En aquel momento, la ciudad de Saumur estaba más impresionada por la comida ofrecida por Grandet a los Cruchot que lo estuvo la víspera por la venta de su cosecha, verdadero crimen de alta traición contra los viñadores. Si el político tonelero hubiese hecho su convite con la misma intención que Alcibíades[57] al cortar la cola a su perro, tal vez habría sido un eterno juguete de sus maniobras, la opinión de Saumur le importaba un ardite[58].
Los Grassins conocieron temprano la muerte violenta de Guillermo Grandet y la probable quiebra del padre de Carlos; decidieron ir aquella misma noche a casa de su cliente para tomar parte en su desgracia y darle nuevos testimonios de su amistad, informándose de paso de los motivos que podían haberlo determinado a invitar a los Cruchot en semejante coyuntura. A las cinco en punto, el presidente C. de Bonfons y su tío el notario llegaron endomingados hasta los dientes. Los convidados se sentaron a la mesa y empezaron por comer notablemente bien. Grandet estaba serio. Carlos, silencioso; Eugenia, muda. La señora Grandet no habló más que de costumbre, de manera que aquella comida resultó una verdadera comida de pésame. Cuando se levantaron de la mesa, Carlos les dijo a su tía y a su tío:
—Permítanme que me retire. Necesito ocuparme de una larga y triste correspondencia.
—A tu comodidad, sobrino. Cuando Carlos se hubo retirado y el tonelero tuvo la seguridad de que, ya sumido en sus escrituras, no podía oírlo, el tonelero miró socarronamente a su mujer.
—Señora Grandet, lo que tenemos que hablar sería como latín para usted; son las siete; debería ir a arrebujarse en las sábanas. Buenas noches, hija mía.
Besó a su hija y las dos mujeres se retiraron. Empezó entonces una escena en que el tío Grandet desplegó, más que en ninguna otra de su vida, la habilidad que había adquirido en el trato de los hombres, y que le valía, por parte de los que se sentían mordidos con demasiada rudeza, el mote de zorro viejo. Si el exalcalde de Saumur hubiese tenido ambiciones más altas, si circunstancias favorables de izarlo a esferas superiores, le hubiesen mandado a los congresos en que se resuelven los asuntos de las naciones, quien duda, que, sirviéndose del genio de que le había dotado su interés personal, habría prestado gloriosos servicios a Francia. Pudiera ocurrir, sin embargo, que fuera de Saumur, el viejo tonelero, habría hecho un triste papel. No sería de extrañar que sucediese con algunos espíritus lo mismo que con ciertas especies de animales que así que se trasplantan lejos del clima en que han nacido, dejan de engendrar.
—Se… se… ñor… pre… pre… presidente, uuuusted de… de… decía que la qui… quiebra…
El tartamudeo simulado desde hacía tantos años por el viejo Grandet y que pasaba por natural, no menos que la sordera de que se quejaba en tiempo de lluvia, en aquella ocasión les resultó tan fatigoso a los dos Cruchot que al escuchar al viñador, hacían muecas sin darse cuenta, tanto era el esfuerzo que desarrollaban para acabar las palabras en que el otro se atascaba expresamente.
Tal vez es éste el momento de contar la historia del tartamudeo y de la sordera de Grandet. Nadie, en todo Anjou, oía mejor ni pronunciaba con más nitidez que el viejo viñador el francés angevino[59]. Una vez, a pesar de toda su sutileza, había sido víctima de un israelita que, durante la discusión, se ponía la mano detrás de la oreja, como para oír mejor, y balbuceaba con tan aparente dificultad, que Grandet, compadecido, se creyó obligado a sugerir a aquel taimado judío las palabras y las ideas que parecía ir buscando, a acabar por él los razonamientos de dicho judío, a hablar como debería hablar el condenado judío, a ser, en fin el judío y no Grandet. En aquel combate extraordinario el tonelero cerró el único trato de que tuvo que arrepentirse en toda su vida comercial. Pero si desde el punto de vista pecuniario salió perdiendo, desde el punto de vista moral salió enriquecido con una lección de la que supo sacar óptimo fruto. De modo que Grandet acabó por bendecir al judío que le había enseñado el arte de impacientar a su contrincante a fuerza de obligarlo a ocuparse del pensamiento ajeno, hacerle perder de vista el suyo propio. Ningún asunto como el que empezaba a tratar aquella noche exigía los auxilios del tartamudeo, de la sordera y de los encajes incomprensibles en que Grandet envolvía sus ideas. Y es que, por de pronto, él no quería permanecer dueño de su palabra y sembrar la duda respecto a sus verdaderas intenciones.
—Se… ñor de Bon… Bon… Bonfons…
Era la segunda vez en tres años que Grandet llamaba señor de Bonfons a Cruchot, el sobrino.
El presidente pudo imaginar que el taimado tonelero le elegía por yerno.
—Uuuuusted… de… de… decía que las qui… quieeebras pue… pue… den en ciertos ca… ca… casos, im… im… impedirse por…
—… Por los mismos tribunales de comercio, sí, señor. Es cosa que se ve todos los días —dijo el señor C. de Bonfons, ensartando la idea del tío Grandet, o creyendo adivinarla y desviviéndose cariñosamente por explicársela—. ¡Oigame!…
—Es… es… cucho —contestó humildemente en viejo zorro, tomando la maliciosa actitud de un niño que por dentro se está riendo de su profesor, mientras finge prestarle la mayor atención.
—Cuando un hombre considerable y considerado, como era, por ejemplo, su difunto hermano en París…
—Mi her… her… ma… mano, sí.
—Está amenazado de un desastre…
—¿Se… se… le llama de… de… desastre?
—Sí. Cuando su quiebra resulta inminente, el Tribunal de Comercio competente (fíjese usted), tiene la facultad, mediante un juicio, de nombrar liquidadores para su casa de comercio. Una cosa es liquidar y otra quebrar, ¿comprende usted? Presentándose en quiebra un hombre se deshonra; pero suspendiendo pagos y poniéndose en liquidación, salva el honor.
—Va di… di… diferencia de una co… co… cosa a o… otra, si… no sa… sa… sale más caro —dijo Grandet.
—Una liquidación puede hacerse también sin intervención del Tribunal de Comercio. Porque —dijo el presidente sorbiendo su rapé—, ¿cómo se declara una quiebra?
—Sí, yo no me… me… lo he preguntado nunca —dijo Grandet.
—Primeramente, por la presentación del balance —repuso el magistrado— en la fiscalía del tribunal, cosa que hace el propio comerciante o su apoderado, debidamente inscrito. En segundo lugar, a requerimiento de los acreedores. Ahora bien; si el comerciante no presenta el balance ni acreedor alguno requiere al tribunal para que declara al susodicho negociante en quiebra, ¿qué es lo que sucede?
—Eso… ¿qué… qué… sucede?
—Entonces la familia del difunto, sus representantes, sus derecho habientes, o el negociante, si no está muerto, o sus amigos, si se halla escondido, liquidan. ¿Quizá quiere usted liquidar los asuntos de su hermano? —preguntó el presidente.
—¡Ah, Grandet! —exclamó el notario—; esto sí que estaría bien. Aún queda pundonor en nuestras provincias. Si logra usted salvar su nombre, pues que de su nombre se trata, será usted un hombre…
—¡Sublime! —dijo el presidente interrumpiendo a su tío.
—Cierta… ta… mente —replicó el viejo viñador—; mi… mi… her… mano se… se… se llamaba Grandet… co… COGOMO yo. Esto no lo pue… puedo negar… Y es… es… esta liqui… qui… quidación podría re… re… resultar en to… to… todo caso muy ven… ven… ventajosa, ba… ba… bajo todos los conceptos para los in… in… in… intereses de mi sobrino al que… quie… quie… ro, pero:… hay que an… an… andar con tiento. Yo no co… co… conozco a los pícaros de París. Yo vivo en Sau… Sau… Saumur, pobre de mí. Tengo mis vi… vi… viñas, mis trabajos, mis aaaasuntos. No he firmado jamás un pagaré. He re… re… recibido muchos, pero no he firmado nin…:nin… ninguno. Creo que se co… co… cobran… que se des… des… cueeeentan. He oído decir que se po… po… podían rescatar los pagarés.
—Así es —dijo el presidente—. Se pueden adquirir los pagarés en la plaza mediante un tanto por ciento. ¿Comprende usted?
Grandet hizo bocina con la mano, la aplicó a su oído y el presidente repitió la frase.
—Pero —replico el viñador—, por lo que veo, todo esto es la mar de complicado. A mi… mi… mi… edad no entiendo una jo… jo… jota de to… to… dos estos enredos. Yo hago falta aquí pa… pa… para vigilar el grano: El grano es a… aaaquí donde se re… re… coge y con el grano se paga… paga… ante todo hay que… que… ve… velar por las cosechas. En Froidfond ten… tengo asuntos de importancia, aaasuntos de inte… te… terés. No puedo a… a… abandonar mi casa para irme a me… me… meter en esos líos del diablo, de que no entiendo jo… jo… jota. Dice usted que pa… para liqui… qui… quidar, para de… de… tener la quiebra debería de estar en Pa… Pa… París, Uno no pue… puede estar a la vez en dos si… si… sitios como un pajarito… y…
—Ya sé lo que quiere usted decir —le gritó el notario—. Pero, para algo sirven los buenos amigos, los viejos amigos capaces de sacrificarse por usted.
¡Vaya, por Dios —pensaba el viñador— si acabaran de decidirse!
—Y si alguien fuese a París y buscase al acreedor más importante de su hermano Guillermo y le dijese…
—Un mo… mo… momento —replicó el viejo tonelero—; ¿él dijese… qué? Algo por éste es… es… tilo: «El señor Grandet… de… de Saumur por aquí; el señor Grandet de Saumur por allá. Quiere a su hermano; quiere también a su… su… so… so… brino. Siente la sangre… tiene las me… mejores intenciones. Ha ven… vendido su cosecha. No de… de… declaren la qui… quie… quiebra; reúnanse, nom… nom… nombren li… liqui… dadores. Entooonces Grandet veeerá. Más sa… sa… sacarán ustedes si liquidan… que dejando que los cu… cu… riales[60] metan ma… ma… mano…». ¿Eh? ¿No digo bien?
—¡Perfectamente! —dijo el presidente.
—Porque vea usted, señor Bon… Bon… Bonfons. Antes de decidirme hay que ver. Quien no… no… no… puede… no… no… puede. En todos los asuntos ooone… rosos, paaa… ra no salir con las maaa… nos en la ca… ca… cabeza, hay que conocer el debe y el haber. ¿Eh? ¿No digo bien?
—Exacto —dijo el presidente—. Yo tengo la impresión que en un plazo de algunos meses se podrán recoger los créditos por una suma y pagar íntegramente por convenio. ¡Ah!, a los perros se les llevaba muy lejos con sólo enseñarles un pedazo de manteca. Cuando no ha habido declaración de quiebra y uno tiene en la mano los títulos de los créditos, se queda más blanco que la nieve.
—¿Que la ni… ni… nieve? —repitió Grandet, volviendo a formar pabellón con la mano junto a la oreja—. No comprendo eso de la nie… nie… nieve.
—¡Escúcheme, pues! —gritó el presidente.
—Le es… es… escucho.
—Un efecto es como una mercancía que puede sufrir alzas y bajas. Esto es una deducción del principio de Jeremías Bentham[61], sobre la usura. Dicho economista ha probado que el perjuicio que condenaba a los usureros era una tontería.
—¡Sí! —dijo el tonelero.
—Considerando que, en principio, según Bentham, el dinero es una mercancía y que cuanto representa al dinero también se convierte en mercancía —repuso el presidente—; considerando que es notorio que, sometido a las variaciones ordinarias que afectan a las cosas comerciales, la mercancía-pagaré, provista de tal o cual firma, ni más ni menos que otro artículo cualquiera, puede abundar o escasear en la plaza, ser cara o no valer nada, el tribunal ordena… (¡ay, perdón!, se me fue el santo al cielo…) opino que usted podrá sacar a su hermano del mal paso por el veinte por ciento.
—¿Ha nom… noooombrado usted a Jeremías Ben…?
—Bentham, un inglés.
—Ese Jeremías nos va a evitar no pocas lamentaciones en materia de negocios —dijo el notario riendo.
—Esos ingleses tienen a ve… ve… veces mu… mucho sentido —observó Grandet—. Así, según Ben… Ben… Bentham, si los efectos de mi hermano va… va… valen… no valen. Si no me equi… qui… qui… voco… La cosa me parece clara… Los acreedores quedarían… no quedarían… Yo me en… entiendo.
—Deje que le explique todo esto —dijo el presidente—. En derecho, si usted posee todos los créditos en circulación contra la casa Grandet, su hermano o sus derecho habientes no deben nada a nadie. Bien.
—Bien —repitió el viejo.
—En el terreno de la equidad, si los efectos de su hermano se negocian (se negocian, fíjese en este término) en la plaza con un tanto por ciento de pérdida; si un amigo de usted los ha rescatado, como los acreedores no han sido constreñidos a darlos mediante violencia alguna, la sucesión del difunto Grandet de París queda legalmente libre.
—Es verdad, el ne… ne… negocio es el negocio —dijo el tonelero—. Esto sentado… De todos modos, com… pren…, prende usted… es di… di… difícil. Yo no ten… tengo dinero ni… ni… tiempo, ni…
—Sí, usted no puede distraerse. Pero eso no es obstáculo. Yo le ofrezco trasladarme a París (usted me indemnizará los gastos de viaje, una miseria). Me entrevistó con los acreedores, les hablo, obtengo plazos, y todo acaba por arreglarse mediante un suplemento de pago que usted agrega a los valores de la liquidación, con el objeto de entrar en posesión de los títulos de los créditos.
—Pero eso se verá; yo no pue… pue… puedo… yo ni quie… quiero com… com… comprometerme sin que… Qui… qui… quien no pue… puede, no puede. ¿Comprende uuuusted?
—Es muy justo.
—Menudo lío el que se ha ar… ar… ma… mado en mi cabeza con todo lo que… que… me ha dicho. Es la… la… la primera vez en mi vida que me veo obligado a pensar en…
—¡Claro, usted no es jurisconsulto!
—Yo no… no… soy más que un po… po… pobre viñador y no entiendo na… na… nada en lo que usted me ata… ca… taba de contar. Con… con… conviene que estu… tu… tudie todo esto.
—De modo que… —prosiguió el presidente con ánimo de resumir la discusión.
—¡Sobrino!… exclamó el notario, interrumpiéndole.
—¿Qué hay tío? —respondió el presidente.
—Deja que el señor Grandet te explique sus intenciones. Se trata aquí de un encargo importante. Nuestro querido amigo debe precisar su alcance…
Un golpe de picaporte, que anunció la llegada de los Grassins, su aparición en la sala y sus saludos, impidieron a Cruchot de acabar su frase. El notario se alegró de esta interrupción. Había notado que Grandet le miraba ya de reojo y que su lobanillo presagiaba una tormenta interior. Y sin embargo Cruchot no juzgaba conveniente que un presidente de tribunal de primera instancia fuese a París para hacer capitular a unos acreedores e intervenir en manejos que vulneraban las leyes de la estricta probidad; además, como no había oído expresar al tío Grandet la menor veleidad de pagar nada a nadie, se estremecía instintivamente ante el peligro de ver a su sobrino enredado en aquel asunto. Aprovechó, pues, el momento en que entraban los Grassins para tomar del brazo al presidente y llevárselo al hueco de la ventana.
—Sobrino, ya te has lucido bastante; no exageres tu abnegación. Las ganas de casarte con la hija te ciegan. ¡Caramba!, no hay que perder el norte. Déjame conducir la barca a mí; tú sólo cuida de ayudar a la maniobra. ¿Crees tú que cuadra a tu dignidad de magistrado el meterte en semejante…?
No terminó; oyó que el señor Grassins decía al viejo tonelero tendiéndole la mano:
—Grandet, hemos sabido la terrible desgracia que ha caído sobre su familia, el desastre de la casa Guillermo Grandet y la muerte de su hermano; venimos a decirle a usted toda la parte que tomamos en su dolor.
—Aquí, la única desgracia —dijo el notario, interrumpiendo al banquero— ha sido la muerte del señor Guillermo Grandet. No se hubiese matado si hubiese tenido la idea de pedir auxilio a su hermano. Nuestro viejo amigo, que es hombre de honor hasta la punta de las uñas, se dispone a liquidar las deudas de la casa Grandet de París. Mi sobrino el presidente, para ahorrarle las molestias de un asunto exclusivamente judicial, se ofrece a salir en seguida para París, con objeto de transigir con los acreedores y de pagarles en la medida conveniente.
Tales palabras, confirmadas por la actitud del viñador que se acariciaba la barbilla, sorprendieron extraordinariamente a los tres Grassins que, durante el camino no habían hecho más que criticar a su sabor la avaricia del viejo Grandet, llegando a acusarlo casi de un fratricidio.
—¡Ah! ¡Lo prevenía! —exclamó el banquero, mirando a su mujer—. ¿Qué te decía yo mientras veníamos? Grandet es hombre de honor hasta la punta del pelo, y no consentirá que su nombre sufra la más ligera mengua. El dinero sin el honor no es más que una enfermedad. ¡Queda mucho pundonor en nuestras provincias! Eso está bien, muy bien.
—Grandet. Soy un viejo militar y no sé disfrazar mi pensamiento; lo declaro con ruda franqueza: esto, ¡rayos y truenos!, ¡es sublime!
—Entoooonces lo… lo… lo… sub… sublime cuesta bi… bi… bien caro —contestó el tonelero, mientras el banquero le sacudía la mano calurosamente.
—Pero esto, mi buen amigo Grandet, aunque desagrade al señor presidente —repuso Grassins—, es un asunto puramente comercial, y reclama la intervención de un negociante consumado. ¿No hay que ser ducho en cuentas de giro, desembolsos, cálculo de intereses? Tengo que ir a París para mis asuntos y podría encargarme de…
—Podemos ver de aaarre… re… glarnos usted y yo dentro de las po… po… posibilidades relativas y sin co… co… comprometerme a nada que yo no qui… qui… quiera hacer —dijo Grandet, tartamudeando—; porque, ¿ve usted?, el señor presidente me pedía naturalmente los gastos de viaje.
Al pronunciar las últimas palabras, el viejo dejó de tartamudear.
—¡Oh! —dijo la señora Grassins—. Ir a París es un gusto. Yo pagaría de buena gana para que me dejasen hacer el viaje.
Con el gesto animó a su marido para que arrebatase aquella misión de manos de sus adversarios, fuese al precio que fuese; en seguida miró con fina ironía a los dos Cruchot, que pusieron una cara compungida. Grandet agarró entonces al banquero por una de los botones de su frac y se lo llevó a un rincón.
—Tendría más confianza en usted que en el presidente —le dijo—. Además, tengo gato encerrado —le dijo, cogiendo el lobanillo—. Quiero invertir en renta; pero sólo a ochenta francos. He oído decir que su valor baja en los fines de mes. ¿Usted entiende de eso, verdad?
—¡Figúrese! ¿De modo que va usted a confiarme la compra de varios miles de libras de renta?
—Para empezar no gran cosa. ¡Chitón! Quiero meterme en ese juego sin que nadie se entere. Usted va a contratarme una compra para fin de mes; pero guárdese de decirles nada a los Cruchot, los mortificaría. Ya que va usted a París, de paso, podremos ver de qué palo son los triunfos para mi pobre sobrino.
—Estamos de acuerdo Salgo mañana por la posta —dijo Grassins en voz alta—, y vendré a recibir sus últimas instrucciones… ¿A qué hora?
—A las cinco, antes de comer —dijo el viñador, frotándose las manos.
Los dos partidos quedaron aún algunos instantes frente a frente. Grassins dijo, después de una pausa y descargando una palmadita en el hombro de Grandet:
—Qué bueno es tener parientes así…
—Sí, sí, aunque no lo parezca —dijo Grandet—, soy un buen pariente. Quería mucho a mi hermano y lo probaré si…, si… no… no… cuesta…
—Le dejamos a usted, Grandet —le dijo el banquero, interrumpiéndole, por suerte, antes de que concluyese la frase—. Al adelantar el viaje, tengo que poner en orden varios asuntos.
—Bien, bien. Yo, por mi parte y por el mo… mooo… tivo que usted sabe, voy también a re… re… retirarme a mi cá… cá… cámara de… de… de deliberaciones, como dice el presidente Cruchot.
«¡Malo!, ya no soy el señor de Bonfons», pensó tristemente el magistrado, que puso la misma cara que un juez aburrido de escuchar un informe.
Los jefes de las familias rivales salieron juntos. Ni unos ni otros recordaban ya la traición que aquella misma mañana había perpetuado Grandet contra toda la comarca vinícola, y se sondaron[62] mutuamente, pero sin resultado, para conocer lo que pensaban sobre las verdaderas intenciones del extonelero en aquel nuevo asunto.
—¿Viene usted con nosotros a casa de la señora Dorsanval? —dijo Grassins al notario.
—Iremos más tarde —dijo el presidente—. Si mi tío lo permite, he prometido a la señorita de Gribeaucourt que me llegaría a darle las buenas noches y primero iremos a su casa.
—Hasta luego, pues, señores —dijo la señora Grassins.
Y cuando los Grassins estuvieron a cierta distancia de los Cruchot, Adolfo dijo a su padre:
—Parece que van tragando quina, ¿eh?
—Cállate, hijo —le replicó su madre—, pueden todavía oírte. Además, esa manera de hablar resulta de mal gusto y huele a Facultad de Derecho.
—¿Qué me dice usted, tío? —exclamó el magistrado cuando vio lejos a los Grassins—; he empezado siendo el presidente de Bonfons y he acabado siendo simplemente un Cruchot.
—Ya he visto que te contrariaba; el viento soplaba para los Grassins… ¡Parece mentira que con tu inteligencia seas tan bobo! Déjalos que se embarquen a bordo de un «ya veremos» del tío Grandet, y tú estate quieto muchacho; Eugenia no dejará por eso de ser tu mujer.
En algunos minutos la noticia de la magnánima resolución de Grandet se propaló en tres casas a la vez, y en toda la ciudad no se habló de otra cosa que de aquel rasgo de abnegación fraternal. Todos perdonaban a Grandet su venta, perpetrada a despecho del pacto sagrado de los propietarios, admirando su pundonor, elogiando su generosidad, de la que, justo es decirlo, nadie le juzgaba capaz. Es propio del carácter francés el entusiasmarse, indignarse o apasionarse por el motivo del momento, por las cosas de la actualidad. ¿Será que los seres colectivos, que los pueblos, carecen de memoria?
Cuando el tío Grandet hubo cerrado la puerta, llamó a Nanón.
—No sueltes el perro ni te metas en cama. Tenemos quehacer. A las once, Cornoiller debe encontrarse a la puerta con la berlina[63] de Froidfond. Estáte atenta, para que puedas abrir antes de que llame, y dile que entre sin cumplidos. Las leyes, de policía prohíben el ruido nocturno. Por lo demás, no hay ninguna necesidad de que el barrio se entere de que me voy a poner en camino. Dicho lo cual, Grandet volvió a subir a su laboratorio y Nanón le oyó moverse, resolver papeles, ir y venir, pero con precaución.
Era evidente que no quería despertar a su mujer ni a su hija, y, sobre todo, no llamar la atención de su sobrino, al que empezó por maldecir, a causa de la luz que percibió en su cuarto.
En medio de la noche, Eugenia, preocupada por su primo, creyó haber oído el lamento de un moribundo, y para ella, el moribundo no podía ser otro que Carlos; cuando se separaron ¡estaba tan pálido! ¿No se habría matado? De repente, se echó encima una especie de pelliza con capucha y quiso salir. Pero el resplandor de una luz que pasaba por las rendijas de la puerta empezó por darle un susto, ¿se prendía fuego quizá? Se tranquilizó en seguida al oír los pesados pasos de Nanón y su voz mezclada al relincho de varios caballos.
«¿Será que mi padre se lleva a mi primo?», se dijo entreabriendo la puerta con la suficiente precaución para impedir que rechinase, pero de modo que podía ver lo que sucedía en el corredor.
De pronto, sus ojos encontráronse con los de su padre, cuya mirada, por más que fuese vaga e inexpresiva, la dejó helada de terror. El viejo y Nanón transportaban, colgado mediante un cable de una recia vara cuyos cabos descansaban en su hombro derecho, un barrilillo semejante a los que el tío Grandet se entretenía en fabricar a ratos perdidos en su cuchitril.
—¡Virgen santa! ¡Señor, lo que pesa esto! —dijo Nanón, en voz baja.
—¡Lástima que sólo sean perras gordas! —contestó el viejo marrullero—. Ten cuidado que no tropieces con el candelabro.
La escena estaba alumbrada por una sola vela colocada entre dos barrotes de la baranda.
—¡Cornoiller! —dijo Grandet a su guardián in partibus[64]—. ¿Tomaste tus pistolas?
—No, señor. ¿Qué demontre teme con sus perras gordas?
—¡Oh, nada! —dijo el tío Grandet.
—Además, iremos de prisa; sus colonos le han mandado los mejores caballos que tienen.
—Bueno, bueno. ¿Tú no les dijiste a dónde, iba?, ¿verdad?
—No lo sabía, ¿cómo se lo iba a decir?
—Bien. ¿Es sólido este carruaje?
—¿Qué si es sólido? ¡Ya lo creo! Soportaría tres mil como ese ¿Cuánto pesan sus dichosos barriles?
—Ya se lo diré yo —exclamo Nanón—. Lo menos hay mil ochocientos.
—¿Quieres cerrar el pico, Nanón? Le dirás a mi mujer que he ido al campo. Y que para la comida estaré de vuelta.
—A ver si arrea, Cornoiller. Tenemos que estar en Angers antes de las nueve.
Partió el coche Nanón echó el cerrojo de la puerta grande, soltó el perro, se acostó con el hombro magullado, y nadie en el barrio de Grandet sospechó su salida ni el objeto de su viaje. La discreción del viejo tonelero era perfecta. En su casa, llena de oro, nadie veía jamás un céntimo. Por las mañanas, escuchando las charlas del puerto, se enteró de que, a consecuencia de los armamentos que se habían emprendido en Nantes, el oro había doblado de precio, y que habían llegado a Angers numerosos especuladores con intención de comprar. Con sólo pedir prestados los caballos a sus colonos, el hombre se puso en condiciones de ir a vender su oro y de regresar a casa con valores del recaudador general sobre el Tesoro en cuantía suficiente para la compra de sus rentas, después de haberse beneficiado de la prima.