Capítulo XII

Al día siguiente de esta muerte, Eugenia halló nuevos motivos para encariñarse con aquella casa en que había nacido, en que tanto había sufrido y en que su madre acababa de morir. No podía ver el sillón y la ventana de la sala sin derramar amargo llanto. Al verse tan afectuosamente cuidada y contemplada por su padre temió haberlo juzgado mal; le ofrecía el brazo para bajar al comedor; la miraba, con ojos casi bondadosos durante horas enteras; en una palabra, la rodeaba de mimos como si fuese de oro. El comportamiento del viejo tonelero resultaba tan insólito, temblaba de tal manera ante su hija, que Nanón y los cruchotistas, testigos de su debilidad, lo atribuyeron a su edad avanzada, y temieron un próximo descenso de sus facultades mentales; pero el día en que la familia se puso de luto, después de la comida ritual, a la que estuvo invitado maese Cruchot, único depositario del secreto de su cliente, el misterio de semejante cambio de conducta quedó cumplidamente aclarado.

—¡Mi querida hija! —dijo a Eugenia en cuanto se levantaron los manteles y se cerraron cuidadosamente las puertas—, como eres la heredera de tu madre, tú y yo tenemos que arreglar algunos asuntillos. ¿No digo bien, Cruchot?

—Así es.

—¿Realmente es indispensable que nos ocupemos hoy de tales cosas?

—Sí, hijita, sí. No puedo continuar en esta incertidumbre. Me figuro que no quieres mortificarme.

—¡Por Dios, padre…!

—Pues, entonces, conviene que lo arreglemos todo esta misma noche.

—¿Qué quiere usted que haga?

—Hijita, no soy yo quien lo sabe. Hable usted Cruchot.

—Señorita su padre de usted no quisiera dividir, ni vender sus bienes, ni tener que pagar una suma enorme en concepto de derechos por el dinero contante que pueda poseer. Para ello sería necesario poder abstenerse de tomar el inventario de la fortuna que hoy poseen por indiviso usted y su padre…

—Cruchot, ¿está usted completamente seguro de que es así? Quizá no es prudente hablar de este modo en presencia de una niña.

—Déjeme usted decir, Grandet.

—Sí, sí, desde luego; ni usted ni mi hija pretenden desposeerme. ¿Verdad, hija mía?

—Pero dígame, señor Cruchot, ¿qué es lo que tengo que hacer? —preguntó la hija, impacientada por aquel preámbulo.

—Pues mire —dijo el notario—, tendría usted que firmar esa acta por la que renunciaría a la sucesión de su señora madre y dejaría a su padre el usufructo de todos los bienes indivisos, y cuya propiedad le quedaría asegurada…

—No entiendo una palabra de todo eso que me dice —respondió Eugenia—; enséñeme usted el acta y dígame dónde tengo que firmar.

El tío Grandet miraba alternativamente el acta y a su hija, a su hija y el acta, y era tan violenta la emoción que experimentaba que tuvo que enjugar las gotas de sudor que resbalaban por su frente.

—Hijita —dijo—, en vez de firmar esa acta, que va a costar un pico de gastos de registro, yo creo que lo mejor sería, si tú quieres, que firmases una renuncia pura y simple a la herencia de tu pobre madre, que en gloria esté, y que fiases en mí para lo demás. Yo te asignaría una importante renta de cien francos al mes. Podrías pagar tantas misas como quisieras en sufragio de las personas que te interesas… ¿Eh, qué te parece? ¿Cien francos al mes, en libras?

—Haré lo que usted quiera, padre.

—Señorita —dijo el notario—, me considero en el deber de advertirle que de este modo se despoja usted…

—¡Qué más da, Dios mío! ¿Me importa a mí algo?

—¡Cállate, Cruchot! Lo dicho, dicho queda —exclamó Grandet tomando la mano de su hija y dándole palmaditas con la suya—. Eugenia, tú eres una chica honrada y no te volverás atrás, ¿eh?

—¡Claro que no, padre!

Grandet la besó con efusión y la apretó en sus brazos hasta casi ahogarla.

—Eres un ángel, nena, le das la vida a tu padre y eso que no haces más que devolverle lo que te dio; estamos en paz. Así es como deben tratarse los negocios. La vida es un negocio. ¡Yo te bendigo! Eres una muchacha de todas prendas y que quiere de veras a su papá. Y ahora haz lo que quieras. Hasta mañana, Cruchot —dijo, mirando al notario que aún no había vuelto de su asombro—. Ya cuidará usted de que nos preparen el acta de renuncia en la fiscalía del tribunal.

Al día siguiente, a eso de mediodía, se firmó la declaración en cuya virtud Eugenia se expoliaba a sí misma. El viejo, a pesar de la palabra empeñada, dejó terminar el año sin haber aún dado a su hija ni una sola de las prometidas mensualidades de cien francos. Cuando Eugenia, bromeando, se lo recordó, los colores le subieron a la cara; subió precipitadamente a su gabinete, volvió a bajar y le presentó la tercera parte aproximadamente de las joyas que había recibido de su sobrino.

—Toma, nena —le dijo con un acento impregnado de ironía—, ¿quieres esto en lugar de los mil doscientos francos?

—¡De veras, padre!, ¿me los da usted?

—El año que viene te daré otro tanto —le dijo, echándole en el delantal aquel puñadito de joyas de escaso valor—. De este modo, en poco tiempo, reunirás todos sus dijes y sus botones —añadió frotándose las manos, dichoso de poder especular sobre el sentimiento de su hija. Con todo, el viejo, no por falta de robustez, sino por previsión, creyó conveniente iniciar a su hija en los secretos del manejo doméstico. Durante dos años consecutivos, en su presencia, Eugenia sacó de la despensa las provisiones para el día y recibió las frutas que traían los colonos. Le enseñó, poco a poco, los nombres y las superficies de sus viñedos, de sus alquerías. A los tres años, la había adaptado tan bien a su avarienta manera de obrar, que su hija hacía las cosas como él y por puro hábito; pudo, pues, confiarle, sin temor, las llaves e instituirla ama de casa.

* * * *

Pasaron cinco años sin que acontecimiento alguno alterase la monótona existencia de Eugenia y de su padre. Se repetían los mismos actos con la seguridad cronométrica de los movimientos del viejo reloj que los presidía. Para nadie era un secreto la profunda melancolía de la señorita Grandet; pero si muchos pudieron presentir su causa, jamás una palabra de ella vino a corroborar las suposiciones que se hacían sobre el estado de su corazón, comidilla de todo Saumur. Su sola compañía eran los tres Cruchot y algunos de sus amigos que habían logrado introducir insensiblemente en casa de los Grandet. Le habían enseñado a jugar al whist[78] y cada noche comparecían a hacer la consabida partida. Hacia 1822, su padre, que sentía el peso de los años, se vio obligado a iniciarla en los secretos de su fortuna inmobiliaria, recomendándole que, en caso de dificultad, recurriese a Cruchot cuya probidad le era conocida.

A fines de aquel año, cuando había ya cumplido los ochenta y dos, el viejo tonelero sufrió un ataque de parálisis que tomó un cariz alarmante. El señor Bergerin le dio por perdido. Al pensar que pronto se iba a encontrar sola en el mundo, Eugenia, instintivamente, se arrimó más a su padre, como si quisiese reforzar aquel último lazo de afecto que le quedaba. Para ella, como para todas las mujeres de corazón, el amor era el compendio del mundo y Carlos estaba lejos. Su abnegación, junto a su padre enfermo, cuyas potencias se oscurecían de día en día, pero cuya avaricia, hecha instinto no menguaba, fue inmensa. Hay que decir también que la muerte de aquel hombre fue pareja a su vida. Desde la mañana, se hacía instalar entre la chimenea de su cuarto y la ventana de su gabinete, sin duda repleto de oro. Allí quedaba sin movimiento; pero sus ojillos miraban con ansiedad a cuantos se acercaban a la puerta forrada de hierro. Mandaba que le informasen del origen de cuantos rumores llegaban a sus oídos, por leves que fuesen y, para pasmo del notario, oía el bostezo del perro que estaba en el patio. Salía de su aparente letargo en el día y en el momento preciso en que tenía que recibir el precio de algún arriendo, pasar cuentas con sus aparceros o extender un recibo. Se le veía entonces agitarse en su sillón de ruedas hasta ponerse en frente de la puerta del gabinete. Mandaba a su hija que abriese y cuidaba de que su hija, después de cerrar la puerta, amontonase las talegas de dinero con todo orden. Luego, con la llave que le devolvía su hija después de la operación y que metía en el chaleco donde no dejaba de palparla de vez en cuando, regresaba a su puesto. Por su parte, el anciano notario comprendiendo que la rica heredera se casaría necesariamente con su sobrino el presidente, si Carlos no reaparecía, redobló sus atenciones y cuidados. No pasaba día en que fuese a ponerse a las órdenes de Grandet, o se llegase a Froidfond, o diese una ojeada a tal o cual tierra, o se ocupase de la venta de tal o cual cosecha. Él era el encargado de convertir todos los ingresos en oro y plata que, metidos en talegas, venían secretamente a reunirse con las otras en el gabinete.

Llegaron, al fin, los días de agonía en que el robusto armazón del viejo tonelero luchó con las fuerzas destructoras. Quiso quedarse sentado al amor de la lumbre y bien cerca de la puerta del gabinete. No paraba de enrollarse en las mantas que le echaban encima, y decía a Nanón:

—¡Guarda, guarda eso que no me lo roben!

Cuando lograba abrir los ojos, postrer refugio de su vida, los dirigía infaliblemente hacia la puerta del gabinete en que estaba su tesoro y decía a su hija:

—¿Están ahí? ¿Están todos? —con voz que revelaba una especie de pánico.

—Sí, padre.

—¡Vigila el oro…!¡Pon oro aquí delante!

Eugenia colocaba unos cuantos luises sobre una mesa y él se quedaba horas enteras con los ojos prendidos de aquellas monedas, como un niño que, al empezar a ver, contempla, embobado, un solo objeto, y, como el niño, esbozaba penosamente un sonrisa.

—¡Ver el oro me reconforta! —decía alguna vez mientras su rostro adquiría una expresión de beatitud.

Cuando vino el rector de la parroquia a darle los santos sacramentos, sus ojos, que desde unas horas antes parecían muertos, se reanimaron a la vista de la cruz, de los candelabros, de la pila de plata. Miró todos aquellos objetos con fijeza y su lobanillo se estremeció por última vez. En el momento que el sacerdote le aproximó a los labios, para que la besase, la imagen del Crucificado insinuó un terrible ademán para agarrarlo, y aquel esfuerzo le costó la vida. Llamó a su hija, a la que ya no veía aunque la tenía delante de él, arrodillada, bañando con seis lágrimas la mano ya fría que aprisionaba entre las suyas.

—¡Padre mío!, ¡bendígame usted! —le pidió.

—¡Cuida bien de todo! Me rendirás cuentas allá arriba —dijo Grandet, probando con ello que el cristianismo debe ser la religión de los avaros.

* * * *

Eugenia Grandet se halló sola en aquella casa en que únicamente Nanón era capaz de comprendela y de quererla. Nanón era una providencia para Eugenia. No fue una criada, sino una humilde amiga. Muerto su padre, Eugenia se enteró, por el notario Cruchot, de que poseía trescientas mil libras de renta en fincas, sitas en el término de Saumur, seis millones en rentas públicas al tres por ciento; más de dos millones en oro y cien mil francos en escudos, eso sin contar los arrendamientos pendientes de pago. El total de la fortuna se elevaba a diecisiete millones.

«¿Dónde estará mi primo?», se preguntó ella.

El día en que maese Cruchot entregó a su cliente el estado de la herencia, Eugenia se quedó sola con Nanón, sentadas una a cada lado de la chimenea de aquella sala tan desierta, en que todo era recuerdo, desde la silla con patines en que se sentaba su madre hasta el vaso en que bebió su primo.

—¡Nanón, estamos solas!

—Sí, señorita, y si yo supiese dónde para ese muchacho, a pie iría a buscarlo.

—Entre los dos está el mar —dijo ella.

Mientras la pobre heredera lloraba así en compañía de la vieja criada, en aquella casa oscura y fría que para ella resumía el universo, desde Nantes hasta Orleáns no se hablaba de otra cosa que de los diecisiete millones de la señorita Grandet. Uno de sus primeros actos fue una donación de mil doscientos francos de renta vitalicia a favor de Nanón que, con los seiscientos francos que ya tenía, se convirtió en un buen partido. En menos de un mes, pasó, por obra y gracia de Antonio Cornoiller, de doncella a señora. Su marido fue nombrado guardián inspector de todas las fincas y propiedades de la señorita Grandet. La señora Cornoiller tuvo sobre sus contemporáneos una ventaja inmensa. Aunque ya había cumplido cincuenta y nueve años, no aparentaba más de cuarenta. Sus abultadas facciones habían resistido el ataque del tiempo. Merced al régimen monástico en que había vivido, ahora desafiaba la vejez con una salud de hierro. Nunca tal vez estuvo tan bien como el día de su boda. La fealdad se le convertía en escudo; había que verla gruesa, alta, fuerte, con su cara de pascuas. No es de extrañar que más de cuatro personas envidiaran la suerte de Cornoiller.

—Tiene buenos colores —decía el pañero.

—Aún es capaz de tener hijos —exclamaba el salinero—; se ha conservado en salmuera, con perdón sea dicho.

—Tiene buenos patacones[79]; ese tuno dé Cornoiller sabe lo que hace —decía otro vecino.

Al salir del viejo caserón, Nanón, que gozaba de la estima de todo el vecindario, no paró de recibir plácemes y enhorabuenas a lo largo de la calle tortuosa y basta la misma puerta de la parroquia. Como regalo de boda, Eugenia le dio tres docenas de cubiertos. Cornoiller, asombrado de tanta generosidad, hablaba de su dueña con lágrimas en los ojos; por ella se dejaría hacer picadillo. La señora Cornoiller estuvo tan contenta de verse convertida en mujer de confianza de Eugenia como de tener marido. Por fin gozaba de la dicha de poder abrir y cerrar la despensa a su albedrío, de manejar sin restricción las provisiones. Tuvo, además, dos criados a sus órdenes, una cocinera y una doncella que estaba encargada de zurcir la ropa blanca de la casa y de confeccionar vestidos para la señorita. Cornoiller se vio investido de las funciones de administrador, además de las de guardián. Inútil decir que la cocinera y la doncella que Nanón había elegido eran dos verdaderas perlas. De este modo, la señorita Grandet se halló rodeada por cuatro servidores de una fidelidad sin límites. Los colonos no advirtieron, pues, ningún cambio después de la muerte del tonelero, cuyas normas administrativas estaban sólidamente establecidas y que el matrimonio Cornoiller observaba con escrupuloso cuidado.

Eugenia tenía treinta años e ignoraba todas las dichas de la existencia. Su pálida infancia se había deslizado junto a una madre, que vejada por su marido, no hizo más que sufrir. Al despedirse gozosa del mundo, la pobre madre se compadeció de su hija que quedaba en él y no le legó más que leves remordimientos y eternos pesares. El primero y único amor de Eugenia aparecía a la moribunda como una fuente de melancolía. Sólo había entrevisto a su enamorado durante unos días; le había entregado su corazón entre dos besos furtivamente recibidos y devueltos; después se había marchado, poniendo un continente de por medio. Aquel amor, maldecido por su padre, y que casi había costado la vida de su madre, no le causaba más que grandes dolores entreverados de tenues esperanzas. De manera que hasta aquel momento, la pobre muchacha no había hecho más que abalanzarse hacia la felicidad, perdiendo fuerzas que no recuperaba nunca. En la vida moral, como en la física, existen movimientos de aspiración y de expiración: cada alma necesita absorber los sentimientos de otra, para asimilarlos y devolvérselos enriquecidos. Sin este hermoso fenómeno de trueque, no hay corazón que viva; le falta aire, sufre y perece. Eugenia empezaba a sufrir. La fortuna no le era ni poder ni consuelo; sólo la religión, el amor, la fe en el porvenir podían darle aliento. El amor le explicaba la eternidad. Su corazón, y el Evangelio le señalaban los dos mundos que tenía que alcanzar. Día y noche se sumía en dos pensamientos infinitos que para ella quizá no formaban más que uno. Se concentraba en sí misma llena de amor y creyéndose amada. En aquellos siete años la pasión se había enseñoreado de todo su ser. Sus tesoros no eran los millones y sus rentas que seguían acumulándose, sino el cofrecillo de Carlos, los dos retratos colgados sobre la cabecera de su cama, las joyas que había rescatado a su padre, orgullosamente colocadas sobre un fondo de terciopelo en un cajón del armario; el dedal de su tía, que había usado su madre y que ella se ponía todos los días, religiosamente, para trabajar en un bordado, labor de Penélope[80], que sólo continuaba para poder ponerse en el dedo aquella capsulita de oro llena de recuerdos.

No era creíble que la señorita Grandet quisiese casarse de luto. Todos conocían la sinceridad de su fe. Por eso, la familia Cruchot, que seguía la prudente política que le dictaba el cura, se contentó con extremar los cuidados y las atenciones en torno a la heredera. Todas las noches se llenaba la casa de una sociedad integrada por los más acérrimos cruchotistas de la ciudad, que le hacían la corte, rivalizaban en cantar las alabanzas de Eugenia en todos los tonos. Reuníanse allí el médico de cámara, su gran limosnero, su chambelán, su primera dama de honor, su primer ministro, su canciller, sobre todo su canciller, que tenía la pretensión de no perdonar ripio. Si a la rica heredera se le hubiese antojado tener un paje para llevarle la cola, también se le hubiera encontrado. Era una reina y no la hubo más halagada. La adulación no es nunca obra de las almas grandes, sino tarea de los espíritus mezquinos que aún se encogen para poder entrar en la esfera vital de la persona en cuyo torno gravitan. Por eso todas las personas que se reunían cada noche en la sala de la señorita Grandet, a la que no dejaban de llamar señorita de Froidfond, llagaban sin dificultad a abrumarla de elogios. Eugenia, al escuchar por primera vez aquel concierto, se ruborizó; pero, después, insensiblemente se acostumbró de tal modo a oírse celebrar por bonita, que si algún incauto la hubiese juzgado fea, el reproche la habría herido mucho más entonces que ocho años antes. Acabó por tomar gusto a aquellas lisonjas que luego, secretamente, ponía a los pies de su ídolo. Gradualmente se habituó a dejarse tratar como una soberana y a pasar revista a su corte todas las noches.

El señor de Bonfons era el héroe de aquella modesta tertulia, en que no se paraba de celebrar su inteligencia, su persona, su amabilidad, su instrucción o su cortesía. Éste cuidaba de observar que su fortuna había crecido mucho en los últimos siete años, aquél calculaba, en voz alta, que Bonfons daba por lo menos diez mil francos de renta; el de más allá notaba que dicha finca, de los Cruchot, se hallaba enclavada en los vastos dominios de la heredera.

—¡Sepa usted, señorita —decía un cortesano—, que los Cruchot reúnen nada menos que cuarenta mil libras de renta!

—Eso sin hablar de sus economías —agregaba una vieja cruchotista, la señorita Gribeaucourt—. Un señor de París vino recientemente para ofrecer al señor Cruchot doscientos mil francos por su notaría. Y la venderá si consigue que le nombren juez de paz.

—Quiere suceder al señor de Bonfons en la presidencia del tribunal y procura colocarse en condiciones —dijo la señora de Orsonval—; porque al señor presidente lo nombrarán consejero y después presidente de tribunal; le sobran medios para conseguirlo.

—¡Ah, sí, no se puede negar que es un hombre de valer! —decía otro—. ¿No le parece a usted, señorita?

El señor presidente había hecho lo posible por ponerse en consonancia con el papel que quería desempeñar. A pesar de sus cuarenta años cumplidos, de su rostro moreno y antipático, marcado, por añadidura, con el estigma de todas las fisonomías judiciales, se vestía como un joven, manejaba con soltura su bastón de junco y se abstenía de tomar rapé, por lo menos en presencia de la señorita de Froidfond. Comparecía siempre con una corbata blanca y con una camisa cuya recia chorrera le daba un aspecto de pavo. Hablaba familiarmente a la bella heredera y le decía: «Nuestra querida Eugenia», sustituyendo la lotería por el whist, que era el juego de moda; suprimiendo las figuras del señor y de la señora Grandet, la reunión de antes no era muy distinta de la de ahora. La jauría seguía agitándose en torno a Eugenia y a sus millones; sólo que ahora la jauría era más numerosa, ladraba mejor y acosaba su presa con mayor ahínco. Si Carlos hubiese regresado de las Indias, habría encontrado los mismos personajes y los mismos intereses. La señora Grassins, con la que Eugenia se mostraba bondadosísima, seguía mortificando a los Cruchot. Pero ahora como entonces, era la figura de Eugenia la que dominaba el retablo, y Carlos, si reapareciese, volvería también a atraer todas las miradas. No obstante, había un progreso. El ramo que el presidente regalaba a Eugenia sólo el día de su cumpleaños, ahora se había hecho periódico. Todas las noches ofrecía a la heredera un magnífico mazo de flores que la señora Cornoiller colocaba ostentosamente en un jarro, para tirarlo secretamente en un rincón del patio, así se habían retirado las visitas.

A comienzos de la primavera, la señora de Grassins probó de amargar la dicha de los cruchotistas hablando a Eugenia del marqués de Froidfond, cuyo patrimonio arruinado podía restaurarse si la heredera se avenía a devolverle sus tierras mediante una boda. La señora de Grassins se llenaba la boca de alusiones al rango de par, al título de marquesa e interpretando, a su modo, la sonrisa desdeñosa de Eugenia, iba por la ciudad diciendo que el casamiento del presidente Cruchot estaba mucho menos maduro de lo que se decía.

—Aunque el señor de Froidfond tenga cincuenta años, la verdad es que no parece más viejo que el señor Cruchot; es viudo y con hijos, no se puede negar; pero con él Eugenia sería marquesa y par de Francia. Díganme ustedes si en estos tiempos abundan partidos de esta categoría. Sé de muy buena tinta que el tío Grandet, cuando juntó todas sus fincas a la tierra de Froidfond, tenía el propósito de entroncar con esa gran familia. Me lo dijo a mí misma más de una vez. El viejo tenía muchas conchas[81].

—¡Es posible, Nanón —dijo Eugenia uno noche al meterse en cama—; es posible que no me haya escrito una sola vez en siete años…!