SEIS

Gav era el único que fruncía el ceño.

—¿Y qué pasa con la gente de la isla? —preguntó—. No podemos marcharnos sin explicarles a los demás lo que ha pasado, para que se puedan preparar por si vuelve el helicóptero.

—Iré yo —dijo Leo, que se encogió de hombros y hundió la barbilla bajo el cuello del abrigo—. Soy el que tiene más experiencia pilotando una lancha, y el mar está bastante picado. Iré al hospital, les informaré de lo ocurrido y luego echaré un vistazo a vuestro coche. Si sigue en buen estado, lo intentaré traer con el ferry. Y, si no, por lo menos traeré las provisiones que pueda salvar.

A Gav se le tensó la mandíbula, como si fuera a protestar, pero entonces cerró los ojos e inclinó la cabeza.

—Si la casa está bien —dijo—, no estaría de más que trajeras parte de la comida. Pero no te lleves más de lo que pertenece a los habitantes de la isla.

Volvió la mirada hacia mí. Me di cuenta de que no quería abandonarme ni siquiera durante un par de horas. Por eso había accedido a acompañarme, a pesar de que no volver a la isla lo iba a matar.

—Gav, yo estaré bien —le dije. Pronunciar aquellas palabras me resultaba doloroso, pero tenía que hacerlo—. Si prefieres quedarte en la isla a echar una mano, deberías hacerlo. No tenemos por qué ir todos.

—No —contestó—. Eso ya lo decidí la primera vez que hablamos del tema. Podemos partir mañana por la mañana, como teníamos planeado.

Leo se marchó hacia el muelle y yo me llevé a Gav a un lado.

—¿En serio te parece bien? —le pregunté, bajando la voz—. A mí me puedes decir la verdad, ¿sabes?

Se pasó una mano por el pelo.

—Por supuesto que me preocupa dejar la isla justo cuando ha quedado prácticamente destruida, pero dejarte a ti sería aún peor. Desde el primer día que te pedí ayuda, cuando me echaste una mano con el combustible de los coches de la distribución de comida, has apoyado cada una de las ideas que he tenido. Ahora me toca a mí. Quiero hacerlo por ti. Si me necesitas, estaré a tu lado. Y quiero que lo sepas.

—Gav… —dije, pero no encontré palabras para expresar lo que sentía. Ver cómo él canalizaba hacia mí toda la pasión y la determinación que había puesto en mantener la isla funcionando me parecía increíble, imposible. Lo agarré por la pechera del abrigo, tiré de él y le ofrecí mis labios; intenté entregarme a aquel beso con cada partícula de mi cuerpo. Él me rodeó con los brazos y me abrazó con fuerza—. Ya lo sé —añadí en voz baja después de soltarlo.

Él sonrió y me volvió a besar.

—Si vamos a ser seis, necesitaremos más provisiones —apuntó—. Echemos un vistazo a ver qué encontramos por aquí.

Así pues, mientras el cielo empezaba a oscurecer con la llegada de la noche, nos dedicamos a saquear las oficinas del puerto. En el mostrador que había cerca de la caseta que vendía los billetes para el ferry quedaban tan solo un par de envoltorios arrugados, pero Tobias logró abrir el candado que cerraba el almacén trasero con una herramienta que llevaba en la furgoneta. Al cabo de un rato habíamos añadido a sus reservas de comida varias garrafas de agua, cajas de chocolatinas y barritas de cacahuetes recubiertos de miel, acabadas de caducar. Tobias empezó a reordenar el contenido de la furgoneta para hacer sitio en el suelo.

—Será mejor que durmamos aquí —dijo—. El calor se conserva mejor en un espacio reducido.

Mientras tanto, Gav, Tessa, Meredith y yo nos dirigimos hacia la calle principal del pueblo para echar un vistazo a los escaparates de las tiendas.

Me dije que Drew debía de haber pasado por allí hacía semanas, cuando se había marchado. Eso contando con que hubiera conseguido cruzar el estrecho con vida. Por aquel entonces era posible que algunas de las tiendas estuvieran aún en funcionamiento. Ahora no quedaba nadie. Las puertas de la mayoría de los comercios estaban abiertas de par en par y oscilaban con el viento.

Gav señaló una tienda de géneros de punto. Tessa cogió un jersey de abrigo y un gorro de lana gruesa para cada uno de nosotros. Yo empecé a hacer acopio de mantas, y Gav cogió varias bolsas de plástico de detrás del mostrador para guardar el botín.

Más abajo había un colmado. El último periódico que había en la rejilla para la prensa tenía fecha del 5 de noviembre. Supuse que debía de haber sido el momento en que el propietario se había marchado. O había enfermado. «Los hospitales saturados por un brote de gripe cordial», decía el titular. El artículo explicaba que los centros médicos de todo el país se estaban quedando sin espacio. La fotografía granulada de una sala llena de pacientes en Halifax me trasladó al pasado; hacía solo unos meses nuestro hospital también había tenido aquel aspecto.

Todas aquellas personas que miraban a cámara con expresión de angustia estaban muertas.

Hice un esfuerzo consciente por dejar de leer. Los estantes de comida estaban vacíos. Cogí un puñado de mecheros de una caja que había encima del mostrador y varias revistas para prender fuego. Meredith soltó un chillido y me trajo una lata de alubias cocidas que se les había pasado por alto a los que habían saqueado la tienda antes que nosotros.

Mientras seguíamos calle abajo, solo se oía el aleteo de una bandada de gorriones que se posaron en los inútiles cables del teléfono. No vi ni una sola pisada humana, aparte de las nuestras. No se veía humo en ninguna de las chimeneas de las casas que teníamos ante nosotros. Era como si hiciera años que allí no viviera nadie.

Tenía sentido. ¿Por qué motivo habría querido alguien quedarse tan cerca de nuestra isla en cuarentena y de su enfermedad mortal? A lo mejor algunos habitantes del pueblo habían muerto, pero lo más probable era que la mayoría se hubieran marchado a otra parte.

Hasta que el virus los había atrapado y habían muerto de todos modos.

—¿No creéis que tendríamos que echar un vistazo también en las casas? —preguntó Tessa al llegar a un punto donde la calle principal se bifurcaba en dos calles residenciales—. Es posible que encontremos algo de comida.

—El espacio en la furgoneta es limitado —dije. Además Leo iba a traer más cosas. Pero, por otro lado, y teniendo en cuenta que ya estábamos allí, seguramente no tenía mucho sentido dejar pasar la oportunidad.

Mientras dudaba, oímos un sonido débil pero inconfundible. Me puse muy tensa.

Alguien estaba tosiendo dentro de una de las casas.

Tessa y Gav se cubrieron la boca con las bufandas, pero estas servían para protegerse del frío, no de los microbios asesinos. El corazón me latía con fuerza.

—Volvamos al puerto —dije.

Gav se detuvo un momento, pero al fin asintió con la cabeza.

—Si Leo trae comida de la isla, creo que de momento nos apañaremos.

Los gorriones echaron a volar de repente y yo me estremecí, pero seguíamos sin ver a nadie. Sin embargo, nada más llegar a la furgoneta, dejé las bolsas en el suelo y fui a por la neverita, que había dejado en la oficina del puerto.

Estaba igual. Me puse en cuclillas y apoyé la cabeza en las manos.

A Meredith y a mí no nos pasaría nada, habíamos superado ya la enfermedad y estábamos inmunizadas. Pero ¿qué sería de Gav, Tessa y Leo? A lo mejor lograríamos llegar a Ottawa sin toparnos con nadie que estuviera enfermo si solo nos parábamos en pueblos pequeños para buscar gasolina, pero en cuanto llegáramos a la ciudad… Seguramente allí quedaba más gente de la que hubiera habido jamás en la isla, y no podíamos suponer que no fuéramos a toparnos con personas infectadas, o que los pudiéramos eludir con facilidad.

Naturalmente, la alternativa pasaba por quedarnos allí y exponernos a que nos bombardearan.

Apoyé las manos en la nevera. A lo mejor había otra opción. Teníamos cinco muestras de la vacuna. Un científico no iba a necesitarlas todas para replicarla, ¿verdad? ¿Tan egoísta sería darles una dosis a mis amigos, que estaban dispuestos a ayudarme a llevarla adonde tenía que ir?

Oí un motor que se acercaba por el agua y correteos ante la puerta. Leo había vuelto.

Cuando salí ya estaban todos en el puerto, excepto Tobias, que aguardaba junto a la furgoneta con expresión vacilante. Se hacía de noche muy deprisa, en el cielo humeante había cada vez menos luz. En el puerto se habían encendido varias farolas alimentadas con energía solar.

Leo había vuelto con la fueraborda, de modo que asumí que nuestro cuatro por cuatro no había sobrevivido. Pero junto con varias bolsas de comida, también estaba descargando los depósitos de gasolina que Gav y yo habíamos rellenado.

—¿Está muy mal la cosa? —preguntó Gav mientras transportábamos el botín de Leo a la furgoneta.

—El hospital sigue en pie —dijo Leo, y yo pude dejar de contener el aliento—. Y vuestra casa también. Pero hay muchos edificios que no. Una de las bombas debió de caer cerca del puerto, porque el cuatro por cuatro estaba volcado y tenía el parabrisas agrietado. Por suerte lo que había dentro ha sobrevivido.

—¿Has hablado con Nell? —pregunté.

Leo asintió.

—Al parecer, el generador se ha averiado con los temblores. Aún no sabía si podrían arreglarlo o si iban a tener que trasladar a los pacientes.

—¿Y qué pasa con Mowat y Fossey? —preguntó Meredith—. ¿Los vamos a abandonar?

—En cuanto he entrado han salido corriendo a saludarme —dijo Leo—. Se les veía felices de tener toda la casa para ellos solos. He dejado las bolsas de comida en el suelo, así tendrán toda la que necesiten.

—Gracias —le dije, con otra oleada de alivio.

Leo me dirigió una sonrisa de medio lado. Entonces me acordé de nuestro beso, me ruboricé y aparté la mirada.

—Le he contado nuestros planes a Nell y no le han parecido mal —añadió él, que aparentemente no se había percatado de mi reacción—. Ha dicho que…

Dudó un instante y miró de reojo a Meredith, que estaba escarbando la tierra con la punta de la bota.

—Meredith —dijo Tessa—, ¿puedes ir a la lancha y comprobar que hayamos descargado todas las provisiones?

La niña frunció el ceño y pareció como si volviera en sí.

—¡Sí, claro! —exclamó al final, y echó a correr hacia el puerto.

Leo bajó el tono de voz:

—Ha dicho que seguramente lo mejor que podemos hacer es pasar un tiempo lejos de la isla. El pueblo está tan mal que es probable que tenga que terminar trasladando a todo el mundo a este lado del estrecho. También ha dicho que espera que demos con la persona que necesitamos.

Aquello me deprimió. Aunque habíamos descubierto que ya nadie vigilaba el estrecho, a nadie le había parecido oportuno abandonar la isla, pues la alternativa era terminar en un lugar desconocido del continente. Nell debía de estar realmente desesperada para plantearse siquiera una evacuación.

—¡No queda nada en la lancha! —exclamó Meredith mientras volvía al trote.

—Gracias por comprobarlo —le dije yo, y la abracé—. Debemos cenar y acostarnos pronto. Tendríamos que salir a primera hora.

—Me parece que tengo un hornillo de camping gas en la furgoneta —apuntó Tobias—. Una cena caliente suena bastante bien ahora mismo.

—He visto que había espaguetis en las bolsas —dijo Meredith—. ¿Podemos cenar eso?

—Sí, claro —contesté—. Ve y trae unas latas.

—Hemos ido a echar un vistazo al pueblo y hemos oído a alguien que tosía —le contó Gav a Leo en cuanto Meredith se metió en la parte trasera de la furgoneta—. Aún queda gente aquí, tenemos que andarnos con ojo.

Leo se lo quedó mirando con expresión fatigada y yo no pude evitar una punzada de preocupación, aunque intentaba no prestarle mucha atención. Había regresado a la isla hacía apenas unas semanas y ahora lo obligábamos a marcharse otra vez. Si pensaba que no iba a ser capaz de soportarlo nos lo diría, ¿verdad?

—En ese caso será mejor que montemos guardia por la noche —dijo—. Toda precaución es poca.

Tenía razón. Y tal vez yo podía hacer desaparecer uno de los temores que debían de obsesionarlo, y que también me obsesionarían a mí mientras él, Gav y Tessa estuvieran desprotegidos.

—Creo que deberíamos vacunaros a los tres —propuse. Gav, que iba a decir algo, se quedó con la boca abierta, y Tessa me miró y parpadeó varias veces—. Disponemos de cinco muestras —añadí—. Si os vacunáramos, aún nos quedarían dos. Es evidente que nos toparemos con personas infectadas, hoy ya hemos estado a punto. No quiero que ninguno de vosotros pille el virus.

—Sí, nos vamos a topar con gente infectada, seguro —dijo Leo cautelosamente—. Me sorprendería mucho que no fuera así. Pero ¿estás segura que no prefieres disponer de las cinco, Kae?

—Ni siquiera sabemos si la vacuna funciona —añadió Gav.

—Si funciona, estará bien que os la hayamos administrado —dije—. Y si no, no importará que lo hayamos hecho. En cualquier caso, no perderemos nada por intentarlo. No tendremos ninguna otra forma de protegernos mientras estemos en la carretera. Y no creo que nadie vaya a necesitar más de una muestra para entender lo que hizo papá, sobre todo teniendo en cuenta que disponemos también de todas sus notas.

—Las vacunas se elaboran con parte del virus, ¿no? —preguntó Tessa—. ¿Hay alguna posibilidad de enfermar a causa de la vacuna?

Dudé un momento con la respuesta.

—Sí, supongo. Pero mi padre la probó, y al cabo de tres semanas aún estaba bien. No creo que se hubiera arriesgado si hubiera creído que era peligroso, ¿no?

—Si alguien podía dar con la vacuna, ese era tu padre —apuntó Leo.

—Vale —dijo Tessa—. Prefiero arriesgarme con la vacuna que exponerme al virus sin ella.

Leo dudó un momento más y finalmente contestó:

—Vale, hagámoslo.

—En ese caso nos quedarán tres muestras —dijo Gav—. Porque yo no quiero la vacuna.

—Gav… —empecé a protestar, pero él me hizo un gesto para que esperara un momento.

—¿Nos podéis dar un minuto? —les preguntó a los demás.

Me cogió de las manos, y Tessa y Leo fueron a ayudar a Tobias a preparar el hornillo.

—Kae, entiendo perfectamente por qué quieres hacer esto, pero no creo que sea lo apropiado. Si actúo partiendo de una falsa sensación de seguridad a causa de una vacuna que al final resulta no ser efectiva, a lo mejor cometo un error que de otro modo me habría ahorrado. No quiero que se me meta en la cabeza la idea de que estoy a salvo.

—Pues vacúnate y actúa como si la vacuna no sirviera de nada —le contesté—. No tenemos ni idea de lo que nos encontraremos en la ciudad, Gav.

—Ya lo sé —respondió, y tragó saliva—. Pero, aun así… Mi madre fue una de las primeras personas que contrajo el virus, ¿sabes? Cuando empezamos a oír las noticias, lo único que dijo fue: «Alguien inventará un remedio dentro de unos días y todo se arreglará. Siempre es así». Estaba tan convencida de que los médicos y los científicos podían resolver todos nuestros problemas que ni siquiera tomó precauciones, le daba igual. Y ahora su cuerpo está enterrado en la cantera, con miles de personas a las que el virus ha matado.

—Pero tú nunca actuarás así —dije.

—No —respondió Gav—, pero vacunarme va a cambiar mi actitud. Nadie es capaz de controlar del todo su forma de pensar, ya lo sabes.

Sí, lo sabía. Y también sabía que lo heriría demasiado si le decía que no lo dejaría subirse a la furgoneta a menos que se vacunara, que prefería que se quedara en la isla. No era justo obligar a alguien a hacer algo que no quería hacer solo para no tener que preocuparme tanto, ¿verdad? La decisión dependía de él. Gav ya había hecho muchas cosas por mí.

—Pues tendrás que andarte con mucho… mucho… mucho cuidado —le dije—. Nada de hacerte el héroe.

—No me haré el héroe —repuso—. Los dos volveremos a la isla sanos y salvos, Kae. Te lo prometo.

La determinación que transmitía su mirada hizo que todo lo demás se desvaneciera: el frío, el largo camino que nos esperaba, el otro chico que nos podía estar mirando en aquel momento… Lo cogí por el cuello y lo besé. Gav me devolvió el beso y me puso la mano sobre la mejilla. Y, por lo menos durante aquel momento, creí en lo que acababa de decir.