VEINTE

Las últimas horas antes de llegar a Toronto estuvieron marcadas por el número decreciente que acompañaba el nombre de la ciudad en los carteles de autopista que íbamos dejando atrás: 156, 117, 78, 33.

A medida que nos acercábamos, los edificios fueron reemplazando los campos y los bosques que habían ocupado ambos lados de la carretera durante la mayor parte del trayecto. El sol se puso y la oscuridad se cernió sobre el paisaje, pero nadie dijo nada de parar. Apenas habíamos descansado desde que habíamos subido al camión, la mañana del día anterior. Solo nos habíamos detenido una vez por la tarde, en un pueblo, para sacar gasolina de los coches abandonados y buscar comida en las casas. Por lo demás, nos habíamos ido relevando como pilotos y copilotos, mientras los que quedaban en la parte trasera hacían lo posible por dormir.

Ahora conducía Tobias, que se iba abriendo camino bajo la luz de la luna, iluminado por los faros del camión. Miré por la ventana desde el asiento central de la parte trasera, medio grogui, pero demasiado nerviosa como para conciliar el sueño del todo. Aquí y allá se veían lucecitas en la distancia: farolas, o tal vez hogueras. Mis esperanzas iban en aumento.

Donde había luz, había personas. Habíamos pasado todo el viaje intentando evitar el contacto con la gente; sin embargo, de pronto, el éxito de nuestra misión dependía de todo lo contrario: de encontrar a las personas adecuadas allí.

El cartel que nos daba la bienvenida a la ciudad estaba tan cubierto de nieve que me costó distinguir las palabras.

—¡Hemos llegado! —dije—. ¡Lo hemos logrado!

Justin pegó un golpe en el salpicadero, Tobias levantó un puño cerrado y Leo soltó un gritó débil:

—¡Yujú!

Gav, que dormía apoyado en mi hombro, dio un respingo.

—¿Me toca ya conducir? —murmuró.

—Vuélvete a dormir —contesté, apoyando la mejilla sobre su cabeza—. Ya casi hemos llegado.

Pero Gav se incorporó y pestañeó varias veces.

—¿Qué salida crees que deberíamos coger? —preguntó Tobias.

—Ni idea —dije. Era la única que había vivido en Toronto, pero el tamaño y el bullicio de la metrópoli me había intimidado tanto que apenas había salido de nuestro barrio, en el oeste de la ciudad. Miré por la ventana, con la mente abotargada—. No tiene ningún sentido intentar encontrar a nadie de noche. Creo que deberíamos buscar un lugar donde dormir y ponernos manos a la obra por la mañana.

Justin respondió con un bostezo exagerado.

—Dormir me parece una buena idea —dijo.

—Sí, pero debemos intentar que el camión no llame la atención —intervino Leo—. Es una presa bastante atractiva.

—Pues cojamos la próxima salida —propuse—. Nos será más difícil encontrar un lugar seguro en el centro.

—Allá vamos —dijo Tobias.

Guardamos silencio mientras el camión enfilaba la rampa de salida de la autopista.

Pasamos bajo unas farolas apagadas y tomamos una calle ancha, con centros comerciales a ambos lados. Todos los escaparates estaban rotos y había numerosas marcas de pisadas sobre la nieve que cubría el aparcamiento vacío. Tobias apagó las luces largas y se guio solo con las de posición y con el brillo de la luna.

Oímos un sonido estridente e intermitente en la distancia. Durante un segundo creí que era una sirena, que aún quedaba policía en la ciudad, pero a medida que nos fuimos acercando nos dimos cuenta de que se trataba de una alarma de coche. Me pregunté cuánto tiempo llevaría sonando y cuánto más duraría hasta que se le terminara la batería.

—¡Eh! —exclamó Justin.

Atisbé un movimiento por el rabillo del ojo. En cuanto volví la cabeza, vi que dos figuras salían de una de las tiendas. Desaparecieron entre las sombras, tan deprisa que, si Justin no los hubiera visto también, habría creído que me lo había imaginado.

—No parecían demasiado cordiales —dijo Tobias.

—Pongamos un poco de distancia antes de parar —propuso Gav con voz seria.

Los edificios pasaban junto a las ventanas como fantasmas. Me abracé a mí misma. En su día, la ciudad me había parecido grande y bulliciosa, pero también resplandeciente y cargada de energía, viva, como si toda esa actividad fuera el pulso de algún ser vivo. Ya me había hecho a la idea de que en esta ocasión no me iba a encontrar lo mismo, pero no había imaginado hallarla tan vacía. Tan muerta.

Cuando saliera el sol, todo mejoraría, me dije. La oscuridad podía hacer que un lugar pareciera encantado. Unos bloques más adelante, un grito desgarró el aire a nuestras espaldas.

—¡No, no, no, no, no! —dijo la voz—. ¡No lo hagan, no lo hagan!

Me encogí. Supuse que se trataba de alguien atrapado en las alucinaciones violentas que caracterizaban las últimas fases del virus.

—Joder —murmuró Justin.

El grito cesó de golpe, como si alguien le hubiera puesto fin de forma abrupta.

Noté que a Leo se le tensaban los hombros, su boca convertida en una raya. Me pregunté hasta qué punto la ciudad le hacía pensar en Nueva York y en lo que había pasado allí. Le busqué la mano y la encontré sobre su rodilla. Entrecrucé mis dedos con los suyos. Leo soltó un suspiro y me devolvió el apretón con fuerza.

Los centros comerciales dieron paso a tiendas y edificios de oficinas, tras los que se adivinaban los tejados de un barrio residencial.

—¿Qué os parece aquí? —pregunté.

Tobias asintió y giró en la siguiente calle. Pasamos varias casas y bungalós de dos pisos, doblamos unas cuantas esquinas y dejamos atrás la calle principal. Finalmente elegimos un chalé con un ancho caminito de acceso. Tobias aparcó en el jardín trasero, para que el camión quedara oculto tras la casa.

—No podemos hacer gran cosa para disimular el rastro de la pala quitanieves —dijo—. Deberíamos montar guardia por turnos, como de costumbre.

Alguien había hundido el pomo de la puerta trasera; sin embargo, cuando examinamos la casa, del sótano al ático, no encontramos ninguna señal de que allí estuviera viviendo alguien. Tras preparar apresuradamente la cena en el hornillo, Leo se cubrió con una manta y se sentó encima del radiador del comedor, desde donde podía vigilar el camión, a través de la ventana del comedor, así como la calle, a través de la ventana de la sala.

—Despiértame dentro de un par de horas y te relevo —dijo Tobias.

Leo se limitó a asentir.

Sin una hoguera con la que calentarnos, plantamos la tienda para mantener el calor corporal y nos acurrucamos todos juntos, envueltos con las mantas y los sacos de dormir. Me puse la capucha y me arrimé mucho a Gav. Los ojos se me cerraban, pero al mismo tiempo el corazón me latía a mil por hora.

Ahí estábamos. Lo habíamos logrado.

Y, sin embargo, a pesar de la excitación, no lograba quitarme de encima una sensación cada vez más acuciante: la de que éramos un puñado de peces que se estaban metiendo en la boca de un cocodrilo, y que no podíamos hacer nada más que rezar para que aquel temible animal no cerrara las fauces de golpe.

Cuando me levanté, aterida y agarrotada, y asomé la cabeza a través de la puerta de la tienda, en la sala de estar había mucha luz. Aparté las mantas, salí de la tienda y me acerqué a la ventana. Al otro lado, la escena era la de un día de invierno normal, blanco y sereno. La luz del sol me inundó y templó los fríos miedos que habían brotado en mi interior la noche anterior.

Gav estaba sentado ante la puerta. Debía de estar montando guardia desde primera hora de la mañana. Me sonrió con mirada cansada. Me pregunté cuánto debía de haber dormido.

—Me tendrías que haber despertado para una guardia —protesté.

—Necesitabas descansar —contestó, como si para él no fuera necesario.

Se oyó un crujir de mantas dentro de la tienda y, al cabo de unos minutos, ya estábamos todos levantados, pasándonos una bolsa de galletitas rancias mientras nos preparábamos para reanudar la marcha.

—¿Cuál es el plan?

—Quiero ver si los hospitales siguen en funcionamiento —contesté—. Nos será más fácil decidir qué queremos hacer si conocemos exactamente la situación.

—El camión llamará aún más la atención a la luz del día —dijo Leo.

Eché un vistazo al mapa.

—No hay demasiados hospitales por aquí cerca. Creo que tendremos que conducir un poco. Veamos qué encontramos. Si nos tenemos que quedar otra noche, buscaremos un lugar más céntrico para poder desplazarnos a pie.

Volvimos a montar en el camión, con Gav al volante.

—Parece que hay un hospital bastante grande a un par de kilómetros al oeste, siguiendo por la carretera principal —dije—. Te avisaré cuándo tengas que salir.

Las pisadas enfrente de las tiendas eran aún más visibles de día, pero las personas que las habían dejado permanecían escondidas. Salía humo de un par de chimeneas de la calle principal.

En cuanto giramos por la calle del hospital, adelantamos a un par de figuras envueltas con abrigos y bufandas que caminaban lentamente por la acera, en la misma dirección que nosotros. Se quedaron mirando el camión y la pala quitanieves, pero llevaban la cara totalmente cubierta y apenas logré atisbar el destello de unas gafas. Una de las figuras se dobló, se llevó la mano a la bufanda, donde debía de tener la boca, y empezó a toser.

En la entrada del hospital había marcas de ruedas de coche, pero parecían viejas y estaban ya medio cubiertas de nieve que había caído más tarde. El aparcamiento estaba lleno de coches sepultados bajo la nieve. Aparcamos delante de la entrada principal.

Gav ya iba a abrir su puerta, pero yo le agarré el brazo.

—No —dije—. Es evidente que en este lugar va a haber personas enfermas. Yo soy inmune y Leo tiene la vacuna. El resto sois vulnerables. Quedaos aquí vigilando el camión, entraremos nosotros. Bueno —añadí, volviéndome hacia Leo—, si a ti te parece bien, claro.

—Si, tiene sentido —aceptó él—. No me voy a quedar aquí cruzado de brazos mientras tú entras ahí.

—A mí me parece perfecto mantenerme alejado de los infectados —soltó Justin, que se arrellanó en su asiento.

Tobias no dijo nada, pero a juzgar por cómo había reaccionado hacía unos días, cuando nos habíamos topado con aquella pareja infectada, estaba segura de que también le parecía bien.

—No sabéis qué os vais a encontrar ahí dentro —dijo Gav—. ¿Y si dos no sois suficientes?

—Si la cosa pinta mal, tengo una de las pistolas —respondió Leo en voz baja.

Gav tenía los hombros tensos y aún no había apartado la mano de la manija de la puerta.

—De acuerdo —dijo finalmente—. Pero estaré pendiente del reloj, y si tardáis más de media hora…

—Vale, vale —lo interrumpí, levantando las manos—. Pero ten cuidado. Y si ves a alguien con pinta de…, no sé, con pinta oficial, lo agarras y le cuentas a qué hemos venido, ¿vale?

Dejé la neverita con nuestra valiosa carga encerrada en la parte trasera del camión. Las puertas del hospital, altas y acristaladas, estaban entreabiertas, apuntaladas con unos topes de hormigón. Mientras Leo y yo nos acercábamos, un hombre salió furtivamente del interior; llevaba algo en brazos, algo que no alcancé a ver. Desapareció detrás de la esquina y soltó un estornudo.

Durante un segundo se me bloquearon las piernas. Incluso después de recuperarme, nunca había entrado en el hospital sin protección, por si acaso el virus había mutado. Leo estaba en una situación aún más delicada que la mía, protegido tan solo por una vacuna que no sabíamos si funcionaba.

Me embocé con la bufanda, igual que Leo.

—Vamos a salvar el mundo —dijo.

Cruzamos la puerta principal y llegamos a la recepción. Había una niña que no debía de tener más de doce años rebuscando en los cajones del mostrador de admisiones. Se detuvo un instante y se rascó la nuca. Había papeles esparcidos por todo el mostrador y por el suelo.

Los pasillos estaban en penumbra, apenas iluminados por los rayos de sol procedentes de las ventanas de las habitaciones que tenían la puerta abierta. Se oían toses y estornudos en el interior del hospital. Elegimos una dirección y echamos a andar.

Notaba mi propio aliento, cálido y denso, debajo de la bufanda. En uno de los pasillos, alguien a quien no veíamos se sorbió la nariz y empezó a dar golpes con lo que, a juzgar por el ruido que hacían, parecían dos objetos metálicos. Más adelante, un hombre con la nariz roja y las mejillas coloradas fue de una habitación a la siguiente. Se oyó un estruendo de cajas y frascos. En cuanto me asomé, el hombre se giró hacia mí y me espetó:

—¡Atrás! ¡Yo he llegado primero!

Seguimos adelante sin perder un segundo.

Al cabo de un momento se oyó un grito que retumbó entre las paredes, y dos mujeres doblaron la esquina y aparecieron ante nosotros.

—¡La he visto yo primero! —exclamó una—. ¡Es mía!

Leo me cogió del brazo y nos pegamos a la pared justo en el momento en que las mujeres pasaban corriendo a nuestro lado. La primera resbaló y la segunda la placó. Entonces se retorció y agarró una botella de color ambarino que había en el suelo.

—¡Es mía! —repitió, y echó a correr hacia la puerta de salida.

La primera mujer se levantó con dificultades, respirando entre sollozos, y regresó con paso tambaleante hacia el lugar del que había salido. Yo me quedé pegada a la pared, con el corazón a mil por hora. Leo ni se movía.

—Estoy empezando a pensar que no vamos a encontrar… —comenzó a decir, pero de repente se calló.

Apartó ligeramente la mirada y fijó los ojos en algo que había a mis espaldas. Me giré y vi a otra mujer, que se acercaba. El pelo canoso y enmarañado le cubría la cara, y tenía una sonrisita triste en los labios.

—Parece que hemos llegado demasiado tarde —dijo.

Se me hundieron los hombros de alivio. Así pues, no éramos las únicas personas cuerdas de la ciudad.

—¿Dónde están los médicos y las enfermeras? —pregunté—. ¿Qué ha pasado aquí?

La mujer se encogió de hombros.

—Lo mismo que en todos los hospitales, supongo. Me lo habían contado, pero no sabía que la cosa estuviera tan mal. En cuanto empezaron a escasear los medicamentos, todo el mundo intentó arramblar con lo que pudo antes de que fuera demasiado tarde… El hospital no era un lugar seguro para nadie; además, tampoco es que antes los médicos fueran de gran ayuda… Aunque supongo que, en el fondo, no los podemos culpar.

—Entonces, ¿se han ido todos? —preguntó Leo.

La mujer ladeó la cabeza.

—Si queríais encontrar a un médico aquí, tendríais que haber venido hace dos meses.

—¿Y adónde han ido? —pregunté.

—Ni idea. A lo mejor están protegiendo a sus familias, como el resto de nosotros —respondió con un suspiro—. Yo no sé ni por qué he venido. Wallace y yo hemos aguantado sanos durante mucho tiempo, pero ayer le empezaron los picores, y luego la tos, y me dije que no me podía quedar de brazos cruzados; tenía que venir a ver si encontraba algo, pero de momento solo he encontrado problemas y poco más. —Sus ojos escrutaron el pasillo y a continuación nos volvió a estudiar—. No parece que ninguno de vosotros dos esté enfermo.

—Hemos venido por un amigo —respondí yo rápidamente—. Esperábamos que alguien pudiera ayudarlo, pero creo que no hemos tenido suerte.

Como para dar énfasis a mis palabras, en el extremo opuesto del pasillo aparecieron tres hombres que arrastraban un aparato eléctrico del tamaño de un congelador de bar. ¿De qué creían que les iba a servir sin electricidad? Me di cuenta de que la gente se dedicaba a llevarse de forma indiscriminada cualquier cosa que nadie hubiera robado aún.

—Larguémonos de aquí —le dije a Leo, y me volví hacia la mujer—. Gracias. Buena suerte.

—Habrá otros hospitales —apuntó Leo mientras salíamos por la puerta.

—Ya lo sé —le contesté, y de pronto me tropecé con algo duro que había enterrado bajo la nieve.

Por el impacto quedó al descubierto una forma marrón y estrecha que sobresalía de la nieve amontonada junto al camino de acceso al hospital. Me lo quedé mirando unos segundos antes de comprender de qué se trataba.

Era una bota. La punta de una bota. Bajo la nieve, casi podía distinguir la forma de una pierna, un torso… Aparté la mirada. Había nieve por todas partes. ¿Cuántos cuerpos habría enterrados? Se me removió el estómago.

—Habrá otros hospitales —me repetí en voz baja.

Llegué al camión sin mirar hacia atrás. En cuanto subí, Gav me clavó la mirada.

—¿Nada?

Negué con la cabeza y cogí el mapa. Las líneas y los nombres de las calles parecían estar borrosas. Parpadeé e intenté concentrarme.

—Es posible que aún haya algún hospital en funcionamiento —dije—. Y quedarán también laboratorios gubernamentales y privados, ¿no? Esos son menos vulnerables, la gente no se habrá visto obligada a marcharse…

Por supuesto, no tenía ni idea de dónde podían estar esos laboratorios, precisamente por eso imaginaba que serían menos vulnerables.

Drew lo sabría, él había explorado la ciudad mucho más a fondo que yo. Si aún estaba bien. Si lográbamos dar con él. Se me hizo un nudo en la garganta y tragué con fuerza.

—Podríamos ir a echar un vistazo al edificio del ayuntamiento —dije, señalando un edificio de planta semicircular que había a orillas del río—. No creo que tengan laboratorios, pero seguramente encontraremos a alguien del Gobierno que nos pueda orientar.

—Eso si no se han marchado también —apuntó Gav.

—¿Se te ocurre alguna idea mejor? —le pregunté, y él esbozó una mueca de disculpa.

—No, tienes razón. Es lógico ir a echar un vistazo allí.

Arrancó el camión y nos pusimos en marcha hacia el ayuntamiento, eligiendo las calles en las que nos parecía que había menos coches y menos nieve. Algunas estaban llenas de vehículos sepultados, petrificados en un atasco perpetuo, como un desfile de esculturas de hielo.

—Yo flipo —dijo Justin, mientras salíamos dando marcha atrás de una calle bloqueada en la que nos habíamos metido por error—. Toda esa gente, ¿dónde creía que iba?

Les daría lo mismo, me dije. En cuanto empezó a cundir el pánico, los lugares seguros dejaron de existir. Estábamos a pocas calles del ayuntamiento cuando, de repente, Leo se puso muy tenso.

—Apaga el motor —dijo.

—¿Cómo? —preguntó Gav.

—¡Apágalo!

Gav puso punto muerto y giró la llave del contacto. En cuanto nuestro motor dejó de hacer ruido, oí el rugido de otro motor a lo lejos.

—Menudo oído tienes, tío —dijo Tobias.

Leo no contestó. El motor sonaba cada vez más fuerte, pero finalmente empezó a alejarse sin cruzarse en nuestro camino.

—¿Y si eran los tipos del Gobierno con los que nos estamos intentando poner en contacto? —preguntó Justin.

—Alguien que aún disponga de un coche que funcione en esta ciudad… tiene que haber luchado por ello —dijo Leo—. Y tiene que haber ganado.

—Sí, mejor no toparnos con ellos —coincidí.

La calle que pasaba junto a la plaza del ayuntamiento estaba desierta. Montañas de nieve cubrían la explanada donde otros años habían montado una pista de patinaje gigante. El colegio nos había llevado allí un par de veces.

Tobias se quedó en el camión, sentado detrás del volante, con el rifle encima del regazo, mientras el resto nos dirigíamos hacia el edificio del ayuntamiento por encima de los montículos de nieve más pequeños. Intenté no pensar en lo que habría debajo de la nieve.

No lograba ver nada más allá de las ventanas y las puertas de madera. Cuando nos acercamos me di cuenta de que estaban tapiadas. Había armarios y separadores de cubículos arrimados contra los cristales, cubiertos con tablones de madera clavados en los marcos, donde se habían empezado a agrietar.

Allí había habido alguien, alguien que no quería que entrara nadie más. Y parecía que lo habían logrado.

Eso significaba que a lo mejor seguían ahí.

Justin se acercó a las puertas más próximas y forcejeó con los pomos. Al constatar que las puertas estaban atrancadas, pegó un puñetazo en la madera.

—¡Eh! —gritó—. ¡Abridnos!

Me acerqué a la siguiente puerta y empecé también a aporrearla.

—¡Por favor! —dije—. Tenemos una cosa que podría ayudar a la ciudad. ¡Tenemos que hablar con alguien!

Solo nos respondió el silencio. Esperé un rato y volví a llamar a la puerta.

—Mira cómo se han parapetado ahí dentro —soltó Gav—. Es evidente que les importa un cuerno la ciudad.

—¡Pues entramos a la fuerza y los obligamos a que nos ayuden! —dijo Justin.

—No —repliqué, y me volví—. Les daremos tiempo. Entonces, si no sale nadie a…

De pronto me atraganté y me quedé sin voz.

Gav se había quitado un guante y se había levantado la manga del otro brazo, mientras estudiaba el edificio con el ceño fruncido. Tuve la sensación de que ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía.

Se estaba rascando el antebrazo, con tanta saña que su piel pálida tenía ya un tono rosado.