QUINCE

Nos quedamos helados durante unos segundos, pero la voz de Drew no volvió.

—¿Lo conoces? —me preguntó Tobias.

—Es mi hermano —respondí—. Se marchó de la isla hace meses. Ni siquiera sabía que seguía vivo.

Y él creía que yo estaba muerta. Pero los dos estábamos vivos, y lo había encontrado. Podía estar cerca, muy cerca. Si hubiera podido hablar con él un ratito más… La voz de Leo, grave y apremiante, me sacó de mi estado de shock.

—Ha dicho que nos tenemos que ir. Quienquiera que esté viniendo estará ya a medio camino. ¿Adónde vamos a ir?

—No lo entiendo —dije—. ¿Qué sabe Drew sobre la vacuna? ¿Quiénes son esta gente?

Gav se acercó al lateral del avancé. Donde terminaba el claro, a unos trescientos metros, empezaba un pinar.

—Me fío mucho más de alguien de la isla que de un puñado de gente con quien no hemos hablado nunca antes —sentenció—. El bosque parece bastante denso, podemos adentrarnos en él.

Eché un vistazo por encima de la barandilla y se me revolvió el estómago.

—La nieve —dije—. Fijaos en el desastre que hemos montado alrededor de la caravana. Si echamos a correr hacia el bosque, o hacia donde sea, nuestras pisadas señalarán el camino como luces de neón.

—¡Pero estamos rodeados de nieve! —exclamó Justin.

Tobias rodeó la caravana e inspeccionó el paisaje.

—Allí hay una verja —dijo—. Parece vieja, pero yo creo que soportará el peso de una persona. Podemos adentrarnos en el bosque caminando por encima, así no dejaríamos pisadas…

—¿Y qué pasa con las provisiones? —dije—. No nos podemos llevar los trineos por encima de la verja.

—Las podemos esconder debajo de la caravana —propuso Leo, que había salido detrás de Tobias—. Hay un hueco entre los bloques de hormigón. Las dejaremos aquí y volveremos más tarde a por ellas. Probablemente sea lo mejor que podemos hacer. Aunque… será mejor que nos llevemos las vacunas. Si las encuentran, se las llevarán, seguro. Pero si creen que el lugar está abandonado, tal vez crean que se han equivocado de sitio.

No sonaba muy convencido, pero tenía razón. Era nuestra mejor opción. Entré corriendo a la caravana y cogí la nevera y la bolsa con las notas de papá. Tobias metió la radio en uno de los armarios de la cocina. Entonces rodeamos la caravana y echamos un vistazo a la verja.

Era de madera maltrecha e iba desde, más o menos, la autopista hasta el otro lado del claro. No parecía muy resistente. Volví la cabeza y agucé el oído. Todavía no había oído ningún motor y, de hecho, el hombre de la radio había dicho que tardarían una hora. Aunque quizás hubiera mentido.

—Crucemos de uno en uno —dije—. Así no tendrá que soportar tanto peso.

—Tú deberías ir la primera, con la vacuna —dijo Leo.

—¿Estás segura de que no quieres que la lleve yo, Kae? —preguntó Gav, tendiéndome la mano.

Se me hizo un nudo en la garganta ante la simple idea de soltar la nevera.

—No, ya me apaño. ¿Puedes sujetar la bolsa?

Me la cogió de las manos y me volví hacia la verja. No podía ser tan difícil. ¿A cuántos árboles me había encaramado de niña para buscar nidos de pájaro y de ardilla?

Dejé la nevera encima de la verja y me agarré a la madera con la otra mano. Puse un pie encima del tablón inferior y pasé la otra pierna por encima. Me tambaleé durante un segundo, pero finalmente me apuntalé contra el poste que tenía detrás. De momento aquello estaba chupado.

Tras probar varias posturas, me di cuenta de que podía soltar las dos manos y mantener el equilibrio si me aferraba con las piernas a ambos lados de la verja. Levanté la nevera, la dejé treinta centímetros más adelante y me deslicé. Poco a poco.

Pasar el primer poste fue difícil. En cuanto me incliné para superarlo, la nevera se empezó a ladear y solté un soplido. Me eché hacia delante para agarrarla, al tiempo que me aferraba con las piernas a la verja, con todas mis fuerzas. Durante un instante creí que se me caía.

Rodeé el poste con la pierna, me golpeé la rodilla contra la madera y me quedé ahí trabada. La nevera se quedó colgando de mis dedos, a pocos centímetros de la nieve. La sacudida me provocó un tirón en el hombro. Entonces apreté los dientes, volví a dejar la caja encima de la verja y la empujé treinta centímetros más.

—¿Kae? —preguntó Gav.

—Tranqui —dije—. Ya le estoy pillando el truco.

Seguí avanzando. Me dolía el hombro, pero ahora tenía más cuidado al pasar los postes, y la nevera se mantenía en su sitio. Superé la primera hilera de árboles, me dejé caer encima de la nieve y respiré hondo. Tenía la garganta irritada por el frío. Vi que Gav ya había empezado a trepar a la verja, junto a la caravana.

Los chicos cruzaron más rápido, pues llevaban menos peso y ya habían visto cómo lo había hecho yo. Cuando Gav estaba a medio camino de los árboles, Justin empezó a seguirlo. Los tablones chirriaban, pero aguantaban. En cuanto Gav bajó a mi lado, pegó un grito y Leo se subió a la verja y empezó a avanzar a toda velocidad, sin apenas tocar la parte superior con las manos.

Gav me devolvió la bolsa y se escondió entre la maleza, desde donde aún veíamos la caravana al otro lado del claro. Se había hecho de noche y la nieve iba adquiriendo un tono grisáceo a medida que las estrellas aparecían en el firmamento. Justin empezó a andar de aquí para allá, detrás de nosotros.

—Estate quieto —le dije al cabo de un rato—. Cuando llegue esta gente, no puedes estar moviéndote así, o te van a oír.

Soltó un bufido de irritación, pero al cabo de un momento se acuclilló junto a nosotros. Leo no tardó nada en llegar.

—Me siento como si estuviera en una peli de James Bond —dijo—. Y no es tan divertido como parece en la pantalla.

La tensión de su voz hizo que el chiste perdiera toda la gracia. Cuando finalmente Tobias llegó al bosque, Justin se puso la capucha.

—¿Y ahora qué?

—¿A ti qué te parece? —le pregunté a Tobias, que era el único del grupo al que habían entrenado para evitar al enemigo—. ¿Crees que tendríamos que adentrarnos más?

Tobias echó un vistazo a los árboles.

—Yo creo que ya es lo bastante oscuro. Si nos quedamos quietos, no nos verán, a menos que se acerquen mucho al bosque. Y no tendrían motivos para hacerlo, pues no hemos dejado pisadas. Prefiero quedarme aquí para poderlos vigilar.

Nos acurrucamos todos juntos, en silencio, mientras el añil del cielo iba adquiriendo un tono negro. Nos cayó encima algo de nieve de las ramas de los árboles. Gav me cogió de la mano y se la apreté. A lo lejos se oyó el leve rugido de un motor. Al cabo de un momento lo volví a oír, esta vez más fuerte.

Tobias se metió la mano dentro del abrigo y sacó una pistola negra.

Justin sopló entre los dientes, flojito, y Gav le dio un codazo. Tobias dejó la pistola encima de las rodillas, con el cañón apuntando hacia otro lado. Me di cuenta de que no podía apartar mis ojos del arma.

—Solo la utilizaré si no me queda más remedio —murmuró—. Pero si lo tengo que hacer… —añadió, y se volvió hacia Leo—. ¿Aún tienes el lanzabengalas?

Leo asintió y apretó los dientes.

Esperamos un rato más. El motor se oía cada vez más cerca. Aparecieron unas luces en la autopista. El rumor menguó y finalmente cesó. Oímos el sonido de unas puertas al cerrarse.

—¿Hola? —preguntó una voz de mujer—. Somos los de la radio. Os hemos venido a recoger, como os hemos prometido.

Se oyó el chirrido de la puerta de la caravana al abrirse.

—Aquí no hay nadie —dijo un hombre un momento más tarde—. A lo mejor nos hemos equivocado de sitio.

—Es una caravana a poco más de seis kilómetros del pueblo, tal como han dicho —respondió la mujer—. Y fíjate en las pisadas, aquí ha habido alguien hasta hace poco.

Rodearon la caravana y el brillo de las linternas rebotó sobre la nieve y los iluminó. Se me cortó la respiración. La mujer se ajustó la gorra roja sobre el pelo rubio, se colocó el rifle debajo del brazo y le pegó un puntapié a uno de los bloques de hormigón. La acompañaban dos hombres.

Era la mujer de la furgoneta.

Naturalmente que lo era. Drew había dicho que solo querían la vacuna. ¿De qué otro modo habrían sabido los de la radio que teníamos una vacuna si no lo hubieran oído antes? Aquella gente y los de la radio debían de estar conectados, y más organizados de lo que habíamos creído. ¿Cuántos serían?

¿Y qué hacía Drew con ellos?

—Están por aquí —dijo la mujer—. Se deben de haber asustado. ¿Hola? —preguntó, levantando la voz—. ¿Ruta 2? Hemos venido en respuesta a vuestra llamada de radio.

Barrieron el claro con las linternas. La mujer movió el rifle y uno de los hombres se sacó una pistola.

—¿Estarán armados? —preguntó el otro en voz tan baja que apenas la oí.

—Paterson ha dicho que no lo creía —contestó ella—. Aunque vete a saber. ¿Recuerdas cómo tenemos que proceder?

«Les podemos hacer daño, pero todavía no los podemos matar».

—Pero ¿y en cuanto la tengamos? —murmuró el primer hombre.

—Entonces ya sí —dijo la mujer.

Me imaginé que el «todavía» hacía referencia a eso. Me aferré a la neverita.

—¿Hola? —repitió la mujer.

Echaron a andar hacia el claro. La mujer iba en el centro, el hombre de la pistola seguía la verja y el otro iba por la parte más alejada del prado. Se dirigían directamente hacia nosotros. Me quedé tan quieta como pude y hundí la barbilla en el cuello del abrigo, con el corazón desbocado. Ni siquiera se habían parado a pensar si había pisadas. Simplemente sabían que teníamos que andar por ahí cerca, y no había demasiados sitios donde nos hubiéramos podido esconder.

Si aún me quedaban dudas de que la decisión de dejar a Meredith en la colonia había sido la apropiada, estas se desvanecieron al instante. La mujer ya había cruzado la mitad del claro, no faltaba casi nada para que el haz de la linterna iluminara los árboles.

Entonces se detuvo. Escrutó el bosque con la mirada, se volvió hacia sus acompañantes y examinó toda la zona. Me dije que iba a dar media vuelta. Iban a volver hacia atrás, echarían otro vistazo a la caravana y examinarían la carretera. Me daba igual lo que hicieran con tal de que se largaran. «Que se marchen, por favor», pensé.

—Si no habláis con nosotros, no os podemos ayudar —dijo.

Seguían con la pantomima y entonces comprendí que no sabían que los habíamos visto antes y que sabíamos que eran el enemigo. La mujer dio un paso despreocupado hacia los árboles, ya ni siquiera miraba hacia el bosque, pero, de repente, Justin abandonó el escondrijo.

—Dame la pistola —le dijo a Tobias, con un tono tan agresivo que este levantó instintivamente la mano. Entonces parpadeó y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Intentó detenerse, pero ya era demasiado tarde, y Justin le arrebató la pistola.

—¡Justin! —le dije con un susurro. Alargué el brazo e intenté agarrarlo, pero se zafó.

—Son solo tres —dijo—. Tres. Podemos con ellos. Yo, por lo menos, puedo.

La mujer echó a andar más rápido hacia nosotros y les hizo un gesto a sus colegas. Nos había oído.

—Si estáis ahí, salid —dijo, levantando el rifle—. Hablemos con tranquilidad.

Tobias se abalanzó sobre Justin, pero este echó a correr. Los demás nos levantamos precipitadamente y echamos a correr hacia la linde del bosque. La linterna iluminó a Justin, la mujer dio un paso hacia delante y esbozó una sonrisa fingida.

—Eh, chaval —dijo justo en el momento en que Justin se detenía al borde del claro.

Al ver la pistola, a la mujer le cambió la cara. Empezó a levantar el rifle, pero Justin se cuadró, apuntó con las dos manos y disparó.

El sonido del disparo me retumbó en los tímpanos y me heló la sangre. La mujer cayó al suelo, con la cara ensangrentada. La tenía a menos de tres metros. Le había dado entre los ojos.

Justin respiró entrecortadamente. Los dos hombres habían echado a correr hacia nosotros, pero él se había quedado petrificado, mirándolos.

—¡Justin! —le gritó Gav.

Justo en el momento en que los cuatro llegamos al claro, Justin levantó el brazo y apuntó con una sola mano al tipo del revólver. Antes de que Tobias lograra agarrarlo por el hombro disparó una, dos, tres veces.

Los dos primeros disparos se perdieron, pero el tercero impactó en el muslo del hombre, que cayó al suelo y lanzó un alarido. Sin embargo, no había soltado el revólver. Iba a levantarlo cuando Tobías recuperó la pistola de entre las manos temblorosas de Justin y le disparó a la cabeza al tipo, que se desplomó.

—¡El otro! ¡El otro! —empezó a balbucir Justin, señalando la tercera figura, que había dado media vuelta y había echado a correr hacia la carretera, donde los esperaba la furgoneta—. ¡Nos ha visto! No podemos dejar que se escape, ¿no? Volverá con refuerzos y…

—Cállate —le espetó Tobias.

Entonces avanzó dos pasos, se detuvo y disparó contra el segundo hombre. No vi dónde le dio la bala, pero el tipo se estremeció y cayó al suelo rodando. Me cubrí los oídos con las manos.

Gav me pasó un brazo por los hombros. Tobias soltó un suspiro y bajó la mano con la que sujetaba el arma. Nos cayó encima todo el peso del silencio reinante. Estábamos solos en el claro. Tres cadáveres manchaban la nieve.