Cuando llegamos al puerto del otro lado del estrecho, desembarcamos rápidamente en el extremo del muelle más largo y nos volvimos a comprobar que no nos siguiera nadie. Aún quedaban el ferry y los barcos de los muelles privados que los soldados no habían destrozado en su razia de hacia dos meses. Y, sin embargo, lo que veíamos costaba de creer, de modo que nos quedamos contemplando el espectáculo, estupefactos.
Ahí estaba nuestra isla, en llamas. Nuestra isla, incendiada, mientras el helicóptero iba soltando más y más bombas. Un frágil destello parpadeó entre las siluetas distantes de los edificios. Una bruma humeante había empezado a reemplazar las nubes. Meredith temblaba, abrazada a mí, y yo le pasé un brazo por los hombros.
Tras lo que pareció una eternidad, el helicóptero dio media vuelta y se marchó de nuevo hacia el norte. Al rato se convirtió en una mota diminuta y, finalmente, desapareció. Las olas batían contra los pilones del muelle. Gotitas de agua helada me salpicaban la cara, ya entumecida. Con todo, no logré distinguir a nadie en el puerto de la isla, ni a lo largo de la costa.
A lo mejor, a pesar del caos, los lugares más importantes habían salido indemnes. A lo mejor Nell y los demás estaban bien, y solo habíamos perdido un puñado de edificios vacíos.
Aunque también podía ser que fuéramos los únicos supervivientes del ataque.
Seguía sin entender nada. Entonces me di la vuelta y vi que el tipo que nos había llevado hasta allí se había marchado. A pesar de la neblina que me embotaba la cabeza, noté un acceso de rabia. Recogí la nevera del suelo y me dirigí hacia el puerto.
—¡Eh! —grité al llegar a la zona de carga, junto a los muelles—. ¡Eh, el de la lancha!
La puerta de la oficina del puerto se abrió y nuestro salvador salió de dentro. Se había quitado la capucha, bajo la que vi una cara estrecha y una cabeza rapada. Tenía los labios agrietados y los ojos azules, y parpadeaba con expresión nerviosa. No debía de tener mucho más de veinte años. Me pregunté si tendría mucha más autoridad que nosotros.
—¿Qué está pasando aquí? —le pregunté—. ¿Cómo sabías que venía el helicóptero y lo que iba a hacer?
—He intentado llegar antes —dijo—. De veras que lo he intentado. Pero la nieve… Las carreteras estaban imposibles. Y luego he tenido que encontrar las llaves de una de las lanchas.
Los demás llegaron tras de mí.
—¿Quién eres? —le preguntó Leo.
—Me llamo Rowls —respondió el chico, con una mueca—. Tobias Rowls.
—Así pues, has llegado hasta aquí en coche —dije—. ¿Desde dónde? ¿Y cómo sabías que iba a venir el helicóptero?
Gav pasó junto a Tobias y se acercó a la oficina. De pronto se quedó helado.
—¿Has llegado hasta aquí con eso? —preguntó.
Tobias se volvió de golpe, pero Gav ya había empezado a caminar hacia un vehículo que estaba aparcado junto al edificio. Era una mezcla entre un cuatro por cuatro y una furgoneta de reparto, un vehículo cuadrado y anguloso. Y estaba cubierto de manchas de camuflaje. Se me cayó el alma a los pies.
—Eres un soldado —dijo Gav, que se había vuelto hacia Tobias—. Eres uno de ellos.
Tobias soltó una carcajada seca y amarga.
—Si supieras lo que pasa, no dirías eso.
—¿Y por qué no nos cuentas lo que ha pasado? —le solté.
Se hizo el silencio hasta que Tessa, con voz algo más dulce, dijo:
—Acabamos de ver cómo destruían nuestra casa. ¿Ni siquiera nos vas a contar por qué?
—No tenéis ni idea de lo que han sido estos últimos meses —dijo Tobias, que apartó la mirada y se mordió el labio—. Tenemos una base a un par de horas al norte.
—Yo creía que ya no quedaba ninguna base militar en la provincia —intervino Gav.
—No es oficial —contestó Tobias—. Se supone que ha estado inactiva desde hace décadas, pero el Gobierno reubicó un contingente tras los ataques del 11-S. Por lo menos eso fue lo que nos dijeron los altos mandos. Éramos dieciocho, pero algunos contrajeron el virus, el comandante enfermó y muchos huyeron. A mí y a un par de soldados más nos pareció que estaríamos más seguros si nos quedábamos allí escondidos hasta que el virus estuviera bajo control. Había raciones de sobra y mucha gasolina para el generador. No nos faltaría de nada.
—Me alegro por vosotros —dijo Gav.
Tobias dio un respingo, pero siguió hablando.
—Pensábamos que iba a ser solo por unas semanas, pero las noticias no hacían más que empeorar. Los otros dos se empezaron a poner nerviosos. No querían salir del recinto, pues temían enfermar, pero tampoco soportaban estar siempre encerrados. Empezaron a salir de vez en cuando y a hacer prácticas de tiro a través de la verja: pájaros, ciervos, árboles. Entonces, hace dos días, llegó un tipo gritando y pidiendo ayuda. No tengo ni idea de cómo llegó hasta allí, pero el tipo empezó a decirnos que acababa de marcharse de una isla horrible donde había empezado todo, que había contraído el virus y que lo habían amenazado con pegarle un tiro si no se marchaba.
Tobias hizo una pausa y nos dirigió una mirada acusadora.
—En la isla no tiroteábamos a nadie —dije—. Debía de ser uno de los… Había un grupo que se dedicaba a matar a todo aquel que presentaba los síntomas. El tipo debía formar parte de ese grupo.
Qué tonto. Si hubiera ido al hospital, habrían hecho lo que hubieran podido por él. Pero el tío debió de pensar que si se enteraban que había formado parte de la banda lo rechazarían.
—Bueno, pues huir no le sirvió de nada —dijo Tobias—. Terminaron disparando igual sobre él. Tosía, estornudaba y gritaba sin parar, no lo podíamos dejar entrar de ninguna manera. Moore se lo cargó con su rifle, como si formara parte de la práctica de tiro. Y, entonces, él y Donetelli empezaron a hablar de vuestra isla: no podían creer que el lugar donde había empezado todo estuviera tan cerca, y al cabo de un rato estaban como motos. Decían que, si la gente se hubiera quedado en la isla, a los demás no nos habría pasado nada, y que se merecían una visita del helicóptero y unos cuantos misiles. Prácticas de tiro a lo bestia.
—En la isla había niños —dijo Gav—. Y personas mayores que no habrían podido salir de casa ni queriendo. Nosotros solo intentábamos seguir tirando, como todo el mundo.
—Ya lo sé —replicó Tobias, que parecía abatido—. Yo no estaba en el maldito helicóptero, ¿verdad? Después de oírles hablar, cogí uno de los camiones y vine tan rápido como pude. No pensaba que fueran a hacerlo de inmediato. Tenía la esperanza de que se calmaran un poco y se olvidaran del tema, pero debieron de darse cuenta de que había desaparecido y decidieron que iban a llegar antes que yo. Y casi lo consiguen.
—Sabías lo que tramaban y te marchaste —dijo Leo—. Ni siquiera intentaste quitárselo de la cabeza —añadió. Y no era una pregunta.
—Ni siquiera me habrían escuchado —aseguró Tobias—. Nunca lo hacían. Son… En serio, no sabéis lo que era eso.
—Lo que sí sabemos es que alguien acaba de bombardear nuestra isla —repliqué yo—. ¿No podrías haber protestado?
Tobias se encorvó.
—Escuchad —dijo—: lo he arriesgado todo viniendo hasta aquí. ¿Creéis que ahora me van a dejar volver a la base? He hecho lo que he podido…
Meredith se retorció junto a mí.
—Kae —dijo—, ¿qué haremos ahora? ¿Volveremos a la isla? ¿Y si vuelve el helicóptero?
—Naturalmente que vamos a volver —contestó Gav—. Si ha habido supervivientes, necesitarán nuestra ayuda.
Miré al otro lado del estrecho y, a continuación, bajé los ojos hasta la neverita. Todos los músculos de mi cuerpo se rebelaron ante la idea de regresar a la isla con la vacuna. Habíamos sido incapaces de anticipar aquel ataque; ¿qué otras cosas que no hubiéramos previsto nos depararía el futuro? De repente, volver a la isla me parecía un riesgo mucho mayor que haberla abandonado.
—Tú ve —dije—, yo no puedo. Podríamos haber perdido la vacuna. Tengo que encontrar a alguien capaz de fabricarla mientras aún estemos a tiempo.
—¿Y qué propones? ¿Que los abandonemos? —preguntó Gav, haciendo un gesto hacia la isla.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Yo quiero que estén bien, por supuesto que sí. Pero no soy ningún superhéroe, Gav. ¿Qué puedo hacer yo que no sean capaces de solucionar por sí mismos? Cualquiera que esté bien sabrá dónde encontrar comida y dónde buscar cobijo. Y a los que no estén bien no los puedo ayudar de todos modos.
—Es verdad —dijo Tessa—. No somos médicos.
—Lo que sí puedo hacer, en cambio, es esto —añadí, y puse una mano encima de la neverita—. Lo tengo que hacer.
—Pero no podemos ir a ninguna parte sin reservas y sin un coche —protestó Gav.
—Lo sé —dije.
Era posible que el cuatro por cuatro hubiera volado por los aires, pero, aunque ese no fuera el caso, sentía que no podía volver a poner los pies en la isla, ni siquiera por unos minutos: sabía que en cuanto viera los destrozos lo más probable era que no pudiera volver a marcharme.
—A lo mejor podría coger la lancha. El río San Lorenzo me llevaría hasta allí…
—Te congelarías. ¿Y qué pasaría si hubiera una tormenta? Kae… —empezó a decir Gav, pero entonces se calló y se me quedó mirando—. No vas a escuchar nada de lo que diga, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—No. A menos que tenga algo que ver con llevar estas muestras a Ottawa.
Gav soltó un bufido y su mirada se posó en la furgoneta de Tobias. Entonces se volvió abruptamente.
—Dame las llaves.
—¿Qué? —preguntó Tobias.
—Las llaves de la furgoneta. Quiero ir a echar un vistazo.
Le tendió la mano. Tobias parpadeó y, finalmente, aunque se notaba que no las tenía todas consigo, le entregó un llavero. Los demás vimos cómo Gav se acercaba al vehículo y abría la parte trasera. Subió y el suelo metálico crujió bajo sus botas. Aquel sonido sacó a Tobias de su estupor.
—¡Eh! —exclamó, y empezó a andar hacia el coche—. ¡Eso es mío!
Gav sacó la cabeza por la puerta.
—Estás bastante bien equipado —dijo—. Una tienda, sacos de dormir, un montón de comida…
—Como he dicho, no me van a dejar volver a la base. De alguna forma tengo que salir adelante.
—He aquí otro motivo por el que no has llegado antes —le soltó Gav—. Estabas demasiado ocupado llenando la furgoneta antes de marcharte.
Tobias se ruborizó. Gav bajó del vehículo y cerró la puerta de golpe.
—Te propongo un trato —dijo con voz tensa—: si nos llevas a mí y a Kaelyn a Ottawa y nos traes de vuelta en cuanto hayamos terminado, estaremos en paz.
—¿En serio tenéis una vacuna? —me preguntó Tobias—. ¿Podemos librarnos del virus para siempre?
—Creo que sí —contesté yo, y empecé a concebir esperanzas—. Si nos echas una mano…
Tobias, al que observaban cinco pares de ojos, bajó la cabeza.
—Vale —repuso al cabo de un momento—. De acuerdo. La verdad es que tampoco tengo otros planes.
—¿Yo voy también? —preguntó Meredith, tirándome del brazo.
Se me revolvió el estómago. No quería llevarla a ningún lugar que no supiera que iba a ser seguro, pero es que la isla tampoco lo era. Los del helicóptero podían volver en cualquier momento para hacer una segunda pasada; bastante suerte habíamos tenido de poder librarnos una vez.
—Deberíamos acompañaros todos —dijo Tessa con voz firme—. Es evidente que quedarse en la isla es un peligro para cualquiera. Además, estoy segura de que encontraremos más comida por el camino. Lo mejor que podemos hacer en este momento es llevar la vacuna a la persona apropiada. Cuantos más seamos, antes lograremos encontrar a alguien que nos pueda ayudar en cuanto lleguemos a la ciudad, ¿no?
Al cabo de unos segundos, Leo asintió con la cabeza.
—¡Yo también quiero ayudar! —exclamó Meredith.
Tobias se encogió de hombros, como si a él le diera lo mismo. Yo me quedé sorprendida, no me esperaba aquella muestra unánime de apoyo. Tessa me dirigió una sonrisa.
Me invadió una oleada de gratitud. Sí, si seguíamos juntos, nos podríamos proteger mejor. Cuantos más fuéramos, menor sería el peligro. Antes nunca les habría pedido que corrieran ese riesgo, pero tal como estaban las cosas en la isla, aquello me parecía lo correcto.
Íbamos a salir adelante juntos, como habíamos hecho tantas veces antes.