Capítulo XIII

Mientras tales cosas ocurrían en Saumur, Carlos hacía fortuna en las Indias. Empezó por vender muy bien su pacotilla. Hallóse en seguida con un capital de seis mil dólares. Atravesar la línea ecuatorial le libró de no pocos prejuicios; pronto se dio cuenta que en los países tropicales, como en Europa, lo que más daba era la compra venta de hombres. Fue, pues, a las costas de África y se dedicó a la trata de negros; combinó el comercio de las personas con el de mercancías más fáciles de colocar en los diversos mercados a que le conducían sus intereses. Los negocios le absorbían de tal modo que no le quedaba tiempo para nada más. Le dominaba el deseo de reaparecer en París entre los esplendores de una brillante fortuna y de ocupar una posición aún más elevada que la que había tenido.

A fuerza de tratar con gentes de toda calaña en los países más diversos, tornóse escéptico. No tuvo ya criterio fijo para distinguir lo justo de lo injusto, harto de ver que en un sitio se tenía por crimen lo que en otro era celebrado como virtud. El perpetuo contacto con los intereses, le enfrió el corazón. La sangre de los Grandet no desmintió sus tendencias y Carlos fue un hombre duro y codicioso. Vendió chinos, negros, nidos de golondrinas, niños, artistas; practicó la usura en gran escala. La costumbre de estafar los derechos de la aduana, le llevó a respetar menos los del hombre. Hacía viajes a Santo Tomás para comprar a precio vil las mercancías robadas por los piratas y las transportaba a las plazas en que escaseaban. La pura y roble figura de Eugenia le acompañó en su primera travesía, como la imagen de la Virgen acompaña a los marinos españoles a bordo de sus bajeles; a ella, a su mágica influencia, a la eficacia de las oraciones y de los votos atribuyó sus primeros éxitos. Mas pronto, las negras, las mulatas, las blancas, las javanesas, las egipcias, a través de una serie de orgías y aventuras de todos los colores, borraron enteramente el recuerdo de su prima, el de Saumur, el de la casa, el del banco de madera, el del beso en el corredor. Sólo recordaba el jardincillo rodeado de muros, porque era en él donde había empezado su azaroso destino; pero renegaba de su familia; su tío no era más que un viejo bandido que le había escamoteado las joyas. Eugenia no entraba en su corazón ni en sus pensamientos; sólo ocupaba una línea en su contabilidad como acreedora de, seis mil francos.

Esta conducta y las ideas que inspiraban, explican el silencio de Carlos Grandet. En las Indias, en Santo Tomás, en la costa de África, en Lisboa, en los Estados Unidos, para no comprometer su nombre, usaba el de Sheperd. Carl Sheperd podía dar rienda suelta a sus ambiciones, ir y venir, audaz e infatigable, resuelto a hacer fortuna como fuese, con tal de que fuese de prisa; era el hombre que está impaciente por sacar partido de la infamia para poder presentarse como hombre honrado el resto de sus días. Y el sistema se mostró eficaz; en poco tiempo se hizo rico.

En 1827 regresaba ya a Burdeos a bordo del lindo bergantín María-Carolina, propiedad de una casa comercial monárquica. Poseía un millón novecientos mil francos, en tres toneles de oro en polvo, de los cuales contaba obtener en París, al convertirlos en moneda, a un siete o un ocho por ciento. En el mismo barco viajaba un gentilhombre de cámara de Su Majestad el rey Carlos X, llamado de Aubrion, anciano que había cometido la locura de casarse con una mujer elegante y que tenía toda la fortuna en las Antillas. Para restaurar sus arcas saqueadas por los derroches de la señora de Aubrion, el pobre viejo había ido allende los mares a venderse las fincas.

Los señores de Aubrion, de la casa de Aubrion de Buch, cuyo último capital murió antes de 1789, se hallaban reducidos a vivir de una renta de unas veinte mil libras y tenían una hija bastante feílla que pretendían casar sin dote. Empresa difícil, de éxito problemático, a juicio de la gente de mundo, a pesar de la habilidad que en tales negocios suelen desplegar las mujeres de moda. Y hay que confesar que la propia señora de Aubrion, que era del gremio, casi desesperaba de salirse con la suya casando a su hija con algún hombre acomodado, por muy sediento de nobleza que estuviese. La señorita de Aubrion era alta, delgada y estrecha, con una boca desdeñosa y sin gracia, sobre la que echaba sombra una nariz luenga, de punta gruesa amarillenta en su estado normal; pero completamente roja después de las comidas, y este fenómeno vegetal resultaba más desagradable en medio de aquel rostro pálido y aburrido que en cualquier otro. En una palabra, era tal y como podía desearla una madre de treinta y ocho años que todavía está de buen ver. Para contrarrestar tantos desastres, la marquesa de Aubrion había dado a su hija un aire muy distinguido, le había enseñado el arte de vestirse con gusto y el de lanzar esas miradas melancólicas que interesan a los hombres, obligándoles a pensar que al fin han dado con el ángel que buscaban en vano; le había instruido en la maniobra de adelantar el pie con tino para que se admirase su pequeñez, en el preciso momento en que la nariz le daba por encenderse; en fin, había sacado de su hija todo el partido posible. Por medio de unas mangas anchas, de unos corpiños falaces, de unos vestidos rozagantes y cuidadosamente adornados, había obtenido tales productos femeninos que hubiera debido exponerlos en un museo para ejemplo e ilustración de madres.

Carlos intimó con la señora de Aubrion que precisamente no deseaba otra cosa que intimar con él. Malas lenguas van hasta afirmar que durante la travesía, la bella marquesa no perdonó medio de captar la voluntad de un yerno tan rico. Lo cierto es que, en junio de 1827, los señores de Aubrion, su hija y Carlos se hospedaron en la misma hostería y salieron juntos para París. El palacio de Aubrion estaba acribillado de hipotecas y era Carlos quien tenía que redimirlas. La madre había hablado ya de lo que le gustaría ceder la planta baja a su yerno y a su hija. Como la marquesa no participaba de los rancios perjuicios del marqués sobre la nobleza, había prometido a Carlos Grandet que obtendría, del buen rey Carlos X, una ordenanza que le autorizaría a llevar el nombre de Aubrion, usar los blasones correspondientes e incluso a heredar el marquesado mediante la constitución de un mayorazgo de treinta y seis mil libras de renta. Si reunían las dos fortunas, vivían en buena armonía y se procuraban algunas sinecuras, alcanzarían una renta de más de cien mil libras.

«Y cuando se tienen cien mil libras de renta, un nombre, una familia, entrada en la corte (porque conseguiré que le nombren gentilhombre de cámara), uno llega a donde quiere» —le decía a Carlos—. «Dependerá sólo de usted el ser magistrado del Consejo de Estado, prefecto, secretario de embajada o embajador. Carlos X quiere mucho a Aubrion; se conocen desde la infancia».

Embriagado de ambición por aquella mujer que supo hablarle con simpatía durante el viaje, como si abriese el corazón a un amigo de toda la vida. Carlos no cesó de soñar en un porvenir de triunfos. Creía que tu tío había arreglado los asuntos de su padre y ya se imaginaba echando el ancla en el Faubourg Saint-Germain, en el que entonces quería entrar todo el mundo, y a la sombra de la nariz azulosa de la señorita Matilde, cubierto con el título de conde de Aubrion, causar la misma sensación que los Dreux cuando comparecieron en Bréze. Deslumbrado por la prosperidad de la Restauración, que cuando él se fue aparentaba flaqueza, sorprendido por el auge de las ideas aristocráticas, la embriaguez que sintió en el barco no sólo no se disipó sino que aumentó al encontrarse en París. Resolvió hacer todo lo imaginable por izarse a la encumbrada posición que su listísima suegra le había descrito. No hay que decir que su prima no era más que un punto en el espacio de aquella brillante perspectiva. Volvió a ver a Anita. Mujer de mundo, ésta le aconsejó vivamente que contrajese el matrimonio que se le brindaba, y le prometió su ayuda en todas sus empresas ambiciosas. ¿Qué más quería Anita que casar a Carlos con una muchacha fea y aburrida? El mozo había regresado de las Indias más seductor que nunca, su tez había cobrado color, sus modales eran resueltos y atrevidos como los de un hombre acostumbrado a mandar a dominar y a salir adelante. Cuando Carlos se dio cuenta de que podía desempeñar un papel, respiró a pleno pulmón el aire de París.

Grassins, enterado de su regreso, de su fortuna y de su próxima boda, fue a encontrarlo para hablarle de la suma de trescientos mil francos que bastaría para saldar las deudas de su padre. Encontró a Carlos de conferencia con el joyero a quien había encargado el aderezo para la señorita de Aubrion y que le estaba enseñando los diseños. Sin contar el valor de los magníficos brillantes que Carlos había traído de las Indias, las monturas, las joyas de menor cuantía, la platería de la nueva casa, alcanzaban el precio de doscientos mil francos. Recibió Carlos a Grassins, al que empezó por no reconocerlo, con la impertinencia del petimetre que en las Indias había matado a cuatro hombres en desafío. Era, además, la tercera vez que el señor de Grassins llamaba a la puerta. Carlos le escuchaba fríamente. Al fin, sin acabar de enterarse, le contestó:

—Los asuntos de mi padre no son los míos. Le agradezco a usted, caballero, el interés que se ha tomado y que me resulta del todo inútil. No he reunido un par de millones, con el sudor de mi frente, para venir a regalárselos a los acreedores de mi padre.

—¿Y si dentro de pocos días se encontraba usted con que el tribunal declaraba en quiebra a su padre?

—Caballero, dentro de pocos días me llamaré conde de Aubrion. La cosa, pues, me tendrá perfectamente sin cuidado. Además usted debe saber mejor que yo que cuando un hombre tiene cien mil libras de renta, su padre no ha podido en modo alguno haber quebrado —agregó, empujando amablemente al señor de Grassins hacia la puerta.

* * * *

A principios de agosto de aquel mismo año. Eugenia estaba sentada en el banquito de madera en que su primo le había jurado un amor eterno y al que venía a desayunarse cuando hacía buen tiempo. Entreteníase la pobre muchacha en repasar, bajo el cielo luminoso de una mañana fresca y alegre como ninguna, los acontecimientos grandes y pequeños de su amor y las catástrofes que le habían seguido. El sol acababa de alcanzar el ángulo de la pared en ruinas, tan lleno de grietas, que nadie, por un capricho de la señora, se le permitió tocar. Cornoiller repetía a menudo que algún día se desplomaría sobre alguien; pero la soñadora muchacha le tenía prohibido que lo tocase. En aquel momento llamó el cartero y entregó una carta a la señora y Cornoiller que compareció gritando en el jardín.

—¡Señorita, una carta!

Se la dio a su dueña, diciendo:

—¿Es la que usted espera? Aquellas palabras resonaron tan violentamente en el corazón de Eugenia, que de veras hicieron vibrar los muros del jardín y del patio.

—¡París…! Es de él. Ha vuelto. Palideció Eugenia y quedóse con la carta en la mano durante unos segundos. Estaba demasiado emocionada para poder rasgar el sobre y leerla.

Nanón se quedó ante ella, puesta en jarras, y la alegría parecía salir como una humareda por los poros de su rostro moreno y lleno de arrugas. ¡Léala usted señorita!

—¡Ah, Nanón!, ¿por qué habrá vuelto por París, si se fue por Saumur?

—Lea usted y lo sabrá. Temblando Eugenia abrió la carta. Cayo al suelo una carta a la casa Señora Grassins y Corret, de Saumur. Nanón la recogió.

Mi querida prima…

«Ya no soy Eugenia», pensó ella y se le encogió el corazón. «Usted»…

«¡Me trataba de tú!».

Leyó la carta que seguía así:

Mi querida prima:

Supongo que se enterará con gusto del éxito de mis empresas. Su ayuda me ha dado suerte; vuelvo rico, con lo que he seguido los consejos de mi tío, cuya muerte y la de mi tía me acaban de ser comunicadas por el señor de Grassins. Por ley natural, los padres tienen que morir antes que los hijos y a nosotros nos toca sucederlos. Espero que se haya consolado usted de tales pérdidas. Nada resiste a la acción del tiempo, desgraciadamente para mí ha pasado la edad de las ilusiones. Viajando bajo tantos cielos, ¿qué se va a hacer sino reflexionar sobre lo que es la vida? Cuando me fui no era más que un chiquillo; regreso hecho un hombre. Pienso en muchas cosas que antes ni siquiera me pasaban por la cabeza. Usted está libre querida prima, y yo también lo estoy todavía; nada hay, aparentemente, que se oponga a nuestros inocentes proyectos. Pero tengo un carácter demasiado franco, para callarle a usted la situación de mis asuntos. No he olvidado nuestras relaciones. Siempre he recordado a lo largo de mis interminables travesías el banquito de madera…

Eugenia se levantó como si hubiese estado sobre ascuas y fue a sentarse sobre un escalón del patio.

… del banquito de madera en que nos jurarnos amarnos eternamente; del corredor, de la sala gris, de mi buhardilla; y de la noche en que, llevado por su delicadeza, aumentó mis escasos miedos para acometer la nueva vida. Sí, estos recuerdos me han dado ánimos, y yo me dijo que si usted todavía piensa en mí como yo a menudo pensaba en usted a la hora que habíamos convenido. ¿Miró usted las nubes a las nueve? Estoy seguro de que sí, No quiero hacer traición a una amistad que tengo por sagrada; no debo engañarla a usted. Se trata en este momento, de una boda que satisface todas las ideas que me he formado de lo que debe ser la unión de un hombre y una mujer. El amor dentro del matrimonio es una quimera. Me he convencido de que uno debe obedecer a todas las leyes sociales y amoldarse a todas las convenciones que imperan en esta clase de asuntos. Por lo pronto, entre usted y yo existe un diferencia de edad que tal vez influirá más sobre su destino que sobre el mío. No quisiera hablarle ni de sus costumbres, ni de su educación, ni de sus inclinaciones tampoco en consonancia con la vida de París y que podían ser un impedimento para ulteriores proyectos. Pienso tener una gran casa, recibir a mucha gente, y me parece recordar que a usted le agradaba una vida retirada y apacible. Quiero llevar más allá mi franqueza y que sea usted el verdadero centro de mi situación; tiente derecho a conocerla para poder juzgarla.

Poseo actualmente ochenta mil libras de renta. Esta fortuna me permite entrar en la familia de Aubrion, cuya heredera, jovencita de 19 años, la señorita de Aubrion, me aporta en dote su nombre, su título, el cargo de gentilhombre de cámara de Su Majestad, y una, posición de las más brillantes que pude soñar. Le confesaré a usted, querida prima, que la señorita de Aubrion no me inspira cariño alguno; pero, casándome con ella, aseguro a mis hijos una situación social que, con el tiempo, les residirá ventaja; si las ideas monárquicas ganan terreno de día en día. De modo que, dentro de algunos años, Mi hijo, ya marqués de Aubrion, con un mayorazgo de cuarenta mil libras de renta, podrá aspirar a cualquier cargo por alto que sea. Nos debemos a nuestros hijos.

Ya ve usted, prima, con qué buena fe le estoy exponiendo a usted el estado de mi corazón, de mis esperanzas y de mi fortuna. Es posible también, que, después de siete años, de ausencia, se haya olvidado usted de nuestras niñadas; de mí sé decirle que no he olvidado su indulgencia ni sus palabras; las recuerdo todas hasta las pronunciadas con más ligereza y a las cuales un joven menos escrupuloso y menos probo[82] que yo no concedería la menor importancia. Al decirle a usted que, sólo pienso en contraer matrimonio de conveniencia y que recuerdo aún nuestros amoríos de niños, ¿no me someto a su opinión y la convierto a usted en árbitro de mi suerte? Le aseguro a usted que si tuviese que renunciar a mis ambiciones sociales, lo haría de buen grado, con la pura y sencilla felicidad que me ha ofrecido usted tantas veces y con tan conmovedoras imágenes…

—¡Tan ta ta. Tan ta ti! ¡Tan ta ta. Tun. Tun ta ti. Tin ta ta…! —cantó Carlos Grandet con la música del aria Non piu andrai, y firmó:

Su afectísimo primo,

CARLOS

«¡Rayos y truenos!, no se dirá que no hago las cosas con finura», se dijo.

Después había ido a buscar la carta y había añadido estos renglones:

P. S. Adjunto un giro sobre la casa Grassins, de ocho mil francos, a su orden y pagadero en oro; son el capital y los intereses de la suma que usted tuvo la bondad de prestarme. Espero que me llegue de Burdeos una caja en que hay varios objetos que va usted a permitir que le regale en prenda de mi eterno agradecimiento. Puede usted enviar por la diligencia mi «necessaire» al palacio Aubrion, calle Hillerin-Bertin.

—¡Por la diligencia! —exclamó Eugenia—. ¡Una cosa por la que yo hubiese dado mi vida!

Espantoso y completo desastre. El barco se iba a pique, sin dejar ni una mala cuerda, ni una tabla, sobre el vasto mar de las esperanzas. Mujeres hay que, al verse abandonadas van a arrancar a su amante de los brazos de su rival, le matan y huyen al otro extremo del mundo, para acabar en la tumba o en el patíbulo. Lo cual es bello sin duda; el móvil de semejante crimen es una pasión que impresiona a la justicia humana. Otras mujeres agachan la cabeza y sufren en silencio; dolientes y resignadas, derramando lágrimas y perdones, rumiando oraciones y recuerdos llegan a su último suspiro. Éste es el gran amor, el amor verdadero, el amor de los ángeles que viven orgulloso de su dolor y que por él muere. Y éste fue el sentimiento de Eugenia después de haber leído la horrible carta. Elevó al cielo su mirada, mientras recordaba las últimas palabras de su madre, que, como otras moribundas, antes de cerrar los ojos, había entrevisto el porvenir con extraña lucidez; luego, recordando aquella muerte y aquella visión profética, Eugenia abarcó, con un solo vistazo, todo su destino. No le quedaba más que desplegar las alas, dirigirse al cielo y vivir rezando hasta el día de su liberación.

—Mi madre tenía razón —dijo entre lágrimas—. Sufrir y morir.