Durante varios meses, el viñador fue constantemente a ver a su mujer a diferentes horas del día, sin pronunciar el nombre de su hija, sin verla, ni dedicarle la más vaga alusión. La señora Grandet no salió de su cuarto y su estado empeoró de semana en semana. Nada doblegó la voluntad del viejo tonelero. Permaneció inconmovible, áspero y frío, como un pilar de granito. Siguió yendo y viniendo como de costumbre; pero no tartamudeó más, habló menos y en los negocios se mostró más duro que nunca. A menudo, se le escapaba algún error en las cuentas.
«Algo ha ocurrido en casa de Grandet» —decían grassinistas y cruchotistas.
«¿Qué ha sucedido en casa de Grandet?» —era una pregunta que surgía con frecuencia en las tertulias de Saumur.
Eugenia iba a misa bajo la vigilancia de Nanón. A la salida, si la señora Grassins le dirigía la palabra, Eugenia contestaba en forma evasiva y sin satisfacer su curiosidad. Con todo, al cabo de dos meses, fue imposible sustraer a la curiosidad de los tres Cruchot y de la señora de Grassins, el secreto de la reclusión de Eugenia. Llegó un momento en que se agotaron los pretextos para justificar su perpetua ausencia. Después, sin que pudiese averiguarse quién había llevado el soplo, toda la ciudad se enteró de que, por orden de su padre, la señorita Grandet estaba encerrada en su cuarto, sin fuego y a régimen de pan y agua; Nanón le elaboraba golosinas que le llevaba durante la noche. Se supo incluso que la pobre muchacha no podía asistir y cuidar a su madre más tempo que el que su padre pasaba fuera de la casa.
La conducta de Grandet mereció acres censuras. Toda la ciudad le puso fuera de la ley, por decirlo así; hizo el recuento de sus traiciones, de sus crueldades y le excomulgó. Cuando pasaba, la gente lo señalaba con el dedo. Cuando la muchacha bajaba por la calle tortuosa para ir a misa o a vísperas, acompañada de Nanón, todos los habitantes asomaban a la ventana para examinar con curiosidad el porte de la rica heredera y su semblante en que se reflejaba una melancolía y una dulzura angélicas. Su reclusión y la desgracia en que la tenía su padre, no eran nada para ella. ¿Por ventura no seguía contemplando su mapamundi, el banquito, el jardín, el lienzo de pared y no saboreaba aún la miel que dejaron en sus labios los besos del amor? Ignoró, durante cierto tiempo, que la ciudad se ocupase de ella, como lo ignoraba su propio padre. Religiosa y pura ante Dios, su conciencia y su amor la ayudaban a soportar pacientemente la cólera y la venganza paternales.
Mas un dolor profundo imponía silencio a todos los demás dolores. Su madre, criatura dulce y tierna que parecía embellecerse con el destello que despedía su alma al aproximarse a la tumba, su madre se debilitaba de día en día. A menudo se acusaba Eugenia de haber sido la causa involuntaria de la cruel enfermedad que lentamente amenazaba a su madre. Los remordimientos, que ésta trataba de calmar, no hacían más que unirla más estrechamente a su amor. Todas las mañanas, apenas había salido Grandet, corría a la cabecera de su madre, donde Nanón le llevaba el desayuno. Mas la pobre Eugenia, entristecida por los sufrimientos de su madre, mostraba a Nanón, con el gesto, aquel rostro devorado por la fiebre, lloraba y no se atrevía a hablar de su primo. Tenía que ser la propia señora Grandet quien lo recordase en voz alta.
—¿Dónde debe de estar? ¿Por qué no escribe?
Madre e hija no tenían la menor idea de las distancias.
—Pensemos en él, madre mía, pero no le nombremos —respondió Eugenia—. Es de usted que está sufriendo, de quien tenemos que ocuparnos. Usted ante todo.
Este todo era él.
—¡Hijos míos —decía la señora Grandet—, no me duele dejar la vida! Dios me ha protegido al permitir que vea llegar con alegría el término de mis miserias.
Las palabras de aquella mujer eran constantemente santas y cristianas. Cuando su marido, al venir a desayunarse con ella, paseaba por su cuarto, le repitió durante los primeros meses del año las mismas reflexiones siempre con su dulzura angélica; pero con la firmeza de una mujer que halla en la proximidad de la muerte el valor que le faltó durante la vida.
—Amigo mío, te agradezco el interés que tomas por mi salud —respondía la señora Grandet a la pregunta poco menos que maquinal de su marido—; pero si quieres endulzar la amargura de mis últimos momentos y aliviar mis dolores, vuelve a ser bueno con nuestra hija; pórtate como un padre cristiano.
Cuando oía tales palabras, Grandet se sentaba cerca de la cama y obraba como el hombre que al ver venir un chubasco se cobija tranquilamente en un zaguán; escuchaba a su mujer en silencio y no contestaba una palabra. Si las súplicas se tornaban conmovedoras, muy tiernas y muy religiosas, llegaba a decir:
—¡Querida mía, hoy estás un poco paliducha!
Parecía que sobre su impasible frente de piedra y sobre sus labios apretados estuviese grabado el más completo olvido de su hija. Ni siquiera le conmovían las lágrimas que sus respuestas evasivas hacían resbalar por el rostro lívido de su mujer.
—Que Dios le perdone, señor, como yo le perdono. Día vendrá en que necesite indulgencia.
Desde que su mujer estaba enferma no se había atrevido a servirse de su terrible ¡ta, ta, ta!, pero su despotismo no rendía una sola de sus armas ante aquel ángel de dulzura cuya fealdad iba gradualmente dando paso a la expresión de las cualidades morales que afloraban en su semblante. Era todo alma. El genio de la plegaria parecía purificar, afinar los rasgos más groseros de su rostro y les comunicaba una suerte de resplandor, ¿quién no conoce este fenómeno de transfiguración que se cumple en los rostros benditos cuando los hábitos del alma acaban por triunfar sobre las facciones más rudamente esculpidas, imprimiéndoles la animación propia de los pensamientos nobles, puros y elevados? El espectáculo de semejante transformación, obra de los sufrimientos que consumían en aquella mujer los últimos jirones de la carne mortal, ejercía una debilísima influencia sobre el viejo tonelero cuyo carácter conservó la dureza del bronce. Si se abstuvo de pronunciar palabras desdeñosas fue para refugiarse en un silencio imperturbable que ponía a salvo su superioridad de jefe de familia.
Apenas se presentaba la fiel Nanón en el mercado que a diestro y siniestro surgían quejas y cuchufletas[74] contra su dueño; pero, a pesar de la condena explícita y rotunda de la opinión pública, la sirvienta no dejaba de defenderlo obedeciendo a una especie de orgullo doméstico.
«Bueno, bueno» —decía Nanón a los detractores de su amo—, «ya se sabe que todos nos endurecemos a medida que nos hacemos viejos. ¿Cómo quieren ustedes que el señor Grandet no se haya resecado un poco? Pero de esto a todas esas historias que cuentan hay gran distancia. La señorita vive y come como una reina. Si vive sola es porque le da la gana. Además, que los amos tienen motivos de peso para obrar como obran».
Por fin, un atardecer de fines de primavera, la señora Grandet devorada más por la pena que por la enfermedad, sin haber podido, a pesar de sus súplicas, reconciliar a Eugenia con su padre, confió sus secretas torturas a los Cruchot.
—¡Poner a pan y agua a una muchacha de veintitrés años —exclamó el presidente Bonfons—, y sin motivo! Pero esto constituye un caso de sevicia[75] y tortura grave; puede protestar en tiempo y forma ante…
—¡Vamos, sobrino, deja en paz tus leyes! Tranquilícese, señora, que yo, desde mañana, pondré término a esta reclusión.
Al oír hablar de ella, Eugenia salió de su cuarto.
—Señores —dijo adelantándose con un movimiento lleno de dignidad—, les ruego que no se ocupen de este asunto. Mi padre es dueño en su casa. Mientras yo esté bajo su techo le debo obediencia. De su conducta no debe cuentas a nadie más que a Dios. Invoco su amistad para suplicarles que guarden sobre esto el más profundo silencio. Censurar a mi padre equivaldría a rebajar nuestra propia consideración. Les agradezco infinito el interés que se toman por mí; pero no duden que aún les quedaré más agradecida si procuran que cesen los rumores ofensivos que circulan por la ciudad y de los cuales he tenido noticia casualmente.
—Tiene razón —dijo la señora Grandet.
—Señorita, la mejor manera de cortar las murmuraciones es conseguir que se le devuelva a usted la libertad —le contestó respetuosamente el viejo notario, impresionado por la belleza que la clausura, el amor y la melancolía habían comunicado a Eugenia.
—¡Hija mía! —dijo la señora Grandet—, deja que el señor Cruchot arregle este asunto, puesto que él responde del éxito. Conoce a tu padre y sabe cómo hay que tratarlo. Si quieres verme feliz el poco tiempo que me queda de vida, es preciso a todo trance, que tu padre y tú os reconciliéis.
Al día siguiente, según costumbre que había tomado Grandet desde que tenía recluida a Eugenia, dio cierto número de vueltas por el jardín. Destinaba a este paseo el rato que Eugenia pasaba peinándose. Cuando llegaba al corpulento nogal, se escondía detrás del tronco y pasaba momentos contemplando los hermosos cabellos de su hija; sin duda el viejo fluctuaba entre los pensamientos que le sugería la tenacidad de su carácter y el deseo de abrazar a su hija. A menudo se quedaba sentado en el banco de madera carcomida en que Carlos y Eugenia se juraron amor eterno, mientras que ella también miraba a su padre a hurtadillas o mediante un espejo. Si él se levantaba y volvía a su paseo, ella se sentaba complacida, junto a la ventana, y se dedicaba a examinar el lienzo de pared de cuyos boquetes salía una vegetación encantadora, matas de doradillo, de corregüela y de una planta grasa, blanca o amarilla, un sedum[76] que abunda en las viñas de Tours y de Saumur. Maese Cruchot compareció temprano y halló sentado al viñador en su banco lleno de musgo, con la espalda apoyada en la pared medianera, dedicado a observar a su hija. Hacía un hermoso día de junio.
—¿Qué se le ofrece al amigo Cruchot? —dijo al divisar al notario.
—Vengo a hablarle de negocios.
—¡Ah, ah! ¿Tiene usted un poquitín de oro y me lo va a dar contra un puñado de escudos?
—No, no; no se trata de dinero, sino de su hija Eugenia. Todo el mundo habla de ella y de usted.
—¿Por qué se meten en lo que no les importa? En casa soy dueño de hacer lo que me dé la gana.
—No lo discuto; puede usted matarse o, lo que es peor, tirar el dinero por la ventana.
—¿A qué viene esto?
—¡Ah, amigo, usted no se da cuenta de las cosas! Su mujer está en peligro de muerte. Creo que debería usted consultar al señor Bergerin. Si muriese sin haber tenido los cuidados que merece, me figuro que no estaría usted tranquilo.
—¡Ta, ta, ta! Usted sabe lo que tiene mi mujer. Los médicos, en cuanto ponen un pie en mi casa, no se contentan con menos de cinco o seis visitas por día.
—En fin, Grandet, usted hará lo que quiera. Somos viejos amigos; no hay en todo Saumur hombre que se tome más interés en sus cosas; me he creído en la obligación de decirle lo que le he dicho. Pero ahora no tengo más que añadir; es usted mayor de edad y sabrá lo que le conviene. No es éste el asunto que me trae. Se trata de algo más grave para usted, me figuro. Al fin y al cabo, usted no tiene ganas de matar a su mujer, que con sólo vivir le presta un gran servicio. Piense usted en la situación en que va a quedar respecto a su hija cuando ella falte. Tendrá que rendir cuentas a Eugenia, puesto que se casó usted con su mujer bajo el régimen de comunidad de bienes. Su hija tendrá derecho a reclamar la división de la herencia, de exigir la venta de Froidfond. Es la heredera de su madre a quien usted no puede suceder.
Tales palabras cayeron como un rayo sobre el viejo tonelero que no estaba tan ducho en leyes como en comercio. Jamás le había pasado por la cabeza la idea de una venta forzosa de sus bienes.
—Por eso le recomiendo a usted que la trate con dulzura —dijo Cruchot para terminar.
—Pero ¿sabe usted lo que ha hecho?
—¿Qué? —preguntó el notario, curioso por conocer la causa del disgusto.
—Ha dado el oro que yo le había regalado.
—¿Acaso no era suyo? —dijo el notario.
—¡Todos me dicen lo mismo! —exclamó el tonelero dejando caer los brazos con trágico desaliento.
—¡Por una miseria no va usted a dificultar las concesiones que tendrá que pedir a Eugenia en cuanto fallezca su madre!
—¿Llama usted miseria a seis mil francos de oro?
—¡Por Dios, mi viejo amigo! ¿Sabe usted lo que le va a costar el inventario y la división de la herencia de su mujer si Eugenia lo exige?
—¿Cuánto?
—¡Dos, tres o quizá cuatrocientos mil francos! ¿No ve usted que para conocer el verdadero valor del patrimonio, no habrá más remedio que venderlo en pública subasta? En cambio si ustedes se entienden…
—¡Por la memoria de mi padre! —exclamó el viñador, que se puso más pálido que la muerte—. ¡Veremos eso, Cruchot!
Al cabo de unos segundos de silencio y de agonía, el tonelero miró al notario, diciéndole:
—¡Qué dura es la vida! No hay más que sufrimientos, Cruchot —agregó solemnemente—. ¿Supongo que no quiere usted engañarme? Júreme, por su honor, que lo que usted me acaba de contar es ni más ni menos lo que manda la ley. Enséñeme el código; ¡yo quiero verlo en el código!
—Amigo mío, ¿duda usted de mi competencia? Soy viejo en el oficio…
—¿De modo que es así? ¡Voy a ser despojado, traicionado, devorado por mi hija!
—Es la heredera de su madre.
—¿De qué sirven, pues, los hijos? ¡Ah, mi pobre mujer! ¡A ésa sí que la quiero! Por suerte es una naturaleza robusta como todos los Bertellière.
—Pues a la pobre no le queda ni un mes de vida.
El tonelero se golpeó la frente; paseó de un lado a otro; lanzó a Cruchot una mirada aterradora:
—¿Qué hacer? —le dijo.
—Eugenia puede renunciar pura y simplemente a la sucesión de su madre. Usted no piensa desheredarla, ¿verdad? Pero si pretende obtener una concesión de este género, no la atropelle. Lo que le estoy diciendo, amigo, va contra mis intereses. A mí me conviene que haya muchas liquidaciones, muchos inventarios muchas particiones…
—¡Ya veremos, ya veremos! No hablemos más de ello, Cruchot. Es como si me estuviese retorciendo las entrañas. ¿Le ha llegado a usted oro?
—No; pero tengo algunos luises viejos, una decena; se los daré a usted. Créame, no sea testarudo; haga las paces con Eugenia. ¿No ve que todo Saumur le pone en la picota?
—¡Qué gentuza!
—¡Vamos, hombre, vamos!; las ventas están a noventa y nueve. Alégrese usted siquiera una vez en la vida.
—¿A noventa y nueve, dice?
—Sí, a noventa y nueve.
—¡Ajá! ¡A noventa y nueve! —dijo el viejo, acompañando a Cruchot hasta la puerta de la calle.
En seguida, agitado por cuanto acababa de escuchar, subió al cuarto de su mujer y le dijo:
—¡Ea!, mujer, puedes pasar el día con tu hija; me voy a Froidfond. Sed buenas las dos. Hoy se cumplen años de nuestra boda, amiga mía; toma, ahí tienes diez escudos para tu altar de Corpus Christi. Sí; hace tiempo que lo deseas; anda, ¡recréate! Que te mejores y que paséis un buen día. ¡Viva la alegría!
Echó diez escudos de seis francos sobre la cama de su mujer y le tomó la cabeza para besarla en la frente.
—¿Estás más animadita, no?
—¿Cómo puedes pensar en recibir en tu casa al Dios que perdona, mientras te obstinas en mantener a tu hija en una cárcel? —le dijo ella, con emoción.
—¡Ta, ta, ta, ta! —dijo el padre; Pero esta vez con acento acariciador—, ya veremos, ya veremos.
—¡Bondad divina! ¡Eugenia! —gritó la madre, enrojeciendo de gozo—, ven a besar a tu padre; ¡te perdona!
Pero Grandet desapareció, huyendo a toda prisa hacia sus propiedades. Hacía sus cálculos procurando poner en orden sus ideas. Grandet entraba entonces en su septuagésimo sexto año. En los dos últimos sobre todo, su avaricia había aumentado, como suelen hacer todas las pasiones persistentes del hombre. Como ocurre con todos los avaros, con todos los ambiciosos, con cuantos han vivido dominados por una idea fija; el sentimiento de Grandet se había aferrado con preferencia a un símbolo particular de su pasión. La vista del oro, la posesión del oro se había convertido en su monomanía. Su genio despótico había crecido a compás de su avaricia, y abandonar la dirección de la mínima parte de sus bienes, al fallecimiento de su mujer, le parecía algo contra natura. ¿Declarar la fortuna de su hija, inventariar todos sus bienes muebles e inmuebles para sacarlos a subasta…?
—Sería peor que cortarse el gañote[77] —dijo en voz alta en medio de una vira, mientras examinaba las cepas.
Volvió a Saumur a la hora de comer, decidido a transigir con Eugenia, a mimarla, a amansarla, ¡todo con tal de poder morir regiamente, conservando en un puño las riendas de sus millones! En el momento en que el tonelero que, por casualidad, se había llevado su llavín, subía la escalera, sigilosamente para ir al cuarto de su mujer, Eugenia se hallaba en él para enseñar a su madre el hermoso necessaire. Las dos, mientras estaba Grandet ausente, se recreaban contemplando el retrato de Carlos a través del de su madre.
—¡Fíjate, la misma frente, la misma boca! —decía Eugenia en el momento en que el viñador abría la puerta.
Al ver la mirada que su marido lanzaba sobre el oro, la señora Grandet dio un grito:
—¡Dios mío, ten piedad de nosotras!
El avaro saltó sobre el estuche como un tigre sobre un niño dormido.
—¿Qué es esto? —dijo agarrando el estuche y llevándoselo junto a la ventana—. ¡Oro, oro fino! —gritó—. ¡Mucho oro! Lo menos pesa dos libras.
Una luz se hizo en su cerebro.
—¡Ah!, ¿de modo que Carlos te ha dado esto a cambio de tus monedas? ¡Pero habérmelo dicho! ¡Has hecho un buen negocio, hijita! Eres mía; te reconozco —Eugenia temblaba de pies a cabeza—. ¿Verdad que sí, verdad que esto es de Carlos? —insistió el tonelero.
—Sí, padre; no me pertenece. Este estuche es un depósito sagrado.
—¡Ta, ta, ta, ta! Desde el momento que él se ha llevado tu fortuna, esto es tuyo.
—¡Padre!
El viñador quiso sacar del bolsillo una navaja para levantar una placa de oro y no tuvo más remedio que dejar el necessaire sobre una silla. Eugenia se abalanzó para recobrarlo; pero el tonelero, que no apartaba la vista del cofrecillo ni de su hija, le dio tal empellón al extender el brazo, que la muchacha cayó sobre el lecho de su madre.
—¡Por Dios, caballero! —gritó la madre irguiéndose.
Grandet con su navaja trataba de levantar la placa de oro.
—¡Padre! —gritó Eugenia echándose a sus rodillas y alzando las manos implorantes—, ¡padre, por la Virgen Santísima y por todos los santos, por lo que más quiera en el mundo, por su salvación eterna, le suplico que no toque esto! ¡Este cofrecillo no es de usted ni mío, pertenece a un desgraciado que me lo ha confiado y tengo que devolvérselo intacto!
—¿Por qué lo contemplas si se trata sólo de un depósito? Ver es peor que tocar.
—¡Padre, no lo destruya si no quiere deshonrarme! ¿Padre, no me oye usted?
—Señor, ¡tenga usted piedad! —dijo la madre.
—¡Padre! —gritó Eugenia con voz tan potente que Nanón subió, espantada.
Eugenia saltó sobre un cuchillo que se hallaba al alcance de su mano y lo empuñó con resolución.
—¿Qué haces? —le dijo Grandet, tranquilamente.
—¡Señor, que me está usted asesinando! —dijo la madre.
—Padre, si su navaja hace solo un rasguño en esta placa de oro, le juro que yo me hundo este cuchillo en el pecho. Por su culpa, mamá está mortalmente enferma y ahora va usted a matar a su hija. Téngalo entendido; ¡herida por herida!
Grandet, sin separar la navaja del necessaire, miró titubeando a su hija.
—¿Serías capaz, Eugenia? —le preguntó.
—No lo dudes —exclamó la madre.
—Haría como dice —gritó Nanón—. ¡Sea usted razonable, señor, siquiera una vez en la vida!
El tonelero miró alternativamente al oro y a su hija durante unos instantes. La señora Grandet se desmayó.
—¿Lo ve usted, señor? ¡La señora se está muriendo! —chilló Nanón.
—¡Toma, hija, no riñamos por un cofrecillo! ¡Ahí lo tienes! —exclamó el tonelero tirando el necessaire sobre la cama—. Y tú, Nanón, ve a buscar al señor Bergerin. Vamos, mujer, no es para tanto, ya hemos hecho las paces. ¿No es así hijita? Se acabó el pan duro, comerás cuanto se te antoje… ¡Ah, ya vuelve a abrir los ojos! Así me gusta, madrecita, mamá guapa. ¿Ves, estoy besando a Eugenia? Está enamorada de su primo, ya se ve. Pues si quiere casarse con él que se case y que le guarde su cofrecillo. ¡No faltaba más! ¡Y tú, mujercita, a vivir mucho tiempo! ¡Anda, muévete! Te prometo que tendrás el altar más lindo de todo Saumur.
—¡Dios mío!, ¿es posible que trates de este modo a tu mujer y a tu hija? —murmuró con voz débil la señora Grandet.
—¡No lo haré más! ¡Palabra! —gritó el tonelero—. Ahora vas a ver tú cómo me porto.
Fue a su gabinete y volvió con un puñado de luises que esparció sobre la cama.
—¡Toma, Eugenia!, ¡toma, mujer! Son para vosotras —dijo, haciendo sonar las monedas—. ¡Vamos, alégrate, esposa mía, que no vas a carecer de nada, ni Eugenia tampoco! Aquí tienes cien luises. Éstos no los des, ¿eh? ¡Cuidadito!
La señora Grandet y su hija se miraron, sorprendidas.
—Puede recogerlos, padre; nosotras sólo necesitamos su cariño.
—¡Magnífico! Así me gusta —dijo él, volviendo a meterse los luises en el bolsillo—. Seamos buenos amigos. Bajemos a comer a la sala; juguemos todas las noches a la lotería, a dos sueldos la partida. ¡Lo que nos vamos a divertir! ¿No te parece, mujer?
—¡Ay de mí! Yo bien quisiera complacerte —dijo la moribunda—, pero no me quedan fuerzas para levantarme.
—¡Pobre mamá! —dijo el viñador—, no puedes figurarte cómo te quiero. Y a ti, hija mía.
La besó, la abrazó.
—¡Ah, qué bueno es besar a una hija, después de un enfado! ¡Mi hija! Ves, mamá, aquí nos tienes más unidos que nunca. Anda, ve y guarda eso —le dijo a Eugenia, señalándole el cofre—. Y tranquilízate, que no te volveré a hablar nunca más de este asunto.
El señor Bergerin, el médico más célebre de Saumur, no tardó en llegar. Al terminar la visita, declaró sin ambages a Grandet que su mujer estaba muy grave, pero que una gran tranquilidad de espíritu, acompañada de un régimen cariñoso y de grandes cuidados, podrían aplazar hasta el otoño el inevitable desenlace.
—¿Es cuestión de gastar mucho? —preguntó el tonelero—. ¿Le hacen falta drogas?
—Nada de drogas, pero sí muchos cuidados —contestó el médico, que no pudo contener una sonrisa.
—¡Oigame, señor Bergerin! —dijo Grandet—, usted es un cumplido caballero, ¿verdad? Confío en su honradez; venga usted a visitar a mi mujer cuantas veces juzgue necesario. Prolongue su vida, quiero mucho a mi mujer, aunque no lo demuestre. Y es que no soy hombre de alharacas[77a]. ¿Comprende usted? Los sentimientos me trabajan por dentro, me revuelven el alma. Estoy apenadísimo. Primero, vino la desgracia de mi pobre hermano, por el que estoy gastando en París una verdadera fortuna, no se lo puede usted imaginar, y lo peor es que no se ve el fin. No le entretengo. Usted lo pase bien. Si puede usted salvar a mi mujer, no deje de hacerlo aunque me cueste cien o doscientos francos.
A pesar de los fervientes votos que formulaba Grandet por la salud de su mujer, su muerte equivalía a una muerte para él. A pesar de su deseo de satisfacer las voluntades de madre e hija en toda ocasión; a pesar de los tiernos cuidados que le prodigó Eugenia, la señora Grandet marchaba rápidamente hacia la muerte. Debilitábase de día en día y se desmejoraba de la manera aparatosa que suelen hacerlo a su edad las mujeres enfermas. Era de una fragilidad, de una transparencia que hacía pensar en las hojas de los árboles tocados por el otoño. Resplandecía y se doraba como atravesada por un rayo de sol. Fue una muerte digna de su vida, una muerte cristianísima. En aquel mes ele octubre de 1822 brillaron más que nunca sus virtudes, su paciencia de ángel y su amor de madre; expiró sin soltar una sola queja. Cordero sin mancha, subió al cielo donde sólo echó de menos a la dulce compañera de su vida a la que con sus últimas miradas pareció predecir mil desgracias. Temblaba al tener que dejar aquella oveja blanca como ella, sola en mitad de un mundo egoísta que quería arrancarle su vellocino de oro.
—¡Hija mía! —le dijo antes de cerrar los ojos para siempre—. ¡No hay felicidad más que en el cielo! ¡Algún día te darás cuenta de ello!