo voy a encontrar y te haré una transfusión, como Nell me ayudó a hacer con Meredith. Mi sangre es del tipo O negativo, o sea, que es compatible con todo el mundo. Y con Meredith funcionó.
Eso si encontraba a un médico capaz de hacerlo en el tiempo del que disponíamos; si había un hospital en alguna parte que aún conservara el instrumental que necesitábamos; si quedaba algún lugar en la ciudad con la electricidad necesaria para hacer funcionar ese instrumental…
Si, si, si.
Si Gav no hubiera sido tan testarudo; si yo lo hubiera sido un poco más. Debería haber insistido en que, o me dejaba ponerle la vacuna, o se quedaba en la isla. Tal vez así los demás «síes» no habrían importado, porque no se habría puesto enfermo.
Eché un vistazo a la nevera que había dejado junto a la cama. Dentro vi el material de valor incalculable que nos había arrastrado hasta allí, pero la vacuna ya no podía hacer nada por Gav. En aquel momento la detesté.
Gav carraspeó como si intentara evitar otro acceso de tos.
—Hemos venido hasta aquí por un motivo —dijo—. No quiero ser el que lo eche todo a perder.
Me aparté para verle mejor la cara, aunque estaba todavía lo bastante cerca como para contar las motas verdes de sus ojos avellana, y le acaricié la frente. Tenía la piel más caliente de lo normal, mucho más caliente de lo que se podía esperar en aquella habitación helada.
—Nuestra misión ya consiste en buscar médicos —dije—. No vas a echar a perder nada de nada, solo me has dado otro motivo para seguir adelante.
Le aparté la bufanda y le di un beso. Él dudó un instante, pero finalmente me lo devolvió. A continuación apoyó la cabeza en mi hombro y, al cabo de un momento, se echó a toser.
Y esta vez ya no pudo parar. Se volvió de lado, jadeando, y yo saqué la botella de agua que llevaba bajo el abrigo.
—Toma —le dije—. Tienes que beber algo. Intentaré encender la chimenea, hace un frío que pela.
En la sala de estar, los demás estaban reunidos alrededor de la chimenea.
—Podríamos ir a buscar un poco de leña —sugirió Tobias—. Hay muchos árboles en los parques.
—El piso está lleno de muebles de madera —señaló Leo, haciendo un gesto con la cabeza.
—También tendríamos que derretir más nieve —dije yo, y todos se volvieron hacia mí—. Nos estamos quedando sin agua. Y tendríamos que examinar el resto de los apartamentos en busca de comida. Con un poco de suerte, nadie habrá subido hasta el ático.
En el dormitorio, Gav volvió a estornudar. La mirada de Justin vagó hasta la puerta cerrada.
—Eso si dentro de una semana no estamos todos como él —dijo, con una mueca, y se quedó un momento callado—. Oye, tenemos tres frascos de vacuna. Eso son tres dosis, ¿no? Podrías darme una a mí, otra a Tobias, y aún nos quedaría una.
Una sola muestra, y la posibilidad de perderla sencillamente porque se rompiera el cristal. Y todo para vacunar a dos personas que, si iban a contagiarse del virus a causa de Gav, ya se habían expuesto a él.
—Lo siento —dije negando con la cabeza—, pero no sabemos si con una será suficiente. ¿Y si resulta que la que nos quedamos se echó a perder cuando abriste la nevera? No nos podemos arriesgar. Gav se quedará en el dormitorio y yo seré la única que entre. —Hice una pausa y me acordé de cómo Gav me había abrazado y me había echado el aliento en el pelo—. Encontraré otro abrigo y utilizaré un gorro y guantes distintos cada vez que esté con él. Así tampoco yo os transmitiré el virus.
—Necesitamos la vacuna —insistió Justin, y señaló a Leo—. Si se la diste a él, nos la tienes que dar a todos.
—Cuando tomé esa decisión aún no sabía que la situación se iba a complicar tanto —dije—. De haberlo sabido…
¿Le habría pedido que se vacunara? ¿Y a Tessa?
—Yo habría dicho que no —intervino Leo—. Como hizo Gav. A lo mejor debería haber hecho lo mismo desde buen principio.
Tobias se dejó caer en el sofá de piel.
—Yo estoy con Kaelyn —dijo—. La vacuna es más importante que cualquiera de nosotros.
—¿En serio? —protestó Justin, y Tobias le dirigió una mirada fulminante. El chico levantó los brazos—. ¡Joder, estáis como cabras!
—Puedes seguir quejándote o hacer algo útil —le replicó Leo, que empezó a recoger nuestros cazos.
—Supongo que es mejor que estar aquí encerrado, con él —murmuró Justin.
Me resultaba mucho más sencillo ignorar el dolor que notaba en el pecho si me mantenía ocupada con algo. Dejamos a Tobias vigilando el apartamento, y los tres bajamos por las escaleras, salimos a la calle y andamos hasta que encontramos un parquecito con un par de bancos y un columpio. Mientras yo llenaba los cazos de nieve, Leo y Justin se dedicaban a recoger ramitas de alrededor de los árboles.
—No vamos a hacer demasiado fuego con esta basura —dijo Justin al cabo de unos minutos. Entonces echó un vistazo a los árboles, cogió una rama y tiró con fuerza. La rama se partió por la mitad con un crujido seco. Al cabo de un par de tirones logró arrancarla.
—No está nada mal —dijo Leo—. ¿Y qué me dices de esta?
Agarró otra rama con las dos manos, pero en ese preciso instante se oyeron unos pasos en la nieve, a nuestras espaldas. Me giré.
Había un hombre de mediana edad, vestido con un anorak acolchado, que se acercaba caminando por el centro de la calle. Por debajo de la bufanda asomaba una mascarilla. El hombre se detuvo en la acera, cerca de nosotros.
—¿Qué hacéis? —preguntó.
No nos saludó ni fingió cordialidad. Lo había dicho en tono relajado, pero su porte desprendía una firmeza que exigía una respuesta. Me puse tensa y empecé a imaginarme lo que nos podía hacer si le negábamos lo que quería. Me pregunté qué habría hecho para conseguir aquella mascarilla.
—Nada, coger un poco de leña —dijo Leo en tono informal pero cauteloso—. Hay que mantenerse caliente, ¿no?
Justin dio un paso al frente, arrastrando la rama que acababa de partir.
—¿Algún problema?
El hombre entrecerró los ojos
—Justin —dije yo—. Tranquilo.
—Sí, relájate un poco —contestó el hombre—. Y ten cuidado con cómo le hablas a la gente. Si quisiera daros problemas, lo haría.
—A lo mejor quien debe tener cuidado eres tú —le soltó Justin, levantando la rama—. Lo que nosotros hagamos ni te va ni te viene, de modo que pírate.
Me coloqué entre los dos y fulminé a Justin con la mirada: lo último que necesitábamos en aquel momento era crearnos más problemas.
—Lo siento —le dije al hombre—. Solo es un niño.
—Yo no soy… —empezó a protestar Justin, pero le pegué un pisotón en los dedos de los pies para impedir que dijera algo que empeorara aún más la situación.
Justin se calló en seco y soltó un taco. Al hombre se le arrugó la cara, como si sonriera debajo de la bufanda.
—Sí, intenta que mantenga el buzón cerrado —dijo—. Solo venía a echar un vistazo.
Y a partir de aquel momento, me dije, aún estaría más pendiente de nosotros. Me lo quedé mirando mientras se alejaba. Incluso después de que doblara la esquina, fui incapaz de despegar los brazos del cuerpo.
—Me has hecho daño —protestó Justin—. Yo solo quería…
Me giré de golpe.
—¡Dar por saco, eso es lo que querías! —le espeté—. ¿Tú crees que haciéndole creer que somos una amenaza vamos a lograr que nos deje tranquilos? Ahora nos va a vigilar por mucho que intentemos pasar desapercibidos.
—Kaelyn tiene razón —coincidió Leo.
Justin nos miró alternativamente.
—Mirad —dijo—, si estáis tan acojonados que no os atrevéis a plantar cara, no es problema mío.
—No se trata de estar o no acojonados —repliqué—. Se trata de actuar de forma inteligente. En esta ciudad no somos nadie, y actuando como si lo fuéramos solo lograremos que nos hagan daño, o, peor aún, que nos maten. ¿Sabes qué tienes que hacer cuando eres un pececillo y estás rodeado de tiburones? Intentar no llamar la atención y rezar porque no te vean, porque sabes que irán a por la presa más fácil. El único motivo por el que han venido a por nosotros es porque hemos llamado la atención. Además, tú no eres nadie para decidir cuándo plantamos cara y cuándo no. Esta misión es mía, esas son las muestras de mi padre, y tú tienes que empezar a actuar en consecuencia. Porque, si no, te vas a tener que buscar a otros que te aguanten.
En cuanto terminé de hablar tenía la garganta irritada por el aire invernal. Habría querido dar media vuelta y dejar que la tensión se disipara, pero no podía, aún no. Justin tenía que saber que no podía seguir desafiando y amenazando a la gente. Había demasiado en juego como para arriesgarnos a cometer otro error.
Justin se había quedado blanco. Parpadeó un par de veces, con la boca abierta, y finalmente fue él quien dio media vuelta. Yo respiré hondo y abrí los puños; me di cuenta de que me temblaban las manos.
—Recojamos un par de ramas más —dijo Leo, mirándome.
Asentí con la cabeza para indicarle que me parecía bien, y mientras él y Justin volvían a concentrarse en los árboles, yo dejé los cazos que había llenado y fui a buscar un cubo de basura de reciclaje que había visto en un porche. Estaba vacío y parecía bastante limpio, más aún teniendo en cuenta que íbamos a hervir el agua dentro. Me lo llevé al parque y lo llené de nieve.
—No creo que nos podamos llevar mucha más —apuntó Leo, con un fardo de ramas bajo el brazo—. ¿Tú qué tal vas? —le preguntó a Justin.
—Bien —contestó el chico en voz baja.
No dijo nada más hasta que volvimos al bloque de pisos. Al llegar a la puerta del apartamento que habíamos elegido dudó un momento. Leo entró, pero yo me detuve y me giré para ver qué le pasaba.
—Lo siento —dijo Justin, con los ojos clavados en el suelo—. Tienes razón, ha sido una estupidez. Pero es que no lo entiendes.
—¿Qué es lo que no entiendo? —pregunté.
Justin tragó saliva.
—Mi padre… fue a ver si quedaba comida en el colmado y un tío le disparó. Yo no estaba allí para ayudarlo porque me había obligado a que me quedara en casa con mamá, como si fuera un niño. No quiero ser más un niño asustado, que se esconde. Pero supongo que debería haber pensado un poco más; además, meterse con la gente tampoco es una actitud demasiado madura. Pero es que a veces me puede, y entonces tengo que hacer algo, ¿me entiendes?
Me apoyé en el marco de la puerta.
—Siento mucho lo de tu padre —le dije sinceramente—. No lo sabía.
Era cierto que no lo había mencionado hasta entonces y que tampoco lo habíamos visto por la colonia, pero no se me había ocurrido preguntarle por él.
—Sí, bueno, supongo que aunque hubiera estado allí tampoco podría haber hecho mucho por él.
Me acordé de la cara llorosa de Meredith cuando me pidió que no la dejara atrás. La imaginé allí, entre los cadáveres y los saqueadores. Le preocupaba que no me la llevara conmigo porque pensara que no era lo bastante valiente, pero la verdad era que sabía que no habría soportado la culpa si la hubiera dejado venir y luego no hubiera podido protegerla.
—Si hubieras estado ahí, lo más probable es que te hubieran matado también a ti —le dije—. Seguramente tu padre quiso que te quedaras en casa porque se preocupaba por ti y no quería que te pasara nada. No puedes estar enfadado con él por eso, ¿no?
—Pues… nunca me lo había planteado de esa forma —dijo Justin, que levantó la cabeza—. ¿Todavía estás cabreada conmigo?
—¿Me vas a hacer caso la próxima vez que te diga que te mantengas al margen?
En sus labios se dibujó una sonrisa.
—Sí —contestó—, voy a hacer lo posible.
—Pues entonces no estoy cabreada. Pero tengo frío y estoy cansada de cargar con toda esta nieve. Entremos ahí e intentemos convertir este sitio en un lugar habitable.
Dentro, la tos de Gav retumbaba al otro lado de la puerta del dormitorio.