«Mi padre se va» —se dijo Eugenia, quien escuchó todo lo que se llevó a cabo desde el alto de la escalera.
Había renacido el silencio en toda la casa y el coche, cuyo traqueteo menguaba por momentos, no tardó en alejarse de Saumur dormido. En aquel momento Eugenia, oyó en su corazón, antes de percibirlo con el oído, un lamento que atravesó los tabiques y procedía del cuarto de su primo. Por la rendija de la puerta, pasaba una línea luminosa delgada como el filo de un sable y cortaba horizontalmente los balaústres[65] de la vieja escalera.
«¡Cómo sufre!» —se dijo ella subiendo tres escalones.
Un segundo gemido la obligó a subir hasta el descansillo de la escalera. La puerta estaba entreabierta; la empujó. Carlos dormía con la cabeza fuera del viejo sillón; su mano, que había dejado caer la pluma, casi rozaba el suelo. La respiración entrecortada del joven, producida por la incomodidad de su postura, alarmó a Eugenia que entró impulsivamente.
«Debe de estar fatigadísimo» —se dijo, mirando una docena de cartas ya cerradas. Leyó las direcciones:
A los señores Farry y Cía., constructores de coches.
Al señor Buisson, sastre, etc.
«Sin duda, arregla sus asuntos antes de salir de Francia», pensó.
Su mirada cayó sobre dos cartas abiertas. Estas palabras que encabeza una de ellas: «Mi querida Anita…» le causaron un deslumbramiento. Palpitó su corazón y sus pies se incrustaron en el suelo.
«¡Su querida Anita! ¡Ama y es amado! ¡Adiós, mi esperanza…! ¿Qué le debe decir…?»
Tales ideas atravesaron, a la vez, el corazón y la cabeza. Veía escritas en todas partes aquellas palabras, hasta sobre los cristales, en letras de fuego.
«¡Tener ya que renunciar a él! —dijo—. No, no leeré esa carta. Debo retirarme. ¡Pero qué ganas tengo de leerla!».
Miró a Carlos, le tomó suavemente la cabeza, la colocó sobre el respaldo del sillón; él se dejaba manejar como un niño que, aun en sueños, reconoce a su madre y acepta, sin despertarse, sus cuidados y sus besos Como una madre, Eugenia levantó la mano que le colgaba, y como una madre, le besó dulcemente el cabello. «¡Querida Anita!». Un demonio no paraba de gritar aquellas dos palabras junto a su oído.
«Sé que tal vez obro mal, pero voy a leerla», se dijo.
Eugenia volvió la cabeza, como obedeciendo a la protesta de su noble delicadeza. Por primera vez en su vida, el bien y el mal se enfrentaban dentro de su corazón. Hasta aquel momento no tenía que avergonzarse de ningún acto. Se dejó arrastrar por la curiosidad y por la pasión. A cada frase, sintió dilatársele las venas, y el picante ardor que animó su vida durante aquella lectura le hizo más gustosos los placeres del primer amor:
Mi querida Anita:
Nada en el mundo debía separarnos, salvo la desgracia que me abruma y que ninguna prudencia humana pudo prever. Mi padre se ha suicidado, su fortuna y la mía están completamente perdidas. Me hallo huérfano a una edad en que, por la índole de la educación que he recibido, puedo pasar por un niño; y tengo, no obstante, que levantarme, como un hombre, del abismo en que he caído. He empleado una parte de la noche en hacer mis cálculos. Si, como debo, quiero salir de Francia como una persona honrada, no me quedan ni cien francos para ir a probar suerte en las Indias o a América. Sí, mi pobre Ana, iré a buscar fortuna en los climas más mortíferos que existen, Según me han dicho, bajo tales cielos la fortuna es segura y rápida. Quedarme en París me sería imposible. ¡Ni mi alma ni mi cara han nacido para soportar las afrentas, la frialdad, el desdén, que esperan al hombre arruinado, al hijo del quebrado! ¡Dios mío, vivir debiendo dos millones…! Sucumbiría en un duelo a la primera semana. No volveré, pues a París. Tu amor, por tierno y abnegado que sea, no puede hacerme retroceder. ¡Ah, mi adorada amiga!, no tengo dinero suficiente par ir a donde te hallas; para darte y recibir un último beso en el que recogería el valor necesario para mi empresa…
«¡Pobre Carlos, hice bien en leerla! Tengo oro y se lo daré», se dijo Eugenia.
Reanudó la lectura después de secarse las lágrimas.
No había pensado aún en las contrariedades de la miseria. Si consigo los cien luises que me hacen falta para el viaje, no tendré un sueldo siquiera para procurarme un poco de equipaje. ¡Pero, no! No tendré ni cien luises, ni un luís; no sabré la cuantía de mi saldo hasta que hayan liquidado mis deudas en París. Si, nada tengo, me dirigiré tranquilamente a Nantes y allí embarcaré como simple marinero, y empezaré al otro lado del mar como han empezado los hombres jóvenes que, partieron con las manos vacías; y han vuelto ricos. Desde esta mañana veo fríamente mi porvenir. Para mí es más horrible que para cualquier otro; ¡criado por una madre que me adoraba, mimado por un padre como no hubo otro, para colmo, entro en el mundo y me encuentro con el amor de una Ana! Sólo he conocido las flores de la vida; tanta felicidad no podía durar. Y, no obstante, querida Anita, me siento animado por un valor que no parece propio de un muchacho acostumbrado a las caricias de la mujer más bonita de París, mecido en las dulzuras de la familia, donde todo eran sonrisas y a ver satisfechos sus más insignificantes deseos por un padre amante. ¡Pobre padre! ¡Anita, pensar que está muerto…!
He reflexionado sobre mi posición y también he reflexionado sobre la tuya. ¡Lo que he envejecido en veinticuatro horas! Mi querida Ana, si para conservarme a tu lado, en Paris, sacrificases todos los placeres de tu lujo, tus vestidos, tu palco de la ópera, ni aun así llegaríamos a reunir la suma que yo tiraba en disipación; además, ¿cómo podría yo aceptar tamaños sacrificios? Es preciso, pues, que nos separemos desde hoy para siempre.
¡La deja, Dios mío! ¡Qué felicidad!
Eugenia saltó de alegría. Carlos hizo un movimiento que le dio a ella un escalofrío de terror; pero, por suerte, no se despertó. Eugenia pudo seguir leyendo:
«¿Cuándo volveré? No lo sé. El clima de las Indias hace envejecer muy pronto a los europeos, sobre todo si trabajan. Supongamos que vuelvo dentro de diez años; tu hija habrá cumplido dieciocho, será tu compañera y tu espía. Para ti el mundo será cruel, pero más lo será aún tu hija. Tenemos ejemplos de tales juicios mundanos y de la ingratitud de las muchachas; no los olvidemos. Guarda en el fondo de tu alma, como yo lo guardaré en el fondo de la mía, el recuerdo de estos cuatro años de felicidad, sé fiel, si puedes, a tu pobre amigo. No me atrevería a exigírtelo, querida Anita, porque justo es que me conforme con mi posición y que vea la vida con los ojos de hombre práctico. Tengo, pues, que pensar en el matrimonio que es una de las necesidades de mi nueva existencia; y debo confesarte que he encontrado aquí en Saumur, en casa de mi tío, una prima que por su cara, sus modales, su corazón y su buen sentido, estoy seguro de que te gustaría y que, además, me parece tener…».
«¡Qué cansado debía estar para haber dejado de escribirle!», se dijo Eugenia, al ver que la carta se detenía en la mitad de aquella frase.
¡Le excusaba! ¿No sería pedir demasiado que una muchacha inocente se percatase de la frialdad que emanaba de aquella carta? A las jóvenes educadas religiosamente, puras e ignorantes, todo se les antoja amor, en cuanto ponen los pies en el reino encantado del amor. Van por él rodeadas de la celeste claridad que proyecta su propia alma y que se refleja sobre su amado; lo coloran con los fuegos de su propio sentimiento y le prestan más bellas intenciones. Los errores de la mujer provienen casi siempre de su fe en el bien o de su confianza en la verdad. Para Eugenia aquellas palabras: «Mi querida Anita, mi bienamada», resonaban en su corazón como la suprema expresión del amor y le acariciaban el alma como, en su infancia, las notas divinas del Venite, adoremus, repetidas por el órgano, le acariciaban los sentidos. Por otra parte, las lágrimas que bañaban aún los ojos de Carlos le revestían de esa nobleza de corazón que no deja de seducir a una muchacha. ¿Podía acaso presentir que si Carlos lloraba y quería tan sinceramente a su padre, no era tanto por la bondad de su corazón como por las bondades que aquél le había prodigado? Guillermo Grandet y su mujer, al satisfacer todos los caprichos de su hijo, al darle todos los goces de la fortuna, le habían ahorrado los horribles cálculos que suelen hacer la mayoría de los jóvenes de París, cuando, ante las mil tentaciones de la ciudad, conciben deseos y forman planes que la vida de sus padres no para de aplazar y de impedir. De modo que la prodigalidad paterna llegó en el caso de Carlos a suscitar un verdadero cariño de hijo, sin cálculo ni reticencia.
Sin embargo, Carlos era un parisiense, inducido por las costumbres de París, por la propia Anita, a calcularlo todo; era ya viejo bajo la máscara de la juventud. Había recibido la espantosa educación de aquel mundo en que, se cometen, en una sola noche, más crímenes de pensamiento y de obra que los que castigan los tribunales en un año, de aquel mundo en que el chiste asesina las más hermosas ideas, en que sólo pasa por fuerte el que ve claro, y en que ver claro consiste en no creer en nada, ni en los sentimientos, ni en las personas, ni siquiera en los acontecimientos, puesto que hasta los acontecimientos llegan a falsificarse. Allí, para ver claro, es necesario sopesar cada mañana la bolsa de un amigo, saber colocarse, políticamente, por encima de todo lo que pasa, guardarse interinamente de admirar nada, ni obra de arte ni una buena acción, y atribuir todo un móvil interesado. La hermosa Anita, después de mil locuras deliciosas obligaba a Carlos a pensar seriamente; le hablaba de su futura posición, mientras lo alisaba los cabellos con su mano perfumada; al deshacerle un rizo, le obligaba a calcular su porvenir. Lo feminizaba y lo materializaba. Doble corrupción, pero corrupción elegante, distinguida, del mejor gusto.
«Eres un bobo, Carlitos» —le decía—. Me va a costar trabajo enseñarte lo que es el mundo. Te has portado muy mal con el señor des Lupeaulx. Me vas a decir que es una persona poco decente; espera que esté sin poder antes de despreciarlo a tu gusto. ¿Sabes lo que nos decía la señora Campan? «Hijos míos, mientras un hombre ocupe un ministerio, adorarlo; cuando caiga, ayudad a arrastrarlo al muladar[66]. El poder, es una especie de dios;la derrota, está por debajo de Marat[67] en su cloaca, porque él vive y Marat estaba muerto. La vida es uña sucesión de combinaciones que hay que estudiar, seguir; sólo así se llega a mantenerse siempre en buena postura».
Carlos era un muchacho de demasiado mundo, sus padres le habían mimado con excesiva constancia, el mundo le había adulado con excesiva complacencia, para que pudiese tener grandes sentimientos. El granito de oro que su madre le había echado en el corazón se había consumirlo en el hogar parisiense. Pero Carlos no tenía entonces más que veintiún años, y en aquella edad, la lozanía de la vida parece inseparable del candor del alma. La voz, mirada la figura, parecen en armonía con los sentimientos, hasta tal punto que el juez más endurecido, el procurador más desengañado y el usurero menos dócil vacilan siempre antes de suponer corazón avejentado y corrompido por el cálculo, cuando las pupilas nadan todavía en un fluido puro y cuando la frente está aún limpia de arrugas. Carlos no había tenido aún ocasión de aplicar las máximas de la moral parisiense y aparecía resplandeciente de inexperiencia. Pero, sin que se diese cuenta, le habían inoculado el egoísmo. Los gérmenes de la economía política a uso de los parisienses, latentes en su corazón, no esperaban más que el momento de florecer, momento que se produciría en cuanto Carlos pasase de espectador pasivo a actor en el drama de la vida real.
Pocas son las muchachas que resisten a las dulces promesas de semejante apariencia; pero aunque Eugenia hubiese sido prudente y perspicaz, como son algunas muchachas de provincias, ¿cómo iba a desconfiar de su primo, si en él modales, palabras y actos concordaban aún con las aspiraciones de su corazón? Un azar, para ella fatal, le permitió recoger las últimas efusiones de sincera sensibilidad que quedaban en aquel joven corazón y escuchar, por decirlo así, los últimos suspiros de su conciencia. Dejó, pues, aquella carta que juzgaba henchida de amor, y se puso a contemplar con deleite a su primo dormido; a su ver, las frescas ilusiones de la vida animaban aquel rostro; se juró a sí misma que lo amaría siempre. Miró luego, sin dar importancia a aquella indiscreción, otra carta; y si empezó a leerla, fue para adquirir nuevas pruebas de las nobles cualidades que, como toda mujer, prestaba al hombre elegido:
Querido Alfonso:
Cuando leas esta carta me habré quedado sin amigos; pero debo confesarte que a pesar de mi falta de fe en la gente de mundo que prodiga sin ton ni son esta palabra, no he dudado de tu amistad. Por eso te encargo de arreglar mis asuntos y cuento contigo para que saques el mejor partido de cuanto aún poseo. Pero es hora de que diga cuál es mi posición actual. Nada tengo y me preparo a embarcar para las Indias. Acabo de escribir a todas las personas con quienes creo tener alguna deuda; encontrarás adjunta la lista de todas ellas, tan exacta como mi memoria permite. Mi biblioteca, mis muebles, mis coches, mis caballos, etc., bastarán, espero, para pagar a todos. No pienso reservarme más que algunas chucherías sin valor que formarán la base para empezar de nuevo. Desde aquí, querido Alfonso, te mandaré un poder, en debida forma, para que procedas a la venta aún en el caso de que surja alguna oposición. Mándame todas mis armas. Quédate con «Britón». Nadie querría pagar el precio que vale este hermoso animal; prefiero regalártelo. Farry, Breilman y Cía., me han construido un comodísimo coche de viaje; pero aún no me lo han entregado; procura conseguir que se lo queden sin exigirme indemnización; si se niegan a este arreglo, evita cuanto pueda perjudicar mi lealtad en las presentes circunstancias. Debo seis luises al isleño, perdidos en el juego, no dejes de pagárselos…
«¡Querido primo!» —murmuró Eugenia, dejando la carta y retirándose de puntillas a su cuarto con una de las bujías encendida.
Una vez allí, abrió con una viva expresión de placer el cajón de un antiguo mueble de roble, magnífica obra del Renacimiento y sobre el cual se veía aún, medio borrada, la famosa salamandra real. Tomó una gran bolsa de terciopelo rojo con cordones dorados y bordada con canutillo antiguo, que provenía de la herencia de su abuela. En seguida sopesó con orgullo la bolsa y se deleitó contando su peculio de que se había llegado a olvidar.
Separó, primero, veinte portuguesas nuevas aún, acuñadas bajo el reinado de Juan V, en 1725, que al cambio de entonces valían cinco lisboninas[68] cada una, equivalentes a ciento sesenta y ocho francos con sesenta y cuatro céntimos, según le aseguraba su padre, pero cuyo valor convencional era de ciento ochenta francos a causa de la rareza y de la hermosura de las tales monedas que relucían como soles.
Item, cinco genovesas o piezas de cien libras de Génova, moneda rara también que al cambio valían ochenta y siete francos, pero que los coleccionistas pagaban a cien. Procedían del viejo señor de la Bertellière.
Item, tres doblas de a cuatro, españolas, de Felipe V, acuñadas en 1729, regalo de la señora Gentillet, que al entregárselas le repitió Dios sabe cuántas veces la misma frase: «¡Este canario, este amarillito que ves aquí, vale noventa y ocho libras! Guárdalo bien, chiquilla, será la flor de tu tesoro».
Item, lo que su padre estimaba en más (el oro de aquellas piezas era de veinte y tres quilates y una fracción), cien ducados de Holanda, fabricados en 1756, de unos trece francos.
Item, ¡una gran curiosidad…!, una especie de medallas que los avaros apreciaban sobre manera, tres rupias con el signo de la Balanza y cinco con el signo de la Virgen, todas de oro puro de veinticuatro quilates, la magnífica moneda del Gran Mogol; cada una de las cuales valía treinta y siete francos cuarenta céntimos al peso, pero, por lo menos, cincuenta francos para los aficionados a manejar oro.
Item, el napoleón de cuarenta francos que le habían dado la antevíspera y que había metido, negligentemente, en la bolsa roja. Aquel tesoro contenía piezas nuevas, vírgenes, verdaderas obras de arte por las que el tío Grandet preguntaba de vez en cuando, y que quería ver para explicarle a su hija las virtudes intrínsecas que poseían, como la belleza del cordoncillo, la limpieza del relieve, la riqueza de las letras cuyas aristas no estaban aún rayadas.
Pero ella no pensaba en aquellas preciosidades, ni en la manía de su padre, ni en el peligro que corría al desprenderse de un tesoro que aquél estimaba tanto; no, Eugenia pensaba en su primo y llegó, por fin, a comprender, después de unos cuantos errores de cálculo, que poseía alrededor de cinco mil ochocientos francos en valores reales que, en venta, podían convertirse en cerca de dos mil escudos. A la vista de tales riquezas se puso a batir palmas, como un niño que para dar salida a su exceso de alegría, no tiene más recurso que los ingenuos movimientos de su cuerpo. De modo que en aquella misma noche padre e hija contaron su fortuna; él para ir a vender su oro; ella para echar el suyo en el océano del cariño. Eugenia volvió a meter las monedas en la bolsa de terciopelo y con ella en la mano, subió resueltamente la escalera. La secreta miseria de su primo le hacía olvidar la noche y las conveniencias; además, su conciencia se sentía asistida por su abnegación y por su ansia de felicidad.
En el momento en que ella pisó el umbral de la puerta, llevando la bujía en una mano y la bolsa en la otra, Carlos se despertó, vio a su prima y se quedó paralizado de sorpresa. Eugenia se adelantó, dejó el candelero en la mesa y dijo con voz conmovida:
—Primo, tengo que pedirle perdón de una falta grave que he cometido contra usted; espero que Dios me perdone este pecado si usted quiere absolverme.
—¿De qué se trata? —dijo Carlos restregándose los ojos.
—He leído estas dos cartas. Carlos se ruborizó.
—¿Cómo he cometido semejante indiscreción? —prosiguió ella—. ¿Cómo he subido aquí? Ya no la sé. Pero estoy tentada de no arrepentirme de haber leído estas cartas, porque, gracias a ellas, he descubierto su corazón, su alma y…
—¿Y qué?
—Y sus proyectos y la necesidad en que se halla de reunir cierta cantidad…
—¡Querida prima!
—¡Chitón! No levante la voz; no vayamos a despertar a alguien. Aquí tiene usted los ahorros de una pobre muchacha que no necesita nada. Acéptelos usted, Carlos. Esta mañana no sabía siquiera lo que era el dinero; usted me lo ha enseñado; no es más que un medio; ahora ya lo sé. Un primo es casi un hermano: así es que bien puede usted aceptar los ahorros de su hermana.
Eugenia, mujer y muchacha a un tiempo, no había previsto que su primo rehusase; Carlos permanecía mudo.
—¿Sería capaz de desairarme? —preguntó Eugenia, sintiendo que el corazón le palpitaba en la garganta.
La vacilación de su primo la ofendió; pero al recordar la necesidad que le acosaba, su compasión fue superior a la ofensa, e hincó la rodilla en el suelo.
—¡No me levantaré hasta que haya aceptado usted este oro! —le dijo—. ¡Primo, por Dios, contésteme!, necesito saber si me considera usted digna, si es generoso…
Al oír aquel grito de noble desesperación, las lágrimas de Carlos cayeron sobre las manos de su prima que había cogido para impedir que se arrodillase. Al sentir aquellas lágrimas calientes, Eugenia se abalanzó sobre la bolsa y la volcó sobre la mesa.
—¡Sí, sí! ¿Acepta usted, verdad? —dijo ella llorando de alegría—. No tema usted nada, querido primo; será usted rico. Este oro le va a dar suerte; día vendrá que me lo devuelva; además, podemos asociarnos. En fin, yo pasaré por todas las condiciones que usted me imponga. Pero, créame, no dé tanta importancia a este auxilio.
Carlos pudo, finalmente, expresar sus sentimientos:
—Si, Eugenia tendría un alma bien mezquina si no aceptase. De todos modos, por algo, la confianza se paga con la confianza.
—¿Quiere usted decir?
—Óigame, querida prima, tengo la…
Se interrumpió para enseñarle una caja cuadrada que había sobre la cómoda y que estaba envuelta en una funda de cuero.
—Aquí, ve usted, tengo algo que me es tan precioso como la vida. Esta caja es un regalo de mi madre. Desde esta mañana estoy creyendo que si ella pudiese salir de su tumba, vendería sin vacilar, el oro que su ternura prodigó en este necessaire; Pero si yo llevase a cabo tal acción creería cometer un sacrilegio.
Eugenia, al oír tales palabras, apretó convulsivamente la mano de su primo.
—No —continuó él después de una ligera pausa durante la cual cruzaron una mirada velada por las lágrimas—, no; yo no quiero ni destruirla ni exponerla en mis viajes. Querida Eugenia, usted será su depositaria. Jamás un amigo habrá confiado a otro nada tan sagrado. Juzgue usted misma.
Fue a coger la caja, la sacó de su funda, la abrió y, lleno de tristeza, la enseñó a su prima, que quedó maravillada, un necessaire en que el trabajo daba al oro un precio bien superior al de su peso.
—Lo que está admirando usted no es nada —dijo apretando un resorte que destapó un doble fondo—. Aquí está lo que para mí vale más que el mundo entero.
Sacó dos retratos, dos obras maestras de Mirbel, ricamente orlados de perlas.
—¡Oh, qué linda persona! ¿Es ésta la dama a quien usted escribe…?
—No —dijo él sonriendo—. Esta mujer es mi madre, y aquí tiene usted a mi padre, es decir, su tía y su tío de usted. Eugenia, yo debería rogarle de rodillas que me guardase este tesoro. Si muriese sin haberle devuelto vuestra pequeña fortuna, este oro la indemnizaría a usted; y a usted… sólo puedo dejarle los dos retratos; usted es digna de conservarlos; pero destrúyalos antes que pasen a otras manos…
Eugenia callaba.
—¿Convenido, no es así? —agregó él con gracia.
Mientras escuchaba las palabras que acababa de decir su primo, Eugenia le dirigió su primera mirada de mujer amante, una de esas miradas en que hay casi tanta coquetería como profundidad; él le tomó la mano y se la besó.
—¡Ángel de pureza! Entre nosotros, ¿verdad?, el dinero no representará nada nunca. Sólo el sentimiento le da valor y el sentimiento lo será todo de hoy en adelante.
—Se parece usted a su madre. ¿Tenía la voz tan dulce como usted?
—¡Oh!, mucho más…
—Para usted —dijo ella bajando los párpados—. Vamos, acuéstese usted, Carlos, se lo pido, está usted cansado. Hasta mañana.
Separó suavemente su mano aprisionada entre las de su primo, que la acompañó para alumbrar el camino. Cuando llegaron al umbral de la puerta de ella:
—¿Por qué estaré arruinado? —dijo el joven.
—¡Ba!, mi padre es rico, estoy convencida —respondió ella.
—¡Pobre prima mía! —dijo Carlos adelantando un pie y apoyando la espalda en la pared—. Si lo fuese no habría dejado morir al mío, no les tendría en esta miseria, en fin, viviría de otro modo.
—Pero tiene Froidfond.
—¿Y qué vale Froidfond?
—No sé; pero también tiene Noyers.
—Una pobre alquería, como si lo viera.
—Tiene prados y viñas…
—Miserias —dijo Carlos con desdén—. Si su padre tuviese tan sólo ochenta mil libras de renta, ¿cree usted que dormiría usted en un cuarto frío y desnudo como éste? —añadió adelantando el pie izquierdo—. Aquí quedarán mis tesoros —dijo él mostrando el viejo armario para disimular sus pensamientos.
—Váyase a dormir —le dijo Eugenia impidiendo que entrase en su cuarto en desorden.
Carlos se retiró y se dieron las buenas noches con una sonrisa mutua.
Los dos se durmieron mecidos por el mismo sueño y Carlos empezó, desde aquel momento, a echar algunas rosas sobre su luto. A la mañana siguiente la señora Grandet encontró a su hija que se paseaba por el jardín con Carlos antes del desayuno. El muchacho estaba todavía triste como debía estarlo un desgraciado que ha descendido, por así decirlo, hasta el fondo de sus penas, y que, al medir la profundidad del abismo en que había caído, había sentido todo el peso de su vida futura.
—Mi padre no volverá hasta la hora de comer —dijo Eugenia al ver la inquietud reflejada en el semblante de su madre.
No era difícil percibir en las maneras, en la expresión de Eugenia, en la singular dulzura que impregnaba su voz, la conformidad de pensamiento que reinaba entre ella y su primo. Sus almas se habían desposado ardientemente, antes quizá de haber experimentado de veras la fuerza de los sentimientos a que obedecían. Carlos se quedó en la sala y se respetó su melancolía. Cada una de las tres mujeres tuvo en que ocuparse. Como Grandet había abandonado bruscamente sus asuntos, no fueron pocas las personas que vinieron a preguntar por él; el pizarrero, el fontanero, el albañil, los cavadores, el carpintero, aparceros, colonos, unos para cerrar tratos, otros para pagar arrendamientos o recibir dinero. La señora Grandet y Eugenia se vieron, pues, obligadas a ir y venir, a contestar los interminables discursos de los operarios y de la gente del campo. Nanón guardaba los productos en la cocina. Aguardaba siempre las órdenes del amo para saber qué tenía que reservar para la casa y qué para el mercado. La costumbre del avaro era la de gran número de hidalgos campesinos: beber su mal vino y comer sus frutas averiadas.
A eso de las cinco de la tarde Grandet regresó de Angers, habiendo sacado catorce mil francos de su oro, y llevado en la cartera bonos reales que le darían interés hasta el día en que tendría que pagar sus rentas. Había dejado en Angers a Cornoiller para que cuidase los caballos medio extenuados, y los volviese a traer lentamente una vez descansados.
—Vengo de Angers y tengo hambre, mujer.
Nanón gritó desde la cocina:
—¿No ha tomado usted nada desde ayer?
—Nada —respondió el extonelero.
Nanón trajo la sopa. Grassins vino a tomar órdenes de su cliente en el momento en que la familia estaba en torno a la mesa. El tío Grandet no había siquiera visto a Carlos.
—Coma usted tranquilamente, Grandet —dijo el banquero—. Ya hablaremos después. ¿Sabe usted a cuánto pagan el oro en Angers, adónde lo van a buscar para Nantes? Yo voy a mandar alguno.
—No lo haga usted —contestó el viñador—. Ya tienen el suficiente. Somos demasiado buenos amigos para que no le ahorre a usted una pérdida de tiempo.
—Pero el oro se paga allí a trece francos cincuenta.
—Se pagaba.
—¿De dónde diablos lo han podido llevar?
—Estuve en Angers esta noche —le repicó Grandet en voz baja. El banquero se estremeció de sorpresa. Seguidamente se entabló entre ellos una conversación de boca a oído durante la cual Grassins y Grandet miraron varias veces a Carlos. En el momento en que, sin duda, el tonelero dijo al banquero que le comprase cien mil libras de renta, Grassins no pudo contener un ademán de asombro.
—Señor Grandet —dijo él a Carlos—, salgo para París; si se le ofrece a usted algún recado…:
—Ninguno, caballero. Muchísimas gracias —contestó Carlos.
—Déle más gracias aún, sobrino. El señor va a París para arreglar los asuntos de la casa Guillermo Grandet.
—¿Por ventura queda alguna esperanza? —pregunto Carlos.
—¿Por ventura no es usted mi sobrino? —exclamó el viejo con un orgullo admirablemente fingido—. Su honor es nuestro honor. ¿No se llama usted Grandet?
Carlos se levantó, abrazó al tío Grandet y lo besó. En seguida, muy pálido salió de la sala. Eugenia contemplaba a su padre con admiración.
—Adiós, mi querido Grassins; estoy con usted en cuerpo y alma; ¡a ver si me mete en cintura a toda esa gente!
Los dos diplomáticos se dieron un apretón de manos; el extonelero acompañó al banquero hasta la puerta; pero después de cerrarla, retrocedió y dijo a Nanón, mientras se acomodaba en su poltrona:
—Dame un trago de casis. Demasiado nervioso para quedarse en su sitio, se levantó miró el retrato del señor de la Bertellière y se puso a cantar, dando unos traspiés que Nanón calificaba de pasos de baile:
En las guardias francesas
tenía un buen papá…
Nanón, la señora Grandet y Eugenia se miraron en silencio. La alegría del viñador, cuando subía hasta aquel punto, no dejaba de espantarlas. Terminó pronto la velada. En primer lugar, el tío Grandet se quiso acostar temprano, y cuando él se acostaba, en la casa no debía quedar nadie en pie; de la misma manera que cuando Augusto bebía, Polonia estaba ebria. Además, Nanón, Carlos y Eugenia no estaban menos cansados que el dueño de la casa. Por lo que toca a la señora Grandet, la pobre dormía, comía, bebía, andaba, según los deseos de su marido. No obstante, durante el par de horas dedicado a la digestión, el tonelero, más ocurrente que nunca, soltó muchos de sus apotegmas[69], tan suyos que uno solo de ellos dio la medida de su ingenio. Cuando se hubo zampado el casis, miró el vaso.
—¡Apenas se ponen los labios en un vaso, el vaso queda vacío! Ésta es nuestra historia. No se puede ser y haber sido. Los escudos no pueden circular y, al mismo tiempo estar en tu bolsillo; si esto fuese posible la vida resultaría demasiado hermosa.
Se mostró jovial y benévolo. Cuando Nanón vino con su rueca, le dijo:
—Debes estar cansada. Deja el cáñamo quieto.
—¡Bah! Si lo dejo, me aburro —respondió la sirvienta.
—¡Pobre Nanón! ¿Quieres casis?
—Tratándose de casis, no digo que no; la señora lo hace mejor que los boticarios. El que ellos venden sabe a droga.
—Ponen demasiado azúcar y le quitan aroma —dijo el tonelero.