DIECIOCHO

Me desperté a la mañana siguiente con la nieve golpeando la ventana.

Una débil claridad se filtraba entre la nevada, que seguía cayendo con fuerza. Sin embargo, el ambiente en el dormitorio era cálido. Por una vez, gracias a la estufa, no habíamos tenido que pasar la noche todos acurrucados.

Me giré con cuidado. Gav tenía los ojos cerrados, el pelo greñudo y rizado le cubría la frente, y alargaba una mano hacia mí. La noche anterior nos habíamos apropiado del dormitorio principal sin ni siquiera planteárnoslo; yo estaba tan agotada que me había dormido nada más echarme en el colchón. Sin embargo, aunque los dos estábamos vestidos y él dormía, de pronto me dio un vuelco el corazón. Estaba en la cama con mi novio. Por primera vez desde hacía varias semanas, teníamos una habitación para nosotros solos.

En la isla solo nos habíamos enrollado. La preocupación constante por el virus no era lo mejor para crear un ambiente romántico. Además, hacía tan solo un par de meses que salíamos, si es que a eso se lo podía llamar salir. Yo aún no estaba segura de querer nada más, y Gav parecía feliz de seguirme la corriente, pero mentiría si no dijera que había pensado en dar un paso. Sin ir más lejos, lo pensaba en aquel preciso momento: qué pasaría si Gav se despertara y me acercara más a él.

Sin embargo, al cabo de unos minutos, Gav aún no daba muestras de querer despertarse y tampoco parecía que yo fuera a conciliar de nuevo el sueño. Empezó a entrarme la angustia. ¿Se habría apagado el fuego por la noche? ¿Cómo íbamos a llegar hasta el montón de leña?

Salí de la cama sin hacer ruido, me puse el jersey y bajé a la planta baja. Para mi tranquilidad, la chimenea seguía ardiendo alegremente. Había tres troncos nuevos en el soporte metálico. Leo estaba sentado en el suelo de la sala, con una pierna doblada hacia atrás, la otra extendida hacia delante y la cabeza a pocos centímetros de la rodilla. Se levantó para cambiar de pierna y me vio.

—Eh, hola —dijo.

—Has traído más leña.

—He encontrado una cuerda en el sótano —dijo señalando con un dedo una bobina que había junto a los troncos—. Me he atado un extremo a la cintura y el otro al pomo de la puerta. Hace un viento que flipas. De la nieve que cae, no sé cuánta es nueva y cuánta simplemente se arremolina del suelo.

Se inclinó sobre la otra pierna. Pasé a su lado, me hundí en el sofá y encogí las piernas. Verlo estirarse me resultaba de lo más normal y, al mismo tiempo, completamente extraño, pero me animó un poco.

—Hacía tiempo que no te veía calentar —le dije. Desde que había vuelto a la isla era la primera vez. A lo mejor nuestra charla del día anterior había cambiado las cosas y, por algún motivo, había hecho que volviera a preocuparse por lo que le importaba.

—En Nueva York seguía una rutina matutina bastante estricta —respondió Leo, que se giró y me dirigió una sonrisita—. Me he dado cuenta de que la echaba de menos. Supongo que soy un poco masoquista.

—Siempre lo fuiste.

Leo había sido siempre muy estricto consigo mismo, incluso desde antes de que alguien mencionara siquiera la posibilidad de acudir a una escuela de danza en Nueva York. Sin embargo, entonces aún podía soñar en teatros y grandes producciones. ¿Para quién iba a bailar ahora?

—Tessa me contó que te había gustado mucho la escuela —dije.

—Me encantó desde que llegué para la audición. Era como un universo donde todo el mundo dormía, comía y respiraba para poder bailar. Podía mencionar técnicas y coreógrafos, y todo el mundo sabía de qué hablaba. —Se pasó una mano por detrás de la cabeza y se apoyó en el codo con la otra mano—. No es por criticar las clases de la señorita Wilce, que de hecho estaba bastante puesta para alguien que llevaba más de una década fuera del mundillo, pero había tantas cosas que no tenía ni idea que no sabía…

El virus le había arrebatado aquel mundo perfecto al cabo de apenas unos meses, y ahora ya nunca iba a aprender todo aquello que no sabía. Noté un dolor en la nuca.

—¿Qué bailaste para la audición? —le pregunté.

—Una pieza contemporánea —contestó, agarrándose el otro brazo—. Coreografiada por mí mismo, con algunas sugerencias de la señorita Wilce. Utilicé una canción de Perfect Mischief, Orbits. ¿Te suena?

¿Que si me sonaba? Me la sabía de memoria. Durante el último verano que habíamos pasado juntos en la isla, Leo había estado obsesionado con esa canción. Cuando teníamos catorce años, antes de pelearnos. La ponía en su iPod y compartíamos los auriculares, y aunque aquello había pasado días antes de que mis sentimientos se transformaran de amistad a algo más, al volver a Toronto había escuchado la canción una y otra vez, mientras recordaba lo unidos que habíamos estado. La había seguido escuchando también después de la pelea, aunque a partir de entonces a veces me hacía llorar.

«Estamos en órbitas distintas —decía el estribillo—, pero al final siempre nos volvemos a encontrar. Siempre nos volvemos a encontrar».

Y al final había sido cierto: ahí estábamos, juntos, aunque fuera en circunstancias difíciles. A pesar de mi incomodidad, de los sentimientos de los que habíamos hablado y de los que no, y de lo mucho que ambos habíamos cambiado, me alegraba de ello. Al ver a Leo me invadió una oleada de alegría por la que no tenía que sentirme culpable. Seguía siendo mi mejor amigo; no lo iba a perder otra vez.

—Es una buena canción —dije—. Ojalá hubiera podido estar ahí para verlo.

Leo se quedó quieto un momento y echó un vistazo a la sala.

—Si quieres, puedo volver a bailarla solo para ti —soltó—. Si arrastro el sillón hasta la pared, habrá suficiente sitio.

—Pero te falta la música…

—Sí, ya lo sé —dijo—. Es lo que más echo de menos. Pero, bueno, por lo menos la tengo aquí dentro —dijo, tocándose la cabeza—. Mi cerebro es una radio cojonuda.

No pude evitar reírme.

—¡Sí, vale! ¡Lo quiero ver!

Leo arrastró el sillón hasta la pared, se quitó los calcetines y el jersey, y se colocó en el centro de la sala, descalzo, con solo la camiseta de manga corta y anchos vaqueros. Entonces se agachó, flexionó los brazos e inclinó la cabeza hacia delante.

—Está sonando la intro —dijo, y tarareó las primeras notas de la canción.

Mentalmente oí cómo la guitarra se unía al piano. Leo empezó a moverse.

Desplegó todo el cuerpo, dio un salto y empezó a girar, del mismo modo en que la voz se movía en espiral al ritmo de la batería. De repente pareció que perdía el equilibrio y que se iba a caer, pero en el último momento hizo una pirueta y volvió a levantarse. Aunque no hubiera sabido la canción, la habría oído solo con verle. El ritmo de los bajos se oía en el tamborileo de su piel contra el suelo y en su respiración espasmódica, y la melodía se adivinaba en el fluir de sus extremidades. En el momento en que empezaba el coro, giró sobre sí mismo seis, siete veces, antes de desplomarse en el suelo. Entonces levantó la mano, como si intentara agarrar algo que tenía encima de la cabeza, pero finalmente la dejó caer, y supe sin que me lo dijera que así era como terminaba el baile.

Leo se levantó, jadeando pero sonriendo. Tenía la cara reluciente y un fulgor en la mirada que no veía desde hacía años, seguramente desde la última vez que lo había visto bailar. Deseé que pudiera quedarse así para siempre.

Por eso teníamos que arreglar las cosas: porque en un mundo donde todos estábamos tan asustados por si enfermábamos que no nos atrevíamos ni a hablar unos con otros, un mundo sin música, ni públicos, ni escenarios, el virus mataba a Leo y a todos los que eran como él incluso sin infectarlos.

Había estado tan concentrada mirándolo que no me había dado cuenta de que alguien bajaba por las escaleras.

—¡La leche! —dijo Justin, aplaudiendo—. Pero ¿cómo lo has hecho? Cuando has empezado a dar vueltas en el aire ha sido increíble. Parecías…, no sé, un ninja o algo así.

Leo se rio, y en aquel momento le perdoné a Justin casi todo lo que había hecho.

Miré por la ventana, convencida de que en aquel momento ni siquiera el clima podía deprimirme. Pero al otro lado del cristal la ventisca de nieve arreciaba como nunca.

Esa tarde, Tobias encontró una baraja de cartas en un cajón, y él, Leo y Justin se sentaron en el comedor a jugar al póquer con trocitos de papel. Yo ya iba a unirme a la partida cuando Gav me cogió de la mano.

—Ven aquí —me dijo, y me miró como si no hubiera nadie más en el mundo. Noté un cálido cosquilleo que me recorría la piel.

Lo seguí hasta el dormitorio que compartíamos. Nada más entrar, Gav cerró la puerta con el pie y yo noté una sensación extraña en el estómago, un cosquilleo mezclado con nervios e incertidumbre.

Cuando me besó se me pasaron los nervios de golpe. Di un paso hacia atrás y me apoyé en la pared, entonces tiré de él y le hundí los dedos en el pelo. Gav volvió a besarme, en los labios, y luego en la mejilla y el cuello.

—¿Sabes qué? —me dijo al oído—. Lo único que me hacía ilusión de cruzar todo el país a pie era que íbamos a estar tú y yo solos. Estoy muy decepcionado por el resultado final…

—¿Y qué pensabas hacer cuando estuviéramos solos? —pregunté enarcando las cejas.

En lugar de responder, Gav se inclinó hacia delante y frotó sus caderas contra las mías; seguramente aquello era la respuesta. Nuestros besos eran cada vez más apasionados. Gav bajó la manos hasta mi cintura y empezó a acariciarme la piel donde se me terminaba el jersey. Noté cómo me invadía una oleada de calor, que nacía en los puntos donde nuestros cuerpos se tocaban y se extendía desde la cabeza hasta las plantas de los pies. La nieve, el viento y la poca comida que nos quedaba se empezaron a desvanecer. Una parte de mí, una parte bastante importante, quería fundirse con él, caer sobre la cama y dejar que se me llevara lejos, muy lejos de allí.

Pero cuando ya todo había desaparecido, dentro de mi cabeza seguía viendo la larga carretera que nos separaba del lugar donde debía estar la vacuna. Era como una correa que tiraba de mí incluso cuando no me podía mover, como un rígido nudo en el pecho.

Rodeé a Gav con los brazos y lo besé con más fuerza. Sus brazos me acariciaban la espalda y yo no quería que se detuvieran, pero el nudo no se soltaba. Aunque intentara ignorarlo, cada vez se tensaba más.

Bajé la cabeza, la apoyé en la suya y hundí la cara en su clavícula. Su corazón latía aún más deprisa que el mío.

—¿Kae? —dijo Gav—. No pretendía… —añadió entonces—. No quería forzar la situación.

—Ya lo sé —contesté al momento—. Es solo que… Tengo demasiadas cosas en la cabeza, demasiadas preocupaciones que no logro ignorar. ¿Puedo pedir un aplazamiento? ¿Hasta que hayamos terminado, hayamos entregado la vacuna y todo esto se haya solucionado?

Gav se rio y me abrazó.

—¿Es una promesa? —me preguntó al oído.

Yo sonreí, con la cara aún pegada a su piel. Entonces me aparté lo justo para besarlo a modo de respuesta.

Al otro lado de la ventana la nieve caía sin parar.

Tres días más tarde la ventisca seguía soplando sin cesar. De vez en cuando la nieve aflojaba un poco y veíamos los árboles que oscilaban junto a la carretera, pero pronto volvían a desaparecer. El viento no dejaba de rugir ni por un momento.

—No sabía que las tormentas pudieran durar tanto tiempo —dije mientras cenábamos sentados a la mesa del comedor. Aunque tal vez hablar de cena era exagerado: la mía consistía en una lata de atún. No era mucho, pero, si nos hubiéramos servido raciones normales, nos habríamos quedado sin comida desde hacía mucho tiempo.

—De niño viví un par de años al norte del país —dijo Tobias—. Este tipo de tormentas no son excepcionales.

Se me atragantó el atún, pero me obligué a tragármelo mientras intentaba no pensar en el montoncito de latas y conservas que nos quedaban en la cocina. Las trampas de Leo no nos servían de nada con aquel clima. Me descubrí a mí misma estudiando el envoltorio de papel de la lata y preguntándome si eso tendría alguna caloría. ¿Y la hierba del campo? ¿Cuántas calorías tendría?

Los estómagos podían adaptarse. Los koalas se alimentaban exclusivamente de hojas venenosas. Aunque, por otro lado, los koalas habían tenido cientos de años para evolucionar, mientras que nosotros disponíamos de menos de una semana.

—Si sigue así durante mucho más tiempo, podemos intentar ir a buscar comida a alguna de las casas vecinas —dijo Gav, aunque no habíamos visto ningún otro edificio desde que había empezado la tormenta. La cuerda que utilizábamos para los leños no iba a llegar tan lejos.

—Ya veremos —dije yo, e intenté no pensar demasiado en ello.

Traté de no concentrarme en lo que iba a hacer durante el resto del día. Seguramente mataríamos el tiempo con las cartas y los juegos de mesa que Justin había encontrado: el Risk, el Hundir la flota y el Cluedo. Gav jugaría un rato y luego se iría al piso de arriba y pasaría varias horas mirando al exterior por todas las ventanas de la casa, como si pensara que, en cualquier momento, iba a atisbar un supermercado entre la nieve. Después de cenar, Tobias saldría al porche con la radio. Solo oiría estática y silbidos, y más tarde nos diría que la nieve bloqueaba cualquier tipo de señal. Pero no por eso dejábamos de intentarlo ni perdíamos la esperanza de oír la crepitante voz de Drew saliendo por los altavoces.

Me levanté para tirar la lata a la basura. Fuera, el viento batía contra las paredes y la nieve golpeaba contra las ventanas, incansable.