Capítulo VI

A eso de las cuatro, un brusco golpe de picaporte retumbó en el corazón de la señora Grandet.

—¿Qué tendrá tu padre? —dijo ésta a su hija.

El viñador entró gozoso. Luego que se quitó los guantes, se frotó las manos con tanta fuerza que parecía querer arrancarse la piel, por lo demás, curtida como cuero de Rusia, salvo por el olor de los árboles de alerce e inciensos. Se acercó, miro la hora y por fin, se le escapó el secreto.

—Mujer —dijo sin tartamudear—, los he enredado a todos. Nuestro vino está vendido. Holandeses y belgas se iban esta mañana; yo me pongo a pasear por delante de su posada, como si estuviese pensando en las musarañas. Fulano, al que tú conoces, ha venido a mi encuentro. Los propietarios de todos los viñedos buenos guardan su cosecha y quieren ver venir; ¡allá ellos! Yo no les he dicho ni que sí ni que no. Nuestro belga estaba desesperado. Le he visto. Y, negocio concluido: toma nuestra cosecha a doscientos francos el tonel, la mitad al contado. Me paga en oro. Las letras están extendidas aquí, tienes seis luises para ti. Dentro de tres meses bajarán los vinos.

Pronunció las últimas palabras con un tono apacible, pero tan profundamente irónico, que los vecinos de Saumur, en aquel momento reunidos en la plaza y anonadados por la noticia de que Grandet acababa de vender su cosecha, se habrían estremecido si lo hubiesen oído. Un pánico irresistible hubiera hecho bajar el vino en un cincuenta por ciento.

—Tiene usted mil toneles este año, ¿verdad, padre? —dijo Eugenia.

—Sí, hijita.

Aquella palabra encarnaba la; suprema expresión de la alegría del tonelero.

—Lo cual representa doscientas mil piezas de veinte sueldos.

—Sí, señorita Grandet.

—Pues bien, papá, usted puede perfectamente socorrer a Carlos. La sorpresa, la cólera, la estupefacción de Baltasar al leer el Mane Thécel Fares[53] no son nada junto a la fría indignación de Grandet, que, olvidado ya de su sobrino, se lo encontraba metido en el corazón y en los cálculos de su hija.

—¡Ah, demontre! Desde que ese lechuguino ha puesto los pies en mi casa todo anda al revés, Parece que no estéis más que para comprar confites y organizar festejos. Pues no me da la gana. ¡Tengo edad, supongo, para saber cómo debo conducirme! No reciba lecciones de mi hija ni de nadie. Haré por mi sobrino lo que crea conveniente, sin que tengáis que meter baza en ello. En cuanto a ti, Eugenia —agregó, dirigiéndose a ella—, no me hables más del asunto, si no quieres que te mande a la abadía de Noyers con Nanón para que sepas quién soy yo; y como te atrevas a chistar, vas mañana mismo. ¿Dónde anda ese muchacho? ¿No ha bajado?

—No, amigo mío —respondió la señora Grandet.

—¿Pues qué hace?

—Llora a su padre —contestó Eugenia.

Grandet miró a su hija sin saber qué decirle. Se sentía padre, en cierto modo. Después de dar un par de vueltas por la sala, subió a su gabinete a meditar sobre el empleo del dinero en fondos públicos. Las doscientas fanegas de bosque que había mandado talar le habían procurado seiscientos mil francos, sumando a esta cantidad el producto de sus álamos, sus rentas del año pasado y del corriente, más los doscientos mil francos de la venta que acababa de contratar, reunía una suma de novecientos mil francos. Le rentaba el veinte por ciento que podía ganar en poco tiempo con la renta del Estado que estaba a setenta francos. Hizo números sobre el periódico en que se anunciaba la muerte de su hermano, oyendo, sin escucharlos, los gemidos de su sobrino.

Nanón llamó a la pared para invitarle a bajar, porque la comida estaba servida.

Al poner Grandet el pie en el último escalón, ya bajo la bóveda, se dijo:

«Como sacaré un interés del ocho por ciento, voy a hacer la operación. En dos años, tendré ciento cincuenta mil francos, que retiraré de París en buena moneda de oro». Y preguntó en voz alta:

—¿Dónde está mi sobrino?

—Dice que no quiere comer —contestó Nanón—. Y hace muy mal.

—Todo esto nos ahorramos —le replicó el amo.

—¡Caramba, eso sí! —dijo la criada.

—¡Bah! No estará llorando toda la vida. El hambre saca al lobo del bosque.

La comida se deslizó en un extraño silencio.

—Amigo mío —dijo la señora Grandet—, será preciso que nos pongamos de luto.

—La verdad es, señora Grandet, que no sabéis qué inventar para gastar dinero. El luto se lleva en el corazón y no en la ropa.

—Pero el luto de un hermano es obligatoria y la Iglesia nos manda…

—Compra el luto con tus cinco luises. A mí me daréis un crespón y con esto me bastará.

Eugenia alzó los ojos al cielo sin decir palabra. Por primera vez en su vida, sus generosas inclinaciones, adormecidas y sofocadas, se despertaron de repente para verse contrariadas de continuo. Aquella velada fue semejante en apariencia, a mil veladas de su monótona existencia; pero sin duda la más horrible de todas. Eugenia trabajó sin levantar cabeza y no utilizó nada del necessaire que Carlos había desdeñado la víspera. La señora Grandet siguió haciendo sus mangas. Grandet pasó cuatro horas sin hacer nada, sumido en cálculos cuyo resultado debía, al día siguiente, ser la admiración de Saumur.

Nadie vino aquella noche a visitar a la familia. En aquel momento, toda la ciudad comentaba con pasión la hazaña de Grandet, la quiebra de su hermano y la llegada de su sobrino. Cediendo a la necesidad de charlar de sus intereses comunes, todos los propietarios de los viñedos de Saumur, de la clase alta y de la medra[54] estaban en casa del señor Grassins, donde se lanzaban terribles imprecaciones contra el exalcalde. Nanón hilaba, y el miedo de su rueca fue el único sonido que se oyó bajo el techo gris de la sala.

—No se dirá que gastemos la lengua —exclamó la criada, enseñando sus dientes blancos y grandes como almendras peladas.

—No se debe gastar nada —respondió Grandet, despertando de sus meditaciones.

Se veía en perspectiva con sus ocho millones dentro de tres años y navegaba sobre aquélla extensa capa de oro.

—Acostémonos ya. Yo iré a dar las buenas noches a mi sobrino en nombre de todos y ver si quiere tomar algo.

La señora Grandet se paró en el primer descansillo de la escalera para escuchar la conversación que iba a desarrollarse entre Carlos y el extonelero.

—¡Conque tienes mucha pena, sobrino! Sí, llora, es natural. Un padre es siempre un padre. Pero hay que tomar las desgracias con paciencia. Yo me ocupo de ti mientras estás llorando. Soy buen pariente, créeme. Vamos, un poco de ánimo, muchacho. ¿Quieres un vaso de vino? El vino de Saumur no cuesta nada. Aquí se ofrece vino como en la India una taza de té. Pero, estás sin luz. ¡Mala cosa, mala cosa! Hay que ver claro lo que se hace.

Grandet fue hacia la chimenea.

—¡Caramba! —exclamó—, aquí tienes una bujía. ¿De dónde habrán sacado esta bujía? Las condenadas harían leña del techo de mi casa para tener con qué calentar la comida a este muchacho.

Al oír tales palabras, la madre y la hija se refugiaron corriendo en sus cuartos y se metieron en la cama, veloces como ratones que vuelven despavoridos a sus escondites.

—¿Señora Grandet, usted por lo visto tiene un tesoro? —dijo el marido, entrando en la habitación de su mujer.

—Amigo mío, estoy rezando, espera —contestó con voz alterada la pobre madre.

—¡Al diablo con tu Dios! —replicó Grandet, refunfuñando.

Los avaros no creen en una vida futura; el presente es su reino. Esta reflexión proyecta una viva claridad sobre la época actual en que, más que en otra alguna, el dinero domina las leyes, la política y las costumbres, instituciones, libros, hombres y doctrinas todo labora por minar la creencia en una vida futura, en que, desde hace dieciocho siglos descansa el edificio social. Hoy día el ataúd es un tránsito que apenas espanta. El porvenir que nos aguardaba más allá del Requiem, se ha transportado al presente. Llegar, por «fas» o por «nefas»[55] al paraíso terrestre del lujo y de los goces vanos, petrificarse el corazón y macerarse el cuerpo sin más objeto que la posesión de bienes efímeros, del mismo modo que antaño se sufría martirio por el logro de los bienes eternos, ésta es la idea general, idea que se halla escrita en todas partes, incluso en las leyes, que preguntan: «¿Cuánto pagas?», en vez de preguntar: «¿Qué piensas?». Cuando semejante doctrina habrá pasado de la burguesía al pueblo, ¿qué va a ser del país?

—Señora Grandet, ¿has acabado? —dijo el viejo tonelero.

—Amigo mío, ruego por ti.

—¡Muy bien! Buenas noches. Hablaremos mañana.

La pobre mujer se durmió como el párvulo que ha dejado de aprenderse la lección y teme encontrar al despertar el rostro irritado del maestro. En el momento en que se acurrucaba bajo las sábanas para no oír nada, Eugenia se le acercó en camisa con los pies descalzos, y le besó en la frente.

—¡Oh, mamá —le dijo—, mañana le diré que fui yo!

—No, que te mandaría a Noyers. Déjame a mí, no se me comerá.

—¿Oyes, mamá? Todavía está llorando.

—Ve a la cama, hija mía; te vas a enfriar, el suelo está húmedo.

Así terminó el día solemne que debía pesar sobre toda la vida de la heredera a un tiempo rica y pobre; su sueño no fue ya tan profundo Y tan puro como había sido hasta entonces.

A menudo, ciertas acciones de la vida humana se diría que son inverosímiles, aunque verdaderas. Mas no se deberá esto al hecho de que nos olvidamos casi siempre de proyectar sobre nuestras determinaciones espontáneas cierta claridad psicológica que podría poner de relieve las misteriosas razones que las hicieron necesarias.

* * * *

La profunda pasión de Eugenia debería quizá analizarse en sus fibras más tenues porque, como dirían determinados espíritus burlones, degeneró en una enfermedad e influyó en toda su existencia. Gentes hay que prefieren negar los desenlaces que medir la fuerza de los lazos, de los nudos, que, en el orden moral, unen secretamente un hecho a otro. En nuestro caso, el pasado de Eugenia saldrá fiador, para los observadores de la naturaleza humana, de la ingenuidad de irreflexión y de la espontaneidad de las efusiones de su alma Porque su vida había sido tan sosegada hasta entonces, podía la piedad femenina, que es el más ingenioso de los sentimientos, desplegarse ahora con mayor tumulto.

No es extraño que, impresionada por los acontecimientos de la jornada, se desvelase varias veces durante la noche para escuchar a su primo, cuyos suspiros repercutían, desde la víspera, en su corazón. Tan pronto lo imaginaba muriéndose de pena como muriéndose de hambre. Hacia la madrugada oyó una terrible exclamación. Se vistió con presteza y al amanecer, con paso leve entró en el cuarto de su primo, que había dejado la puerta abierta. La bujía se había consumido sobre la arandela del candelabro. Carlos, vencido por la fatiga, dormía vestido, sentado sobre un sillón, con la cabeza apoyada en la cama; soñaba como sueñan los jóvenes que tienen el estómago vacío. Eugenia pudo llorar a sus anchas; pudo admirar aquel rostro joven, pálido por el dolor, aquellos ojos hinchados por las lágrimas, y que, aun en sueños parecían seguir llorando. Por simpatía, Carlos adivinó la presencia de Eugenia, entreabrió los ojos y la vio enternecida.

—Perdóname, prima —dijo sin saber en qué hora ni en qué sitio estaba.

—Hay aquí corazones que le escuchan y hemos creído que necesitaba usted algo.

—Debería acostarse; tal como está no hace más que fatigarse.

—Tiene razón.

—Me voy. Adiós.

Se escapó, contenta y avergonzada de haber venido. Solamente la inocencia tiene estas audacias. Cuando está instruida la virtud calcula tan bien como el vicio. Eugenia, que mientras estuvo junto a su primo no había temblado, cuando volvió a entrar en su cuarto apenas pudo sostenerse sobre sus piernas. De repente se había desvanecido su ignorancia; se puso a reflexionar y se hizo mil reproches: «¿Qué idea se formará de mí? Creerá que le quiero».

Era esto precisamente lo que deseaba más vivamente que creyese. El amor. ¡Qué gran suceso para una muchacha solitaria aquella entrada furtiva en el cuarto de un hombre joven! ¿No hay pensamientos y acciones que para determinadas almas equivalen a santos esponsales?

Una hora después entró en la habitación de su madre y la ayudó a vestirse como acostumbraba. Juntas bajaron a sentarse ante la ventana, y esperaron a Grandet con esta ansiedad que, según los caracteres, hiela o calienta el corazón, lo oprime o lo dilata, cuando se espera una discusión, un castigo; sentimiento éste tan natural que lo experimentan los mismos animales domésticos. ¿No los habéis visto gritar por un ligero castigo y sufrir en silencio la herida que se han causado por descuido?

El tonelero bajó, pero habló distraídamente a su mujer, besó a Eugenia y se sentó a la mesa como si no se acordara de las amenazas de la víspera.

—¿Qué hará mi sobrino? Poco molesta el muchacho.

—Está durmiendo, señor —contestó Nanón.

—Mejor, así no necesitará bujía —murmuró Grandet con acento socarrón.

Aquella clemencia desacostumbrada, aquella alegría amarga sorprendió a la señora Grandet que miró muy atentamente a su marido. El bueno de Grandet… (y quizá será oportuno hacer notar aquí que esta palabra en Turena, en Anjou, en Poitou y en Bretaña, no sólo se emplea para designar a los hombres realmente buenos, sino también para aludir a los más crueles, así que llegan a cierta edad. El título de bueno no prejuzga, pues, su carácter…) el bueno de Grandet tomó su sombrero y sus guantes y dijo:

—Voy a dar una vuelta por la plaza para encontrarme con los Cruchot.

—Eugenia, decididamente tu padre quiere algo.

Efectivamente, hombre de poco sueño, Grandet empleaba la mitad de sus noches en los cálculos preliminares que daban a sus puntos de vista, sus observaciones y a sus planes, su admirable precisión y les aseguraba aquel constante éxito, pasmo de los saumurenses.

Todo poder humano es un compuesto de paciencia y de tiempo. Las personas poderosas quieren y velan. La vida del avaro es un constante ejercicio de la potencia humana puesta al servicio de la personalidad. Se apoya únicamente en dos sentimientos, el amor propio y el interés; pero como quiera que el interés es en cierto modo el amor propio solidificado y bien entendido, la afirmación continua de una efectiva superioridad, el amor propio y el interés resultan dos partes del mismo todo, el egoísmo. De aquí proviene tal vez la prodigiosa curiosidad que provocan los avaros hábilmente puestos en escena. Cada espectador se siente unido por un hilo a tales personajes que tienen que ver con todos los sentimientos humanos, pues todos lo comprendían. ¿Dónde está el hombre que carece de deseos y dónde el deseo social que puede resolverse sin dinero?

Grandet, realmente tenía algo, para usar la expresión de su mujer. Como todos los avaros sentía el prurito persistente de empeñar una partida con los demás hombres, de ganarles legalmente sus escudos. Sobrepujar a los demás, no vale tanto como afirmar el propio poder, como otorgarse perpetuamente el derecho de despreciar a los que, demasiado débiles, se dejan devorar. ¡Oh!, ¿habrá alguien que sepa comprender de veras lo que significa el manso cordero que yace a los pies de Dios, el emblema más conmovedor de todas las víctimas terrestres, el símbolo de su porvenir, en una palabra, la debilidad y el sufrimiento glorificados? El avaro deja engordar a este cordero, lo mete en el redil, lo mata, lo asa, se lo come y lo desprecia. El pasto de los avaros se compone de dinero y de desdén. Durante la noche el bueno de Grandet había tomado otro camino; de ahí venía su clemencia. Había urdido una trama para burlarse de los parisienses, para retorcerlos, estirarlos, encogerlos, obligarlos a ir, a venir, sudar, esperar, desesperar; para divertirse con ellos, desde el fondo de su sala gris, subiendo la escalera carcomida de su casa de Saumur.

Se había preocupado de su sobrino. Quería salvar el honor de su hermano muerto sin que le costase un sueldo ni a su sobrino ni a él. Sus capitales iban a ser invertidos por un plazo de tres años, no tenía más que regentar su patrimonio; necesitaba, pues, dar otro alimento a su maligna actividad. El alimento acababa de encontrarlo en la quiebra de su hermano. Sintiendo el vacío entre sus garras, siempre ansiosas de presa, quería triturar a los parisienses en provecho de Carlos y mostrarse buen hermano sin que le costase nada. El honor de la familia resultaba tan ajeno a su proyecto, que su buena voluntad debe compararse a la necesidad que sienten los jugadores de ver cómo se juega bien una partida en que no han apostado. Y necesitaba a los Cruchot y no quería ir a buscarlos, sino que pensaba atraerlos a su casa y empezar aquella misma noche una comedia, cuyo plan acababa de combinar para ser desde el día siguiente, sin que le costase un solo céntimo, la admiración de la ciudad.

Ausente su padre, Eugenia tuvo la dicha de poderse ocupar abiertamente de su querido primo, de ofrecerle, sin temor, los tesoros de su compasión, una de las sublimes superioridades de la mujer, la única que quiere hacer sentir, la única que perdona al hombre que le deje tomar sobre él. Por tres o cuatro veces, fue Eugenia a escuchar la respiración de su primo; a saber si dormía, si se despertaba; luego, cuando se hubo levantado, la leche, el café, los huevos, la fruta, los platos, el vaso, cuanto él necesitaba para el desayuno fue objeto de sus desvelos. Subió ágilmente por la vieja escalera para escuchar el ruido que hacía su primo. ¿Se vestía ya? ¿Lloraba todavía? Llegó hasta la misma puerta.

—¡Primo mío!

—¿Qué hay, prima?

—¿Quiere usted desayunarse en la sala o en su habitación?

—Donde usted quiera.

—¿Cómo se encuentra?

—Querida prima, me avergüenzo de tener hambre.

Esta conversación, a través de la puerta era, para Eugenia, todo un capítulo de novela.

—Pues bien: ahora le vamos a subir el desayuno en la habitación para no contrariar a papá.

Bajó la escalera con la ligereza de un pájaro.

—Nanón, ve a arreglarle el cuarto.

Aquella escalera, que con tanta frecuencia subía y bajaba y que resonaba al menor ruido, le parecía a Eugenia haber perdido su carácter vetusto, se le antojaba luminosa, le hablaba, era joven como ella, joven como el amor a que se entregaba. Su madre, su buena madre quiso, por fin, secundar las fantasías de su cariño y, cuando la habitación estuvo arreglada, las dos fueron a hacer compañía al desventurado; ¿darle consuelo no era un deber de caridad cristiana? Aquellas dos mujeres hallaron en la religión una serie de pequeños sofismas para justificar sus extralimitaciones. Carlos Grandet se vio rodeado de los cuidados más afectuosos y más tiernos. Su corazón dolorido sintió vivamente el consuelo aterciopelado de aquella exquisita simpatía que dos almas oprimidas de continuo, supieron desplegar al hallarse libres un instante en la región del sufrimiento, su esfera natural.

Escudada en su parentesco, Eugenia se puso a ordenar la ropa blanca, los objetos de tocador que su primo había traído y pudo admirar con libertad, maravillarse ante cada bagatela de lujo, cada chisme de plata o de oro labrado que le venía a mano, y que retenía largo tiempo con el pretexto de examinarlo. Aquel profundo interés que le manifestaba su tía y su prima no dejó de enternecer profundamente a Carlos; conocía lo bastante la sociedad de París para saber que en la posición en que estaba, no habría encontrado más que corazones fríos e indiferentes. Se le apareció Eugenia en todo el esplendor de su belleza insólita; desde aquel momento admiró la inocencia de costumbres que la víspera le dio risa. Y cuando Eugenia tomó de manos de Nanón el bol de porcelana lleno de café con leche para servírselo a su primo con toda la ingenuidad de su sentimiento, lanzándole una mirada de bondad, los ojos del parisiense se llenaron de lágrimas, le tomó la mano y se la besó.

—¡Ah, no volvamos a empezar! —le dijo ella.

—¡Oh!, estas lágrimas de ahora son de agradecimiento —contestó él.

Eugenia se volvió bruscamente hacia la chimenea para tomar el candelabro.

—Toma, Nanón, llévate ésto

Cuando miró a su primo aún estaba muy colorada, pero al menos sus palabras pudieron mentir y no delatar la excesiva alegría que le inundaba el corazón; sus ojos, sin embargo, expresaron un mismo sentimiento y se fundieron sus almas en un solo pensamiento: el porvenir era suyo. Aquella emoción fue tanto más deliciosa para Carlos, sumido en la desgracia, cuanto menos lo esperaba. Un golpe de picaporte llamó a las dos mujeres a su sitio. Por suerte, pudieron bajar lo bastante de prisa para estar con la labor en la mano cuando entró Grandet; si las hubiese pillado bajó la bóveda, esto hubiese sido suficiente para poner en guardia sus sospechas. Después del almuerzo, que, como siempre, el tonelero tomó sin sentarse, llegó de Froidfond el guardabosque, al que no se había dado aún la propina prometida; traía una liebre y dos perdices matadas en el parque, unas anguilas, y los lucias, regalo de los molineros.

—¡Ah!, miren a ese pobre Cornoiller, que viene como «pedrada en ojo de boticario[56]». ¿Es bueno para comer, todo esto?

—Ya lo creo, mi buen señor; no hace dos días que está muerto.

—¡Vamos, Nanón, espabílate! —dijo el viñador—. Toma todo esto para la comida; he convidado a los Cruchot.

Nanón se quedó atontada y miró a todos los presentes.

—Aves —dijo—, ¿dónde voy a encontrar manteca de cerdo y especias?

—Mujer —dijo Grandet—, dale seis francos a Nanón y hazme acordar de bajar a la bodega a buscar vino del bueno.

—Así, pues, señor Grandet —dijo el guardabosque que había preparado su discursillo para provocar la decisión del asunto de sus emolumentos—, señor Grandet…

—¡Ta, ta, ta! —dijo Grandet—; ya sé lo que quieres decir; eres un buen chico; mañana nos ocuparemos de esto, hoy tengo demasiada prisa. Mujer, dale cinco francos —dijo a la señora Grandet.

La pobre mujer respiró contenta al ver que había comprado la paz por once francos. Sabía que Grandet callaba por espacio de quince días después de haber recobrado pieza por pieza el dinero que le había dado.

—Toma, Cornoiller —dijo deslizando diez francos en la mano de Cornoiller—; algún día agradeceremos tus servicios.

Cornoiller no tuvo nada que decir. Se marchó.

—Señora —dijo Nanón, que se había puesto ya su cofia negra y que había cogido el cesto—, no necesito más que tres francos; guárdese el resto. Ya nos arreglaremos como podamos.

—Haz una buena comida, Nanón, mi primo bajará —dijo Eugenia.

—Decididamente, aquí pasa algo extraordinario —dijo la señora Grandet—. Es la tercera vez, desde nuestra boda, que tu padre invita a alguien a comer.

* * * *

A eso de las cuatro, cuando Eugenia y su madre habían acabado de poner la mesa para seis personas y el dueño de la casa había subido de la bodega algunas botellas de vino exquisito que los provincianos guardan con cariño en sus bodegas, Carlos apareció en la sala. Estaba pálido. En sus ademanes, en su actitud, en sus miradas, en el sonido de su voz, había una tristeza llena de gracia. No simulaba el dolor, lo sentía de veras, y el velo que la pena tendiera sobre sus facciones le daba ese interesante aspecto que tanto gusta a las mujeres. Eugenia lo quiso más todavía. Sin duda la desgracia que había caído repentinamente sobre Carlos, le había acercado a Eugenia. Ya no era aquel muchacho rico, elegante, colocado en una esfera inaccesible para ella, sino una pariente sumido en una horrorosa miseria. La miseria engendra la igualdad. La mujer tiene esto de común con los ángeles: los seres que sufren le pertenecen. Carlos y Eugenia se entendieron y se hablaron claramente con la mirada; porque el pobre dandy caído, el huérfano, se sentó en un rincón y se quedó callado, quieto, digno; pero, de vez en vez, la dulce mirada de su prima venía a buscarlo y le obligaba a salir de sus tristes pensamientos y a lanzarse juntos a los campos del porvenir y de la esperanza en que gustaba perderse con él.