Capítulo XIV

Eugenia fue lentamente desde el jardín hacia la sala. Contra su costumbre aquella vez no pasó ya por el corredor; pero no dejó por eso de encontrar el recuerdo de su primo en aquel viejo salón gris, sobre cuya chimenea se veía aún cierto platito que Eugenia seguía utilizando todas las mañanas para el desayuno. Así como un azucarero de vieja porcelana de Sèvres. Aquella mañana debía ser solemne y llena de acontecimientos. Nanón le anunció la visita del rector de la parroquia. Era un sacerdote pariente de los Cruchot que, naturalmente, favorecía los intereses del presidente de Bonfons.

Hacía pocos días que el viejo padre Cruchot le había inducido a hablar a la señorita Grandet, desde un punto de vista puramente religioso, claro está, de la obligación en que se hallaba de contraer matrimonio. Al ver a su pastor, Eugenia creyó que venía a recoger los mil francos que le entregaba cada mes para socorrer a los pobres, y dijo a Nanón que fuera a buscárselos; pero el sacerdote se puso a sonreír.

—Hoy vengo a hablarle a usted de una pobre muchacha que inspira a todo Saumur el más vivo interés, y que, por falta de caridad, para consigo misma, no vive cristianamente.

—¡Dios mío, qué coincidencia, señor cura! Me coge usted en un momento en que estoy tan preocupada de mí que me sería imposible pensar en el prójimo. Me siento desgraciada y no tengo más refugio que la iglesia; su seno es lo bastante generoso para contener todos nuestros dolores y sus sentimientos lo bastante fecundos para que no lleguemos a agotarlos con nuestra sed de consuelo.

—Tranquilícese usted, señorita; al ocuparnos de esa muchacha no haremos más que ocuparnos de usted. Escúcheme: si quiere usted salvarse no tiene más que dos caminos: o abandonar el mundo o someterse a sus leyes; obedecer a su destino terrestre o a su destino celeste.

—¡Bendito sea Dios! Viene usted a hablarme en el preciso momento en que yo necesitaba consejo. Sí, sí; voy a despedirme del mundo y ponerme a vivir en el silencio y en el retiro.

—Mucho debe usted reflexionar antes de tomar esta violenta resolución. El matrimonio es una vida; el claustro es una muerte.

—Pues, ¡la muerte, la muerte y cuanto antes mejor, señor cura! —exclamó ella con una viveza alarmante.

—¿La muerte? Tiene usted grandes obligaciones que cumplir respecto a la sociedad, señorita. ¿No es usted la madre de los pobres que les surte de vestidos, les procura leña en invierno y trabajo en verano? Su gran fortuna es como un préstamo que se tiene que devolver y usted así lo ha comprendido. En su caso, enterrarse en un convento sería un acto de egoísmo, y no debe tampoco quedarse soltera. ¿Cómo va usted sola a gobernar su inmenso patrimonio? Quizá acabaría por perderlo. Sin darse cuenta se hallaría enzarzada en mil pleitos y en mil dificultades. Crea usted a su pastor; necesita usted un marido que la ayude a conservar lo que Dios le ha dado. Le hablo a usted como a una oveja predilecta. Ama usted a Dios con demasiada sinceridad para que no pueda lograr su salvación en este mundo del que es usted uno de los más delicados adornos y al que da usted tan santos ejemplos.

En aquel momento se hizo anunciar la señora Grassins. Venía impulsada por un deseo de venganza y por una gran desesperación.

—¡Señorita…! —dijo ella—. ¡Ah, perdone, señor cura…! Venía a hablar de negocios y veo que están ustedes de conferencia.

—Señora —dijo el cura—, le dejo a usted el campo libre.

—¡Oh, señor cura! —dijo Eugenia—. Vuelva usted dentro de un rato; necesito de su apoyo y de sus consejos.

—¡Sí, hija mía, sí! —dijo la señora de Grassins.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntaron a la vez la señorita Grandet y el rector.

—Me acabo de enterar de la vuelta de su primo y de su boda con la señorita de Aubrion. Una mujer lista no necesita más para estar al cabo de la calle.

Eugenia se ruborizó y se quedó muda; pero resolvió adoptar el continente apacible que había sabido adoptar su padre.

—Pues, señora —replicó con ironía—, yo debo de ser tonta porque confieso que no entiendo ni jota. Explique, explique usted delante del señor cura; usted ya sabe que es mi director.

—Aquí tiene usted, señorita, lo que Grassins me escribe. Lea usted. Eugenia leyó la carta siguiente:

Querida esposa:

Carlos Grandet ha llegado de las Indias y está en París desde hace un mes…

«¡Un mes!, se dijo Eugenia, dejando caer la mano. Después de una pausa, prosiguió la lectura».

… He tenido que hacer dos veces antesala antes de poder entrevistarme con ese futuro conde de Aubrion. Aunque todo París habla de su boda, están ya promulgadas todas las amonestaciones…

«¿De modo que me ha escrito en el momento que…?», se dijo Eugenia.

No terminó la frase como la habría terminado una parisiense, no exclamó: «¡El sinvergüenza!». Pero no por quedar inexpresado su desprecio fue menos completo.

… Este matrimonio aún no está hecho; el marqués de Aubrion no dará a su hija al hijo de un quebrado. Fui a comunicarle el afán con que su tío y yo habíamos trabajado para arreglar las asuntos de su padre y mediante qué hábiles maniobras habíamos conseguido mantener quietos a los acreedores hasta la fecha. Pues, ¿no ha tenido, ese mequetrefe, el desahogo de contestarme a mí, que durante cinco años no he parado de consagrarme a la defensa de su honor y de sus intereses, que los negocios de su padre no eran sus negocios? Un liquidador jurado podría reclamarle en justicia treinta o cuarenta mil francos de honorarios, el uno por ciento sobre la suma de los créditos. ¡Paciencia! Se deben legítimamente un millón doscientos mil francos a los acreedores y yo voy a proponerte, sin más rodeos, la declaración de quiebra de su padre.

A él le metí en este asunto confiando en la palabra del viejo tiburón de Grandet, solté promesas en nombre de la familia. Si al señor conde de Aubrion su honor le importa poco, el mío, me importa mucho, De modo que voy a explicar mi posición a los acreedores. No obstante, respeto demasiado a la señorita Eugenia, que en tiempos mejores pensarnos en tener por nuera para obrar sin que le hayas hablado antes de este asunto…

Al llegar a este punto, Eugenia devolvió fríamente la carta sin acabarla de leer.

—Muchas gracias —dijo a la señora de Grassins—; ya veremos

—En este momento, tiene usted la mismísima voz que su padre —observó la señora de Grassins.

—Señora, nos debe usted ocho mil francos en oro —le dijo Nanón.

—Es verdad; hágame el favor de venir conmigo, señora Cornoiller.

—Señor cura —dijo Eugenia, con la noble sangre fría que le inspiró la idea que iba a expresar—; ¿sería pecado que permaneciese virgen dentro del matrimonio?

—Es éste un caso de conciencia cuya solución desconozco. Si quiere usted saber lo que opina sobre tal punto el célebre Sánchez en su Somme de Matrimonio se lo diré a usted mañana.

El cura se retiró. Subió Eugenia al gabinete de su padre en el que pasó todo el día, negándose a bajar para la comida a pesar de los ruegos de Nanón. No apareció en la sala hasta la noche cuando llegaron los contertulios habituales. Nunca se reunió tanta gente como aquella velada en el salón de los Grandet. La noticia de la vuelta de Carlos y de su estúpida traición se había difundido por todos los ámbitos de la ciudad. Pero por más que aguzaron ojos y oídos, la curiosidad de los invitados no quedó satisfecha. Eugenia, que estaba preparada, no dejó que apareciese en su rostro ninguna de las crueles emociones que la agitaban. Supo contestar con cara risueña a los que querían manifestarle su simpatía mediante sus miradas o frases melancólicas. Cubrió bajo los velos de la cortesía su inmensa desgracia. Cuando a eso de las nueve terminaron las partidas y los jugadores se separaban de las mesas, se liquidaban las apuestas, se discutían las últimas jugadas y se iniciaban las despedidas, se produjo un hecho sensacional que repercutió en todo Saumur, en su término municipal y en las cuatro prefecturas limítrofes.

—Tenga la bondad de quedarse, señor presidente —dijo Eugenia al señor de Bonfons viéndole recoger su bastón.

Al escuchar aquellas palabras no hubo en aquella ocurrencia una sola persona que no se estremeciese. El presidente palideció y tuvo que sentarse.

—El presidente se «alza con el santo y la limosna»[83] —dijo la señorita de Gribeaucourt.

—Está más claro que el agua, el presidente de Bonfons se casa con la señorita Grandet —exclamó la señora de Arsonval.

—La mejor jugada de la noche —murmuró el cura.

—Un buen schleem —dijo el notario.

Cada cual soltó su frase o su chiste; todos veían a la heredera encima del pedestal de sus millones. El drama que se había iniciado hacía ocho años llegaba a su desenlace. Invitar a quedarse al presidente, ante la nata y flor de Saumur, ¿no equivalía a anunciar que quería otorgarle su mano? En las ciudades pequeñas, las convenciones tienen tanta fuerza que una infracción de semejante naturaleza representa una promesa solemne.

—Señor presidente —le dijo Eugenia, con voz conmovida, en cuanto se quedaron solos—, sé qué es lo que le agrada en mí. Júreme que me dejará libre durante toda la vida, que no me reclamará ninguno de los derechos que el matrimonio normal le otorgaría, y no tendré inconveniente en ser su esposa. ¡Oh —continuó al ver que el presidente se ponía de rodillas— aún no he acabado! No debo engañarle a usted caballero. Llevo en el alma un sentimiento inextinguible. De modo que a mi esposo no puedo ofrecerle más que una leal amistad; no quiero ofenderlo ni quiero tampoco rebelarme contra las leyes de mi corazón. Yo no ofenderé ni contraveniré las leyes de mi corazón. Pero usted no poseerá mi mano ni mi fortuna más que a costa de una enorme favor.

—Estoy dispuestos a todo —dijo el presidente.

—Pues bien, señor presidente: aquí tiene usted un millón quinientos mil francos —dijo extrayendo de su pecho un resguardo de cien acciones del Banco de Francia—; salga usted para París, no mañana, ni siquiera esta noche, sino ahora mismo. Preséntese en casa del señor de Grassins, obtenga de él los nombres de todos los acreedores de mi tío, convóquelos, pague todo cuanto deba su herencia, capital e intereses al cinco por ciento desde la fecha de la deuda hasta el reembolso; en una palabra, ocúpese de obtener un finiquito general en debida forma. Usted es magistrado y a usted y sólo a usted me confío en este asunto. Es usted un hombre leal y un caballero; tengo su palabra de honor y estoy dispuesta a desafiar los riesgos de la vida al amparo de su nombre. Nos trataremos con recíproca indulgencia. Hace ya años que nos conocemos; somos casi parientes; espero que no querrá hacerme desgraciada.

El presidente, palpitante de alegría y de zozobra, cayó de hinojos ante la rica heredera.

—¡Seré su esclavo! —le dijo.

—Cuando tenga usted el recibo, caballero —continuó ella, lanzándole una fría mirada—, se lo lleva usted, con todos los títulos, a mi primo Grandet y, al mismo tiempo le entrega esta carta. Y cuando usted vuelva, cumpliré mi palabra.

El presidente comprendió que sólo un despecho amoroso dictaba la resolución de Eugenia; por eso se apresuró a cumplir sus órdenes, con la mayor diligencia, para no dar espacio a la reconciliación de los dos jóvenes.

Cuando hubo partido el señor de Bonfons, Eugenia se desplomó en un sillón y rompió a llorar. Todo estaba consumado. El presidente tomó la posta y llegaba a París la noche siguiente. Al otro día, personóse en casa de Grassins. Convocó a los acreedores en el despacho del notario en que se hallaban depositados los títulos y ni uno faltó a la cita, Por más que se tratase de acreedores que hay que hacerles justicia: fueron puntuales. Entonces, el presidente de Bonfons, en nombre de la señorita Grandet, les pagó el capital y los intereses que se les adeudaban. El pago de tales intereses constituyó una fecha memorable en los anales del comercio parisiense. Cuando se protocolizó el recibo y Grassins, en pago de sus gestiones, percibió la suma de cincuenta mil francos que le había asignado Eugenia, el presidente se dirigió al palacio de Aubrion; al llegar encontróse a Carlos que entraba en sus habitaciones abrumado por los reproches de su suegro que acababa de decirle que no se casaría con su hija hasta que hubiese pagado todas las deudas de Guillermo Grandet.

El presidente empezó por entregarle la siguiente carta:

Estimado primo:

El señor presidente de Bonfons ha tenido la bondad de encargarse de entregarle el acta de finiquito de todas las sumas adeudadas por mi tío y otro documento en que yo declaro haberlas recibido de usted. Me han hablarlo de quiebra y creo que el hijo de uno que ha quebrado no se le permitirá casarse con la señorita d'Aubrion. Sí, primo mío ha juzgado usted bien mi modo de ser y mis maneras. Yo no tengo mundología, ni entiendo sus cálculos, ni sus costumbres, y no podría, por lo tanto, proporcionarle los placeres que encontrará usted en él. Sea usted, pues, feliz sujetándose a las conveniencias sociales, por las cuales sacrifica nuestros primeros amores. Para hacer su dicha completa, yo no puedo ofrecerle más que el honor de su padre.

Adiós. Cuente usted siempre con la fiel amistad de su prima,

EUGENIA

El presidente sonrió al oír la exclamación que se escapó de los labios de aquel ambicioso al recibir el acta auténtica del finiquito.

—Nos vamos a anunciar recíprocamente nuestras bodas —le dijo.

—¿Se casa usted con Eugenia? Pues, mire usted me alegro; es una buena chica. Pero, escúcheme —agregó, herido repentinamente por una idea luminosa—, ¿eso quiere decir que es rica?

—Tenía —contestó el presidente con socarronería—, cerca de diecinueve millones, hace sólo cuatro días; hoy sólo tiene diecisiete.

Carlos miró al magistrado con expresión de atontamiento.

—Diecisiete… mil…

—Diecisiete millones, sí, señor. Entre la señorita Grandet y yo reunimos cincuenta.

—¡Querido primo —dijo Carlos recobrando un poquito de aplomo—, podremos ayudarnos mutuamente!

—Desde luego —contestó el presidente—. Le traigo, además, esta cajita que debo entregarle personalmente —agregó, depositando sobre una mesa el necessaire.

—¡Por Dios, amigo mío! —dijo la señora marquesa de Aubrion entrando sin fijarse en Cruchot—, no se preocupe usted lo más mínimo por lo que le acaba de decir ese pobre señor de Aubrion. La duquesa de Chaulieu le ha devanado los sesos. Le repito a usted que no hay nada que se oponga a su casamiento…

—Nada, en efecto —contestó Carlos—. Ayer se pagaron los tres millones que debía mi padre.

—¿En dinero contante? —dijo ella.

—Sí, señora íntegramente capital e intereses, y voy a rehabilitar la memoria de mi padre.

—¡Qué majadería! —exclamó la suegra—. ¿Quién es este señor? —preguntó al oído de su yerno al darse cuenta de Cruchot.

—Mi agente de negocios —le contestó él en voz baja. La marquesa saludó desdeñosamente a Bonfons y salió.

—Ya nos empujamos —dijo el presidente, tomando su sombrero—. Adiós, querido primo.

—Esa cacatúa de Saumur se burla de mí. Me dan ganas de meterle diez pulgadas de hierro en el vientre.

El presidente ya estaba en la escalera. Tres días después, de nuevo en Saumur, el presidente de Bonfons anunció su matrimonio con Eugenia. Seis meses después, le nombraban consejero en el tribunal real de Angers. Antes de salir de Saumur, Eugenia mandó fundir el oro de las joyas que durante tiempo conservó como reliquias, y con los ocho mil francos de su primo los dedicó a una custodia de oro que regaló a la parroquia en que tanto había rogado por él. Aunque instalada en Angers hizo frecuentes visitas a Saumur. Su marido, que dio muestras de abnegación en una determinada coyuntura política, obtuvo el cargo de presidente de sala, y, por fin, unos años después, el de presidente de Audiencia. Esperaba con ansia las elecciones para lograr un puesto en la Cámara. Ambicionaba ya el título de par de Francia y entonces…

—Entonces, será primo del rey, ¿verdad? —decía Nanón, la señora Cornoiller, burguesa de Saumur, a la que su dueña explicaba las grandezas que esperaban a su marido.

Pero estaba escrito que el presidente de Bonfons (que había suprimido ya sin contemplaciones el Cruchot) no llegaría a realizar ninguna de sus ambiciosas ideas. Murió ocho días después de ser nombrado diputado por Saumur. Dios que todo lo ve y que jamás yerra el golpe, le castigaba, sin duda por sus cálculos y por el exceso de habilidad con que había redactado sus capítulos matrimoniales en que los contrayentes, para el caso de que muriesen sin hijos, se donaban la universalidad de sus bienes muebles e inmuebles, sin excepción ni reservas, dispensándose de la formalidad de inventario, sin que la omisión pudiese ser opuesta a sus herederos o causa-habienes, entendiéndose que dicha donación es, etcétera. Esta cláusula puede explicar el profundo respetó que manifestó el presidente ante la voluntad y ante la soledad de la señora de Bonfons. Las mujeres citaban al señor presidente de la Audiencia como modelo de hombres delicados, le compadecían y hasta llegaban a menudo a criticar a Eugenia como saben hacerlo las mujeres, es decir, con mil crueles miramientos, porque se entregaba tan por entero a su dolor.

—Muy enferma debe de estar la señora de Bonfons para dejar tan solo a su marido. ¿Tardará en casarse? ¿Qué es lo que tiene, gastritis o cáncer? ¿Por qué no consultará a los médicos? De un tiempo a esta parte tiene mal color; debería consultar a las celebridades de París. ¿Se explica usted que no desee tener hijos? Dicen que quiere mucho a su marido; con su posición, no se sabe qué espera para darle un heredero. Es simplemente horroroso. Y si, al fin y al cabo, resultase que obedece a un capricho, merecería un castigo… ¡Pobre presidente!

Dotada del tacto de los solitarios que se afina en el ejercicio de una meditación interminable y de su vista exquisita capaz de seguir las más sutiles trayectorias, Eugenia adivinaba que el presidente deseaba su muerte para entrar en posesión de aquella colosal fortuna, aumentada aún por las sucesiones de su tío el notario y de su tío el cura, a los que Dios quiso llamar a su seno. A la pobre reclusa el presidente le daba lástima. La Providencia cuidó de vengarla de los cálculos innobles y de la infame indiferencia de aquel esposo que consideraba como una preciosa garantía la pasión sin esperanza que anidaba en el corazón de Eugenia. ¿Dar vida a un hijo no sería matar las esperanzas del egoísmo y agostar las flores de la ambición que brotaban en el yermo espíritu del magistrado? Dios se complugo[84], pues, en arrojar montones de oro a su prisionera que jamás sintió la codicia de poseerlo, que sólo aspiraba al cielo y bajaba los ojos a la tierra para socorrer a los menesterosos.

A los treinta y tres años quedó viuda la señora de Bonfons, viuda con ochocientas mil libras de renta, aún hermosa, pero como puede serlo una mujer que ya pasa de los cuarenta. Su rostro es blanco, reposado, tranquilo. Dulce y recatada en su voz; sencillez, en sus maneras y su porte. Reúne todas las majestades del dolor y la santidad de un cuerpo que no ha sido mancillado al contacto del mundo, a la tiesura de la solterona y a los hábitos mezquinos que inspira la provincia. A pesar de sus ochocientas mil libras de renta, vive como vivió antes la pobre Eugenia Grandet; no enciende el fuego de su cuarto hasta las fechas en que su padre le permitía encender la chimenea de la sala, y gobernó sus años mozos. Viste siempre como vestía su madre. La casa de Saumur, casa sin sol, sin calor, siempre sepultada en la sombra, melancólica, es la imagen de su vida. Acumula cuidadosamente sus rentas y hasta quizá pasaría por codiciosa si no desmintiese constantemente a los maldicientes con sus rasgos de largueza. Fundaciones piadosas, un hospicio para los ancianos, escuelas cristianas para los niños, una biblioteca pública pingüemente dotada, eran públicos testimonios de su noble generosidad. Las iglesias de Saumur le deben no pocas mejoras. La señora de Bonfons, a la que los burlones llaman señorita, inspira, en general, un religioso respeto. Aquel noble corazón, nacido solamente para la ternura, ha tenido que plegarse a los cálculos del interés humano. El dinero ha acabado por comunicar sus fríos reflejos a aquella vida celeste y por inspirar desconfianza, ante los sentimientos, a una mujer que toda ella no era más que sentimiento.

—Sólo tú me quieres —decía Eugenia a Nanón.

La mano de aquella mujer cura las heridas secretas de todas las familias. Eugenia camina hacia el cielo seguida de un cortejo de buenas obras. La grandeza de su alma disminuye las mezquindades de su educación y de su vida primera. Y ésta es la historia de una mujer que no es de este mundo, aunque en este mundo esté prisionera, de una mujer que, magníficamente dotada para ser esposa y madre, no tiene marido ni hijos, ni familia. Hace unos días que se habla de un nuevo partido para Eugenia. La gente de Saumur baraja su nombre con el del marqués de Froidfond, cuya familia empieza a poner cerco a la riquísima viuda, como hicieron años antes los Cruchot. Nanón y Cornoiller se dice que favorecen las pretensiones del marqués; pero se equivocan de medio a medio. Ni la gran Nanón ni Cornoiller tienen bastante cabeza para comprender las corrupciones del mundo.

París, septiembre de 1883.

FIN DE EUGENIA GRANDET