Capítulo IV

Cuando los cuatro Grandet se encontraron solos, el viejo dijo a su sobrino.

—Conviene que descanses. Es demasiado tarde para hablar de los asuntos que te traen aquí: mañana tendremos ocasión. Aquí se almuerza a las ocho. Al mediodía comemos un poco de fruta, una rebanada de pan, con un vaso de vino blanco; después, comemos, como los parisienses, a las cinco. Ya sabes el orden. Si quieres ver la ciudad o sus alrededores, puedes hacerlo con entera libertad. Ya me dispensarás si mis asuntos no me permiten acompañarte siempre. Todo el mundo te va a decir que soy rico. «El señor Grandet por aquí, el señor Grandet por allá». Los dejó decir: sus chismorreos no perjudican mi crédito. Pero la verdad es que no tengo un ochavo, y qué a mi edad, trabajo como un mozo que tiene por todo patrimonio un mal cuchillo de tonelero y un par de brazos. Quizá no tardes en saber, por propia experiencia, lo que cuesta un escudo cuando hay que sudarlo.

—¡Anda, Nanón, las velas! Espero, sobrino, que encontrarás cuanto necesitas —dijo la señora Grandet—; pero si algo te falta, no tienes más que llamar a Nanón.

—Querida tía, dudo que me falte nada; he traído todo lo que necesitaba. Permítanme que les de a ustedes las buenas noches, así como a mi joven primita.

Tomó Carlos una bujía encendida de manos de Nanón, una bujía de Anjou ya amarillenta por haber envejecido en la tienda y tan parecida a la vela de sebo, que el señor Grandet, incapaz de sospechar que existiese en su casa, no se dio cuenta de tamaño derroche.

—Te voy a enseñar el camino —dijo el extonelero.

En vez de salir por la puerta de la sala que daba bajo la bóveda, Grandet hizo el cumplido de pasar por el corredor que separaba la sala de la cocina. Una puerta, provista de un gran cristal ovalado, cerraba el corredor por el lado de la escalera a fin de mitigar el frío que por él llegaba. Lo cual no impedía que el ábrego soplase de firme a pesar de los burletes colocados en las puertas de la sala y que la temperatura alcanzase rara vez un grado soportable. Nanón fue a echar el cerrojo al portón, cerró el comedor y quitó la cadena al perro lobo que estaba en la cuadra y que tenía la voz cascada como si padeciese de laringitis. Aquel animal, de una ferocidad extraordinaria, no conocía a nadie más que a Nanón. Las dos criaturas campestres se entendían.

Cuando Carlos divisó las paredes amarillentas y ahumadas de la escalera, de baranda carcomida, que temblaba bajo los pesados pasos de su tío, su desencanto llegó al colmo. Creía estar encaramándose a una pértiga de gallinero. Su tía y su prima, a las cuales se había vuelto para interrogar sus semblantes, estaban tan adaptadas a aquella escalera que no pudiendo sospechar siquiera la causa de su asombro, lo interpretaron coma signo amistoso y correspondieron con una sonrisa amable que acabó de desesperarle.

«¿Qué diablos, me menda hacer aquí mi padre?», se preguntaba.

Llegado al primer rellano, vio tres puertas pintadas de rojo etrusco y sin chambrana[43], puertas perdidas en la pared polvorienta y adornadas de tiras de hierro empernadas, aparentes, terminadas por una especie de llamas, lo mismo que lo estaban por ambos cabos las placas de las cerraduras. La puerta que estaba en lo alto de la escalera y que daba entrada a la habitación situada encima de la cocina, evidentemente estaba tapiada. Para entrar en ella, en efecto, se tenía que pasar por la habitación de Grandet, que utilizaba dicha pieza como gabinete. La única ventana que le daba luz estaba protegida por la parte de fuera, o sea por el lado del patio, por una enorme reja de barrotes en forma de parrilla. Nadie, ni siquiera la señora Grandet, tenía permiso para entrar en este retiro; el extonelero quería estar solo como un alquimista ante sus alambiques. Allí, sin duda tenía un escondrijo, hábilmente disimulado; allí sin duda, archivaba sus títulos de propiedad; allí tenía sus balanzas para pesar los luises; allí, por la noche, redactaba sus recibos y echaba cuentas. De modo que las personas que veían a Grandet dispuesto para todo, podían, con razón, suponer que tenía a sus órdenes un hada o un demonio. Allí, sin duda, mientras Nanón roncaba hasta estremecer los entarimados, mientras el perro lobo velaba y bostezaba en el patio, mientras la señora y la señorita Grandet dormían plácidamente, acudía el viejo tonelero a acariciar, manosear, empollar y hacer fermentar su oro. Las paredes eran recias; los postigos, discretos. Sólo él tenía la llave de aquel laboratorio donde, según se decía, consultaba los planos en que estaban señalados todos los árboles frutales, todos las cepas, todos los haces de leña, uno por uno.

La puerta del cuarto de Eugenia quedaba enfrente de la puerta tapiada. Luego, al extremo del rellano, estaba el aposento de los esposos que ocupaba todo el frente de la casa. La señora Grandet tenía una habitación contigua a la de Eugenia en la que se entraba por una puerta vidriera. La alcoba del amo estaba separada de la de su mujer por un tabique y del misterioso gabinete por una pared maestra. El tío Grandet había alojado a su sobrino en el segundo piso, en la buhardilla situada encima de su cuarto, de modo que pudiese oírlo si le daba el capricho de ir y venir. Cuando Eugenia y su madre llegaron al centro del rellano, se dieron el beso de la noche; luego dijeron a Carlos unas palabras de despedida, frías sobre los labios, pero cálidas, por lo menos, en el corazón de la muchacha, y se retiraron a sus habitaciones.

—Ya estás en tu cuarto, sobrino —le dijo Grandet a Carlos al abrirle la puerta—. Si tienes necesidad de salir, no te olvides de avisar a Nanón. Sin ella, el perro te devoraría sin dejarte decir palabra. Que descanses. Buenas noches. ¡Ajá!, las señoras te han encendido fuego —repuso.

En aquel momento Nanón apareció armada con un calentador de cama.

—¡Ésta sí que es buena! —dijo el señor Grandet—. ¿Tomas a mi sobrino por una recién parida? ¡Ya te estás llevando ese chisme!

—Pero, señor, las sábanas están húmedas y este caballero es tan delicado como una señora.

—Bueno, bueno; ya que se te ha metido en la cabeza… —dijo Grandet empujándola por los hombros—. Pero, cuidado, con quemarme las sábanas.

Después, el viejo se retiró refunfuñando palabras ininteligibles. Carlos se quedó atónito en medio de sus baúles. Luego de haber dado un vistazo a las paredes de una buhardilla cubierta de ese papel amarillento con ramos de flores que suele haber en los merenderos; sobre una chimenea de piedra dura cuyo solo aspecto ya daba frío, sobre aquellas sillas de madera amarillenta con rejilla barnizada y que parecían tener más de cuatro esquinas, sobre una mesilla de noche abierta en la que hubiera cabido un sargento de cazadores, sobre la delgada alfombra puesta junto a una cama con dosel cuyas cortinas de paño temblaban como si fuesen a caer, devoradas por los gusanos, miró seriamente a Nanón y le dijo:

—¡Véngase usted acá, y dígame si estoy realmente en casa del señor Grandet, exalcalde de Saumur, hermano del señor Grandet, de París!

—Sí, señor, sí, en casa de un señor muy amable, muy fino y que no hay más que pedir. ¿Quiere usted que le ayude a deshacer las maletas?

—¡Ya lo creo que quiero, veterano! Apostaría a que ha servido antes con los marinos de la Guardia Imperial.

—¡Huy, huy, huy! —dijo Nanón.

—¿Qué es eso de los marinos de la Guardia Imperial? ¿Es algo salado? ¿Son gente de mar?

—A ver, búsqueme la bata que está en esta maleta. Aquí tiene la llave.

Nanón se quedó pasmada al ver aquella bata de seda rameada en verde y oro, de gusto antiguo.

—¿Se va a poner esto para acostarse?

—Sí.

—¡Virgen santa! ¡Qué lindo paño de altar para la parroquia podría hacerse con esto! Pero, mi querido señorito, ¿por qué no lo regala usted a la iglesia y salvará su ánima que la va a perder si lo conserva? ¡Oh, qué bien le sienta! Voy a llamar a la señorita para que le vea.

—¡Por Dios, Nanón, ya que Nanón tenemos! ¿Quiere usted callar? Déjeme acostar y mañana arreglaré mis cosas; y si tanto le gusta mi bata, descuide que la tendrá. Soy demasiado buen cristiano para negársela; así podrá usted salvar su alma o hacer con ella lo que quiera.

Nanón quedóse patitiesa contemplando a Carlos, sin poder dar crédito a sus palabras.

—¿Qué me va a dar usted ese esplendor? —dijo al retirarse—. Este caballero está ya soñando. Buenas noches.

—Buenas noches, Nanón.

«¿Qué es lo que vengo a hacer aquí? —preguntóse Carlos al cerrar los ojos—. Mi padre no es bobo, mi viaje por fuerza debe de tener un objeto. ¡Bah! Quédense para mañana los asuntos serios, como decía no sé ya qué zoquete griego».

«¡Dios mío, qué agradable es mi primo!», se dijo Eugenia interrumpiendo sus rezos que aquella noche no se terminaron.

La señora Grandet no tuvo pensamiento alguno al acostarse. Oía, por la puerta de comunicación que se abría en mitad del tabique, al avaro que paseaba de un lado a otro de su cuarto. Parecida en esto a todas las mujeres tímidas, había estudiado el carácter de su dueño. Así como la gaviota presiente la tormenta, ella, por indicios imperceptibles, presentía la tempestad interior que agitaba a Grandet, y, para decirlo con sus, propias palabras, en tales ocasiones se hacía la muerta. Grandet miraba la puerta, forrada de plancha por dentro, que había mandado poner a su gabinete, y se decía:

«Qué idea tan extraña ha tenido mi hermano al legarme a su retoño. ¡Bonita herencia! No tengo ni veinte escudos para dar. ¿Y qué son veinte escudos para un vanidoso que miraba mi barómetro como si quisiese tirarlo al fuego?».

Al pensar en las consecuencias de aquel testamento de dolor, Grandet estaba quizá más agitado que su propio hermano en el momento de escribirle.

«¿Tendré aquel traje de oro…?», se decía Nanón, que se durmió envuelta en su paño de altar, soñando flores, alfombras, damascos; por primera vez también soñó en el amor.

* * * *

Hay en la vida de las muchachas una hora deliciosa en que el sol les calienta el alma con sus rayos, en que la flor les sugiere pensamientos, en que los latidos del corazón comunican al cerebro su cálida fertilidad y funden las ideas en un vago deseo; ¡día de inocente melancolía y de suave alborozo! Cuando los niños empiezan a ver, sonríen; cuando una muchacha entrevé el sentimiento de la Naturaleza, sonríe como cuando era niña. Si la luz es el primer amor de la vida, ¿no será el amor la primera luz del corazón? Para Eugenia había llegado la hora de ver con claridad las cosas de este bajo mundo.

Madrugadora como todas las muchachas de provincia se levantó con el alba, dijo sus oraciones y empezó su aseo, al que por fin encontró un sentido. Se alisó primero el cabello castaño, retorció las abundantes crenchas encima de su cabeza con el mayor cuidado, evitando que los cabellos se escapasen de sus trenzas, e introdujo en su peinado una simetría que realzó el tímido candor de su rostro, armonizando la sencillez de los accesorios con la ingenuidad de las líneas. Al lavarse las manos en el agua clara y fría que le endurecía y coloreaba la piel, miró sus hermosos brazos redondos y se preguntaba qué debía de hacer su primo para tener unas manos tan blandas y tan blancas y unas uñas tan bien perfiladas. Se puso las medias nuevas y los zapatos más liados. En fin, sintiendo por primera vez en la vida el deseo de ponerse guapa, conoció la dicha de tener un vestido nuevo y bien hecho que la favorecía.

Cuando terminó su tocado, oyó sonar el reloj de la parroquia, y se admiró de no contar más que siete campanadas. El prurito de tener mucho tiempo para arreglarse la había hecho madrugar más que de costumbre. Ignorando el arte de rehacer veinte veces el mismo bucle y dé estudiar cada vez el efecto que produce, Eugenia se cruzó de brazos, se sentó junto a la ventana, contempló el patio, el jardín y las altas azoteas que lo dominaban; vista melancólica, reducida, pero no desprovista de los encantos propios de los lugares solitarios o de la naturaleza silvestre. Más allá de la cocina había un pozo rodeado de su brocal, con la polea sostenida por un arco de hierro al que se enroscaba una parra de pámpanos marchitos, enrojecidos, escaldados por el otoño; desde allí el engarabitado sarmiento ganaba el muro, al que se adhería para correr a lo largo de la casa y terminar en un leñero en el que la leña estaba alineada con tanta exactitud como puedan estarlo los libros de un bibliófilo. El enlosado del patio tenía ese tinte negruzco que es obra del musgo, de las yerbas, de la falta de movimiento. Las paredes vestían su camisa verde, salpicada de extensas manchas pardas. En fin, los ocho peldaños que presidían el fondo del patio y conducían a la puerta del jardín estaban dislocados y sepultos bajo grandes matas, como la tumba de un caballero enterrado en tiempo de las cruzadas. Sobre una base de piedras roídas por el tiempo se alzaba un rastrillo de madera podrida, que se caía de puro viejo, pero con el que se enredaban a discreción las plantas trepadoras. Por ambos lados de la puerta enrejada, asomaban las ramas retorcidas de dos manzanos esmirriados. Tres avenidas paralelas, enarenadas y separadas por arriates cuyas tierras estaban rodeadas por un seto de boj, componían aquel jardín que terminaba, debajo de la terraza, por un macizo de tilos. A un extremo, frambuesos; al otro, un inmenso nogal que inclinaba sus ramas hasta encima del gabinete del extonelero.

Un día despejado y el buen sol de los otoños de las riberas del Loire, empezaba a disipar el velo que dejara la noche sobre las cosas, sobre las paredes, sobre las plantas que había en el jardín y en el patio. Eugenia descubrió nuevos alicientes en aquel espectáculo hasta entonces tan ordinario para ella. Nacían en su alma mil pensamientos confusos y crecían a medida que crecían en el espacio los rayos del sol. Sintió por fin ese movimiento de gozo vago, inexplicable que envuelve al ser moral, como la nube puede envolver al ser físico. Sus reflexiones se acentuaban con los detalles de aquel paisaje singular y con las armonías de la Naturaleza. Cuando el sol alcanzó un lienzo de pared que holgaban matas de doradilla de hojas gruesas y de color cambiante como la pechuga de los palomos, celestes rayos de esperanza iluminaron el porvenir de Eugenia, que, desde aquel momento, se complació en mirar aquel lienzo de pared, sus flores pálidas, sus campanillas azules y sus yerbas marchitas, a las que se mezcló un recuerdo gracioso como los de la infancia. El ruido que en aquel patio sonoro, producía cada hoja al desprenderse de su tallo, daba una contestación a las secretas preguntas de la muchacha, que se habría quedado allí todo el santo día sin darse cuenta del paso de las horas. Su alma se abandonó luego a tumultuosos movimientos. Eugenia se levantó varias veces, se puso ante su espejo y se contempló en él como un actor de buena fe contempla su obra para criticarse y dirigirse injurias a sí mismo.

«No soy bastante bonita para él», éste era el pensamiento de Eugenia, pensamiento humilde y fecundo en sufrimientos. La pobre muchacha no se hacía justicia; pero la modestia, o más bien el temor, es una de las primeras virtudes de los enamorados. Eugenia pertenecía a cierta especie de criaturas, sólidamente constituidas, como suelen serlos en la clase artesana, y cuyas gracias parecen vulgares; pero sí se asemejaba a la Venus de Milo, sus formas estaban ennoblecidas por la suavidad del sentimiento cristiano, que purifica a la mujer y le infunde una distinción que desconocieron los escultores antiguos. Tenía una cabeza enorme, masculina la frente, pero delicada como la del Júpiter de Fidias[44]; ojos grises en los que su alma casta irradiaba una luz auroral. Los rasgos de su rostro redondo, antes fresco y sonrosado, habíanse alterado por culpa de unas viruelas lo bastante benignas para no dejar huella, pero que habían destruido la lozanía de la piel que no dejaba por ello de ser fina y suave hasta el punto de que el puro beso de su madre imprimía en ella una marca pasajera. Su nariz era un poquito recia, pero armonizaba tan bien con la boca de un rojo de minio, cuyos labios surcados por mil rayitas estaban llenos de amor y de bondad. Su cuello tenía una perfecta redondez. El opulento corpiño, cuidadosamente velado, atraía la vista y daba alas al ensueño. Le faltaba sin duda algo de la gracia que depende del traje, pero a los ojos de los inteligentes, la tiesura de su porte debía de tener un particular encanto. Eugenia, pues, alta y robusta, carecía en absoluto de esa belleza que gusta a las masas; pero era hermosa, con esa belleza que cuesta poco de identificar y que seduce únicamente a los artistas. El pintor que busca en este mundo un modelo para la celeste pureza de María, que pide a toda la grey femenina los ojos modestamente altivos que adivinó Rafael, las líneas virginales que a menudo son fruto de los azares de la concepción, pero que sólo una vida púdica y cristiana puede conservar a hacer adquirir; el pintor prendado de tan raro modelo, lo hubiese encontrado de repente en el rostro de Eugenia lleno de esa nobleza innata que se ignora a sí misma; bajo una frente serena hubiese visto un mundo de amor y en el rasgado de los ojos, en la caída de los párpados, un no sé qué de divino. Sus facciones, el corte de su cabeza aún no alterados ni fatigados por la expresión del placer, se parecían a las líneas del horizonte suavemente tendidas sobre la lejanía de los lagos inmóviles. Aquella fisonomía tranquila, coloreada, orlada de una claridad como capullo entreabierto, descansaba el alma y le infundía el encanto de la conciencia que se reflejaba en ella y gobernaba la mirada. Eugenia hallábase aún en la ribera de la vida en que florecen las ilusiones infantiles, en que se cogen las margaritas con transportes después desconocidos. Por eso, pudo decirse al mirarse al espejo, sin saber aún lo que era el amor:

«¡Soy demasiado fea; ni siquiera se fijará en mí!».

En seguida abrió la puerta de la habitación que daba a la escalera y estiró el cuello para escuchar los ruidos de la casa.

«No se levanta aún», pensó mientras oía la tos matutina de Nanón y sus idas y venidas para barrer la sala, encender el fuego, encadenar el perro y decir cuatro cosas a los animales de la cuadra.

Eugenia, sin esperar más, bajó a la planta baja y corrió hacia Nanón, que, en aquel momento, ordeñaba la vaca.

—Nanón, mi buena Nanón, a ver si haces un poco de nata para el café de mi primo.

—Pero, señorita, debió pedírmelo ayer; hoy no tengo tiempo de hacer nata —dijo Nanón que se puso a reír a carcajadas—. Su primito es muy guapo, pero que muy guapo. Lo hubiese visto usted envuelto en su batilla de seda y de oro. Yo sí que le vi. Lleva una ropa blanca más fina que la sobrepelliz del señor cura.

—Nanón, haznos por lo menos una tortada.

—¿Quién me dará la leña para el fuego, y harina y manteca? —dijo Nanón que, en su calidad de primer ministro de Grandet, adquiría a veces una importancia enorme a los ojos de Eugenia y de su madre—. ¿No vamos a robar a ese hombre para agasajar a su primito? Pídale usted harina, leña manteca, para algo es su padre de usted; él se lo puede dar. Ahí le tiene que baja para las provisiones…

Eugenia huyó al jardín, espantada al oír temblar la escalera bajo los pasos de su padre. Ya experimentaba los efectos de ese profundo pudor y de esa conciencia propia de la felicidad que nos induce a creer, tal vez con razón, que llevamos los pensamientos grabados en la frente y que saltan a la vista de los demás. Al advertir la fría desnudez de la casa paterna, la pobre muchacha se desesperaba de no poderla poner en consonancia con la distinción de su primo. Sentía un deseo apasionado de hacer algo por él; ¿qué?, no sabría decirlo. Ingenua y sincera, se abandonaba a su naturaleza angelical sin desconfiar de sus impresiones ni de sus sentimientos. La sola presencia de su primo había desvelado en su alma los naturales impulsos de la mujer, qué se desarrollaban con tanta mayor viveza cuanto se hallaba en la fuerza de sus veintitrés años, en la plenitud de su inteligencia y de sus deseos. Su corazón sintió terror por primera vez del aspecto de su padre y al verle como dueño de su destino se juzgó culpable por haberle escondido unos cuantos pensamientos. Echó a andar con paso apresurado; admiróse de respirar un aire más puro, de sentir los rayos del sol más vivificantes y de que le infundieran un nuevo calor moral, una nueva vida. Mientras buscaba una artimaña para lograr la tortada, entre Nanón y Grandet surgía una discusión, cosa tan rara como las golondrinas en invierno.

Provisto de sus llaves, el extonelero había venido a medir los víveres necesarios al consumo del día.

—¿Quedó pan de ayer? —preguntó a Nanón.

—Ni una miga, señor.

Grandet tomó un gran pan redondo, bien enharinado, vaciado en una de esas cestas chatas que usan en Anjou para hacer pan, e iba a cortarla, cuando Nanón le dijo:

—Hoy somos cinco, señor.

—Tienes razón —contestó Grandet—; pero tu pan pesa seis libras y quedará. Por lo demás, ya verás como la gente joven de París apenas prueba el pan.

—¿Qué comen, pues? ¿La frippe?

En Anjou, con la palabra frippe, tomada al léxico popular, se designa el acompañamiento del pan, desde la mantequilla con que se unta, que constituye la frippe más vulgar, hasta la confitura de albérchigo, que es la más distinguida de las frippes; de modo que cuantos, en su infancia, han lamido la frippe y dejado el pan comprenderán perfectamente el alcance de está locución.

—No —contestó Grandet—, ésos no comen ni frippe ni pan. Son casi como muchachas casaderas.

Acabó de disponer, con su acostumbrada tacañería, la lista de manjares para la jornada e iba a dirigirse a su armario frutero, no sin antes echar llave a la despensa; cuando Nanón le detuvo para decirle:

—Señor, déme usted harina y manteca para que les haga una tortada a los chicos.

—¿Supongo que con la excusa de mi sobrino no vas a saquearme la casa?

—Pensaba yo en su sobrino como en su perro, lo mismito que usted que me da seis terrones de azúcar sin acordarse que necesito ocho.

—¿Qué es eso, Nanón? Te desconozco. ¿Qué pasa en esta cabezota? ¿Quién manda aquí? No tendrás más que seis terrones de azúcar.

—Bueno, ¿y con qué se endulzará el café su sobrino?

—Con dos terrones; yo no tomaré ninguno.

—¿A su edad se va usted a privar de azúcar? Preferiría comprárselo de mi bolsillo.

—No te metas en lo que no importa.

A pesar de que había bajado de precio, a los ojos del tonelero el azúcar seguía siendo el más precioso de los coloniales; para él seguía valiendo seis francos la libra. La necesidad de ahorrarlo, nacida bajo el Imperio, se había convertido en la más ineludible de sus costumbres. Todas las mujeres, incluso las más tontas, saben hacer lo necesario para salirse con la suya. Nanón dejó el debate sobre el azúcar, para obtener la tortada.

—Señorita —gritó por la ventana— ¿verdad que quiere usted una tortada?

—No, no —contestó Eugenia.

—Anda, Nanón —dijo Grandet al oír la voz de su hija—. Toma. Abrió el arcón en que guardaba la harina, le dio una medida y agregó varias onzas de manteca al _pedazo que la había cortado.

—Necesitaré leña para calentar el horno —dijo la implacable Nanón.

—Bueno, mujer; toma la que te haga falta —respondió melancólicamente Grandet—; pero entonces nos vas a hacer una tarta de frutas y cocerás toda la comida dentro del horno. De este modo no encenderás dos fuegos.

—¡Toma! No necesito que me lo diga.

Grandet lanzó sobre su primer ministro una mirada casi paternal.

—Señorita —gritó la cocinera—, tendremos tortada.

El tío Grandet volvió cargado de fruta y empezó a ponerla en una bandeja sobre la mesa de la cocina.

—Vea usted, señor —dijo Nanon—, qué lindo calzado trae su sobrino. ¡Qué cuero y qué bien huele! ¿Con qué se limpia esto? ¿Hay que darle con su crema de huevo?

—Nanón, me temo que el huevo estropearía esta piel. Vale más que le digas que no sabes cómo se da lustre al tafilete… sí, es tafilete; ya comprará él en Saumur algo para que le limpies las botas. He oído decir que echan azúcar al betún para que saque brillo.

—¿Así será bueno para comer? —dijo la criada acercando las botas a al nariz—. ¡Jujuy! ¿Pues no huelen como la colonia de la señora? ¡Tiene gracia!

—No le veo la gracia —dijo el dueño—. ¡Gastar en las botas más dinero que vale el que las lleva…!

—Señor —dijo al ver que su amo volvía de echar la llave al frutero—, ¿y no pondremos el puchero al fuego siquiera una o dos veces por semana a causa de su…?

—Bueno.

—Tendré que ir a la carnicería.

—De ningún modo; nos harás caldo de gallina; los colonos no dejarán de surtirte. Y, mira, voy a decir a Cornoiller que me mate algunos cuervos. Es el animal que hace mejor caldo del mundo.

—¿Es verdad, señor, que comen carne de muerto?

—¡Eres boba, Nanón! Comen lo que encuentran, como todos. ¿Por ventura nosotros no estamos viviendo de los muertos? ¿Qué son, si no, las herencias?

El tío Grandet, que ya no tenía más órdenes que dar sacó su reloj, y, siendo que aún podía disponer de media hora antes del almuerzo, tomó su sombrero, fue a dar un beso a su hija y dijo:

—¿Quieres dar un paseo por la orilla del Loire? Tengo que dar una ojeada a mis prados.

Eugenia se puso su sombrero de paja pespunteada, con forro de tafetán rosa, y padre e hija bajaron por la calle tortuosa, hasta la plaza.

—¿Dónde van tan de mañana? —les preguntó el notario Cruchot al encontrarlos.

—A ver algo —contesto el viñador.

Cuando el tío Grandet iba a ver algo, el notario sabía, por experiencia, que se trataba de algo que podía dar un rendimiento u otro. Decidió, pues, acompañarlo.

—Venga, usted Cruchot —dijo Grandet al notario—. Usted es amigo mío y le voy a demostrar que es una tontería el plantar álamos en buenas tierras de cultivo…

—¿Le saben a poco los sesenta mil francos que le valieron los que tenía en sus prados de Loire? —dijo maese Cruchot abriendo los ojos con espanto—. ¡Menuda chiripa! ¡Cortar los árboles en el preciso momento en que Nantes se queda sin madera blanca y venderlos a treinta francos!

Eugenia escuchaba sin sospechar que estaba acercándose al momento más solemne de su vida, y que el notario iba a hacer pronunciar a su padre una sentencia soberana. Grandet había llegado a las magníficas praderas de que era dueño a la orilla del Loire, y en que treinta obreros trabajaban en limpiar, colmar y nivelar el sitio en que los álamos se levantaban hacía poco tiempo.

—Maese Cruchot venga acá y vea el terreno que toma cada álamo —dijo Grandet—. ¡Juan —prosiguió dirigiéndose a un jornalero—, mi… mi… mide con la teosa en to… to… todos sentidos!

—Cuatro veces ocho pies —dijo el jornalero al terminar sus mensuraciones.

—Treinta y dos pies de pérdida —dijo Grandet a Cruchot—. Tenía en esta tira trescientos álamos, ¿no es eso? Ahora bien: trescien… trescien… trescientas veces trein… treinta y dos pies se me co… co… comen qui… qui… quinientos de heno; agregue dos veces otro tanto a ambos lados, mil quinientos; otro tanto las tiras de en medio. Pongamos, pues, mil haces de heno.

—Bueno —dijo el notario para ayudar a su amigo—, pues mil haces de heno valen unos seiscientos francos.

—Di… di… diga usted mil dos… dos… doscientos, ya que con el regadío se ganan de trescientos a cuatrocientos francos. Pues bien, cal… cal… calcule lo que… que… dan mil dos… dos… doscientos francos du…, du… durante cua… cua… cuarenta años que… que… usted sabe…

—Pongamos sesenta mil francos —dijo el notario.

—¡Perfectamente! No pon… pon… pongamos más que sesenta mil. Pues bien —repuso el viñador sin tartamudear—, dos mil álamos de cuarenta años no me darían cincuenta mil francos. Por consiguiente, hay pérdida. Esto es lo que he descubierto yo —dijo Grandet empinándose sobre sus espolones—. Juan —añadió—, llenarás todos los hoyos excepto los que están junto al Loire, en los que plantarás los álamos que he comprado. Poniéndolos en el río, se alimentarán a costas del Gobierno —dijo, dirigiéndose a Cruchot e imprimiendo al lobanillo que le adornaba la nariz un ligero movimiento que equivalía a la más irónica de las sonrisas.

—La cosa es clara; no hay que plantar álamos más que en los terrenos pobres —dijo Cruchot, estupefacto por los cálculos de Grandet.

—Sí, señor —contestó irónicamente el tonelero.

Eugenia que miraba el sublime paisaje del Loire sin escuchar los cálculos de su padre, no tardó en prestar atención a la charla de Cruchot al oírle decir a su cliente:

—Bueno, ya veo que ha mandado usted venir un yerno de París; en todo Saumur ya no se habla más que de su sobrino. Pronto tendré que redactar los capítulos matrimoniales, ¿verdad, tío Grandet?

—Ma… ma… madrugó us… us… usted pa… pa… para venirme con es… es… este cuento —repuso Grandet, acompañando esta reflexión con un movimiento de su lobanillo—. Pues, oiga usted, mi… vi…, vie… viejo a… a… amigo; voy a de… de… decirle lo que… que… quiere usted saber. Preferiría echar mi hi…, hi… hija al río que dársela a su pri… pri… mo. Pue… pue… de usted anunciarlo. ¡Ba!; no va… vale la pena; deje que la gen… gente hable.

Esta respuesta dejó viendo visiones a Eugenia. Las tenues esperanzas que apuntaban en su corazón florecieron de pronto, se realizaron y formaron un manojo de flores que vio caer al suelo, cortadas y maltrechas. Desde la víspera se iba encariñando con Carlos, al que se sentía unida por todos los lazos que la felicidad teje entre las almas; de ahora en adelante sería la desdicha la que confirmaría su inclinación. ¿No está en el noble destino de la mujer el sentirse más afectada por las pompas de la miseria que por los esplendores de la fortuna? ¿Cómo era posible que el sentimiento paternal se hubiese apagado hasta tal punto en el corazón de su padre? ¿Qué crimen había cometido Carlos? ¡Misteriosas preguntas! Su amor, que era ya de por sí un misterio tan profundo, nacía envuelto en misterios. Regresó temblorosa e insegura y, al llegar a la sombría calle, que tan alegre le pareciera, descubrió un triste aspecto, respiró la melancolía que habían impreso en sus paredes el tiempo y los hombres. No le faltaba ya ninguna de las enseñanzas del amor. Cuando estuvieran a pocos pasos de la casa, adelantóse a su padre y lo aguardó junto a la puerta después de haber llamado. Pero Grandet que veía el periódico doblado y con su faja, en manos del notario, le dijo:

—¿Cómo están los fondos?

—Usted no quiere hacerme caso, Grandet —le contestó Cruchot—. Compre usted renta cuando antes; todavía se puede ganar el veinte por ciento en dos años, además de los intereses; cinco mil libras de renta por ochenta mil francos. Los fondos están a ochenta francos cincuenta.

—Ya veremos —contestó Grandet frotándose la barbilla.

—¡Dios mío! —dijo el notario, que había abierto el periódico.

—¿Qué pasa? —exclamó Grandet, al tiempo que Cruchot le daba a leer el periódico, diciéndole—: Lea este artículo.

El señor Grandet, uno de los negociantes más apreciados de París, ayer, después de su habitual aparición en la Bolsa, se disparó un tiro en la sien. Había mandado su dimisión al presidente de la Cámara de los Diputados y también había dimitido su cargo de juez del Tribunal de Comercio. Las quiebras de los señores Roguin y Souchet, su agente de cambio y su notario, le han arruinado. La consideración de que gozaba el señor Grandet y su crédito eran tales que, sin duda, hubiese encontrado socorros en la plaza de París. Es de lamentar que este caballero honorable haya cedido a un primer movimiento de desesperación; etc.

—Lo sabía —dijo el viejo viñador al notario. La frase dejó helado a maese Cruchot que, a pesar de su impasibilidad profesional, sintió que el frío le recorría la espalda a la idea de que el Grandet de París tal vez había implorado en vano el auxilio del Grandet de Saumur.

—¿Y su hijo, ayer tan risueño…?

—Todavía no sabe nada —contestó Grandet con la misma calma.

—Hasta la vista, señor Grandet —dijo Cruchot que lo comprendió todo y se fue a tranquilizar al presidente de Bonfons.

En su casa halló Grandet el almuerzo a punto. La señora Grandet, a cuyo cuello se abalanzó Eugenia para besarla con la viva efusión que suele causarnos un pesar secreto, estaba ya en su silla de patines, haciéndose unas mangas de punto para el invierno.

—Pueden ustedes comer —dijo Nanón, que bajaba la escalera de cuatro en cuatro—; el muchacho duerme como un querubín. ¡Qué lindo está con los ojos cerrados! Entré en el cuarto, le llamé. ¡Pero, ni por ésas!

—Déjale dormir —dijo Grandet—. Cuanto más tarde se levante, más tarde se enterará de las malas noticias que le aguardan.

—¿Qué sucede? —preguntó Eugenia echando en el café los terrones de azúcar de pocos gramos de peso que el viejo se entretenía en cortar a ratos perdidos.

La señora Grandet que no se había atrevido a formular aquella pregunta, miró a su marido.

—Su padre se ha pegado un tiro.

—¿Mi tío?… —dijo Eugenia.

—¡Pobre chico! —exclamó la señora Grandet.

—Pobre, en efecto —dijo el señor Grandet—; no le queda un céntimo.

—Pues está durmiendo como si fuera el rey del mundo —dijo Nanón con acento suave.

Eugenia dejó de comer. Se contrajo su corazón como se contrae cuando por primera vez experimentaba una mujer la punzada de la compasión ante la desgracia del amado. La muchacha se echó a llorar.

—¿Por qué lloras, si ni siquiera conocías a tu tío? —le dijo su padre lanzándole una de las miradas de tigre hambriento que lanzaba, sin duda, sobre sus montones de oro.

Nanón salió en defensa de Eugenia.

—Pero, señor, ¿quién no se compadece de ese pobre muchacho que duerme a pierna suelta sin saber la suerte que le espera?

—No te hablo a ti, Nanón. Mantén la boca cerrada.

Eugenia aprendió entonces que la mujer que ama debe siempre disimular sus sentimientos.

—Hasta que yo vuelva, confío en que no le diréis nada, señora Grandet —añadió el viejo—. Tengo que salir para ver cómo arreglan la cerca que separa mis prados de la carretera. Estaré de vuelta al mediodía para el almuerzo y entonces hablaré a mi sobrino de sus asuntos. Y tú, Eugenia, si acaso lloras por ese currutaco[45], seca estas lágrimas, hija mía, que ya están de más. Prontito va a embarcar para las Indias. No le volverás a ver…

Tomó el viejo sus guantes del ala de su sombrero, se los puso con su calma habitual, los entró bien a fuerza de encajar los dedos de una mano en los de la otra, y salió.

—¡Ah! ¡Mamá, me ahogo! —exclamó Eugenia en cuanto quedó a solas con su madre—. No he sufrido nunca tanto.

La señora Grandet, viendo qué su hija palidecía, abrió la ventana y la obligó a respirar el aire libre.

—Estoy mejor —dijo Eugenia, al cabo de unos instantes.

Semejante emoción en un temperamento que hasta entonces parecía frío y sosegado, impresionó a la señora Grandet que miró a su hija con esa simpatía de las madres que es como un poder de adivinación y lo comprendió todo. La verdad es que la vida de las «célebres hermanas húngaras que nacieron unidas por un error de la Naturaleza[46]», no fue más íntima qué la de Eugenia y su madre, siempre juntas ante aquella ventana, juntas en misa, y respirando siempre la misma atmósfera.

—¡Pobre hija mía! —dijo la señora Grandet cogiendo la cabeza de Eugenia para apoyarla contra su pecho.

Al oír aquella exclamación, la muchacha levantó la cabeza y procuró descubrir los arcanos[47] pensamientos de su madre.

—¿Por qué va a mandarle a las Indias? —dijo—. Si es desgraciado, razón de más para que quede en casa. ¿No es nuestro pariente más próximo?

—Sí, hija mía, sería lo más natural; pero tu padre tendrá sus motivos para hacer lo que hace y debemos respetarlos.

Madre e hija se sentaron en silencio, una sobre su silla empinada, la otra en un silloncito y las dos reanudaron su labor. Agradecida a la admirable comprensión que su madre le acababa de demostrar, Eugenia le besó mano diciendo:

—¡Qué buena eres, querida mamá! Tales palabras iluminaron el viejo semblante maternal, ajado por largos sufrimientos.

—¿No te parece simpático? —le preguntó Eugenia.

La señora Grandet no contestó más que con una sonrisa; luego, al cabo de un momento de silencio, le dijo en voz baja:

—¿Le quieres ya? Esto no está bien.

—¿No mamá? —pregunto Eugenia—. ¿Por qué? Te gusta, gusta a Nanón, ¿por qué no me iba a gustar a mí? Pongamos la mesa para su desayuno.

Tiró la labor sobre una silla, la madre hizo lo mismo al tiempo que le decía:

—¡Estás loca!

Pero se complació en justificar, compartiendo, la locura de su hija. Eugenia llamó a Nanón.

—¿Qué se le ofrece, señorita?

—Nanón, ¿verdad que no faltará leche al mediodía?

—¡Ah!, para el mediodía, sí, desde luego —contestó la vieja criada.

—Bueno, pues, dale una taza de café bien fuerte, que oí decir al señor de Grassins que en París se toma muy fuerte. Ponle mucho.

—¿De dónde quiere que lo saque?

—Cómpralo.

—¿Y si el señor lo descubre?

—Está en sus prados.

—Voy volando. Pero el señor Fessard, al venderme la bujía, me preguntó ya si es que teníamos a los tres Reyes Magos en casa. Toda la ciudad va a enterarse de nuestros derroches.

—Si tu padre se da cuenta de algo —dijo la señora Grandet—, es capaz de pegarnos.

—Que nos pegue, recibiremos los azotes de rodillas.

La señora Grandet, por toda respuesta, levantó los ojos al cielo. Nanón tomó su cofia y salió. Eugenia sacó manteles limpios y fuese a buscar unos racimos de uva, que por distraerse, había colgado en el desván; pisó levemente al pasar por el corredor para no despertar a su primo, y no pudo abstenerse de pegar el oído a su puerta para oír la sosegada respiración que se escapaba de sus labios.

«La desgracia vela, mientras él duerme», se dijo.

Cogió los pámpanos[48] más verdes que encontró arregló su racimo con tanta coquetería como un viejo maestresala y lo puso triunfalmente en la mesa.

En la cocina echó mano a las peras que su padre había cortado y las dispuso formando pirámide sobre un lecho de hojas. Iba y venía, corría, saltaba. Si se dejase llevar de su impulso, saquearía toda la casa paterna; pero el viejo tenía todas las llaves. Volvió Nanón con huevos frescos. Al ver los huevos, a Eugenia le dieron ganas de abrazarla:

—El colono de la Landa los tenía en su cesto; se los pedí y el bendito me los regaló.