Capítulo IX

A la mañana siguiente, la familia, reunida a las ocho para el desayuno, ofreció por primera vez, el cuadro de una verdadera intimidad. La desgracia se había cuidado de acercar a la señora Grandet, a Eugenia y a Carlos; la propia Nanón simpatizaba con ellos sin advertirlo. Los cuatro empezaban a formar una misma familia. Y el viejo viñador, desde el momento en que su avaricia quedó satisfecha y tuvo la certeza de que el petimetre iba a partir pronto sin obligarle a pagar más que el viaje hasta Nantes, no se preocupó casi de su permanencia en la casa. Dejó que los dos chiquillos, así llamaba a Carlos y a Eugenia, se portasen como quisiesen bajo la mirada tutelar de la señora Grandet, en la que, por lo demás, tenía plena confianza por lo que atañe a la moral pública y religiosa. El alineamiento de sus prados y de las cunetas junto a las carreteras, sus plantaciones de álamos a orillas del Loire y las labores de invierno en Froidfond le absorbieron del todo.

Desde aquel momento empezó para Eugenia la primavera de amor. Aquella noche en que la prima había entregado su tesoro a su primo, con el tesoro, había entregado su corazón. Cómplices los dos del mismo secreto, sus miradas expresaban una mutua inteligencia que ahondaba sus sentimientos y se los tornaba más íntimos, mejor compartidos, colocándolos a los dos, por decirlo así, fuera de la vida ordinaria. El parentesco no autorizaba una cierta dulzura en las palabras, una cierta dulzura en las miradas. Eugenia, creyéndolo así se complacía en adormecer los sufrimientos de su primo bajo las alegrías infantiles de un amor naciente. ¿No existen graciosas semejanzas entre los comienzos del amor y los de la vida? ¿No se le cuentan historias maravillosas que doran su porvenir? ¿La esperanza no despliega para él sus alas radiantes? ¿No pasa el día entre llantos de dolor y llantos de gozo? ¿No arma disputas por naderías, por unos guijarros con que intenta construirse un vacilante palacio, por unos tallos que olvidará apenas cortados? ¿No está impaciente por devanar la madeja del tiempo y adelantar en la vida? El amor es nuestra segunda metamorfosis. Infancia y amor fueron la misma cosa para Eugenia y Carlos: fue la primera pasión con todas sus puerilidades, tanto más acariciante para sus corazones cuanto más llenos estaban de melancolía. Agitándose al nacer bajo sus crespones de luto, aquel amor no estaba por ello menos en armonía con la sencillez de la vida provinciana de aquel caserón en ruinas.

Al cruzar unas palabras con su prima junto al brocal del pozo, en aquel desierto; al quedar en el jardincillo, sentados en un banco cubierto de musgo, hasta la caída de la tarde, dedicados a decirse pequeñeces sin cuento, o recogidos en la calma que reinaba entre los murallones de la casa, como bajo las arcadas de una iglesia, Carlos comprendió la santidad del amor; porque su gran señora, su querida Anita no le había dado a conocer más que sus turbulentas emociones. En aquel momento se despedía de la pasión parisiense, coqueta, brillante, vanidosa para pasar al amor puro y verdadero. Se prendó de aquella casa cuyas costumbres ya no le parecieron tan ridículas. Bajaba temprano para poder hablar con Eugenia unos momentos antes de que Grandet fuese a distribuir las provisiones; y cuando el paso del extonelero resonaba en la escalera, se refugiaba en el jardín. La módica malicia de aquella cita matinal, secreta para la misma Eugenia y de la que Nanón hacía que no se daba cuenta, comunicaba a su amor, uno de los más inocentes del mundo, la viveza de los placeres prohibidos.

Luego, cuando terminado el desayuno, el señor Grandet se iba a ver sus propiedades y sus explotaciones, Carlos quedaba entre madre e hija, y experimentaba una delicia desconocida hasta entonces, con sólo ayudarlas a devanar una madeja, con sólo verlas trabajar y escuchar su charla. La simplicidad de aquella vida casi monástica, que le revelaba la belleza de aquellas almas para las cuales el mundo no existía, le conmovió profundamente. Había imaginado que tales costumbres están imposibles en Francia y sólo había admitido su existencia en Alemania y aun en la Alemania fabulosa que pinta Augusto Lafontaine en sus novelas. Para él, Eugenia no tardó en convertirse en la ideal Margarita de Goethe[70], pero sin haber cometido la falta. De día en día sus miradas, sus palabras conquistaron a la pobre muchacha que se abandonó con delicia a la corriente del amor; se cogía a su felicidad como el nadador, para salir del río, se agarra a la rama de sauce que pende sobre la orilla. ¿No veía aquellas horas tan dichosas como fugitiva nubladas ya por la pena de la próxima ausencia? No pasaba día que de un modo u otro no les recordase la separación inminente.

Tres días después de la partida de Grassins, para París, Grandet condujo a Carlos al Tribunal de primera instancia con toda la solemnidad que los provincianos suelen dar a semejantes pasos, para que firmase la renuncia a la sucesión de su padre. ¡Repudio terrible!, especie de apostasía doméstica. Fue también a casa de Cruchot para otorgar dos poderes, uno a favor de Grassins, otro a favor de un amigo al que encargó la venta de su mobiliario. Después tuvo que ocuparse de las diligencias necesarias para obtener un pasaporte para el extranjero. Cuando llegaron los sencillos trajes de luto que Carlos había pedido a París, llamó a un sastre de Saumur y le vendió su vestuario inútil. Este acto agradó singularmente al tío Grandet.

—¡Ah, ahora sí que te veo como un hombre que tiene que embarcar y que quiere hacer fortuna! —le dijo al verlo vestido con una levita de burdo paño negro—. ¡Bien, muy bien!

—Puede usted creer, caballero, que sabré tener el ánimo que corresponde a mi estado.

—¿Qué es esto? —preguntó el avaro, cuyos ojos se encendieron al ver el puñado de oro que le mostró Carlos.

—Señor, he reunido mis botones, mis anillos, todas las cosas superfluas que poseo y que representan algún valor; pero como no conozco a nadie en Saumur, quería rogarle a usted esta mañana que…

—¿Qué le comprase eso? —dijo Grandet interrumpiéndole.

—No, tío que me indicase un hombre honrado para…

—Déme esto, sobrino; yo me lo llevo arriba y en un momento le calculo su valor, céntimos más o meros. Una joya de oro —agregó examinando una larga cadena—, dieciocho quilates.

El extonelero tendió su manaza y se llevó el puñado de oro.

—Prima —dijo Carlos—, permítame que le ofrezca estos dos botones que le podrán servir para sujetar una cinta a su muñeca. Es una especie de brazalete que ahora está muy de moda.

—Acepto sin cumplidos, querido primo —dijo ella lanzándole una mirada de inteligencia.

—Tía, este dedal fue de mi madre y yo lo guardaba piadosamente en mi necessaire de viaje —dijo Carlos ofreciendo un lindo dedal de oro a la señora Grandet, que hacía diez años que suspiraba por uno.

—¡No sabes cómo te lo agradezco, sobrino mío! —dijo la madre, cuyos ojos se humedecieron de lágrimas—. Día y noche no dejaré de rezar por ti la oración de los viajeros. Si yo muriese, Eugenia te conservaría esta joya.

—Sobrino, esto vale novecientos ochenta y nueve francos con sesenta céntimos —dijo Grandet abriendo la puerta—. Pero para ahorrarle a usted el trabajo de venderlo, yo le descontaré a usted su importe… en libras.

La expresión en libras, significa en el litoral del Loire, que los escudos de seis libras deben ser aceptados por seis francos, sin deducción.

—No me atrevía a proponérselo —contestó Carlos—; _pero me repugnaba tener que ir a malvender mis joyas en la ciudad en que usted vive. Napoleón decía que la ropa sucia hay que lavarla en casa. Le agradezco, pues, su benevolencia.

Grandet se rascó la oreja y se produjo un momento de silencio.

—¡Querido tío! —volvió a decir Carlos mirándolo con cierta inquietud, como si hubiese temido herir su susceptibilidad—, mi prima y mi tía han querido aceptar un insignificante recuerdo mío; hágame usted el favor de aceptar unos gemelos de camisa que ya no voy a necesitar: le ayudarán a recordar a un pobre muchacho que, lejos de aquí, no podrá menos de pensar en los que desde hoy constituyen su única familia.

—Muchacho, no es justo que te desprendas de todo esto de esta manera…

Estaba sorprendido.

—¿Con qué te ha obsequiado a ti, señora Grandet? —le preguntó volviéndose con avidez hacia ella. ¡Ah!, un dedal de oro. ¿Y a ti, hija mía? ¡Anda, broches de diamantes! Voy a quedarme con tus gemelos prosiguió estrechando la mano de Carlos—. Pero… vas a permitir que te pague… sí, señor… que te pague tu pasaje a América. Sí, quiero pagarte el pasaje. Tanto más cuanto al estimar tus joyas yo sólo he contado el oro en bruto y tal vez den algo también por el trabajo. Nada: asunto concluido. Te daré mil quinientos francos… en libras que Cruchot me prestará, porque yo en casa no tengo un céntimo, como no sea que Perrotet, que anda retrasado, me pague su arrendamiento. Lo mejor será que me llegue a verle.

Tomó el sombrero y los guantes y salió.

—¿De veras será usted capaz de marcharse? —le dijo Eugenia dirigiéndole una mirada de admiración.

—Es preciso —respondió él agachando la cabeza.

De unos días a aquella parte la actitud, los modales y las palabras de Carlos eran los de un hombre profundamente afligido; pero que al sentir el peso de inmensas obligaciones, extrae de su desgracia un valor nuevo. Ya no suspiraba; se había hecho hombre. Cuando Eugenia formó mejor concepto de su carácter fue cuando lo vio bajar de su cuarto vestido con su traje de paño negro que tan bien sentaba a su rostro pálido y a su sombrío continente. Aquel mismo día las dos mujeres se vistieron de luto y asistieron con Carlos a un Requiem celebrado en la parroquia por el alma del difunto Guillermo Grandet.

A la hora del almuerzo Carlos recibió cartas de París y las leyó.

—¿Qué tal, primo, está usted contento de sus asuntos? —le preguntó Eugenia en voz baja.

—No hagas nunca preguntas de esta clase, hija mía —observó Grandet—. ¡Demontre! Yo, que soy tu padre, no te cuento nada de mis asuntos, ¿a santo de qué vas a meter las narices en los de tu primo? Deja en paz al muchacho.

—¡Oh! Yo no tengo secretos —dijo Carlos.

—¡Ta, ta, ta! Aprende que en el comercio conviene saber no tener la lengua suelta.

Cuando los enamorados se quedaron solos en el jardín, Carlos dijo a Eugenia mientras la llevaba al viejo banco en que se sentaron bajo el nogal:

—No me equivoqué al confiar en Alfonso; se ha portado maravillosamente. Ha cumplido mis encargos con lealtad y prudencia. No debo nada en París; todos mis muebles se han vendido bien y me anuncia que, siguiendo los consejos de un capitán de barco, ha empleado los tres mil francos que me han quedado en una pacotilla[71] compuesta de curiosidades europeas que podré vender con provecho en las Indias. Ha expedido mis paquetes a Nantes, donde hay un barco que toma carga para Java. Dentro de cinco días, Eugenia, tendremos que despedirnos tal vez para siempre, desde luego para mucho tiempo. Mi pacotilla y diez mil francos que me mandan dos de mis amigos constituyen una base bien menguada. No puedo soñar en estar de vuelta, antes de unos cuantos años. Mi querida prima, no ates tu vida a la mía; puedo morir, quién sabe si se te presentará un buen partido…

—¿Me ama usted?… —dijo ella.

—¡Oh, sí, mucho! —respondió él, con un acento hondo que revelaba igual hondura de sentimiento.

—Pues entonces, esperaré, Carlos. ¡Dios santo! Mi padre está en su ventana —dijo ella, conteniendo a su primo que se acercaba para besarla.

Eugenia se refugió bajo la bóveda y Carlos la siguió; al verlo se retiró al pie de la escalera y abrió la puerta; luego, sin saber cómo hallóse junto al cuchitril de Nanón, en el sitio más oscuro del corredor; allí, Carlos la tomó la mano, la atrajo sobre su corazón, la ciñó la cintura y la apretó dulcemente contra su cuerpo. Eugenia dejó de resistir; recibió y devolvió el más puro, el más suave y también el más franco de todos los besos.

—¡Querida Eugenia!, un primo es algo mejor que un hermano, pues puede hacerte su mujer —le dijo Carlos.

—¡Así sea! —gritó Nanón abriendo la puerta de su cuchitril.

Los dos enamorados, despavoridos, huyeron a la sala donde Eugenia se puso otra vez a trabajar en su labor y Carlos a leer las letanías de la Virgen y el breviario de la señora Grandet.

—¡Bueno! —dijo Nanón—. Ya estamos haciendo todos nuestras oraciones.

Así que Carlos hubo anunciado su marcha, Grandet se puso en movimiento para dar a entender que sentía por él un vivo interés; mostróse liberal por cuanto no le costaba nada, se ocupó de encontrarle un embalador y a renglón seguido, dijo que pretendía vender sus cajas demasiado caras; entonces se empeñó en hacerlas él mismo, con viejas tablas que tenía a mano. Se levantaba al amanecer para cepillar, ajustar y clavetear; al fin salieron de sus manos unas sólidas cajas en las que acomodó los efectos de Carlos; se encargó también de asegurarlos, de que los embarcasen Loire abajo y de que llegasen a Nantes en tiempo oportuno.

Después de aquel beso dado y recibido en el corredor las horas se deslizaban para Eugenia con una espantosa rapidez. A ratos quería partir con su primo. Quien sepa lo que es una pasión devoradora, una pasión cuyo plazo se acorta cada día por culpa de la edad, del tiempo, de un enfermedad mortal, por cualquiera de las fatalidades humanas, comprenderá los tormentos de Eugenia. Lloraba a menudo, mientras paseaba por aquel jardín que ahora le resultaba angosto, así como el patio, la casa, la ciudad; su alma se lanzaba de antemano hacia la vasta extensión de los mares. Por fin llegó la víspera de la partida. Por la mañana, en ausencia de Grandet y de Nanón, el cofrecillo que contenía los dos retratos fue, solemnemente depositado en el único cajón del baúl que cerraba con llave y en que estaba la cosa ahora vacía. El acto de encerrar aquel tesoro no se llevó a cabo sin cantidad de besos y de lágrimas. Cuando Eugenia puso la llave en su pecho, no tuvo valor para impedir que Carlos la besara para sellar el acto.

—De aquí no saldrá, amigo mío.

—También queda aquí mi corazón.

—¡Ah Carlos, esto no está bien! —dijo ella con un acento de reproche.

—¿No estamos casados? —contestó él—. Tengo tu palabra; toma tú la mía. Soy tuyo para siempre…

—Soy tuya para siempre —contestó ella, casi al unísono.

Ninguna promesa de las que se han cruzado sobre la tierra fue tan pura como ésta: el candor de Eugenia había santificado momentáneamente el amor de Carlos… A la mañana siguiente, el desayuno fue triste. A pesar de la bata dorada y de una piedrecita que Carlos regaló a Nanón, ésta, dando rienda suelta a sus sentimientos, no pudo menos de llorar.

—¡Ese pobre caballero tan lindo que se va a navegar…! ¡Dios le proteja!

A las diez y media la familia se puso en marcha para acompañar a Carlos hasta la diligencia de Nantes. Nanón cerró la puerta, después de soltar al perro y se empeñó en llevar el saco de mano de Carlos. Todos los tenderos de la vieja calle estaban en el umbral de sus tiendas para ver pasar aquella comitiva, a la que se juntó en la plaza el notario Cruchot.

—No vayas a llorar, Eugenia —le dijo su madre.

—Sobrino mío —dijo Grandet, al besar a Carlos en ambas mejillas—, se va usted pobre, pero trabaje y volverá rico. Encontrará a salvo el honor de su padre. Yo, Grandet, se lo garantizo. Entonces, sólo de usted dependerá que…

—¡Ah, tío, cómo endulza usted la amargura de esta partida! ¿No es éste el mejor regalo que puede hacerme?

Sin comprender las palabras del viejo tonelero que había interrumpido, Carlos esparció sobre la cara de su tío lágrimas de agradecimiento, mientras Eugenia estrechaba con todas sus fuerzas la mano de su primo y la de su padre. Sólo el notario sonrió admirando la astucia de Grandet, porque sólo él había comprendidos sus intenciones. Los cuatro saumurenses rodeados de algunas personas, se quedaron ante el coche hasta que arrancó; luego, cuando desapareció en el puente y sólo se oía el ruido de las ruedas, el viñador dijo:

—¡Buen viaje!

Por suerte, el único que oyó esta exclamación fue maese Cruchot. Eugenia y su madre habían andado unos pasos hasta un punto del muelle, desde donde aún se divisaba la diligencia, y agitaban sus pañuelos blancor, signo a que correspondía Carlos desplegando el suyo.

—¡Madre mía, por un momento quisiera tener el poder de Dios! —dijo Eugenia en el instante en que se dejó de ver el pañuelo de Carlos.

* * * *

Para no interrumpir el curso de los acontecimientos que se desarrollaron en el seno de la familia Grandet, es necesario que, por adelantado, demos un vistazo a las operaciones que el extonelero llevó a cabo en París por mediación de Grassins. Un mes después de la marcha del banquero, Grandet poseía una inscripción de cien mil libras de renta comprada a ochenta francos precio neto. Los datos que procura el inventario establecido después de su muerte no han permitido aclarar nunca cuáles fueron los medios que le inspiró su desconfianza para trocar el precio de la inscripción por la propia inscripción. Maese Cruchot supone que fue Nanón, sin enterarse de ello, la que sirvió de instrumento fiel para semejante traslado de fondos. Hacia aquella época, la sirviente estuvo ausente cinco días, bajo pretexto de ir a guardar algo en Froidfond, como si el viñador fuese capaz de haber dejado algo sin guardar. En lo que atañe a las previsiones del tonelero se realizaron.

Como todo el mundo sabe, en el Banco de Francia, existen informes exactísimos sobre las grandes fortunas así de París como en los departamentos. Constaban en sus registros los nombres de Grassins y de Félix Grandet de Saumur que gozaban de la estima que los financieros otorgan a las celebridades financieras que descansan sobre inmensas propiedades territoriales, libres de hipotecas. La sola llegada, pues, del banquero de Saumur, con el encargo, se decía, de liquidar honorablemente la Casa Grandet de París, bastó para evitar a la sombra del desgraciado negociante la vergüenza de los protestos[72]. Se levantó el embargo judicial en presencia de los acreedores, y el notario de la familia pudo proceder normalmente a hacer el inventario de la herencia. No tardó Grassins en reunir a los acreedores que, unánimemente, nombraron liquidador al banquero de Saumur, conjuntamente con Francisco Keller, jefe de una opulenta casa que tenía cuantiosos intereses en el asunto, y les dieron amplios poderes para salvar, a la vez, el honor de la familia y los créditos. El crédito de Grandet de Saumur, las esperanzas que, por mediación de Grassins, sembró en el corazón de los acreedores, facilitaron el arreglo; ni uno solo entre tantos acreedores se mostró recalcitrante. Nadie pensaba en hacer pasar su crédito a la cuenta de pérdidas y ganancias, porque cada cual se decía:

«¡Grandet de Saumur pagará!»

Pasaron seis meses. Los parisienses habían retirado sus efectos de la circulación y los conservaban en el fondo de sus carteras. El primero de los resultados que buscaba el tonelero estaba conseguido. Nueve meses después de la primera asamblea, los liquidadores distribuyeron el cuarenta y siete por ciento a cada acreedor. Esta suma se obtuvo mediante la venta de valores, posesiones, bienes y objetos pertenecientes al difunto Guillermo Grandet, venta que fue llevada a cabo con una fidelidad escrupulosa. Los acreedores se complacieron en reconocer la admirable e indisoluble honorabilidad de los Grandet. Cuando tales alabanzas acabaron de dar la vuelta a París, los acreedores reclamaron el resto de su dinero. Para ello escribieron una carta colectiva a Grandet.

—¡Aquí os quiero ver! —dijo el extonelero tirando la carta al fuego—; paciencia, amiguitos.

En contestación a las proposiciones contenidas en aquella carta, Grandet de Saumur exigió que se depositasen en casa del notario todos los documentos de crédito existentes contra la herencia ele su hermano, junto con un recibo de los pagos ya realizados, a pretexto de revisión de cuentas y con el fin de establecer el verdadero estado de la sucesión. Aquel depósito provocó mil dificultades. Generalmente, el acreedor es una especie de maniático. Hoy está a punto de transigir, mañana querría entrar a sangre y fuego; más tarde se hace de pasta flora. Hoy su mujer está de buen humor, su benjamín tiene el primer diente, en la casa todo va como una seda, el hombre no quiere perder un céntimo. Al día siguiente llueve, no puede salir, está melancólico, dice que sí a todas las proposiciones que son adecuadas para terminar un asunto. Al otro día, exige garantías; a fin de mes, hecho un verdugo, pretende ejecutar a todo bicho viviente. Inquieto como el gorrión del cuento en cuya cola se invita a los niños a depositar un grano de sal, el acreedor le da vuelta a la imagen y opina que el verdadero gorrión inaprensible es su crédito. Grandet tenía muy observadas las variaciones atmosféricas de los acreedores y los de su hermano no defraudaron uno solo de sus cálculos.

—Perfectamente, ¡así va! bendecía Grandet, frotándose las manos, al informarse del caso en las cartas que le escribía Grassins.

Otros que sólo consintieron en hacer el depósito a condición de que constasen sus derechos sin renunciar a ninguno ni siquiera al de promover la declaración de quiebra. Nueva correspondencia hasta que Grandet consintió aceptar las reservas solicitadas. Mediante dicha concesión los acreedores mansos hicieron entrar en vereda a los bravos. Se verificó por fin el depósito no sin algunas quejas.

—¡Ese buen hombre —se le dijo a Grassins—, se está burlando de usted y de nosotros!

A los veintitrés meses de la muerte de Guillermo Grandet, muchos comerciantes arrastrados, por la corriente de los negocios habían olvidado el cobro de sus créditos o sólo se acordaban de ellos para decir:

—Empiezo a temer que el cuarenta y siete por ciento es todo lo que habré sacado de este desdichado asunto.

El tonelero había calculado la potencia del tiempo que, como él decía, era un diablo amigo. Al cabo del tercer año, Grassins comunicó a Grandet haber conseguido de los acreedores que, mediante el pago de un diez por ciento sobre el saldo de dos millones cuatrocientos mil francos, estuviesen dispuestos a devolver sus títulos. Grandet contestó que el notario y el agente de cambio que con sus espantosas quiebras habían causado la muerte de su hermano, aún estaban vivos y podían hallarse nuevamente a flote; convenía acosarlos a fin de ver de sacar algo con que aminorar el déficit.

Al terminar el cuarto año ese déficit se había reducido a un millón cien mil francos. Se entablaron entre los liquidadores y las acreedores, entre los liquidadores y Grandet conversaciones que duraron seis meses. En fin, que, cediendo a los apremios, Grandet de Saumur respondió a los dos liquidadores hacia el noveno mes de aquel año, que su sobrino que había hecho fortuna en las Indias, le había manifestado la intención de pagar íntegramente las deudas de su padre; no podía, por consiguiente, tomar a su cargo la terminación del asunto sin antes consultarlo: estaba esperando una respuesta. A mediados del quinto año y Grandet continuaba teniendo en jaque a los acreedores a base de soltarles, de vez en cuando, la palabra, íntegramente: el sublime tonelero reía para sus adentros, sonreía por fuera con finura, soltaba un terno y murmuraba: «¡Esos parisienses!…».

Pero a aquellos acreedores les estaba reservada una suerte única en los anales del comercio. Cuando llega el momento en que los acontecimientos de esta historia los traen de nuevo a escena, los encontramos en la misma situación en que Grandet los había mantenido.

Cuando las rentas públicas llegaron a ciento quince, el tío Grandet vendió, retiró de París cerca de dos millones cuatrocientos mil francos en oro que se reunieron a sus barrilitos con los seiscientos mil francos de intereses compuestos que le habían procurado sus inscripciones. Grassins vivía en París y vamos a explicar por qué. En primer lugar, había sido elegido diputado: en segundo lugar, siendo padre de familia y cansado por la aburrida existencia de Saumur, se enamoró de Florina, una de las actrices más bonitas del Teatro de Madame, y él volvió a caer en los viejos hábitos de su vida militar. Inútil hablar de su conducta: en Saumur se la juzgó profundamente inmoral. Su mujer se congratuló de la separación de bienes que sobrevino, así como de verse con cabeza suficiente para dirigir la casa de Saumur, cuyos negocios continuaron con su nombre, y de este modo reparar las brechas abiertas en su fortuna por las locuras de Grassins. Los cruchotistas se dieron tal maña en empeorar la situación de la casi viuda, que ésta no tuvo más remedio que casar muy medianamente a su hija y que renunciar a la boda de su hijo con Eugenia Grandet. Adolfo se reunió en París con su padre y, según dicen, fue por mal camino. Los Cruchot triunfaron.

—Su marido no tiene seso —decía Grandet al prestar con las debidas garantías, una cantidad a la señora de Grassins—. La compadezco a usted sinceramente; es usted digna de mejor suerte.

—¡Ah, caballero! —contestó la pobre señora—, ¿quién me iba a decir que el día que salió de su casa de usted para trasladarse a París corría a su ruina?

—Dios es testigo, señora, de que hice cuanto pude para obligarle a desistir de ese viaje. El señor presidente quería a toda costa encargarse del asunto. Ahora ya sabemos por qué su marido tenía tanto empeño en ir a París.

De este modo, Grandet liquidaba una deuda moral no tenía nada que agradecer a Grassins.

* * * *

En cualquier situación, las mujeres tienen más motivos de sufrimiento que los hombres y padecen más que ellos. El hombre cuenta con la fuerza y con el ejercicio de su pujanza: actúa, piensa, abarca el porvenir del que obtiene consuelos. Es lo que hacía Carlos. Pero la mujer se queda quieta, cara a cara con su dolor; nada la distrae; desciende hasta el fondo del abismo, lo mide y a menudo lo colma con sus anhelos y sus lágrimas. Es lo que hacía Eugenia. De este modo se iniciaba en su destino. Sentir, amar, sufrir, sacrificarse, éste será siempre el texto de la vida femenina. Y Eugenia debía ser mujer en todo, excepto en su aptitud para consolarse. Su dicha, reunida como los «clavos esparcidos por la muralla», según la sublime expresión de Bossuet, ni un día colmó el cuenco de su mano. Las penas, que nunca se hacen esperar, para ella madrugaron. Al día siguiente de la marcha de Carlos, la casa Grandet recobró su fisonomía para todos, menos para Eugenia que se sobrecogió de sentirla tan vacía. Sin que su padre se enterase, consiguió que la habitación de Carlos quedase en el estado en que la dejara. La señora Grandet y Nanón se prestaron de buena gana a conservar aquel statu quo.

—¿Quién sabe si volverá más pronto de lo que esperamos? —dijo ella.

—¡Ah, querría ya que volviese a estar aquí! —contestó Nanón—. ¡Me había acostumbrado a verlo! Era un señorito tan bueno, tan dulce, casi tan lindo y tan rizado como una chica.

Eugenia miró a Nanón.

—¡Virgen santa! ¡Señorita, no ponga usted estos ojos que serán la perdición de su alma! No mire usted el mundo de ese modo.

Desde aquel día, la belleza de la señorita Grandet tomó un carácter nuevo. Los graves pensamientos de amor que poco a poco invadían su alma, la dignidad de la mujer amada, dieron a sus rasgos una especie de resplandor que los pintores suelen expresar mediante la aureola. Cuando todavía no conocía a su primo se podía comparar a Eugenia a la Virgen antes ele la concepción; cuando su primo se marchó, se la podía comparar a la Virgen Madre: había concebido el amor. Esas dos Marías, tan diferentes y tan bien representadas por ciertos pintores españoles, constituyen una de las más brillantes personificaciones del cristianismo.

Al volver de la misa que oyó al día siguiente de la marcha de Carlos y que había prometido seguir oyendo todos los días, compró en la librería un mapamundi y lo clavó junto a su espejo para poder seguir a su primo camino de las Indias, para mejor imaginar que se metía en su barco y que le dirigía mil preguntas:

«¿Estás bien? ¿No sufres? ¿Piensas en mí cuando miras una estrella que me has enseñado a conocer y admirar?»

Por las mañanas quedábase pensativa, a la sombra del nogal, sentada en el banco de madera carcomido y cubierto de musgo gris, en que se habían dicho tantas cosas, tantas boberías inolvidables, donde habían levantado tantos castillos de ensueño. Pensaba en el porvenir mirando al cielo por el espacio que quedaba entre las tapias; después fijaba la vista en el viejo muro y en el tejado que cubría la habitación de Carlos. Era el amor, el amor solitario, el amor verdadero que se desliza en todos los pensamientos y se convierte en sustancia o, como hubiesen dicho nuestros padres, en tejido de la vida. Cuando los supuestos amigos de Grandet venía y a la noche a jugar la partida habitual, Eugenia simulaba alegría; pero la mañana se la pasaba hablando de Carlos con su madre y con Nanón. Nanón había comprendido que podía compadecerse de los sufrimientos de su señorita sin faltar a los deberes para con su viejo dueño. Y decía:

—Si yo hubiese tenido un hombre mío, lo habría… seguido hasta el infierno. Lo habría… ¡qué sé yo!… Bueno: habría querido matarme por él; pero… ni por ésas. Moriré sin saber qué es la vida. ¿Querrá usted creer, señorita que ese vejestorio de Cornoiller, que no deja de ser un buen hombre, me está buscando las vueltas? No por mí, no; por mis rentas, como los que vienen aquí a oler los escudos del señor, mientras parece que le están haciendo la corte a usted. Pero a mí no me la dan; soy fina aunque me vea usted gruesa como una torre. Bueno, pues, a pesar de todo, aun sabiendo que no es cariño, me gusta.