Capítulo V

Después de un par de horas de trajines, durante las cuales Eugenia dejó más de veinte veces su labor para ir a dar una ojeada al café hirviendo, para escuchar el ruido que hacía su primo el levantarse, logró preparar un desayuno muy sencillo, nada costoso, pero que infringía terriblemente las costumbres inveteradas de la casa. El almuerzo del mediodía se tomaba en pie. Cada cual tomaba su rebanada de pan, fruta o manteca, y un vaso de vino. De modo que al ver la mesa puesta junto al fuego, uno de los sillones colocado ante el cubierto destinado a su primo, las dos fuentes colmadas de fruta, la huevera, la botella de vino blanco, el pan y el azúcar amontonado en un platito, Eugenia se estremeció de pies a cabeza sólo al pensar en la cara que pondría su padre si llegase a entrar en aquel momento. Por eso miraba sin cesar al reloj, para calcular si su primo podría desayunarse antes de que el padre estuviese de vuelta.

—Tranquilízate, Eugenia; si tu padre comparece, yo cargaré toda la responsabilidad —le dijo la señora Grandet.

A Eugenia se le saltó una lágrima.

—¡Mamá de mi alma —exclamó—, no te he querido como mereces!

Carlos, después de haber dado mil vueltas en la habitación, acabó por bajar. Por suerte no eran más que las once. El demontre de parisiense se acicaló con tanto cuidado como si se hubiese encontrado en el castillo de la dama que viajaba por Escocia. Entró con el aire afable y risueño que tan bien sienta a la juventud y que produjo a Eugenia una emoción agridulce. Había aceptado, con inmejorable humor, el hundimiento de sus castillos de Anjou y saludó alegremente a su tía.

—¿Pasó usted bien la noche, querida tía? ¿Y usted, primita?

—Muy bien, caballero, ¿y usted? —contestó la señora Grandet.

—Yo, perfectamente.

—Debe usted tener apetito, primo —dijo Eugenia—. Siéntese usted a la mesa.

En general, no tomo nada hasta mediodía, que es la hora que me levanto. Pero ayer, durante el camino, me trataron tan mal, que voy a obedecerle. Por otra parte…

Sacó del bolsillo el reloj más delicioso que haya salido de manos de Breguet.

—¡Ah, pero si son las once! He sido madrugador.

—¿Madrugador…? —dijo la señora Grandet.

—Sí; pero quería arreglar mi ropa. Pues bien, comeré cualquier cosa, un poco de perdiz o de pollo.

—¡Ave María purísima! —gritó Nanón al oír tales palabras.

«Una perdiz», decíase Eugenia, que habría querido comprar uno con todo su peculio.

—Venga a sentarse —le dijo su tía.

El dandy se dejó caer sobre el sillón como una linda mujer sobre un diván. Eugenia y su madre tomaron sillas y se sentaron cerca de él delante del fuego.

—¿Viven ustedes siempre aquí? —les preguntó Carlos que encontraba aquella sala más fea, a la luz del día, que la víspera a la de las velas.

—Siempre —contestó Eugenia, mirándole—, excepto durante la vendimia. Entonces vamos a ayudar a Nanón y nos instalarnos todos en la abadía de Noyers.

—¿No van nunca de paseo?

—Alguna vez, los domingos al salir de vísperas, cuando hace buen tiempo —dijo la señora Grandet—, nos llegamos hasta el puente o vamos a ver el heno recién segado.

—¿Tienen ustedes teatro?

—¡Ir al teatro! —exclamó la señora Grandet—, ¡a ver a los cómicos!; pero caballero, ¿no sabe usted que es pecado mortal?

—Tenga usted, señor —díjole Nanón sirviéndole los huevos—, aquí le vamos a dar los pollos con cáscara.

—¡Oh, qué bien! ¡Huevos frescos! —exclamó Carlos, que semejante en esto a las personas acostumbradas al lujo, ya no pensaba en su perdiz—. ¡Delicioso! Si tuviese usted un poco de manteca, amiga mía…

—¡Manteca!, se quedan pues, ustedes, sin tortada —dijo la sirvienta.

—¡Por Dios, sirve la manteca, Nanón! —exclamó Eugenia.

La muchacha examinaba a su primo mientras partía las tiras de pan y experimentaba tan gran placer como el que siente la más sensible modista de París viendo representar un melodrama en el que triunfe la inocencia. Hay que reconocer que Carlos, educado, por una madre llena de gracia, perfeccionado por una dama elegante, tenía gestos delicados, finos encantadores como puedan serlo los de una dulce dueña. La compasión y la ternura de una muchacha ejercen, realmente, una influencia magnética. Carlos, al verse objeto de las atenciones de su prima y de su tía, no pudo sustraerse al flujo de sentimientos que se dirigían hacia él y que, por decirlo así, le inundaban. Lanzó a Eugenia una de esas miradas brillantes de bondad y de caricias, una mirada que parecía sonreír. Y al contemplar a Eugenia, se dio cuenta de la exquisita armonía de facciones de aquel rostro purísimo, de su actitud inocente, de la mágica claridad de sus ojos en los que asomaban tiernos pensamientos de amor y en que el deseo ignoraba todavía la voluptuosidad.

—Le aseguro, querida prima, que si estuviese en un palco de la ópera, vestida de gala, mi tía tendría toda la razón del mundo; no serían pocos los pecados que se iban a cometer por su culpa. Los hombres se morirían de codicia y las mujeres de envidia.

Eugenia se sonrojó.

—¡Oh! ¡Por Dios, no se burle usted de una pobre provinciana!

—Si me conociese usted, primita, sabría ya que detesto la burla. Es algo que marchita el corazón y que ofende los sentimientos.

Y así diciendo mordió con verdadero gusto la tira de pan untado de mantequilla.

—No; probablemente no soy lo bastante ocurrente para reírme de los demás, y este defecto me perjudica mucho. En París saben asesinar a un hombre con sólo decir: «Tiene buen corazón». Porque esta frase significa en lenguaje corriente: «Ese pobre chico es tonto como un rinoceronte». Pero como soy rico y les consta que puedo derribar una muñeca al primer tiro, a treinta pasos de distancia y con cualquier clase de pistola, nadie se atreve a tomarme el pelo.

—Lo que dice usted, sobrino, indica buen corazón.

—¡Qué linda sortija lleva usted! —dijo Eugenia—. ¿Me la deja ver?

Carlos tendió la mano y Eugenia se ruborizó el sentir que las yemas de sus dedos rozaban las uñas rosadas de su primo.

—Mira, mamá, qué trabajo más precioso.

—¡Oh, cuánto oro lleva! —dijo Nanón al traer el café.

—¿Qué es eso? —preguntó Carlos riendo.

Y señalaba un pote oblongo de barro pardo barnizado por fuera y esmaltado por dentro, orlado por una franja de ceniza, en cuyo fondo caía el café, para volver a la superficie del líquido hirviente.

—Es café hervido —dijo Nanón.

—¡Ah, querida tía, por lo menos voy a dejar un recuerdo bienhechor de mi paso por aquí! ¡Qué atrasados están! ¡Les voy a enseñar a hacer buen café en una cafetera a la Chapta!

Probó de explicar en qué consistía aquel sistema de cafetera:

—¡Uy!, si hay tantos chismes como dice —exclamó Nanón—, una tendrá que pasarse la vida haciendo café. No cuente conmigo. Entre tanto, ¿quién iría a coger hierba para la vaca?

—Ya lo haré yo —dijo Eugenia.

—¡Chiquilla! —dijo, la señora Grandet mirando a su hija.

Al sonar aquella palabra, que recordaba la desgracia que estaba a punto de abalanzarse sobre el infeliz muchacho, las tres mujeres se callaron y lo contemplaron con una expresión de lástima que le alarmó.

—¡Chitón! —dijo la señora Grandet a Eugenia, que iba a contestarle—. Ya sabes, hija mía, que tu padre quiere encargarse de hablar a este caballero…

—Llámeme Carlos —dijo el joven Grandet.

—¡Ah, se llama usted Carlos! Bonito nombre —exclamó Eugenia. Las desgracias presentidas ocurren casi siempre. Nanón, la señora Grandet y Eugenia que pensaban, y no sin un escalofrío, en la vuelta del tonelero, oyeron un golpe de picaporte cuya sonoridad les era harto conocida.

—¡Aquí esta papá! —dijo Eugenia. Retiró el platillo en que estaba el azúcar y dejó sólo unos terrones sobre el mantel, Nanón se llevó el plato de huevos. La señora Grandet se irguió como una cierva espantada. Fue un arrebato de pánico que sorprendió a Carlos, pues no sabía a qué atribuirlo.

—¿Pero qué les sucede? —preguntó.

—Papá está aquí —dijo Eugenia.

—¿Y eso qué…?

Entró el señor Grandet y con un solo vistazo que echó sobre la mesa y sobre Carlos lo vio todo.

—¡Ah!, ¡ah! ¡Conque hubo festín para el sobrino! ¡Muy bien, está muy bien, pero que muy bien! —dijo sin tartamudear—. Cuando el gato está fuera, bailan los ratones.

«¿Festín?», se preguntó Carlos, incapaz de comprender el régimen y las costumbres de aquella casa.

—Dame mi vaso, Nanón —dijo el viñador.

Eugenia trajo el vaso. Grandet sacó de su faltriquera un cuchillo con mango de cuerno, cortó una rebanada de pan, la untó con un poco de manteca y se puso a comer en pie. En aquel precioso momento, Carlos echaba azúcar a su café. El tío Grandet recibió los pedazos de azúcar y volvió los ojos a su mujer que palideció. Dio tres pasos hacia ella; se inclinó sobre el oído de la pobre vieja y le dijo:

—¿De dónde has sacado este azúcar?

—Nanón ha ido a buscarlo a casa Fessard, porque no quedaba.

Es imposible imaginar el interés profundo que aquella escena muda tenía para las tres mujeres. Nanón había abandonado la cocina y miraba la sala para ver cómo se resolvería el asunto. Carlos, que ya había probado el café y notado que aún estaba amargo, buscó el azúcar del que Grandet ya se había apoderado.

—¿Qué quiere usted, sobrino? —le dijo el extonelero.

—El azúcar.

—Añada usted leche —respondiólo el amo de la casa—, y verá cómo el café se endulza.

Eugenia tomó otra vez el plato que hacía las veces de azucarero, y que Grandet ya había guardado y lo volvió a poner sobre la mesa, mientras contemplaba con serenidad a su padre. La parisiense que, para facilitar la fuga de su amante, sostiene con sus débiles brazos una escala de seda, no usa de más valor que Eugenia al volver a poner el azúcar sobre la mesa. Y mientras el amante recompensará a la parisiense que le muestra, orgullosa, su brazo magullado, en que cada vena lastimada, recibe un halago de besos y de lágrimas, Carlos no debía enterarse nunca de las profundas conmociones que rompían el corazón de su prima, que sentía llamear sobre ella la mirada del viejo tonelero.

—¿No comes, esposa? Adelantóse la pobre ilota, cortó con mano torpe un pedazo de pan y tomó una pera. Eugenia ofreció audazmente a su padre un racimo de uvas diciéndole:

—¡Prueba mis conservas, papá! Usted también las probará, primo. Fui a buscar para usted estos racimos tan hermosos.

—¡Oh! Si no se les paran los pies van a saquear todo Saumur para, obsequiarle. Cuando haya terminado, sobrino, iremos juntos al jardín; tengo que contarte algo que no es muy azucarado.

Eugenia y su madre lanzaron una mirada a Carlos, cuya expresión no pudo engañarles.

—Tío, ¿qué significan éstas palabras? Desde la muerte de mi pobre madre… —al decir esto se le ablandó la voz—, no hay para mí desgracia posible…

—Sobrino, ¿quién puede prever con qué clase de aflicciones querrá Dios probarnos todavía? —le dijo su tía.

—Ta, ta, ta —dijo Grandet—; Ya empezamos con tonterías. Veo con pena, querido sobrino, tus lindas manos blancas.

Y diciendo esto, le mostraba las callosas y velludas manos que pendían de sus brazos.

—¡Éstas son manos para rebanar escudos! Le han educado a usted para enfundar sus pies en la piel con que se fabrican las carteras en que nosotros guardamos los billetes de Banco. ¡Mala cosa! ¡Muy mala cosa!

—¿Qué quiere usted decir, tío? ¡Qué me aspen si le entiendo una sola palabra!

—Venga usted —dijo Grandet. El avaro cerró con estrépito la hoja de su cuchillo, bebió el último trago de vino y abrió la puerta.

—¡Valor, primo, valor!

El acento de la muchacha heló el corazón de Carlos que siguió a su terrible pariente, presa de mortal inquietud. Eugenia, su madre y Nanón fuéronse a la cocina, movidas por una irresistible curiosidad, a espiar a los dos actores de la escena que iba a desarrollarse en el húmedo jardincillo. El tío paseó un rato silenciosamente con el sobrino. No es que a Grandet se le trabase la lengua al tener que comunicar a Carlos la muerte de su padre, es que experimentaba una especie de compasión al saberlo sin un escudo, y buscaba las fórmulas para endulzar la expresión de tan cruel realidad. Decirle: «Ha perdido usted a su padre», era no decirle nada. Los padres suelen morir antes que los hijos. Pero decir: «Se ha quedado usted con la noche y el día; no tiene usted la menor fortuna», eso sí que era reunir en pocas palabras todas las desgracias del mundo. Por eso, el viejo recorrió por tercera vez la avenida del centro, cuya arena crujía bajo los pies.

En las grandes circunstancias de la vida, el alma se adhiere con extraordinario apego a los lugares en que las dichas o las desdichas se abaten sobre nosotros. Así es como Carlos examinaba, con particular atención los bojes[49] de aquel jardincillo, las pálidas hojas que caían de los árboles, las contorsiones de los frutales, detalles todos que debían estar grabados en su recuerdo, mezclados eternamente a aquella hora suprema, gracias a la peculiar mnemotecnia[50] de las pasiones.

—Hace buen día, hace calor, —dijo Grandet, aspirando una gran bocanada de aire.

—Sí, tío… ¿Pero por qué…?

—Pues, sí, muchacho, tengo que darte malas noticias. Tu padre está muy malo…

—¿Por qué estoy aquí, entonces? —dijo Carlos—. ¡Nanón! —gritó—. ¡Caballos de posta! Algún coche encontraré en la localidad —agregó volviéndose hacia su tío, que le escuchaba inmóvil.

—No hacen falta caballos ni coche —respondió Grandet mirando a Carlos, que se quedó callado y con los ojos fijos—. Sí, mi pobre amigo, veo que lo adivinas: ha muerto. Pero esto no es nada. Hay algo más grave; se ha pegado un tiro en la sien.

—¿Mi padre…?

—Sí. Pero no es esto todo. Los periódicos se ocupan del asunto como si estuviesen en su derecho. Toma, lee.

Grandet, que se había quedado el periódico de Cruchot, puso el fatal artículo bajo la vista de Carlos. En aquel momento, el pobre muchacho, todavía en la edad en que los sentimientos se manifiestan con ingenuidad, rompió a llorar.

«Vamos, no está mal —se dijo Grandet—. Sus ojos me daban miedo. Llora, eso quiere decir que está salvado…».

—Pero eso no es lo peor, sobrino —volvió a decir Grandet en alta voz, sin saber si Carlos le escuchaba—, eso aún no es lo peor; te consolarás, pero…

—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Pobre papá…!

—Te ha arruinado; no te queda un cuarto.

—¿Qué, me importa a mí eso? ¿Dónde está mi padre? ¡Papá!

El llanto y los sollozos repercutían entre aquellos muros de una manera horrible. Las tres mujeres, conmovidas, lloraban; las lágrimas son tan contagiosas como puede ser la risa. Carlos, sin escuchar a su tío, echó a correr al patio, encontró la escalera, subió a su cuarto y se echó de bruces sobre la cama, y con la cara hundida en las sábanas, lloró a sus anchas lejos de sus parientes.

—Hay que dejar pasar el primer chaparrón —dijo Grandet al volver a la sala, donde Eugenia y su madre se habían apresurado a reinstalarse en sus sitios y trabajaban con mano trémula después de haberse secado los ojos—. Pero ese muchacho no sirve para nada; se ocupa más de los muertos que del dinero.

Eugenia se estremeció al oír que su padre se expresaba de aquel modo sobre el más sagrado de los dolores. Desde aquel momento empezó a juzgar a su padre. Aunque mitigados por la distancia, los sollozos de Carlos resonaban en toda la casa, y su hondo gemido que parecía venir de debajo de tierra, no cesó hasta la noche, después de haberse ido debilitando gradualmente.

—¡Pobre muchacho! —suspiró la señora Grandet.

¡Fatal exclamación! El tío Grandet miró a su mujer, a Eugenia, al azucarero; se acordó del extraordinario desayuno preparado para el pariente infeliz y se plantó en medio de la sala.

—¡A ver! Supongo —dijo, con su calma habitual— que no van a continuar sus prodigalidades, señora Grandet. No os doy mi dinero para atiborrar de azúcar a ese joven extravagante.

—Mi madre no tiene nada que ver con eso —dijo Eugenia—. Soy yo la que…

—Será porque eres mayor de edad, que ya piensas en contrariarme —repuso Grandet interrumpiendo a su hija—. Piensa, Eugenia…

—Padre, el hijo de su hermano no debía carecer en casa de…

—¡Ta, ta, ta, ta! —dijo el tonelero sobre cuatro tonos cromáticos—. ¡El hijo de mi hermano, por aquí, mi sobrino por allá! Nada tenemos que ver con Carlos; no tiene un cuarto partido por la mitad. Y en cuanto ese lechuguino haya derramado todas sus lágrimas, tomará el portante. No quiero que meta la revolución en casa.

—¿Qué es eso de quebrar, padre? —preguntó Eugenia.

—Quebrar —dijo Grandet—, es cometer la acción más deshonrosa que puede cometer un hombre.

—Sí que debe ser gran pecado —dijo la señora Grandet—, y nuestro hermano debe haberse condenado.

—Vamos, ya estás tú con tus letanías —dijo el viejo a su mujer encogiéndose de hombros—. Quebrar —prosiguió—, es un robo que por desgracia la ley toma bajo su protección. La gente ha dado su dinero a Guillermo Grandet, fiando en su reputación de probidad[51] y de honradez; él se ha quedado con todo sin dejarle otro consuelo que el de maldecirle. El salteador de caminos es más digno que el quebrado; aquél te ataca directamente y puedes defenderte; se juega la cabeza; mientras que el otro… En fin, que Carlos está deshonrado.

Tales palabras resonaron en el corazón de la pobre muchacha y la agobiaron con todo su peso. Su ingenua probidad no conocía ni las máximas del mundo, ni sus razonamientos capciosos, ni sus sofismas; aceptó, pues, la atroz explicación que le daba su padre del significado de la quiebra, sin hacerle notar la diferencia que hay entre una quiebra involuntaria y una quiebra fraudulenta.

—¿Y usted, padre, no ha podido impedir semejante desgracia?

—Mi hermano no me ha consultado y, además debe cuatro millones.

—¿Cuánto es un millón? —preguntó la muchacha con el candor de un niño que cree poder hallar fácilmente lo que necesita.

—¿Un millón? —dijo Grandet—. Pues, un millón de piezas de veinte sueldos, y se necesitan cinco piezas de veinte sueldos para hacer cinco francos.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Eugenia—. ¿Cómo pudo mi tío llegar a tener cuatro millones? ¿Habrá en Francia otro que reúna tantos millones?

El tío Grandet se acariciaba la barbilla, sonreía y su lobanillo parecía dilatarse.

—¿Qué va a ser, pues, de mi primo?

—Embarcará para América, donde, cumpliendo los últimos deseos de su padre, probará de hacer fortuna.

—Pero ¿tiene dinero para ir tan lejos?

—Yo le pagaré el viaje… hasta… hasta Nantes.

Eugenia abrazó a su padre.

—¡Ah, padre, qué bueno es usted!

Le abrazó de modo que casi logró avergonzar a Grandet cuya conciencia no estaba muy tranquila.

—¿Se necesita mucho tiempo para reunir un millón? —le preguntó.

—¡Ahí es nada! —dijo el tonelero—. ¿Tú sabes lo que es un napoleón[52]? Pues bien, hacen falta cincuenta mil para formar un millón.

—Mamá, mandaremos decir novenas por él.

—Ya lo había pensado —contestó la madre.

—¡Todo acaba en lo mismo! Siempre gastando dinero —exclamo el padre—. Lo menos imagináis que aquí nadamos en la abundancia.

En aquel momento un lamento sordo, más lúgubre que todos los precedentes resonó en el desván y heló de terror a Eugenia y a su madre.

—¡Nanón, sube a ver, que no se nos mate también! —dijo Grandet—. ¡Ah, te digo yo! —prosiguió, volviéndose hacia su mujer y su hija, que sus palabras habían hecho palidecer—, mirad de no hacer más tonterías, vosotras dos. Os dejo. Voy a hablar con los holandeses, que se van hoy. Después iré a ver, a Cruchot y hablar con él de todo esto.

Se fue. Cuando Grandet cerró la puerta, Eugenia y su madre respiraron a sus anchas. Antes de aquella mañana, Eugenia no se había sentido nada cohibida ante su padre; pero de unas horas a aquella parte, no paraba, de cambiar de ideas y de sentimientos.

—Mamá, ¿cuántos luises dan por un tonel de vino?

—Tu padre vende los suyos entre ciento y ciento cincuenta francos, a veces hasta doscientos, por lo que he oído decir.

—¿Y cuándo recoge mil cuatrocientos toneles de vino…?

—Hijita, no me preguntes cuánto hace; tu padre no me dice una palabra nunca de sus negocios.

—Pero, eso quiere decir que papá debe de ser rico.

—Tal vez sí. Pero el señor Cruchot me dijo que hace dos años compró Froidfond y esto le hará andar mal.

Como Eugenia no sabía una jota de la fortuna de su padre, no prosiguió sus cálculos.

—¡Ni siquiera me ha visto, el niño bonito! —dijo Nanón al volver—. ¡Está tendido sobre la cama y llora como una Magdalena que es una bendición! ¡Qué pena tan grande, la que tiene ese pobre señorito!

—Anda, mamá, subamos a consolarlo y si llaman volveremos aquí en seguida.

La señora Grandet no pudo resistir la armoniosa voz de su hija. Eugenia era sublime; era toda una mujer. Las dos, palpitante el corazón, subieron al cuarto de Carlos. La puerta estaba abierta. El muchacho no oía ni veía nada. Sumido en su llanto, lanzaba gemidos inarticulados.

—¡Cómo quería a su padre! —dijo Eugenia en voz baja.

Ni había modo de oír el acento con que pronunciaba estas palabras sin descubrir las esperanzas de un corazón que, sin saberlo, estaba apasionado. La señora Grandet dirigió a su hija una mirada henchida de sentimiento maternal y susurró al oído:

—Ten cuidado, no vayas a enamorarte de él.

—¡Enamorarme! —repuso Eugenia—. ¡Ay, si supieras lo que ha dicho mi padre!

Carlos se volvió y notó la presencia de su tía y de su prima.

—He perdido a mi padre, a mi pobre padre. Si me hubiese confiado el secreto de su desgracia, los dos hubiésemos trabajado para repararla. ¡Dios mío! ¡Pensar que estaba tan seguro de volver a ver a mi padre que hasta creo que le besé fríamente…!

Los sollozos no le dejaron continuar.

—Rezaremos por él —dijo la señora Grandet—. Resígnese usted a la voluntad divina.

—Primo —dijo Eugenia—, ¡tenga usted valor! Su pérdida no tiene ya remedio; piense ahora en salvar su honor…

Con ése instinto y esa delicadeza de la mujer que pone inteligencia en cuanto toca, incluso cuando consuela, Eugenia quiso mitigar el dolor de su primo, obligándole a ocuparse de sí mismo.

—¿Mi honor…? —preguntó el muchacho, echando atrás su cabello con un movimiento brusco.

Y se sentó en la cama, cruzando los brazos.

—¡Ah, es vedad! Mi padre, según dijo mi tío, ha quebrado. Lanzó un grito desgarrador y escondió la cara entre las manos.

—¡Déjeme, prima, déjeme! ¡Dios mío, perdonad a mi padre! ¡Cómo ha debido sufrir!

Algo había de horriblemente atractivo en el espectáculo de aquel dolor joven y verdadero, sin cálculo y sin doblez. Cuando Carlos, hizo un ademán para pedirles que le abandonasen, los corazones ingenuos de Eugenia y de su madre comprendieron a maravilla el púdico dolor que se lo dictaba.

Volvieron a bajar, ocuparon otra vez y en silencio sus sitios junto a la ventana, y trabajaron durante cerca de una hora sin cruzar una palabra. Eugenia, con la mirada furtiva que había echado al equipaje de su primo, había visto las encantadoras fruslerías de su ajuar, las tijeras, las navajas con incrustaciones de oro. Aquel alarde de lujo, entrevisto a través del dolor, quizá por contraste, tornó más interesante a sus ojos la figura de Carlos. Aquellas dos mujeres no habían presenciado jamás un acontecimiento tan dramático, tan grave que trastornaba sus imaginaciones perpetuamente sumidas en la soledad y en la calma.

—Mamá —dijo Eugenia—, ¿llevaremos luto por mi tío?

—Tu padre lo decidirá —contestó la señora Grandet.

Quedaron otra vez silenciosas. Eugenia siguió cogiendo puntos con una regularidad de movimientos que no hubiese dejado revelar a un buen observador las fecundas reflexiones a que estaba entregada. El primer deseo de aquella adorable muchacha era participar en el duelo de su primo.