Estábamos tan preocupados por mantener las provisiones a salvo que ni siquiera se nos había ocurrido que alguien se pudiera cargar la furgoneta misma.
—Han sido los del pueblo —dijo Gav—. ¿Creéis que lo han hecho para vengarse?
Me dio un escalofrío.
—O para quedarse con lo que tenemos —apunté—. No nos podían atacar a todos a la vez y tampoco tenían forma de entrar en la furgoneta, de modo que han optado, mientras deciden qué hacer, por impedir que nos marchemos.
Como si ellos fueran los depredadores y nosotros la presa. Nos habían inmovilizado, y ahora solo tenían que esperar la ocasión propicia para asestarnos el golpe de gracia.
Tobias empezó a andar de aquí para allá.
—No la tendríamos que haber dejado —dijo—. ¿Qué demonios voy a hacer ahora?
—Querrás decir «qué vamos a hacer», ¿no? —preguntó Tessa en voz baja.
—Caminar —respondió Leo, señalando la furgoneta—. Ahí dentro hay una tienda, tenemos un fogón de camping, comida y ropa caliente. Ya nos apañaremos. Pero tenemos que largarnos de aquí antes de que quienquiera que haya hecho esto vuelva con refuerzos.
—¿Vamos a ir andando hasta Ottawa? —preguntó Meredith, que hizo una mueca, como si acabara de morder algo agrio.
Estábamos apenas a medio camino. Tragué saliva.
—Sería prácticamente lo mismo que intentar volver a la isla —dije—. Y la vacuna no nos servirá de nada si damos media vuelta. Decidamos qué nos podemos llevar y larguémonos de una vez.
—Encontraremos otro vehículo en la autopista —señaló Gav sin pestañear—. Solo tenemos que caminar hasta allí.
Me habría gustado compartir su confianza, ahora que todos nos habíamos hecho a la idea del cambio de planes. Su convicción me reconfortó.
—Si tuviéramos mochilas podríamos cargar más —dije.
Tessa señaló el supermercado del otro lado de la calle.
—Creo que he visto unos trineos en el escaparate. Con eso podríamos llevar muchas más cosas.
—Eso contando con que logremos hacernos con ellos —dijo Leo, que echó un vistazo a los edificios circundantes y salió corriendo hacia la tienda de la gasolinera. Con movimientos ágiles, subió al contenedor que había en el callejón, se colgó de un salto del saliente de la azotea y colocó una rodilla encima del tejado. Al cabo de un segundo estaba de pie.
Tobias se lo quedó mirando, boquiabierto.
—¿Y eso? ¿Eres escalador? —preguntó.
—No, bailarín —respondió Leo, que se volvió y echó un vistazo a todo el pueblo. La vista llegaba hasta la autopista—. No veo a nadie más. Agarrad los trineos, rápido. Si veo algo raro, pegaré un grito.
—¿Vas a echar una mano o piensas quedarte aquí lloriqueando mientras los demás hacemos el trabajo? —le preguntó Gav a Tobias, que apretó los dientes con fuerza.
Él y Gav empezaron a seleccionar las provisiones y yo me volví hacia Meredith.
—Vamos, Mere —dije con voz tan alegre como fui capaz.
Ella se puso muy tensa, pero apretó los labios y asintió en silencio. Fuimos corriendo al supermercado junto con Tessa.
El cerrojo de la puerta estaba roto. Seguramente había sido alguien que buscaba comida, pues no se habían llevado los trineos. Cogimos seis de los más grandes y, tirando de las cuerdas, los llevamos hasta donde estaba la furgoneta. La parte inferior, de plástico, crujía sobre la nieve. Desde el tejado de la gasolinera, Leo nos hizo un gesto de que todo iba bien.
—Vale, lo primero que nos tenemos que llevar es la tienda —le oí decir a Gav, que empezó a pasarnos cajas y bolsas—. Y los sacos de dormir, y todas las mantas. La comida. Y parte del agua. Más adelante ya rellenaremos las garrafas.
—Tengo comprimidos para depurarla —dijo Tobias—. Toma, también nos vendrá bien el botiquín, la cocina de camping y el queroseno extra. Y la radio, naturalmente.
—La verdad, no creo que queden muchas emisoras que sigan retransmitiendo —apuntó Gav.
—Es un transceptor —le contó Tobias—. Es muy bueno. A lo mejor podemos ponernos en contacto con los científicos de Ottawa y pedirles que se reúnan con nosotros a medio camino.
Gav le dirigió una mirada escéptica.
—¿Tenemos sitio? —me preguntó.
—Yo creo que sí —respondí. Cogí la bolsa de mantas y la metí en el trineo que estaba preparando con menos peso, para Meredith—. Queda algo de espacio en ese —dije, señalando el siguiente.
—Nos la llevamos sí o sí —insistió Tobias—. Si alguien tiene problemas, llevaré el trineo yo mismo.
—¿Crees que encontraremos bases militares por el camino? —le pregunté—. ¿Que nos puedan ayudar o que nos presten una furgoneta, por lo menos?
Tobias ladeó la cabeza.
—Hacía semanas que no venía nadie a echar un vistazo a nuestra base —respondió—. Tampoco había transmisiones en las emisoras habituales. Creo que sucedió lo mismo en todas partes. La gente enfermó, o se largó, o está escondida a la espera de que la situación mejore.
—Había soldados en la frontera —dijo Leo—. Pero la mayoría de ellos desertaron en cuanto los primeros contrajeron el virus.
No me extrañaba nada, especialmente después de haber visto cómo los soldados que debían velar por la cuarentena se largaban, pero aquellas palabras me desanimaron. Realmente estábamos solos.
—La vacuna —dijo Gav, que me pasó la neverita. La coloqué con cuidado en el centro de mi trineo y fui a la parte delantera de la furgoneta, a por el plano de carreteras.
—Hay un montón de pueblos en la autopista, uno cada pocos kilómetros —anuncié tras encontrar la zona donde nos habíamos detenido—. Tal vez no necesitemos acampar al aire libre.
—No me parecería nada mal —dijo Gav, que se me acercó y me agarró por la cintura—. ¿Estamos a punto? —preguntó en voz baja.
—Sí —contesté yo, aunque tenía el corazón acelerado.
Gav me abrazó con fuerza, consolándome en silencio, como diciendo: «Lo podemos conseguir. Lo vamos a conseguir». Apoyé la cabeza en su hombro y me quedé así unos segundos. Los sentimientos de culpabilidad que pudieran quedarme aún tras el beso de Leo se derritieron. Lo único que importaba era salir adelante, y me alegraba muchísimo de poder contar con Gav.
Leo bajó del tejado al contenedor y pronto llegó a nuestro lado.
—No sé qué pretenden hacer con nosotros, pero se lo están tomando con calma —dijo—. No les concedamos más tiempo.
Nos pusimos en marcha hacia la autopista. Era mucho más difícil tirar de los trineos ahora que estaban llenos. Para cuando llegamos a la autopista ya me dolía el brazo. En una parte de la calzada había montañas de nieve, pero en la otra el viento había dejado solo hielo. Decidimos ir por el hielo, donde los trineos se deslizaban sin dejar rastro alguno.
Unos minutos más tarde dejamos atrás los últimos edificios del pueblo, y pronto avanzamos rodeados de pinos y abetos. Leo enroscó la cuerda del trineo hasta hacer un lazo y se lo pasó por la cabeza, de modo que tiraba del peso desde la cintura. Al rato todos lo habíamos imitado. Tardé un rato en acostumbrarme, pero al final tiraba del trineo como si llevara toda la vida haciéndolo.
Meredith iba a mi lado. Su trineo, más ligero, se ladeaba ligeramente y chocaba de vez en cuando con el mío. Andaba con la barbilla levantada y con una expresión de determinación absoluta en la mirada, como si hubiera decidido llegar hasta Ottawa sin detenerse. Las trenzas que le había hecho la noche anterior asomaban por debajo del gorro de borlas.
Más allá de la autopista no se veía ni un solo edificio. De no ser por la calzada y por los carteles ocasionales, podríamos haber sido exploradores perdidos en algún desierto. Notaba el viento helado en el cogote, bajo la bufanda. Me estremecí.
Antes de la epidemia habría sido un sueño abandonar el camino trillado, equipada apenas con un hornillo de camping y un montón de libretas, para observar la fauna lejos de los seres humanos. A lo mejor porque en aquella época sabía que, tras unos días caminando, llegaría a algún pueblo con agua corriente, electricidad y personas que se alegrarían de verme.
Si las ardillas y las mofetas eran capaces de sobrevivir a aquel clima cada año, me dije, nosotros también podíamos.
—Tú volviste a la isla y recorriste la mayor parte del camino a pie, ¿verdad? —le preguntó Gav a Leo cuando llevábamos aproximadamente una hora andando.
Este asintió con la cabeza.
—Desde la frontera, sí —respondió—. Por entonces casi no había nieve, pero, aun así, no fue nada agradable. Eso sí, no disponía ni de material de acampada ni de comida, como tenemos ahora.
Meredith le dirigió una mirada de curiosidad.
—¿Y cómo lo hiciste? —le preguntó.
—Mere… —la reñí.
—No pasa nada —dijo Leo, con una sonrisa incómoda—. Supongo que tuve suerte, aunque también jugó a mi favor que de pequeño mi padre me hubiera arrastrado con él cada vez que salía a cazar. Sé hacer fuego y cazar animales para comer. En el fondo se trata de no rendirse.
—Mirad —lo interrumpió Tessa—. Creo que ahí hay un coche.
Era cierto, unos metros más adelante, en el arcén, había una furgoneta gris; el sol se reflejaba en el retrovisor lateral. Gav fue el primero en llegar. La puerta del conductor se abrió sin problemas. Asomó la cabeza dentro. Volvió a salir con el ceño fruncido.
—Los propietarios debieron de llevarse las llaves —señaló—. Supongo que imaginaban que iban a volver a por ella.
—Los coches que nos encontremos aquí no nos servirán de nada —dijo Tobias—. Solo los habrían abandonado en la autopista si se hubieran quedado sin gasolina o se hubieran estropeado, ¿no? Tendríamos muchas más posibilidades de éxito en un pueblo. Si encontramos alguno aparcado en una calle, es probable que las llaves estén en la casa más próxima.
—Y a lo mejor los propietarios también —apunté. Vivos o muertos.
Tobias apartó la mirada.
—Yo creo que, de todos modos, vale la pena intentarlo. Seguro que hay gente que acaba de morir en casa, gente que se negó a ir al hospital. Esos ya no necesitan el coche. Mi padrastro, por ejemplo, habría mandado a hacer gárgaras a cualquiera que lo hubiera querido encerrar en un hospital atestado de personas infectadas.
—En ese caso, imagino que tuviste suerte de encontrarte en una base militar —observó Gav.
—Te aseguro que no tenía ningunas ganas de estar allí, créeme —murmuró Tobias.
Seguimos adelante y cruzamos un puente helado. La cuerda se me clavaba en la cintura mientras subíamos, pero, después de superar el punto más alto, la gravedad se puso de nuestro lado y los trineos empezaron a perseguirnos cuesta abajo. Echamos a correr, riendo, y llegamos abajo jadeando.
—Ojalá la carretera fuera cuesta abajo todo el rato —dijo Meredith, una frase que desencadenó otra oleada de carcajadas cansadas.
Unos minutos más tarde, Leo se detuvo de pronto y nos hizo un gesto a los demás para que lo imitáramos.
—¿Habéis oído eso? —nos preguntó.
Aguzamos el oído. Durante solo un segundo percibí la brisa que agitaba las copas de los árboles, pero finalmente me llegó el rugido distante de un motor.
—Se acerca un coche, sí —dijo Gav—. ¿Creéis que deberíamos pedirles que nos lleven, si cabemos?
—No creo que debamos asumir que serán amigables con nosotros —respondió Leo—. De hecho, creo que lo mejor es que no se enteren de que estamos aquí.
—Pero ¿cómo vamos a estar seguros si no les damos ni una oportunidad? —preguntó Tessa.
Pensé en cómo el tipo del pueblo había fingido hacer las paces y luego había ido por la espalda y se había cargado la furgoneta.
—Yo voto por no saberlo —dije.
—¡Pues vamos, en marcha! —exclamó Tobias—. ¡Tenemos que salir de la autopista! ¡Nos esconderemos detrás de aquellos árboles!
—¡Vamos, vamos! —añadió Leo—. Ya casi están aquí.
El motor sonaba tan cerca que lo oíamos incluso mientras hablábamos. Yo me notaba el pulso en los oídos. Gav me ayudó a pasar el trineo por encima de la cuneta. Todos echamos a correr hacia los árboles. Nos lanzamos por una corta pendiente y dejamos el trineo ahí abajo. Él volvió a por el suyo y yo fui a ayudar a Meredith, que tropezó mientras bajaba por la pendiente y cayó entre la nieve. El extremo de su trineo golpeó en el suelo con estrépito, pero no perdió nada.
—¿Estás bien? —le pregunté, susurrando.
Meredith asintió, pero volvió la cara.
Los demás se acuclillaron a nuestro lado y el ruido del motor pasó de rumor a rugido. Los neumáticos hicieron vibrar el puente. Me quedé helada y me asomé por encima del montículo de nieve para ver a través de los árboles.
Por la autopista se acercaba una furgoneta de color verde claro. Conducía una mujer con una melena rubia y una gorra roja. Tenía una mano en el volante y con la otra sujetaba un objeto delgado que asomaba a través de la ventanilla abierta. Era el cañón de un rifle.
Atisbé por lo menos otra figura dentro de la furgoneta, que ya se alejaba por la carretera. Esperamos en silencio mientras el sonido del motor se iba perdiendo. Ya iba a decir algo cuando, de repente, el motor se paró.
Ya no los veíamos, pero el aire nos trajo todos los sonidos: el chirrido de una puerta al abrirse y el golpe sordo con el que se cerró. Unas botas que pateaban el asfalto helado. Un ruido de estática. A continuación una voz resonó a través de los árboles, claramente enfadada.
—¿No dijiste que iban a Ottawa? —preguntó la mujer.
Noté cómo empezaba a sudar. No solo eran peligrosos, sino que nos buscaban específicamente a nosotros. Debían de haber hablado con el tipo del pueblo. Aquella gente eran los refuerzos que había estado esperando.
Volvió a oírse un ruido de estática y una voz demasiado distorsionada como para entender lo que decía.
—Tienen walkie-talkies —murmuró Tobias—. Qué listos.
No sé qué diría la otra voz, pero a la mujer no le hizo ninguna gracia.
—Bueno, pues yo te digo que desde donde estoy veo quince kilómetros de autopista y aquí no están —dijo—. Deben de haber cogido otra ruta, a menos que creas que les han salido alas y se han largado volando.
Más estática.
—El que no los ha logrado retener has sido tú. Si Michael se cabrea con alguien, será contigo.
Estática.
—Que te den a ti, tío —respondió la mujer.
La puerta de la furgoneta volvió a abrirse y el motor se puso en marcha. Los neumáticos derraparon sobre el hielo. Al cabo de medio minuto, la furgoneta volvió a pasar ante nosotros, ahora en dirección contraria, de vuelta al pueblo.
Me hundí en la nieve, solté un soplido y me froté la cara con los guantes helados. Cuando volví a abrir los ojos, vi a Meredith acurrucada junto al tronco de un árbol. Tenía las mejillas cubiertas de lágrimas.
—Tranquila, Mere —le dije—. No ha pasado nada, ya se han ido.
La niña respondió con un gemido y me enseñó la mano. Se me heló el corazón.
Tenía la palma del mitón empapada de sangre.