Capítulo X

Dos meses pasaron de este modo. Aquella vida doméstica, antes monótona, ahora se animaba gracias al inmenso interés del secreto que aumentaba la intimidad de aquellas tres mujeres. Para ellas, Carlos seguía viviendo, iba y venía aún, bajo el techo gris de la sala. Al levantarse y al acostarse Eugenia abría el cajón de su armario y contemplaba el retrato de su tía. Un domingo, por la mañana, su madre la sorprendió cuando trataba de descubrir los rasgos de Carlos en los del retrato. La señora Grandet se enteró entonces en el terrible secreto del trueque hecho por su hija y el viajero.

—¡Se lo diste todo! —exclamó la madre, espantada—. ¿Qué le vas a decir a tu padre el día de Año Nuevo, cuando te pida que le dejes ver tu oro?

Los ojos de Eugenia se inmovilizaron y las dos mujeres quedáronse sumidas en mortal angustia durante la mitad de la mañana. Su turbación fue tanta que llegaron tarde a misa mayor y les tocó oír la misa militar. Dentro de tres días terminaba el año de 1819. Dentro de tres días debía de empezar una acción terrible, una tragedia burguesa sin puñal ni veneno, ni derramamiento de sangre; pero más cruel por lo que atañe a los actores que todos los dramas acaecidos en la ilustre familia de los Atridas[73].

—¿Qué será de nosotras? —dijo la señora Grandet a su hija, dejando su calceta sobre sus rodillas.

El azoramiento de la pobre madre era tal, desde hacía dos meses, que las mangas de lana que se confeccionaba para el invierno aún no estaban concluidas. Este hecho doméstico, insignificante en apariencia, tuvo tristes resultados para ella. La falta de mangas tuvo la culpa de que el frío se apoderase de su cuerpo cuando estaba transida de sudor a consecuencia de un terrible enfado con su marido.

—Estaba pensando, querida hija, que si tú me hubieses confiado antes tu secreto, habríamos tenido tiempo de escribir a París, al señor Grassins. Tal vez nos hubiera podido mandar monedas de oro semejantes a las tuyas; aunque Grandet las conoce bien, ¿quién sabe?, tal vez…

—Pero ¿de dónde íbamos a sacar tanto dinero?

—Yo habría empeñado las mías. Además, espero que el señor Grassins no habría…

—Ya no queda tiempo para nada —respondió Eugenia con voz sorda y alterada, interrumpiendo a su madre—. ¿No es mañana el día que debemos entrar en su cuarto a felicitarle en el Año Nuevo?

—¿Por qué no quieres que vaya a ver a los Cruchot?

—No, no, sería entregarme a ellos de pies y manos. Por lo demás, yo ya he tomado mi resolución. Hice lo que debía y no me arrepiento de nada. Dios me protegerá. Hágase su voluntad. ¡Ah, si hubiese leído usted su carta no hubiese pensado más que en él!

Cuando llegó la mañana del primero de enero de 1820, el terror que presentían madre e hija les sugirió una excusa muy natural para no presentarse en el cuarto de Grandet a felicitarle solemnemente el Año Nuevo. El invierno de 1819 a 1820 fue uno de los más rigurosos de la época. La nieve se acumulaba en los tejados.

La señora Grandet dijo a su marido así que le oyó andar por la habitación:

—Grandet, di a Nanón que encienda un poco de fuego en mi cuarto; el frío es tan terrible que me hielo bajo las mantas. He llegado a una edad en que necesito cuidados. Por lo demás —agregó después de una ligera pausa—, Eugenia vendrá a vestirse aquí. En su cuarto, con este frío podría coger una enfermedad. Después, bajaremos a la sala a felicitarte en el Año Nuevo junto a la chimenea.

—¡Ta, ta, ta, vaya lengua! ¡Empiezas bien el año, señora Grandet! Jamás hablaste tanto. No será porque hayas comido pan remojado con vino, supongo.

Hubo un momento de silencio.

—Bueno —continuó el tonelero, al que sin duda la proposición de su esposa sentaba menos mal de lo que dio a entender—, se hará como tú deseas, señora Grandet. Eres una buena mujer y no quiero que entres con mal pie en el nuevo año, por más que, en general, los Bertellière sois de buena madera. ¿Eh? ¿No digo bien? —gritó después de una pausa. Tosió.

—Está usted de buen humor esta mañana —dijo gravemente la mujer.

—Yo siempre estoy alegre…

¡Siempre alegre el tonelero,

mueve el hacha con salero!

… agregó, entrando en el cuarto de su mujer, ya completamente vestido—. Sí, la verdad es que hacer frío como para congelarse. Almorzaremos bien. Grassins me ha mandado un pastel de foiegras trufado. Iré a recogerlo de la diligencia. Creo que también un medio napoleón para Eugenia —le dijo el tonelero al oído—. A mí ya no me queda oro. Tenía aún algunas monedas, a ti ya te lo puedo decir; pero las he tenido que soltar para los negocios.

Y para celebrar el primer día del año la besó en la frente.

—Eugenia —gritó la madre, toda bondad—, no sé sobre qué lado durmió tu padre esta noche, pero se ha levantado de muy buen talante. Ha entrado diciéndome: «¡Buenos días y buen año, grandísima tonta!».

Y tonta me he quedado cuando le he visto alargar la mano para darme un escudo de seis francos que casi no está roído. «Tome usted, señora, y mírelo bien».

—¡Bah!, ¡mucho será que no salgamos del mal paso!

—Pero, señora, ¿qué le ocurre a nuestro amo? —dijo Nanón entrando en el cuarto de su dueña para encender el fuego—. ¡Pues no ha empezado por decirme: «Buenos días y buen año, animalote»! Y, después, va y me alarga un escudo dé seis francos que casi no está roído por ningún lado. Me he quedado lela. Mire usted, señora. ¡Ah, que buenazo que es! Sí, después de todo, es bueno. Los hay que cuanto más envejecen más endurecen; pero él se nos está volviendo suave como su jarabe de casis, señora. Está resultando un bendito…

El secreto de tanta alegría no era otro que el perfecto éxito logrado con la especulación de Grassins. El señor de Grassins, después de deducir las sumas que le debía el tonelero por el descuento de los ciento cincuenta mil francos de los efectos en que le pagaron los holandeses, y por el pico que le había adelantado para completar el dinero necesario para la compra de las cien mil libras de renta, le mandaba, por la diligencia, treinta mil francos en escudos, saldo de su semestre de intereses y, por añadidura, le anunciaba el alza de fondos públicos. Estaban entonces a ochenta y nueve; los capitalistas más conspicuos compraban a noventa y dos, a finales de enero. Hacía dos meses que Grandet ganaba el doce por ciento sobre sus capitales sin tener que pagar ni impuestos ni reparaciones. Por fin, descubría las delicias de la renta, inversión que inspiraba a la gente de provincias una repugnancia invencible, y se veía ya dueño, antes de cinco años, de un capital de seis millones, logrado sin grandes desvelos y que, sumado al valor de sus tierras, constituiría una colosal fortuna. Los seis francos que acababa de regalar a Nanón eran tal vez el pago de un inmenso servicio que Nanón le había prestado sin darse cuenta.

—¡Huy! ¡Huy! ¿Dónde va tan temprano el tío Grandet que parece que vaya a apagar un incendio? —se preguntaron los comerciantes dedicados a abrir sus tiendas.

Más tarde, cuando le vieron volver del muelle, seguido de un mozo de las Mensajerías que transportaba, sobre una carretilla, unos sacos repletos:

—El agua va siempre a parar al río —decía uno.

—Le llegan de París, de Froidfond, de Holanda —refunfuñaba otro.

—Acabará comprando todo Saumur —exclamaba un tercero.

—A ése no le puede el frío; los negocios le calientan —decía una mujer a su marido.

—¡Hola, hola!, señor Grandet, si por casualidad le estorban, mande las talegas para acá —le chillaba un comerciante en paños, su vecino más próximo.

—¡Oh, no son más que sueldos! —contestaba el viñador.

—De plata —dijo el mozo en voz baja.

—Si quieres que te mime, échate un nudo a la lengua —le replicó el tonelero al tiempo que abría la puerta de su casa.

—¡Ah, el muy tuno!, ¡yo creía que estaba sordo; pero se ve que cuando hace frío oye bien!

—Aquí tienes veinte sueldos de propina y punto en boca. Andando —dijo Grandet—. Nanón te devolverá la carretilla. ¿Nanón, están las mujeres en misa?

—Sí, señor.

—¡Pues manos a la obra! —gritó, cargando los sacos.

En un santiamén pasaron los escudos a su cuarto en el que se encerró.

—Cuando el almuerzo esté a punto, llámame golpeando en la pared.

Ahora devuelve la carretilla a las Mensajerías.

Hasta las diez no almorzó la familia.

—Aquí tu padre no pedirá que le enseñes tu oro —dijo la señora Grandet a su hija al regresar de misa—. Además, haz ver que tienes frío. Luego, tiempo quedará para reponer el oro antes de tu cumpleaños…

Grandet bajó la escalera pensando en convertir, lo antes posible, los escudos que acababa de recibir en monedas de oro y en su admirable jugada sobre las rentas del Estado. Estaba resuelto a colocar de este modo su dinero hasta que se cotizase a cien francos. Meditación funesta para Eugenia. En cuanto entró, las dos mujeres le desearon un feliz año nuevo, su hija echándosele al cuello y acariciándole, la señora Grandet gravemente con dignidad.

—¡Ah!, hija mía —dijo besando a Eugenia en ambas mejillas—, estoy trabajando por ti… quiero que seas feliz. Y para serlo hace falta dinero. ¡Sin dinero, despídete! Toma, aquí tienes un napoleón nuevecito; lo he mandado venir de París. ¡Maldita sea la…! En esta casa no queda un grano de oro. La única que tiene oro eres tú. Anda, enséñame tu tesoro, pequeña.

—¡Huy!, hace demasiado frío; vale más que almorcemos —le contestó Eugenia.

—Bueno, pues, quédese para después. Nos ayudará a hacer la digestión.

Grandet señaló el pastel que le había enviado el banquero.

—El bueno de Grassins nos ha mandado esto —prosiguió—. Comed, hijas, comed, no cuesta nada. Grassins se porta bien; estoy contento de él. Está trabajando para Carlos y gratis. Arregla los asuntos del pobre Grandet. ¡Ooooh! —murmuró, con la boca llena, después de una pausa—, ¡qué rico es esto! Come, mujer, con esto te alimentarás por lo menos para dos días.

—No tengo ganas; ya sabes que estoy muy delicada.

—¡Quita allá! Puedes atiborrarte sin peligro de que la caja reviente; eres una Bertellière, una mujer resistente. Te has puesto de un pardo que tira a amarillo; pero el amarillo me gusta.

La espera de una muerte pública e ignominiosa es quizá menos horrible para un condenado que lo fue para la señora Grandet y su hija la espera de los acontecimientos que debían poner fin a aquel almuerzo de familia. Cuanto más alegre hablaba y comía el viejo viñador, más se oprimía el corazón de las dos mujeres. La hija, sin embargo, tenía un apoyo en aquel trance; sacaba fuerzas de su amor.

«Por él, —se repetía—, soy capaz de sufrir mil muertes».

Y animada por este pensamiento lanzaba a su madre miradas inflamadas de valor.

—Quítalo todo —dijo Grandet a Nanón, cuando, a eso de las doce, terminó el almuerzo—; pero no retires la mesa. Estaremos más cómodos para ver tu pequeño tesoro —dijo mirando a Eugenia—. Eso de pequeño es un decir. El valor intrínseco representa cinco mil novecientos cincuenta y nueve francos, más cuarenta de esta mañana, hacen un total de seis mil francos menos uno. ¡Vaya! Te doy este franco para redondear la suma ¿ves, hijita…? ¿Tú, qué haces aquí parada escuchándonos? Da media vuelta, Nanón, y vete a tu avío —dijo el tonelero.

Nanón desapareció.

—Óyeme, Eugenia, vas a tener que darme tu oro. Supongo que no se lo negarás a tu padre, ¿verdad, hijita?

Las mujeres permanecían mudas.

—No tengo el oro. Lo tuve; pero ya no lo tengo. Te daré seis mil francos en libras, y vas a colocarlas como yo te diré. No hay que pensar en el doceno. Cuando te cases, que será pronto, yo te habré encontrado un novio que te podrá regalar el doceno más espléndido de que se haya hablado en la provincia. Óyeme, hijita. Se presenta una ocasión magnífica; puedes dar seis mil francos al Gobierno, y cobrar cada seis meses un interés de casi doscientos francos, libres de impuestos, sin pensar en reparaciones, ni en heladas, ni en pedriscos, sin nada de lo que estropea las rentas. ¿Tal vez te duele separarle de tu oro, ¡eh!, hijita? De todos modos, tráemelo. Yo te iré recogiendo piezas de oro, holandesas, portuguesas, rupias del Mogol, genovesas; y con las que te regalaré para los días de tu santo, verás como en tres años reconstituyes la mitad de tu tesoro. ¿Qué dices a eso, hijita? Levanta la nariz. Anda, ve a buscar la bolsita. Deberías besarme en los ojos en agradecimiento por haberte contado todos estos secretos y misterios de vida y de muerte para los escudos. Sí, sí, los escudos viven y bullen como los hombres; van, vienen, sudan, y trabajan…

Eugenia se levantó y después de dar unos cuantos pasos hacia la puerta, se volvió bruscamente y dijo:

—Ya no tengo mi oro.

—¡Que no tienes tu oro! —exclamó Grandet, alzándose sobre sus jarretes, como un caballo que oye un cañonazo a pocos pasos.

—No, ya no lo tengo.

—Te engañas, Eugenia.

—No.

—¡Por la memoria de mi padre! Cuando el tonelero soltaba este juramento, las tablas se estremecían.

—¡Santa Bárbara bendita! ¡La señora se ha puesto pálida! —gritó Nanón—. Grandet, tu cólera acabará por matarme —dijo la pobre mujer.

—¡Ta, ta, ta! ¡Las de tu familia no van de prisa en morirse! Eugenia, ¿qué ha hecho usted de sus monedas? —gritó abalanzándose hacia ella.

—Señor —exclamó la hija, echándose en las rodillas de la señora Grandet—, mi madre sufre mucho… ve usted… No la mate usted. Grandet se espantó al ver la palidez que cubría el rostro de su mujer, antes de un amarillo subido.

—Nanón, ven, ayúdame a acostarme —dijo la madre con voz débil—. Me muero…

Nanón se apresuró a dar el brazo a su dueña, Eugenia la sostuvo por el otro lado y no sin mil precauciones lograron subirla a su cuarto; pues se les desmayaba a cada escalón. Grandet se quedó solo.

Sin embargo, unos minutos después subió siete u ocho escalones y gritó:

—Eugenia, en cuanto tu madre esté acostada, haz el favor de bajar.

—Sí, padre.

No tardó en reaparecer, después de haber tranquilizado a su madre.

—¿Hija mía, vas a decirme dónde está tu tesoro?

—Padre, si resulta que no puedo disponer de los regalos que usted me hace, vale más que este napoleón vuelva a su mano —le dijo fríamente Eugenia, tomando la moneda que había quedado sobre la chimenea y presentándosela.

Grandet agarró el napoleón con viveza y se lo metió en el bolsillo.

—¡Creo que no te voy a dar nada nunca más! ¡Ni siquiera esto! —dijo haciendo chasquear la uña de su dedo pulgar, bajo los dientes—. ¿Ésas tenemos? ¿De modo que desprecias a tu padre? ¿De modo que no le tienes confianza? Por lo visto, no sabes lo que es un padre. Si no lo es todo para ti, es como si no fuese nada. ¿Dónde tienes el oro?

—Padre, le quiero y le respeto a pesar de su cólera; pero con toda mi humildad le haré observar que he cumplido veintidós años. Me ha dicho usted sobradas veces para que me entere, que soy mayor de edad. He hecho con mi dinero lo que me ha parecido y creo que está bien colocado…

—¿Dónde?

—Es un secreto inviolable. ¿No tiene usted sus secretos?

—Para algo soy el jefe de la familia. ¿Por ventura no puedo tener mis asuntos?

—Esto también es asunto mío.

—Mal asunto debe ser que no se lo puedas contar a tu padre, señorita Grandet.

—No lo hay mejor; pero no puedo decírselo a mi padre.

—Por lo menos, dime cuándo diste ese oro.

Eugenia meneó la cabeza negativamente.

—¿El día de tu cumpleaños aún lo tenías, verdad?

Eugenia, que se volvía tan astuta por amor como lo pudiera ser su padre por avaricia, repitió el mismo signo negativo.

—¡No se ha visto nunca una terquedad semejante! —dijo Grandet, con voz que fue en crescendo gradual hasta que retembló toda la casa. ¡Cómo es eso! Aquí, en mi propia casa, bajo mi propio techo, alguien te debe de haber quitado el oro, ¿y quiere que yo no averigüe quién es? El oro es cosa rara. Las muchachas más decentes pueden cometer faltas, pueden dar cualquier cosa, como se ve en casa de los grandes señores, e incluso entre la burguesía; pero dar oro, porque tú lo has dado a alguien, ¿eh?

Eugenia permaneció impasible.

—¡Habráse visto muchacha! ¿Soy o no soy tu padre, vamos a ver? Si lo has colocado, te han debido dar un recibo…

—¿Era o no libre de hacer lo que me pareciese bien? ¿No era mío?

—¡Pero eres una chiquilla!

—Mayor de edad.

Abrumado por la inflexible lógica de su hija, Grandet palideció, pataleó, blasfemó; luego, recobrando el uso de la palabra, gritó:

—¡Mala pécora! ¡Sabe que le quiero y por eso abusa! ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos! No es menester que lo digas: ¡habrás tirado nuestra fortuna a los pies de aquel desarrapado, que Dios confunda! ¡Maldita seas tú, maldito tu primo y tus hijos! De todo esto, fíjate bien, no va a salir nada bueno. Si lo hubieses dado a Carlos… Pero, no; no es posible que aquel mequetrefe me haya desvalijado…

Miró a su hija que permanecía muda y fría.

—¡No se moverá! ¡No pestañea siquiera! Es más Grandet que el propio Grandet. ¡Al menos, no diste el oro por nada! ¡Anda, explica!

Eugenia miró a su padre y le lanzó una mirada irónica que lo hirió en lo vivo.

—Eugenia, estás en mi casa, en casa de tu padre. Para seguir en ella debes someterte a sus órdenes. Los curas te mandan que me obedezcas. Eugenia bajó la cabeza.

—Me ofendes en lo que más quiero —prosiguió—. Sólo te quiero ver sumisa… Ve a tu cuarto. Estarás encerrada hasta que te dé permiso para salir. Nanón te llevará pan y agua. ¿Has oído? Pues, andando.

Eugenia se echó a llorar y corrió junto a su madre. Después de haber dado unas cuantas vueltas por el jardín nevado, sin resentirse del frío, Grandet sospechó que su hija debía de estar en el cuarto de su mujer; y, encantado de pillarla en falta, subió la escalera con la agilidad de un gato y apareció en la habitación de la señora Grandet en el momento en que ésta acariciaba los cabellos de Eugenia, cuya cabeza se hundía en el pecho materno.

—Consuélate, querida nena, tu padre se apaciguará.

—¡Ya no tiene padre! —dijo el tonelero—. ¿Somos usted y yo, señora Grandet los que hemos fabricado esta criatura tan desobediente? ¡Bonita educación y, sobre todo, religiosa! ¿Cómo es que no estás en tu cuarto? ¡Vamos, al encierro, señorita, al encierro!

—¿Me va usted a privar de mi hija, caballero? —dijo la señora Grandet descubriendo su rostro encendido por la fiebre.

—Sí quiere usted estar con ella llévesela, desalojen esta casa… ¡Mal rayo la parte dónde ha metido el oro!

Eugenia se levantó, miró a su padre con altivez y se metió en su cuarto que su padre se apresuró a cerrar.

—Nanón —gritó—, apaga el fuego de la sala.

Y se fue a sentarse en un sillón, junto a la chimenea de su mujer, mientras decía:

Sin duda se lo ha dado a ese miserable seductor de Carlos que no buscaba más que nuestro dinero.

La señora Grandet halló en el peligro que amenazaba a su hija y en su cariño por ella, la fuerza suficiente para permanecer aparentemente fría, sorda y muda.

—No sabía nada de todo esto —respondió volviéndose de cara a la pared para no soportar las miradas llameantes de su marido. Tu violencia me hace sufrir tanto que si he de creer mis presentimientos, no saldré de aquí más que con los pies por delante. Debían haberme ahorrado este disgusto a mí que, a sabiendas por lo menos, no te he causado jamás la menor pena. Tu hija te quiere y se me figura tan inocente como recién nacida; no la mortifiques, pues, y perdónala. Hace mucho frío: puedes ser responsable de una enfermedad grave.

—Ni la veré ni le hablaré. Se quedará en su cuarto encerrada a pan y agua hasta que haya desagraviado a su padre. ¡Qué diablos!, un jefe de familia debe saber a dónde va a parar el oro que sale de su casa. Tenía quizá las únicas rupias que había en Francia además genovesas, ducados de Holanda…

—¡Grandet, Eugenia es nuestra hija única y aunque las hubiese tirado al agua…!

—¡Al agua! —gritó el avaro—, ¡al agua! Estás loca señora Grandet. Lo dicho, dicho queda. Si quieres que vivamos en paz, haz que tu hija confiese, y averigua dónde ha echado el dinero. Las mujeres sabéis más de eso que los hombres. Sea lo que sea no me la voy a comer. ¿Me tiene miedo?, aunque se le hubiese ocurrido cubrir de oro a su primo de pies a cabeza, está en alta mar y no vamos a echar a correr para alcanzarlo…

—Pero, escucha, Grandet… Sobreexcitada por la crisis nerviosa que atravesaba por la desgracia de su hija, que aumentaba su ternura y aguzaba su inteligencia, la señora Grandet percibió un movimiento terrible del lobanillo de su marido; cambió de idea, sin cambiar de tono y concluyó así la frase comenzada:

—Pero, escucha, Grandet, ¿acaso tengo yo más imperio que tú sobre ella? No me ha dicho nada; en esto se te parece.

—¡Demontre! ¡Qué afilada tienes la lengua esta mañana! ¡Ta, ta, ta!, me parece que me estás desafiando. Seguramente las dos estáis de acuerdo.

Miró fijamente a su mujer.

—Si de veras quieres matarme, Grandet, no tienes más que continuar así. Te lo digo y te lo repetiré aunque tuviese que costarme la vida: ella tiene razón y tú no. Ese dinero era suyo, es seguro que ha dispuesto de él como Dios manda y sólo tiene el derecho de conocer nuestras buenas obras. Grandet, créame, vuelva a hacer las paces con tu hija… ¡Sólo así disminuirá el mal que me ha causado su cólera y tal vez me salvará la vida! ¡Devolvedme a mi hija, caballero, devolvédmela!

—Me largo —dijo él—. Esta casa resulta inhabitable; madre e hija hablan y argumentan como sí… ¡Uf! ¡Bonita felicitación de Año Nuevo! ¡Eugenia! —gritó—. Sí, llora, llora. Lo que estás haciendo te costará caro, ¿oyes? ¿De qué te sirve comerte a Dios seis veces al mes si después resulta que a escondidas de tu padre das el oro a un holgazán que te devorará el corazón cuando no te quede nada más que prestarle? Ya verán entonces lo que vale tu Carlitos con sus botas de tafilete y sus aires de currutaco. Desde el momento que se atreve a llevarse el tesoro de una pobre chica sin el consentimiento de sus padres, es señal que no tiene pizca de vergüenza.

Cuando se cerró la puerta de la calle, Eugenia salió de su cuarto y fue al lado de su madre.

—Tiene usted mucho valor para defender a su hija —le dijo.

—¿Ves a dónde nos llevan las cosas ilícitas? Me has obligado a decir una mentira.

—¡Oh, le pediré a Dios que todo el castigo recaiga sobre mí!

—¿Es verdad —dijo Nanón presentándose en el umbral, con cara de espanto—, que la señorita va a quedar castigada a pan y agua para el resto de sus días?

—¡Qué más da, Nanón! —dijo Eugenia tranquilamente.

—¿Cómo voy a comer yo nada si la hija de la casa está condenada a pan seco? No, no.

—No se hable más del asunto, Nanón —dijo Eugenia.

—Ya verá usted, voy a estar muda aunque tenga que morirme de hambre —dijo Nanón.

* * * *

Por la primera vez en veinticuatro años, Grandet comió solo.

—Ya le tenemos viudo —dijo Nanón—. Es poco agradable el estar viudo habiendo dos mujeres en la casa.

—No te metas en camisa de once varas. Cierra el pico o te echo. ¿Qué tienes en el fuego, que estoy oyendo algo que hierve?

—Estoy derritiendo grasa…

—Esta noche vendrá gente; enciende el fuego.

Los Cruchot, la señora Grassins y su hijo llegaron a las ocho y se sorprendieron de no ver a la señora Grandet ni a su hija.

—Su mujer está algo indispuesta; Eugenia la acompaña —respondió el viñador sin que su semblante expresase la menor emoción.

Al cabo de una hora consumida en charla sin importancia, la señora Grassins, que había subido a saludar a la señora Grandet, bajó y todos le preguntaron:

—¿Cómo sigue la señora Grandet?

—No del todo bien. Su estado de salud me inquieta. A su edad hay que tomar las mayores precauciones, señor Grandet.

—Ya veremos —respondió el viñador con aire distraído.

Salieron uno tras otro dándole las buenas noches. Cuando estuvieron en la calle, la señora Grassins dijo a los Cruchot:

—En esta casa ocurre algo nuevo. La madre está muy mal, y no se da cuenta siquiera. La chica tiene los ojos hinchados, como si hubiera llorado mucho tiempo. ¿Querrán casarla contra su voluntad?

* * * *

Cuando el viñador estuvo en cama, Nanón, en zapatillas de lana y andando de puntillas, llegóse al cuarto de Eugenia y le destapó un pastel hecho para ella.

—Tenga usted, señorita —dijo la bondadosa criada—, Cornoiller me ha regalado una liebre. Usted come tan poco que este pastel le va a durar ocho días; y con la helada no hay miedo de que se estropee. Así, por lo menos, no estará usted a pan duro. No es sano.

—¡Pobre Nanón! —dijo Eugenia, estrechándole la mano.

—Me he esmerado en hacerlo bien sabroso y él no ha notado nada. He comprado la manteca, el laurel, todo con cargo a mis seis francos; me parece que puedo hacerlo.

Se retiró en seguida porque creía oír a Grandet.