Seguramente lo podríamos haber reducido (éramos seis contra uno, las probabilidades estaban de nuestro lado, a pesar de la pistola), pero las siguientes palabras del desconocido fueron:
—Vamos, larguémonos de aquí.
La idea de que pudiera llevarnos a alguna parte se impuso al resto de los impulsos. Sin él seguiríamos perdidos en la ventisca.
Dimos cuatro pasos y, de repente, se abrió una puerta ante nosotros. La luz se filtró a través de la nieve que caía.
—Adelante —nos indicó, señalando con la mano con la que sujetaba la pistola—. Dejad los trineos aquí, dentro no hay sitio. No somos el tipo de gente que robará lo que es vuestro.
Antes de seguir a los demás, me giré y cogí la neverita; no tenía intención de perderla de vista ni un momento.
Cruzamos la puerta arrastrando los pies y, de pronto, nos encontramos en un pasillo estrecho, con las paredes forradas de madera. A duras penas, cabíamos los siete. En un lado había una estructura con un colchón doble, y un cajón de plástico en un rincón, pero por lo demás la habitación estaba vacía. En el techo vi una lámpara que proyectaba una luz débil; fueran quienes fueran, aquella gente tenía electricidad.
El desconocido cerró la puerta de golpe.
—Sentaos —dijo—. Todo parece indicar que pasaremos un buen rato aquí dentro.
La nieve derretida ya había empezado a formar un charco alrededor de mis botas, y el hielo de las pestañas se fundía y me resbalaba por las mejillas como si fueran lágrimas. En aquel cuarto había calefacción.
Meredith se sentó pesadamente en el colchón. Yo la imité y coloqué la nevera entre mis pies. Tessa se hundió a mi lado. Los chicos se quedaron de pie y Gav se cruzó de brazos. Constaté con alivio que mantenía una distancia prudente entre él y el revólver.
—¿De qué va esto? —preguntó—. ¿Quién eres?
—Eso os lo tendría que preguntar yo a vosotros —replicó el desconocido—. Al fin y al cabo, sois vosotros los que habéis entrado a saco en nuestro terreno.
El desconocido se sentó encima de la caja y se quitó la capucha. Entonces le vi la cara y me llevé una buena sorpresa.
Era un chaval, debía de tener incluso un par de años menos que yo. Tenía un rostro infantil y la frente cubierta de granos. Llevaba una gorra naranja con el escudo de un equipo de hockey hielo; debajo, el pelo negro recogido en una coleta que se enroscaba al llegar a la base del cuello. En cuanto se hizo el silencio, se dio un golpecito en la pierna con la pistola y entrecerró los ojos.
—Os he visto en cuanto habéis salido del bosque —dijo—. Os podría haber disparado.
—¿Estás seguro de que sabes cómo se dispara eso? —le espetó Tobias.
—Soy un buen tirador —respondió el chaval—. Será mejor que me creáis. He estado practicando en el campo de tiro con mi padre cada mes desde que cumplí los trece. Si os hubierais parecido a los capullos esos que se dedican a saquear, ya estaríais muertos. Tenéis suerte de que no sea así. ¿De dónde venís?
—Del sur de Halifax —contesté, y el chaval enarcó las cejas.
—¿Habéis venido caminando desde la costa?
—Teníamos una furgoneta —dijo Gav—. Pero se averió. Llevamos unos días andando.
—¿Y dónde creéis que vais con todas esas cosas? —preguntó el chaval señalando hacia la puerta.
—¿Y a ti qué te importa? —respondió Leo en voz baja—. ¿Piensas dejar que nos marchemos en cuanto amaine la tormenta?
—Vinimos buscando refugio —añadió Tessa—. No queríamos molestar a nadie.
—Yo no sé qué va a pasar —dijo el chico—. No puedo tomar esa decisión a solas. Yo simplemente estoy de guardia.
—¿Y quién lo va a decidir? —le pregunté—. Has dicho que no sois «el tipo de gente» que roba… ¿Dónde está la gente?
Me miró como si acabara de hacerle la pregunta estúpida del año.
—En las otras cabañas —dijo—. Pero no creo que los veáis aunque paséis un tiempo por aquí. Esta es la cabaña de cuarentena. La gente nueva no sale de aquí hasta que estamos seguros de que están bien; todos tuvimos que pasar por lo mismo. —Entonces se detuvo en seco y palideció—. ¡Mierda, se me había olvidado!
El chico rebuscó en el bolsillo del abrigo con la mano libre y sacó una mascarilla arrugada que se pasó por la cabeza.
—No tienes por qué preocuparte —dije—. No estamos enfermos.
—Prefiero no arriesgarme —respondió, y entonces vio la nevera que tenía entre los pies—. ¿Por qué no has dejado eso con el resto de vuestras cosas? ¿Qué llevas ahí dentro?
Cubrí la nevera con las piernas instintivamente.
—Tampoco tienes por qué preocuparte por eso —dijo Gav con tono amenazante.
El chico se levantó.
—Mirad, ya os he dicho que aquí no robamos a nadie, pero tengo que echar un vistazo. Podríais llevar pistolas o algo así.
Aunque allí dentro seguía haciendo un poco de frío, era evidente que la temperatura estaba por encima del punto de congelación. No quería que abriera la caja y dejara salir el aire frío. ¿Quién sabía cuándo volvería a tener ocasión de renovar el hielo? Pero en cuanto el chico dio un paso hacia mí, Gav se le puso delante. Era evidente que ninguno de los dos tenía intención de echarse atrás, de modo que hice lo único que se me ocurrió para impedir que la situación empeorara, siempre y cuando el chico estuviera siendo honesto y no tuviera intención de robarnos nada.
—Son muestras de vacunas —solté rápidamente—. Pero tienen que conservarse en frío. Cada vez que abrimos la nevera, nos exponemos a que se echen a perder.
El chico ladeó la cabeza, pero no se acercó más.
—Había oído que la vacuna era inútil —dijo.
—Esta es nueva —dije—. Estamos intentando encontrar a alguien capaz de replicarla y producir suficiente para todo el mundo. Por eso estamos cruzando el país a pie, y por eso nos marcharemos en cuanto cese la ventisca. O en cuanto nos dejéis… —Hice una pausa—. A menos que aquí haya médicos capaces de hacerlo.
Por lo que había visto, la zona no parecía particularmente desarrollada, pero tampoco me esperaba que tuvieran electricidad ni calefacción. El chico no dio ninguna pista, ni en un sentido ni en otro.
—Podríais estar mintiendo —dijo.
—Tú también —replicó Leo.
—Tendríamos que ser un poco burros para transportar las pistolas dentro de una caja sellada en lugar de llevarlas en algún lugar donde pudiéramos cogerlas rápidamente, ¿no crees? —preguntó Tobias.
El chico puso los ojos en blanco.
—Vale, vale —dijo—. Bueno, calmaos un poco, ¿vale? Eso sí, no me haría muchas ilusiones de que podáis ir a ninguna parte pronto. Como ya he dicho, ese tipo de decisiones no las tomo yo —añadió, y se hundió en el cajón de plástico—. Será mejor que os pongáis cómodos. Con la que está cayendo ahí fuera, no creo que salgáis de aquí hasta mañana.
Me despertaron los rayos del sol que entraban a través de la puerta abierta de la cabaña. Al levantar la cabeza noté un pinchazo en el cuello. En algún momento de la noche nos habíamos echado en el colchón en ángulos raros: Meredith acurrucada contra mi hombro, Gav al otro lado, cubriéndose la cabeza con el brazo, y Tessa encajada en el rincón. Leo se había acercado a ella y se había dormido apoyado en la estructura de la cama; incluso durmiendo tenía la expresión tensa. Tobias seguía sentado con la espalda pegada a la pared, las piernas encogidas y los ojos fijos en alguien que había aparecido en la puerta.
Se trataba de una mujer, que entró y nos observó a través de unas gafas de montura gruesa que llevaba encima de la máscara. El pelo castaño le caía apenas hasta los hombros. Tras ella estaba el chico del revólver.
Me di cuenta de que se parecían: el pelo, los hombros, la pose… Supuse que serían madre e hijo.
Me incorporé y mis pies toparon con la neverita que había dejado junto a la cama. La mujer la miró un instante, pero pronto volvió a levantar los ojos y me escrutó. Gav se estiró y soltó un bostezo.
—Justin me acaba de contar que tenéis una vacuna —dijo la mujer con tono enérgico.
Gav se volvió bruscamente al oír aquella voz desconocida.
—Así es —respondí.
—¿Una vacuna que funciona?
—Aún no está clínicamente probada —dije—, pero mi padre confiaba lo suficiente como para probarla en sí mismo. Nunca enfermó.
La mujer nos escudriñó.
—¿La puedo ver? —preguntó.
No me hacía ninguna gracia, pero tampoco podíamos esperar que se conformaran siempre con lo que les decíamos. Además, parecía que aquella mujer era la que tomaba las decisiones.
—Vale, pero rápido —le concedí—. Tenemos que mantener las muestras frías.
La mujer asintió y se me acercó. A mi lado, Meredith se movió y parpadeó. Abrí la tapa y dejé los frasquitos a la vista.
—Muy bien —dijo la mujer tan solo un segundo después—. Supongo que, si eso es de verdad una vacuna, sabrás decirme cómo funciona, ¿verdad?
Supuse que se trataba de un examen, pero me sentía sobradamente preparada para pasarlo: durante las últimas semanas había leído más cosas sobre vacunas de las que me habría gustado.
—Las vacunas contienen una forma inactiva del virus —dije—. La persona a la que se le administra no se contagia, pero, aun así, su sistema inmunológico genera anticuerpos para combatirlo. Así, si más tarde esa persona se ve expuesta al virus, su organismo lo reconoce de inmediato y está en situación de crear anticuerpos lo bastante rápido como para derrotarlo antes de que este se pueda hacer fuerte.
—¿Y si alguien de aquí estuviera infectado y os ofreciéramos provisiones a cambio de una de esas muestras? —preguntó—. Porque dudo que vayáis a necesitar las tres…
Me vinieron nuestras reservas menguantes a la mente, pero no importaba: no iba a mentir.
—No les serviría de nada —dije—. Como ya le he dicho, la vacuna prepara al sistema inmunológico por si el virus lo ataca más tarde. Cuando una persona está infectada, ya es demasiado tarde. La vacuna no servirá de nada, lo siento.
Antes de que terminara de hablar, su rostro esbozó una sonrisa inesperada debajo de la mascarilla; entonces me di cuenta de que la pregunta también formaba parte del examen. Si hubiéramos estado mintiendo, se la habría cambiado sin dudarlo por lo que fuera que necesitáramos para sobrevivir. Seguramente allí no había nadie enfermo.
—Magnífico —dijo la mujer—. Estaba segura de que a estas alturas… —añadió, pero se detuvo de repente, como si volviera en sí—. Me gustaría poderos ofrecer algo más mientras estéis aquí, pero la mayoría de nuestras instalaciones, el comedor, las duchas y demás, son compartidas, y nuestra política es que los recién llegados pasen dos semanas en la cabaña de la cuarentena antes de incorporarse al grupo. Pero os podemos traer un desayuno caliente. Tengo entendido que queréis quedaros mucho tiempo, ¿verdad?
—No —contesté. Al oír la palabra «ducha» tomé conciencia de todo el aceite y el sudor seco que debían cubrir cada centímetro de mi piel y mi pelo. También pensé en lo genial que sería poder limpiarle la mano a Meredith—. Estamos seguros —dije. Entonces me levanté y señalé a Leo y a Tessa—. O, por lo menos, tan seguros como se puede estar. Tessa y Leo han recibido la vacuna, y Meredith y yo somos inmunes. Las dos tuvimos el virus hace semanas y nos recuperamos.
Al oír sus nombres, Tessa se incorporó con una mueca, y Leo abrió los ojos.
—¿Las dos? —preguntó la mujer, enarcando las cejas.
—Kaelyn tuvo suerte —respondió Meredith—. Y los médicos utilizaron su sangre para ayudarme.
—Os estaríamos eternamente agradecidos si nos dejarais lavarnos antes de marcharnos —dije—. Mi prima se ha cortado la mano y aún no se la he podido tratar como es debido.
La mujer nos dirigió una mirada cariñosa.
—¿Y vosotros dos? —preguntó, mirando primero a Gav y luego a Tobias.
—No hemos tomado la vacuna, pero tampoco hemos estado enfermos —respondió Gav por los dos—. Estamos bien. ¿Acaso nos ve toser o estornudar?
—Bueno, me temo que no puedo saltarme las normas hasta ese punto —dijo la mujer—. Pero si queréis os podemos traer unos cubos de agua caliente y jabón, aparte de comida. Para los otros cuatro supongo que podemos anular la cuarentena, es un caso especial.
—¿Y si llevan mascarillas? —pregunté—. No podemos marcharnos y dejarlos aquí…
A la mujer se le tensó la mandíbula, pero antes de que pudiera responder Gav me cogió el brazo.
—No pasa nada, Kaelyn —dijo con voz serena—. Lo entiendo. Además, tampoco vamos a quedarnos aquí mucho tiempo —añadió, y se volvió hacia la mujer—. Nos apañaremos con un poco de comida y agua, muchas gracias.
Tobias, en su rincón, se encogió de hombros.
Meredith ya se había levantado de un salto.
—¿Podemos darnos una ducha de verdad? —preguntó—. ¿Dónde?
—Yo os lo enseño —respondió la mujer en tono risueño, y se volvió hacia la puerta.
Gav me hizo un gesto para que la siguiera.
—No tardéis mucho —me pidió, y le dio un golpecito a la nevera con el tacón—. Yo te la vigilo.
Meredith ya estaba junto a la puerta.
—Vale —contesté—. Volveremos enseguida.
—Andaos con ojo —dijo la mujer al salir de la cabaña—. Está todo helado. Regamos el jardín regularmente para evitar que se vean nuestras pisadas. Es una de nuestras medidas de precaución. Solo hemos recibido la visita de un puñado de intrusos hostiles, pero toda prevención es poca.
Logré encontrar el equilibrio sobre el suelo resbaladizo. Estábamos en un claro rodeado de bosque por tres lados. Había un semicírculo de cabañas como la que acabábamos de dejar, distribuidas en arco alrededor de un edificio de madera más grande. Más allá estaba el invernadero que Tessa había visto el día anterior, iluminado por el sol de la mañana.
La mujer señaló el bosque que había a mano izquierda.
—Trasladamos vuestros trineos debajo de los árboles para evitar que se mojaran mientras regábamos, pero los encontraréis tal como los dejasteis.
—Sin ánimo de ofender —dijo Leo, que se cubrió los ojos para protegerse del sol—, pero ¿quiénes sois? ¿Y qué es este lugar?
—¡Oh! —exclamó la mujer, que parecía sorprendida de verdad—. Disculpa. Yo me llamo Hilary Cloutier, y a Justin ya lo conocéis. —Le dio una palmadita en el hombro a su hijo, que frunció el ceño—. En su día esto era una colonia de artistas —añadió mientras nos dirigíamos hacia el edificio más grande—. Era un lugar apartado donde pintores, escritores y compositores podían pasar uno o dos meses concentrados en su oficio. Tenemos un generador bastante grande debajo de la casa comunitaria. Lo hacemos casi todo con la luz natural, pero también tenemos calefacción y energía suficiente para utilizar el horno.
—Eso está muy bien —dije.
—No terminamos aquí por casualidad —siguió contando Hilary—. Yo soy escultora y cada año venía a pasar un mes a este lugar. Cuando los servicios empezaron a fallar en la ciudad y a la gente le entró el pánico, este fue el primer sitio que se me ocurrió que podía ser seguro. Todo el mundo acudió aquí por el mismo motivo.
¿Escultora?
—Pero, entonces —dije—, ¿cómo has sabido que no me inventaba lo de la vacuna?
La mujer se echó a reír.
—Ah, bueno, mi hermana era enfermera. Y soy curiosa por naturaleza. Cuando empezamos a oír cosas sobre el misterioso virus, la bombardeé a preguntas, antes de… En fin…
Su risa había sido algo forzada y tampoco se me había pasado por alto el «era».
—Lo siento —dije.
—¿Cultiváis muchas cosas en el invernadero? —preguntó Tessa.
Hilary asintió.
—Ya lo creo. Aunque también ahí tenemos que tomar precauciones, por supuesto: si llegara alguien y viera que la colonia funciona, seguramente intentaría echarnos. Por eso mantenemos los cultivos separados entre sí y dejamos que crezcan las malas hierbas, para que parezca que está abandonado. Pero hemos logrado producir zanahorias, alubias, guisantes y tomates, y el peral ha empezado a dar frutos —añadió—. ¿Adónde queréis llevar la vacuna? —preguntó en cuanto llegamos ante la puerta del edificio comunitario.
Yo dudé por instinto, pero me di cuenta de que Meredith ya había decidido que aquella gente era de fiar.
—¡A Ottawa! —exclamó—. Vamos a encontrar a unos científicos que van a hacer más vacunas para todo el mundo.
—Ottawa… —dijo la mujer, con la mirada perdida—. Aquí tenemos a una pareja de Ottawa. A lo mejor tendríais que hablar con ellos —añadió al tiempo que abría la puerta—. Esta es nuestra zona de baño. El agua no llega a salir demasiado caliente, tenemos la caldera al mínimo para no forzar el generador, pero hay de sobra. Dentro encontraréis jabón y toallas, en los estantes. En cuanto hayáis terminado venid a la parte de delante; ya están todos desayunando.
Al otro lado de la puerta encontramos una percha con toallas aireándose y estantes con toallas dobladas y botes de jabón líquido. Del pequeño vestíbulo salían dos pasillos, uno para los hombres y otro para las mujeres.
—Increíble el tinglado que tienen aquí montado, ¿no? —dije.
—Seguramente con el invernadero les basta para ser autosuficientes —replicó Tessa—. Si tienen fruta, vegetales y cereales para hacer pan… En función de la gente que sean, las restricciones de espacio podrían llegar a ser un problema, pero con las proteínas de las lentejas y el hierro de las espinacas, ni siquiera necesitan carne. Me encantaría echar un vistazo.
—Estoy segura de que si se lo pides te ofrecerá una visita guiada —dije cuando nos separamos de Leo.
Al final del pasillo había un cambiador y varias duchas abiertas. En otra situación seguramente me habría sentido incómoda duchándome en compañía, pero, al ver que Tessa se desnudaba como si nada, me dije que si a ella no le importaba, a mí tampoco.
Con el primer chorro de agua tibia que salió de la ducha se me escapó una risita. Sin dejar de sonreír, me froté de pies a cabeza con el jabón con aroma de pomelo. Llevaba sin ducharme desde que se había estropeado el filtro del agua de la isla, hacía semanas, y ya se me había olvidado lo increíble que era aquella sensación: el repiqueteo del agua sobre la piel, el tacto resbaladizo del jabón bajo los dedos, la levedad del pelo cuando está limpio.
En cuanto terminé, ayudé a Meredith a aclararse la espuma de la cabeza, pues tenía el pelo más tupido que el mío. Luego le eché un vistazo a la palma de la mano. El corte aún estaba cubierto de costra, pero los extremos habían empezado a pelarse. Debajo, la piel tenía un aspecto sano, sin rastro de infección.
—La has cuidado muy bien —le dije.
Meredith sonrió y colocó la cara bajo el chorro de agua.
—¿En serio no podemos quedarnos ni un poquito? —preguntó mientras nos secábamos—. A lo mejor Tobias puede hablar con alguien por la radio y decirle que venga a por la vacuna aquí.
Noté una opresión en el pecho. No podía culparla por hacerse ilusiones, ¿no?
—Me encantaría pensar que sí, Mere, créeme —contesté—. Pero creo que no queda mucha gente que esté pendiente de la radio. Nuestra mejor opción es seguir adelante.
Al vestirme de nuevo con la ropa de viaje, fruncí involuntariamente la nariz. Siguiendo el consejo de Tobias, cada noche, después de la caminata diaria, nos lavábamos y limpiábamos la ropa interior con nieve fundida, para que no apestara, pero eso no significaba que la ropa estuviera limpia.
—Vale —dijo Meredith, que antes de salir dirigió una mirada anhelante a las duchas.
Ella no tenía por qué venir con nosotros, se me ocurrió de repente. Podíamos pedirle a Hilary que la aceptara y… ¿Y qué? ¿Dejarla con unos desconocidos? Aunque aquella mujer pareciera buena persona, solo la conocía desde hacía media hora. Leo nos esperaba en la sala de las toallas.
—¿A punto? —preguntó, con los hombros encorvados debajo del abrigo. Me pregunté si creería que podíamos fiarnos de aquella gente.
—Yo creo que tendríamos que llevarnos el desayuno a la cabaña de la cuarentena y comer con Gav y Tobias —dije en cuanto salimos fuera—, para que sepan que no nos hemos olvidado de ellos.
Cruzamos el patio hasta el otro lado del edificio medio andando, medio patinando, y estuvimos a punto de chocar con Justin al doblar la esquina. Me agarré a la pared para no perder el equilibrio.
—Eh —dijo Justin en voz baja—. ¿En serio os marcharéis hoy para seguir buscando a alguien que os ayude con la vacuna?
—Esa es la idea, sí —le contesté.
El chico abrió la boca como para añadir algo, pero justo en aquel momento Hilary se asomó por la puerta, a sus espaldas.
—Ah, estáis aquí —dijo—. Pasad, debéis de estar muertos de hambre. Justin ya les ha llevado una bandeja de comida a vuestros amigos.
—Es que estaba hablando con ellos… —protestó Justin.
—Podéis seguir hablando dentro, ¿no? Lo digo porque hace menos frío.
El chico soltó un suspiro, pero nos siguió sin decir nada más.
Entramos en una sala inmensa cuyas paredes estaban cubiertas con paneles de madera, a juego con las de las cabañas. Había varias filas de mesas de picnic sobre el suelo de baldosas. En una de las mesas había dos parejas mayores, hablando entre murmullos. Se oía un tintineo de platos procedente de una puerta situada al otro extremo de la sala, donde supuse que estaría la cocina. En el ambiente flotaba un delicioso olor a pastas. Se me hizo la boca agua al instante.
Me di cuenta de que Leo se había quedado helado. Seguí su mirada y vi una cajita negra encima de un estante, cerca de la puerta de la cocina. Era un altavoz y, de pronto, me llegó una suave melodía por debajo del rumor de voces y el tintineo de los platos. Encima del altavoz había un pequeño reproductor de MP3. La canción me sonaba vagamente, había sido un éxito dance-pop hacía años.
—Uno de nuestros miembros más jóvenes trajo el reproductor —contó Hilary—. El altavoz ya estaba aquí. La música no me va mucho, la verdad, pero es lo único que tenemos. Decidimos que la inyección de moral que proporciona la música justifica el gasto eléctrico. ¿Queréis sentaros más cerca?
—No —respondió Leo, que dio un respingo y salió del aturdimiento—. No hace falta.
Sin embargo, por el rabillo del ojo vi que mientras cruzábamos la sala iba siguiendo el ritmo. En su día, Leo había vivido de la música. Debía de llevar semanas, tal vez meses, sin oír una sola canción. Me entraron ganas de cogerlo de la mano y darle un apretón.
Y eso fue justamente lo que hizo Tessa. Se me hizo un nudo en la garganta y aparté la vista.
Hilary se detuvo ante una mesa donde había una mujer de unos treinta y tantos.
—Me ha parecido que querríais hablar con Lauren —dijo, señalándome con la cabeza primero a mí y luego a la mujer—. Ella y su marido, Kenneth, son la pareja de Ottawa de la que os hablé. Justin y yo os prepararemos la avena mientras habláis. Estuvisteis ahí hasta diciembre, ¿verdad, Lauren?
La mujer asintió con la cabeza y se colocó el pelo detrás de las orejas. La cara demacrada y los ojos hundidos le daban un aspecto casi esquelético.
—Pues sí, aguantamos hasta que pudimos —contestó.
Noté una chispa de excitación que pudo más que mi incomodidad. Si alguien que había vivido allí nos proporcionaba detalles sobre la ciudad, seguramente eso compensaría en parte el tiempo que habíamos perdido.
—Supongo que Hilary te habrá contado ya que nos dirigimos hacia allí —dije al tiempo que nos sentábamos—. ¿Desde dónde operaba el Gobierno cuando os marchasteis? ¿O simplemente vamos a los edificios del Parlamento y buscamos a alguien que esté al cargo?
Lauren soltó una carcajada.
—¿El Gobierno? ¿El Parlamento?
—Bueno, es la capital —respondí—. Digo yo que alguien quedará, ¿no?
—Hubo disturbios en Parliament Hill unas semanas antes de que Ken y yo nos marcháramos, cuando la epidemia había empezado ya a ser un problema grave —dijo—. Disturbios violentos. Los hospitales habían empezado a rechazar a los enfermos. Había gente en tiendas de campaña en aparcamientos y aceras, gente que moría en las calles… —añadió, y se estremeció—. Los amotinados invadieron los edificios oficiales y dispararon contra diputados y senadores. Los edificios sufrieron graves daños. Después de eso, todos los funcionarios del Gobierno se largaron. No sé adónde irían. ¿A Toronto, tal vez? A lo mejor tenían también sus escondrijos, como nosotros. Incluso los soldados que protegían la ciudad desaparecieron.
Se me cayó el alma a los pies.
—Pero…
Lauren nos miró a los cuatro y se le ensombreció la mirada.
—Veo que os habíais hecho ilusiones y lamento mucho desanimaros así. Pero Ken trabajaba cerca de Parliament Hill y vio que hacían las maletas y se marchaban. Os puedo decir con total seguridad que en Ottawa ya no queda nadie que se preocupe por el resto del país.