Pasamos dos días caminando, durante los que paramos brevemente en los pocos pueblos que atravesamos. No encontramos ningún coche que nos sirviera. El estómago, las caderas y las piernas me dolían cada vez más. La conversación fue amainando hasta apagarse casi por completo.
La tarde del segundo día logramos una pequeña victoria: en un garaje encontramos un estante con varias latas de comida y también un rollo de alambre. Cuando nos volvimos a poner en marcha, Leo lo utilizó para enseñarnos a preparar trampas de lazo, algo que había aprendido de su padre.
—Detestaba salir a cazar con él más que nada en el mundo —dijo, enroscando el alambre—, pero durante el camino de vuelta a la isla me salvaron literalmente la vida. Si tenemos suerte, a lo mejor cazamos un par de conejos.
Decidimos pasar la noche en una granja abandonada, cerca de la autopista, y, antes de acostarnos, Leo, Gav y yo colocamos seis trampas en un prado cercano. A la mañana siguiente me desperté cuando Gav se movió para intentar salir sigilosamente de debajo del saco de dormir. La sala estaba apenas iluminada por los rayos del amanecer.
—¿Ya te levantas? —murmuré.
—Quiero comprobar las trampas antes de que se despierten todos —dijo—. Así no nos obligarán a retrasar la partida.
Aún me pesaban los párpados, pero sospechaba que ya no iba a volver a conciliar el sueño. Me levanté procurando no despertar a Meredith y salí tras él.
El sol había empezado a asomar tras los árboles, pero ya se notaba el cambio de temperatura. Las botas se hundían en la nieve medio derretida mientras rodeábamos la casa. A mano izquierda se oía un leve murmullo de agua.
Pero aquello no duraría, el deshielo en enero era siempre un espejismo. En cuanto anocheciera, las temperaturas volverían a bajar, la nieve medio fundida se volvería a helar y el suelo se convertiría en una superficie resbaladiza y traicionera. Al día siguiente íbamos a tener que caminar todavía con más cautela. Drew se había roto la muñeca en un día como aquel; habían pasado ocho años, pero aún recordaba cómo le había crujido el hueso al resbalar en el caminito que conducía a la casa.
Naturalmente, Drew supo sacarle partido a la situación. Como el yeso le impedía escribir bien, convenció a papá para que le «prestara» el viejo portátil del trabajo que tenía medio muerto de risa en el despacho. Cuando más tarde le quitaron el yeso, Drew se negó a devolver el portátil, con el descaro que poseía ya a los diez años. «¿No es un descanso que Kaelyn y yo no nos pasemos el día peleándonos por el ordenador de la sala?», dijo, y papá acabó por rendirse.
Al recordar aquello noté una opresión en el pecho. Drew era tan listo, tan perseverante… No era del todo descabellado pensar que aún podía seguir vivo, ¿no?
—Aquí no hay nada —anunció Gav, que había rescatado el alambre que habíamos colocado junto a la verja de madera del prado—. Bueno, supongo que vale la pena conservarlos.
Se quedó mirando la trampa durante un momento y finalmente se la colgó del brazo.
—¿Estás bien? —le pregunté mientras nos dirigíamos hacia la segunda.
—Sí —dijo—. Es solo que… estoy un poco impaciente, supongo. Echo de menos la furgoneta —añadió, y soltó una carcajada forzada.
—Yo también. Pero por lo menos no nos hemos vuelto a topar con la mujer de la furgoneta verde.
—Ya te digo. —Recogió la segunda trampa vacía y se la colgó del brazo junto con la primera—. Tiene gracia —dijo—. No puedo dejar de pensar en las ganas que tenía antes de marcharme de la isla. Hacer un viaje con Warren, ver todo el país, todas las cosas que me estaba perdiendo. Descubrir dónde podía encajar. Y de pronto llega el virus este y… ahora ya todo da igual. Se ha ido todo a la mierda.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Gav —dije en voz baja.
—Al final ha resultado que el único lugar donde podía hacer algo de provecho era justamente en la isla —siguió diciendo—. Qué cosas, ¿no?
—Has estado increíble, Gav —le dije. ¿Era posible que no fuera consciente de ello?—. Además, la situación no será así para siempre. Si la vacuna funciona, si la gente deja de ponerse enferma, aún lo podremos arreglar todo.
—Vale —respondió.
Entonces me cogió de la mano y continuamos la ronda por el prado. Las siguientes tres trampas también estaban vacías.
—Jolín, yo creía que íbamos a cazar algo —apuntó Gav.
—Cuando Leo volvió a la isla aún era otoño —señalé—. Ahora la mayoría de los animales están hibernando.
—Claro —dijo Gav, que se detuvo justo antes de comprobar la última trampa—. Tú y él… Nunca fuisteis nada más que amigos, ¿verdad?
—¿Cómo? —pregunté, y noté que me ponía colorada. Por suerte la bufanda me cubría las mejillas. ¿Habría visto u oído algo? Aunque ¿qué podía haber visto? ¿Qué podía haber oído? En cualquier caso, podía responder honestamente a aquella pregunta—. No, nunca hemos sido más que amigos.
Gav me abrazó.
—Lo siento —dijo, con la cabeza muy cerca de la mía—. No sé por qué pienso en estas cosas.
—No pasa nada. —Y, como para demostrárselo, aparté las bufandas y lo besé.
Tenía los labios resecos pero calientes. Gav me sujetó con fuerza durante un momento y yo pensé que ojalá estuviéramos en cualquier otra parte y no en un prado vacío, a cientos de kilómetros de todo lo que conocíamos. ¿Por qué no podíamos estar en algún lugar donde pudiéramos ser nosotros mismos, aunque solo fuera durante un momento?
Cuando Gav se apartó, en el anhelo de su mirada me pareció adivinar que él pensaba lo mismo. Un hormigueo me recorrió la piel, pero Gav se limitó a ladear la cabeza y me dirigió una sonrisa un poco menos forzada que la de antes.
—Será mejor que volvamos antes de que los demás manden un pelotón de búsqueda.
Al acercarnos a la última trampa, atisbamos algo peludo debajo del arbusto donde la habíamos preparado.
—¡Ostras! —exclamó Gav, que avivó el paso.
Yo lo seguí, pero entonces vi una cola larga y estrecha y me deshinché un poco.
—Eso no es un conejo —dije, y me obligué a dar los últimos pasos junto a Gav.
Era un gato marrón, atigrado y escuálido. Estaba rígido y tenía la cabeza vuelta hacia atrás, como si hubiera estado forcejeando hasta el último momento por liberarse de la trampa. Cerré los ojos. A juzgar por el aspecto que tenía, no habría tardado demasiado en morir de todos modos, ya fuera de hambre o de frío; incluso era posible que le hubiéramos hecho un favor. Lo que me revolvía el estómago era pensar qué íbamos a hacer con él ahora que lo habíamos cazado.
—No parece que tenga demasiada chicha —señaló Gav, indeciso.
Noté que estudiaba mi reacción; de pronto, me entraron ganas de golpear algo. Todo aquello era por culpa del virus: el virus nos había dejado ahí tirados, sin nada con que calentarnos ni comer, y sin nadie que pudiera ayudarnos. El virus nos había colocado en una posición en que nos veíamos obligados a decidir si nos comíamos lo que en su día había sido el animal de compañía de alguien. Era detestable, horrible.
Pero no pensaba dejarme vencer por aquello. Íbamos a salir adelante costara lo que costara. Me encogí de hombros y solté un suspiro.
—Un poco de carne podría marcar la diferencia entre seguir adelante un día más o…, en fin, no seguir adelante. ¿No crees?
—Sí —dijo Gav, que se arrodilló junto al arbusto—. Creo que está congelado. Lo podemos almacenar con nieve para que se conserve, y no utilizarlo a menos que sea estrictamente necesario.
Asentí con la cabeza.
—Busquemos una bolsa, no quiero que Meredith lo vea.
Regresamos a la casa sin decir nada más, pero, al llegar delante de la puerta, Gav se volvió y me acarició la mejilla. Se me llenaron los ojos de lágrimas; parpadeé con fuerza: no quería llorar.
—Estoy bien. Solo quiero largarme de aquí.
—Pues ya somos dos —dijo Gav con una sonrisa de medio lado.
Volvió a por el gato con una bolsa y lo guardó en el trineo. No volvimos a sacar el tema.
El sol ya había cruzado el cielo y empezaba a ocultarse tras los árboles cuando llegamos al siguiente pueblo. Tobias fue el primero en verlo, y señaló un grupo de tejados cubiertos de nieve en la distancia. Más allá habían empezado a acumularse nubes en el horizonte.
Sin decir nada, aceleramos el paso y cruzamos los últimos campos nevados. El calor del día nos había permitido desabrocharnos los abrigos y aflojarnos las bufandas, pero la nieve medio derretida dificultaba en gran medida el avance de los trineos. Me dolían todos los músculos entre los pies y la cintura.
Aquel lugar tenía más o menos el mismo tamaño que el pueblo donde habíamos perdido la furgoneta. Cogí de la mano a Meredith y enfilamos la primera calle; nuestros trineos chocaban entre sí. La desolación que reinaba resultaba casi reconfortante; prefería mil veces que no hubiera nadie más.
No nos detuvimos, pero sí aflojamos el paso para echar un vistazo a las calles y los callejones que íbamos cruzando. De entrada solo encontramos un par de coches, pero eran demasiado pequeños. Entonces vi una camioneta negra aparcada delante de una casa; tenía la parte trasera descubierta y llena de nieve medio derretida.
—¿Creéis que podría servir? —pregunté.
—No perdemos nada comprobándolo —dijo Gav; de pronto se le había iluminado la mirada—. Echémosle un vistazo.
Recorrimos juntos el caminito que llevaba a la casa. Tobias accionó el tirador de la puerta del conductor, que se abrió. Sin embargo, nada más asomarse dentro, Tobias volvió a salir, sacudiendo la cabeza.
—Parece que alguien que no tenía ni idea ha intentado hacerle un puente —dijo. Debajo del volante colgaban un puñado de cables pelados—. ¿Alguno de vosotros es capaz de arreglar este desbarajuste? Porque yo no…
Gav meneó la cabeza y le pegó una patada a una de las ruedas.
—Pues seguiremos buscando —dijo Tessa con voz tranquila—. Tarde o temprano…
La interrumpió una voz grave procedente del otro extremo del camino.
—¡Eh! ¡Hacía mucho que no veíamos a nadie por aquí!
Nos volvimos todos a la vez y oímos unos pasos pesados sobre la nieve. Vimos a un chico alto y ancho de espaldas que se nos acercaba corriendo, sorbiendo por la nariz y rascándose la cadera. Sus ojos se movían alternativamente de nosotros a la puerta abierta de la camioneta.
—¿Qué hacéis con el coche del señor Mitchard? ¡No hagáis bromas con eso!
Se acercaba a toda velocidad, con la cara colorada. Me aparté instintivamente y agarré a Meredith por el hombro. Tobias se quedó helado y palideció. Leo se colocó junto a Tessa.
El único que dio un paso al frente fue Gav.
Pasó por entre los trineos unos segundos antes de que el chico llegara a donde estábamos y extendió los brazos.
—¡Alto! —dijo.
Pareció que el chico quiso detenerse, pero patinó sobre el suelo resbaladizo y chocó con Gav.
Rodaron los dos por el suelo y a Gav se le escapó un gemido cuando el chaval le cayó encima del pecho. Aparté a Meredith y fui a echarle una mano, aunque no sabía muy bien qué iba a hacer. El chico rodó hacia un costado, resollando y tosiendo. Gav se levantó a trompicones, retrocedió un paso y se quedó entre él y nosotros.
—Está enfermo —le dije entre dientes—. ¡La bufanda!
Gav levantó la mano y se cubrió la boca con la bufanda. Leo y Tessa se acercaron a nosotros. Tobias, en cambio, seguía paralizado junto a la camioneta, con los ojos fijos en nuestro agresor.
Caí en la cuenta de que, en realidad, lo que le daba miedo no era el chico. Naturalmente que no. Lo que temía era al virus, el único enemigo para el que la instrucción militar que había recibido no lo había podido preparar.
—Joder —dijo el chico, que se puso de rodillas. Tenía los tejanos empapados por la nieve derretida, pero no parecía haberse percatado de ello—. Uf, vaya mareo. ¿Por qué has hecho eso? Solo quería ver cómo estabais.
—¿Matt? —lo llamó una voz.
Una segunda figura apareció al final del camino: una mujer joven y delgada, de aspecto frágil bajo un abrigo hinchado. Al vernos palideció y se acercó apresuradamente; estornudó y se cubrió la boca con la mano.
—Se nos ha acercado corriendo —dijo Gav, mientras ayudaba al chico a levantarse—. Solo pasábamos por aquí. No queremos hacerle daño a nadie, pero tampoco queremos que nos hagan daño a nosotros.
—¡Yo no os iba a hacer daño! —protestó el chico—. Aunque no deberíais fisgonear en los coches de los demás. No está bien.
—Solo queríamos ver si… lo podíamos arreglar —dije, y me encogí ante aquella mentira tan mala.
La mujer nos miró con los labios apretados.
—Lo siento —se disculpó—. Ya lo entiendo. Matt, me has dado un susto de muerte. ¡No te puedes marchar así! Ni siquiera llevas abrigo. Vamos, volvamos casa.
—¡Pero hay gente! —exclamó Matt—. ¡Llevo siglos sin hablar con nadie! Quiero hablar con ellos; es un poco rollo estar siempre contigo, ¿sabes?
Me di cuenta de que, incluso mientras hablaba, el frío se apoderaba de él, a pesar de la fiebre; al chico le dio un escalofrío.
—A lo mejor podríais venir a casa y pasar un rato con nosotros. Tenemos suerte, el generador funciona y en casa se está calentito. Y luego está también la botella de whisky que Jill aún no me ha dejado estrenar.
La mujer, que suponía que era Jill, lo tiró de la manga.
—De momento volveremos a casa y te pondremos ropa seca, y más tarde esta gente tan simpática pasará a visitarnos un ratito, ¿verdad? —dijo con una sonrisa, pero sus ojos tristes decían todo lo contrario.
—¡Sí, claro! —contesté con entusiasmo exagerado.
—Nos encantaría —coincidió Gav—. Cuidaos mucho —añadió luego en voz más baja.
La mujer asintió con gesto de agradecimiento. Matt suspiró y se volvió hacia la casa.
—¡Que no se os olvide! —exclamó cuando llegó a la puerta—. Tenemos muchas cosas de las que hablar. ¡Ni siquiera sé cómo os llamáis!
Oímos cómo se cerraba la puerta y solté un suspiro. Tobias dio un paso hacia adelante y agarró la cuerda de su trineo.
—Larguémonos de aquí antes de que al tío ese le parezca que estamos tardando demasiado y vuelva a buscarnos.
No perdimos ni un segundo en comprobar si encontrábamos más coches. Cruzamos el pueblo y nos metimos en el pinar que empezaba donde se terminaban las casas. Encima de nuestras cabezas, las nubes cubrían ya la mitad del cielo y ocultaban el sol poniente, que desprendía una luz débil. Había empezado a soplar la brisa. Me subí el cuello del abrigo y me encasqueté el gorro hasta las orejas. El corazón aún me iba a mil por hora.
Miré a Gav por el rabillo del ojo. Caminaba a mi lado como si nada, como si no acabara de creerse lo que podría haber terminado en un combate de lucha libre contra un tío que le sacaba un palmo y que pesaba veinte kilos más que él. Y que encima estaba enfermo.
Fijé la vista en el rastro que el trineo de Tessa dejaba en la nieve y noté el paso de los minutos. No podía hablar. Me sentía tan confusa que no habría sabido decir si estaba enfadada, asustada o simplemente disgustada. A lo mejor debíamos evitar los pueblos y punto. Pero nunca conseguiríamos llegar a Ottawa a pie, ¿verdad?
El viento soplaba entre las ramas de los árboles. Empezó a nevar; me cayó un copo de nieve en la punta de la nariz, donde se derritió.
—No deberías haberlo hecho —dije finalmente—. Te le has echado encima como si…
—No sabíamos que quería hacer —me cortó Gav con tono crispado—. Nos podría haber roto los trineos o haber robado la comida. ¡Podría haber estropeado las muestras de vacuna! ¿No es lo más importante?
Quise decirle que no, que no era más importante que su vida. Pero ¿no era cierto que solo por el hecho de permitir que me acompañara ya había dejado que arriesgara la vida por la vacuna?
—No digo que haya sido una reacción muy inteligente —prosiguió—. No he tenido mucho tiempo para pensar, la verdad. De repente lo he visto ahí y… he reaccionado.
—Ya lo sé. Es solo que habría preferido que tu reacción natural fuera menos arriesgada.
Gav soltó una carcajada seca.
—Bueno, por lo menos he hecho algo útil —dijo—. Es algo que no pasaba desde que salimos de la isla.
—Eso no es verdad —repliqué, aunque tal vez sí lo fuera.
En la isla, Gav repartía comida entre la gente del pueblo, organizaba a los voluntarios y desde que los saqueadores habían intentado quemar un edificio, colaboraba con la brigada de bomberos voluntarios. Ahora todo se reducía a un solo objetivo: llegar hasta Ottawa. Y, de momento, él no había podido hacer nada para que el viaje resultara más rápido o menos desagradable.
En realidad, ni siquiera quería estar allí, habría preferido quedarse en la isla y echar una mano en la reconstrucción tras el ataque del helicóptero.
—Gracias —dije—. De todos modos, prefiero que la próxima vez no lo repitas, pero me alegro de que todas nuestras cosas estén a salvo, y nosotros también.
Lo cogí de la mano y él esbozó una ligerísima sonrisa de medio lado. A nuestro alrededor, los árboles eran cada vez más escasos y el cielo resultaba cada vez más visible. Las nubes se amontonaban, grises y amenazantes. Parpadeé varias veces: los copos de nieve caían ahora con fuerza.
—Creo que tendríamos que refugiarnos pronto —dijo Leo—. Tengo la sensación de que se prepara una ventisca de las buenas. ¿Cuánto falta para el próximo pueblo?
A aquellas alturas había memorizado ya todo el mapa.
—Unos kilómetros aún —respondí, mirando a mi alrededor—. Pero deberíamos encontrar varias granjas por el camino.
—Creo que ahí hay un edificio —apuntó Tessa, señalando algo.
Seguí su mirada, entorné los ojos y me pareció entrever los ángulos de una estructura a lo lejos, al otro lado de un prado. Parecía extrañamente translúcido, como si no fuera del todo real.
—No sé si debemos apartarnos tanto de la carretera —dije—. ¿Y si luego no encontramos el camino de vuelta?
Pero a Tessa se le había iluminado la mirada.
—Es un invernadero —soltó—. Dentro estaremos más calientes. No creo que esté tan lejos.
—No me importaría nada un poco de calor —apuntó Tobias, que iba encorvado dentro de su abrigo. Entonces miró a Gav, que se encogió de hombros, con expresión resignada.
—Pues démonos prisa —dije. La nevada era cada vez más intensa.
Cuando volví a levantar los ojos, fui incapaz de localizar el invernadero. Hacía mucho frío y notaba un hormigueo alrededor de los ojos. Con cada paso mis botas provocaban grietas en el hielo o resbalaban. Mi trineo se ladeaba y se sacudía violentamente. Meredith avanzaba a mi lado, deslizándose como si llevara patines. Gav lideraba la marcha.
La nieve se arremolinaba a nuestro alrededor, me azotaba la cara y me cubría las pestañas. Me ceñí aún más la bufanda.
Cuando volví a levantar la vista, Tobias y Gav habían desaparecido ante mí. Había copos de nieve por todas partes, era como si nadáramos por una página vacía, alrededor todo era blanco. Me costaba respirar a través de la bufanda; durante un instante me pareció que me asfixiaba.
Detrás de mí, Tessa soltó un chillido. Me giré. Leo se había detenido junto a ella y Tessa palpaba el suelo.
—He tropezado y he perdido la cuerda —anunció con voz frenética—. ¿Dónde está el trineo?
Eché un vistazo por el suelo, pero solo había nieve.
—Da igual —dijo Leo unos segundos más tarde—. Ya volveremos a por él más tarde. Si nos paramos a buscarlo ahora, nos perderemos.
Meredith había seguido andando y ya había empezado a perderla de vista.
—¡Mere! —grité.
Leo y Tessa se pusieron en marcha junto a mí. El aire gélido penetraba a través de la bufanda y me provocaba pinchazos en la garganta. La cuerda del trineo se me clavaba tanto en la cintura que habría querido deshacerme también de él y echar a correr.
Al cabo de un momento aparecieron tres figuras ante nosotros: los otros se habían detenido a esperarnos.
Cuando ya casi los habíamos alcanzado, una cuarta figura surgió de entre la ventisca. Tenía un brazo levantado y apuntaba con una pistola al pecho de Gav.
—Hola —dijo con voz nasal—. ¿Vais a alguna parte?