Nanón tomó una de las velas y fue a abrir, acompañada de su amo.
—¡Grandet! ¡Grandet! —gritó su mujer que, movida por un vago sentimiento de miedo se abalanzó hacia la puerta de la sala.
Todos los jugadores la miraron.
—¿Y si fuésemos también nosotros? —dijo el señor de Grassins—. Ese martillazo me da mala espina. Grassins tuvo apenas tiempo dé vislumbrar la cara de un joven, acompañado del mozo de las mensajerías, que llevaba dos baúles enormes y arrastraba unos sacos de mano. Grandet se, volvió bruscamente hacia su mujer y le dijo:
—Señora Grandet, vuelva usted a su juego. Deje que yo me entienda con el señor.
Y a renglón seguido cerró con fuerza la puerta de la sala donde los invitados volvieron a ocupar sus puestos; pero no a continuar la partida.
—¿Es alguien de Saumur? —preguntó la señora de Grassins a su marido.
—No, es un viajero.
—Sólo puede venir de París.
—Así es —intervino el notario consultando su reloj de dos dedos de grueso que parecía un barco holandés—. Son las nueve. ¡Caramba con la diligencia del Despacho Grande! Ni un día llega con retraso.
—¿Es joven el señor que ha llegado? —preguntó el padre Cruchot.
—Sí —contestó Grassins—. Y trae un equipaje que por lo menos pesa trescientos kilos.
—Nanón, no vuelve —observó Eugenia.
—No puede ser más que algún pariente de ustedes —dijo el presidente.
—Hagamos las puestas —exclamó suavemente la señora de Grandet—. Por las voz he conocido que el señor Grandet estaba contrariado; tal vez le disguste, si nota que nos estamos ocupando de sus asuntos.
—Señorita —dijo Adolfo a su vecina—. Seguramente es su primo Grandet. Un guapo chico que vi en el baile del señor de Nucingen.
Adolfo no siguió. Su madre le había dado un pisotón y, en seguida, haciendo ver que le pedía un par de sueldos para su apuesta, le dijo al oído:
—¿Quieres callar, majadero?
En aquel momento Grandet volvió a entrar sin Nanón, cuyos pasos y los del mozo resonaron en la escalera, le seguía el viajero que hasta tal punto había excitado la curiosidad y preocupado las imaginaciones de los presentes. Su llegada podía compararse a la de un caracol en una colmena, o a la entrada de un pavo real en un gallinero del pueblo.
—Siéntese usted junto al fuego —le dijo Grandet.
Antes de obedecer, el recién llegado saludó con mucho donaire a los reunidos. Los hombres se levantaron para corresponder mediante una cortés inclinación y las mujeres hicieron una reverencia ceremoniosa.
—Seguramente ha cogido usted frío —le dijo la señora Grandet—. ¿Llega usted de…?
—¡Mujeres habían de ser! —dijo el tonelero, suspendiendo la lectura de una carta que tenía en la mano—; dejen que el señor descanse en paz.
—Pero, papá, tal vez este caballero necesita algo —insinuó Eugenia.
—Tiene lengua para pedirlo —replico severamente el viñador.
La escena no sorprendió más que al desconocido. Los demás estaban acostumbrados a las maneras despóticas del viejo. No obstante, una vez cruzadas aquellas dos preguntas y aquellas dos respuestas, el desconocido se levantó, volvió la espalda al fuego, levantó uno de sus pies para calentar la suela de su bota, y dijo a Eugenia:
—Gracias, primita, he comido en Tours. —Y agregó, mirando a Grandet—: No necesito nada; no estoy fatigado siquiera.
—¿El señor viene de la capital? —preguntó la señora de Grassins. Carlos, que así se llamaba el hijo del señor Grandet, de París, al oír la pregunta tomó un monóculo que pendía de su cuello, mediante una cadena, le aplicó a su ojo derecho para examinar lo que había sobre la mesa y las personas que estaban sentadas a su alrededor; detúvose con impertinencia en la señora de Grassins y, después de haberse hecho cargo de todo, le dijo:
—Sí señora. —Y agregó dirigiéndose a la señora Grandet—. Están ustedes jugando a la lotería; háganme el favor de continuar la partida; es demasiado divertido para que la dejen.
«Estaba segura de que era el primo», pensó la señora de Grassins, lanzándole miraditas de inspección.
—Cuarenta y siete —gritó el viejo sacerdote—. Marque usted, señora de Grassins. ¿No es éste su número?
El señor de Grassins puso una ficha sobre el cartón de su mujer que, invadida por tristes presentimientos, observó alternativamente a Eugenia y al primito de París, sin pensar en la lotería. De vez en cuando, la joven heredera dirigía miradas furtivas a su primo, y la mujer del banquero se dio cuenta del crescendo de sorpresa y de curiosidad que revelaban, Carlos Grandet, guapo muchacho de veintidós años, producía en aquel momento un singular contraste con los buenos provincianos que quien más quien menos se sentían indignados por aquellos aristocráticos modales que estudiaban todos con disimulo para poder después caricaturizarlos a su sabor. Esto exige una explicación. A los veintidós años, los jóvenes están aún demasiado cerca de la infancia para abandonarse a las puerilidades. De modo que entre cien jóvenes de su edad encontraríamos lo menos noventa y nueve que, en su caso, se habrían portado exactamente como acababa de portarse Carlos Grandet.
Unos días antes de aquella velada, su padre le había dicho que fuese a pasar unos meses en casa de su hermano de Saumur. Quién sabe si el señor Grandet, de París, pensaba en Eugenia. Carlos, que por primera vez caía en provincias, se propuso mostrar la superioridad de un joven a la moda, despertar a todo el distrito con el espectáculo de su lujo, marcar época en los anales de la ciudad, ser el embajador de las invenciones parisienses. En fin, para decirlo en una frase, Carlos quería pasar más tiempo en Saumur que en París cepillándose las uñas, pretendía presentarse con ese exceso de afectación que a veces el verdadero elegante desdeña en favor de un cierto abandono no exento de gracia. Carlos llevaba en su equipaje el más lindo traje de caza, la escopeta más bonita, el cuchillo más caprichoso, la vaina más historiada que había encontrado en todo París. Llevaba también una colección de chalecos a cuál más ingenioso, los había grises, blancos, negros, color de escarabajo, con reflejos de oro, bordados, de chiné[36], con chal o con cuello parado, de cuello vuelto, abrochados hasta arriba, con botonadura de oro. No era menos variado su surtido de corbatas y de cuellos. Iba provisto igualmente de dos fracs de Buisson y su ropa blanca no podía ser más fina. No le faltaba su estuche de aseo, todo de oro, regalo de su madre, ni sus perifollos de dandy, entre los cuales destacaba una encantadora escribanía[37] que le había ofrecido la mujer más amada del mundo para él, por lo menos una gran señora a la que daba el nombre de Anita y que, a estas horas viajaba marital y aburridamente por Escocia, víctima de ciertas sospechas a las que no tenía más remedio que sacrificar momentáneamente su felicidad. No menos encantador era el papel que llevaba para escribir una carta cada quince días.
Redondeaba el equipaje un verdadero cargamento de baratijas parisienses, todo el repertorio, desde la fusta que sirve para iniciar un duelo hasta el par de pistolas cinceladas que le ponen fin, no faltaba uno solo de los aperos de labranza con que un joven desocupado ara el campo de la existencia. Como su padre le había recomendado que viajase modestamente, había venido en el cupé[38] de la diligencia alquiladoa para él solo, contento de no estropear a deshora un delicioso coche de viaje que había comprado para ir al encuentro de su Anita, la gran señora que… etcétera, con la que tenía que reunirse en junio próximo en los baños de Baden. Carlos suponía que en casa de su tío iba a encontrar un centenar de personas, cazar a caballo en los bosques de su tío, llevar en fin la vida que es costumbre en los castillos; no esperaba encontrarlo en Saumur, donde si preguntó por él fue para que le indicasen el camino de Froidfond; pero cuando le dijeron qué estaba en la ciudad, imaginó que lo encontraría instalado en un palacio.
Para causar una primera impresión halagüeña, había esmerado su atavío de viaje y no lo hubo más sencillo ni más refinado, ni más elegante, ni más adorable para usar la palabra que en aquella época compendiaba todas las perfecciones de una cosa o de una persona. En Tours, un peluquero había cuidado de rizarle su hermoso cabello castaño; habíase cambiado la ropa blanca y puesto una corbata de satén negro, combinada con un cuello redondo que enmarcaba agradablemente su rostro blanco y risueño. Una levita de viaje, a medio abrochar le ceñía el talle y dejaba ver un chaleco de cachemira con chal, bajo el que apuntaba un segundo chaleco blanco. Su reloj abandonado negligentemente en un bolsillo estaba unido por una corta cadena de oro a uno de los ojales. El pantalón gris iba abrochado sobre los lados y sus costuras estaban adornadas con bordados. Manejaba con soltura un bastón cuyo puño de oro no empañaba la nitidez de sus guantes grises. Su gorra era del mejor gusto. Sólo un parisiense, y un, parisiense de la clase más alta, podía componerse de aquel modo sin parecer ridículo, y conferir una especie de armonía a todas aquellas futesas[39], sostenidas, eso sí, por un ademán gallardo, por el ademán de un joven que posee un par de pistolas de lujo, buena puntería, y por añadidura, a Anita.
Ahora si quieren ustedes hacerse completo cargo de la sorpresa respectiva de los saumurenses y del parisiense, apreciar de veras el resplandor que la elegancia del viajero arrojaba en medio de las sombras grises de la sala y de las figuras que integraban el cuadro de familia, prueben de representarse a los Cruchot. Los tres tomaban rapé, y ya no se ocupaban hacía rato de sacudirse las motitas negras que cubrían las chorreras de sus camisas pardas, con cuellos arrugados y pliegues amarillentos. Sus lacias corbatas, apenas prendidas al cuello, se les enroscaban en forma de cuerda. Como tenían una enorme cantidad de ropa blanca a fin de no tener que hacer la colada más que cada seis meses, sus camisas sepultadas en el fondo de los armarios durante tanto tiempo adquirían un tinte gris, de cosa rancia. En sus personas se daban la mano la sensibilidad con el mal gusto. Sus caras, tan ajadas como sus trajes raídos, tan arrugadas como sus pantalones, parecían gastadas, resecas, y gesticulaban. El descuido general de los demás, cuyo atavío no era menos deslucido y reflejaba la manera de ser de los provincianos que llegan insensiblemente a no vestirse ni para su recreo ni para el de los demás, y a pensarlo mucho antes de comprar otro par de guantes, ponía a los Cruchot a cubierto de la crítica. La aversión a la moda era el único punto en que grassinistas y cruchotistas estaban completamente de acuerdo.
¿Tomaba el parisiense su monóculo para examinar los singulares accesorios de la sala, las vigas del techo, el tono de los arrimaderos o los puntos que habían inscrito en ellos las moscas y cuyo número habría bastado para puntuar la Enciclopedia metódica y el Monitor? Ya tienen ustedes a todos los jugadores de lotería levantando la nariz y considerándolo con tanta curiosidad como si se hubiese tratado de una jirafa. El señor de Grassins y su hijo, aunque sabían lo que era un hombre a la moda, no dejaban, sin embargo, de asociarse al asombro de sus vecinos, ya sea porque se encontraban arrastrados por el sentimiento general, ya porque lo compartían sinceramente, diciendo a sus paisanos con sus miradas irónicas: «¡Esa gente de París!».
Por lo demás, podían todos examinar a Carlos a su sabor sin miedo de disgustar al dueño de la casa. Grandet estaba absorto en la carta y para leerla había tomado la única vela de la mesa, sin preocuparse de sus huéspedes ni de su juego. Eugenia, que no había visto nunca semejante perfección en el atavío ni en la persona, creía descubrir en su primo una criatura venida al mundo desde Dios sabe qué región seráfica. Respiraba con delicia los perfumados efluvios de aquella melena tan brillante, tan graciosamente ondulada. Le habría gustado tocar la piel satinada de aquellos lindos guantes. Envidiaba a Carlos sus manos pequeñas, su tez, la frescura y delicadeza de sus facciones. Si es posible resumir en una imagen las impresiones que aquel joven elegante produjo sobre una inocente muchacha constantemente ocupada en zurcirse las medias, en remendar el vestuario paterno, cuya vida se había deslizado entre aquellas cuatro paredes mugrientas, sin ver pasar por la calle más de un transeúnte por hora, diremos que la presencia de su primo hizo surgir en su corazón las emociones de fina voluptuosidad que causan a un joven las fantásticas figuras de mujer dibujadas por Westall en los admirable Keepsakes[40] ingleses, grabados por los Finden con un buril tan hábil que uno tiene miedo de que un simple soplo baste para desvanecer todas aquellas apariciones celestes. Carlos sacóse del bolsillo un pañuelo bordado por la gran dama que estaba viajando por Escocia. Al ver tan delicada labor, obra del amor en las horas perdidas por el amor, Eugenia miró a su primo para cerciorarse de si iba realmente a usarlo. Los modales de Carlos, sus gestos, la manera que tenía de coger el monóculo, su impertinencia afectada, su desprecio por el estuche que un momento antes hiciera la felicidad de la joven heredera y que para él resultaba ridículo o sin valor; en fin, cuanto disgustaba vivamente a los Cruchot y a los Grassins, a ella le agradaba tanto que antes de dormirse estuvo largo rato soñando en aquel fénix de los primos.
Los números salían despacio, muy despacio; el juego de la lotería no tardó sin embargo en darse por terminado. Nanón entró y dijo en voz alta:
—Señora, tendrá usted que darme sábanas para hacer las cama del señor.
La señora Grandet siguió a Nanón. Entonces, la señora Grassins dijo en voz baja:
—Recojamos los sueldos y dejemos la lotería para mejor ocasión. Cada cual recogió sus dos sueldos del plato desportillado en que los había puesto; en seguida la asamblea se agitó y miró hacia la chimenea.
—¿Han acabado la partida? —preguntó Grandet sin soltar la carta.
—Sí, sí —dijo la señora de Grassins yendo a sentarse al lado de Carlos.
Eugenia, movida por uno de esos pensamientos que nacen en el corazón de las muchachas cuando un sentimiento se apodera de ellas por primera vez, salió de la sala para ir a ayudar a su madre y a Nanón. Si la hubiese interrogado un confesor hábil, es probable que habría acabado por confesar que no pensaba en su madre ni en Nanón, sino que estaba dominada por el imperioso deseo de inspeccionar la habitación de su primo; quería remediar los descuidos, mejorarlo con algún detalle, hacer lo posible porque resultase agradable y elegante. Eugenia ya se imaginaba ser la única que podía comprender los gustos y las ideas de su primo. Y efectivamente aún llegó a tiempo para convencer a su madre y a Nanón que se retiraban suponiendo que todo estaba hecho, que por el contrario todo estaba por hacer. Dio a Nanón la idea de calentar las sábanas con el braserillo; cubrió la mesa con un tapetito y le recomendó a Nanón que no dejase de cambiarlo todas las mañanas. Convenció a su madre de la necesidad de encender un buen fuego en la chimenea, y decidió a Nanón a que subiera al corredor, sin que se enterase su padre, un haz de leña. Se apresuró a retirar de uno de los aparadores que había en las esquinas de la sala una bandeja de laca procedente de la herencia del difunto señor de Bertellière, un vaso de cristal de seis caras, una cucharilla que había sido dorada, un frasco antiguo, en que aparecían grabados unos amorcillos, y lo colocó triunfalmente todo encima de la chimenea. Se le habían ocurrido más ideas en un cuarto de hora que desde el día que vino al mundo.
—Mamá —dijo—, mi primo no podrá soportar el mal olor de la vela de sebo. ¿Si comprásemos una bujía…?
Y con la ligereza de un pajarillo, fue a buscar una moneda de cien sueldos que le habían dado para los gastos del mes:
—Toma, Nanón, y date prisa.
—Pero ¿qué dirá tu padre?
La objeción había sido pronunciada por la señora Grandet al ver a su hija armada de un azucarero de Sèvres antiguo traído por Grandet del castillo de Froidfond.
—¿Y de dónde vas a sacar el azúcar? ¿Te has vuelto loca?
—Mamá, Nanón podrá comprar a la vez el azúcar y la bujía.
—¿Pero y tu padre?
—¿No sería lastimoso que su sobrino no pudiese beber un vaso de agua azucarada? Además, no lo notará.
—Tu padre lo ve todo —dijo la señora Grandet meneando la cabeza.
Nanón vacilaba; conocía a su amo.
—¡Pero, ve de una vez, Nanón! Para algo es mi cumpleaños. Nanón soltó una carcajada al oír la primera broma que su señorita se atrevía a gastar en su vida y la obedeció, Mientras Eugenia y su madre se esforzaban en embellecer el aposento destinado por el señor Grandet a su sobrino, la señora de Grassins colmaba de atenciones a Carlos y le prodigaban las zalemas.
—Tiene usted mucho valor, caballero, —le decía—, para dejar la capital en pleno invierno y venirse a vivir a Saumur. Pero, en fin, si no le damos demasiado miedo, ya verá como también hay manera de divertirse.
Le dirigió una de esas miradas de provincia en que las mujeres suelen poner tanta reserva y circunspección como engolosinante concupiscencia; parécense en esto a los eclesiásticos para los que todo placer semeja hurto o pecado. Carlos se hallaba tan fuera de su centro en aquella sala, tan lejos del magnífico castillo y de la fastuosa existencia que atribuyó a su tío, que al mirar atentamente a la señora de Grassins acabó por descubrir una borrosa imagen de las figuras parisienses. Correspondió amablemente a la invitación que se le dirigía y entabló una conversación en la que la señora de Grassins bajó gradualmente la voz para ponerla en armonía con la naturaleza de sus confidencias. Carlos y ella sentían necesidad de confianza. De modo que al cabo de unos momentos de agradable charla y de unas cuantas bromas seriamente pronunciadas, la astuta provinciana pudo decirle sin que los demás que hablaban de vinos, como todo Saumur, tuvieran que enterarse:
—Caballero, si quiere usted hacernos el honor de venir a vernos, tanto a mi marido como yo nos sentiremos halagadísimos. Nuestro salón es el único de Saumur en que hallará usted reunidas a la burguesía acomodada y a la nobleza: pertenecemos a las dos sociedades que no quieren encontrarse más que en casa, porque allí se divierten. Mi marido, se lo digo a usted con orgullo, está tan bien considerado por unos como por otros. Le ayudaremos a soportar el aburrimiento de este destierro. ¡Si se quedase usted en casa del señor Grandet, la haría usted buena! Su tío de usted es un tacaño que sólo piensa en sus majuelos[40a]; su tía es una beata incapaz de barajar dos ideas y su primita una niña tonta, sin educación y sin dote, que se pasa la vida remendando trapos de cocina.
«Esta mujer está la mar de bien», díjose Carlos Grandet, correspondiendo a las monerías de la señora de Grassins.
—Me parece, esposa mía, que tú quieres acaparar al señor —dijo riendo el banquero grande y gordo.
Al oír esta observación, el notario y el presidente dijeron algunas frases más o menos maliciosas; pero el cura les miró con fina picardía y resumió sus pensamientos mientras tomaba un polvo de rapé y ofrecía su tabaquera a los demás:
—¿Quién mejor que la señora —dijo— para hacer al señor los honores de Saumur?
—¡Alto ahí! ¿En qué sentido lo dice usted? —preguntó el señor de Grassins.
—En el mejor que puede decirse, caballero, tanto para su señora como para la ciudad de Saumur, como para el señor —agregó el astuto clérigo volviéndose hacia Carlos.
Aparentando no prestarle atención, el padre Cruchot había sabido adivinar la conversación de Carlos y de la señora de Grassins.
—Caballero —dijo Adolfo a Carlos esforzándose en fingir una soltura que no tenía— no sé si usted me recuerda; tuve el gusto de ser su vis a vis en un baile que dio el barón de Nucingen, y…
—Perfectamente, caballero —contestó Carlos, sorprendido al verse objeto de tantas atenciones.
—¿El señor es su hijo? —preguntó el forastero a la señora de Grassins. El cura miró maliciosamente a la madre.
—Sí, señor —respondió ésta.
—Muy joven fue usted a París —repuso Carlos dirigiéndose a Adolfo.
—¿Qué quiere usted caballero? —exclamó el clérigo—. Los mandamos a Babilonia acabados de desmamar.
La señora de Grassins sondeó al cura con una mirada de incalculable profundidad.
—Hay que venir a provincias —continuó— para encontrar mujeres de treinta y pico de años tan lozanas como esta señora y con hijos que están a punto de licenciarse en Derecho. Aún me parece estar en aquellos días en que los jóvenes y las señoras se encaramaban en las sillas para verla a usted bailar, señora —dijo el tonsurado volviéndose hacia su adversario femenino—. Para mí sus éxitos me parecen tan recientes.
«¡Maldito viejo! —se dijo la señora de Grassins—. Es capaz de haberme descubierto el juego».
«Por lo que veo, en Saumur voy a tener un éxito fulminante», se dijo Carlos, desabrochándose la levita, poniendo la mano en la abertura del chaleco y lanzando la mirada a través del espacio para imitar la actitud de lord Byron o de Chantrey.
La falta de atención del tío Grandet, o, mejor dicho, la preocupación en que le había sumido la lectura de la carta, no pasó por alto al notario, ni al presidente, que trataban de deducir su contenido a base de las imperceptibles muecas del extonelero que en aquel momento recibía de lleno la luz de la vela. Grandet mantenía a duras penas la calma que era habitual en su fisonomía. Por lo demás, cuesta poco imaginar cómo debía ser la expresión de un hombre que pretendía disimular el efecto de la siguiente carta:
Hermano mío, va para veintitrés años que no nos hemos visto. Mi boda fue la ocasión de nuestro último encuentro; después nos separamos a cuál más contento. No podía ciertamente prever, en aquel momento, que tú serías el único sostén de una familia de cuya prosperidad te felicitabas en aquel entonces.
Cuando esta carta llegue a tu poder, yo habré dejado de existir. No he querido sobrevivir a la quiebra. Hasta el último momento me he sostenido al borde del abismo, con la esperanza de poder salvarme. Todo ha sido inútil, las bancarrotas sumadas de mi agente de cambio de Roguin, mi notario, se me llevan mis últimos recursos y me dejan sin blanca. Me hallo con un descubierto de cerca de cuatro millones, sin poder ofrecer más de un veinticinco de activo. Mis vinos almacenados sufren en este momento la ruinosa baja que ha causado la cantidad y la calidad de vuestras cosechas. Dentro de tres días, París dirá: «El señor Grandet era un sinvergüenza». Yo que he sido honrado hasta el fin me envolveré en un sudario de infamia. Dejo a mi hijo sin nombre y sin la fortuna de su madre. Él no sabe nada aún de lo que pasa, ¡pobre hijo idolatrado! Nos hemos despedido cariñosamente. Por suerte no ha sospechado siquiera que en esta despedida iban los últimos impulsos de mi vida. ¿Me maldecirá algún día? ¡Hermano, la execración de los propios hijos es espantosa! Cuando nosotros los maldecimos, ésos aún pueden apelar; cuando son ellos los que nos maldicen su sentencia es irrevocable. Grandet, tú eres el mayor y debes protegerme; haz que Carlos no lance ninguna palabra amarga sobre mi tumba. Hermano mío, si te escribiese con mi sangre y con mis lágrimas no habría tanto dolor como el que estoy poniendo en esta carta; porque si llorase, si sangrase, si estuviese muerto, ya no padecería más; pero padezco y miro la muerte con los ojos secos.
¡Eres desde ahora el padre de Carlos! No tiene parientes del lado materno y tú sabes por qué. ¿Por qué no habré obedecido a los prejuicios sociales? ¿Por qué me casé con la hija natural de un gran señor? Carlos no tiene más familia… ¡Mi hijo, mi pobre hijo…!, óyeme, Grandet; yo no he venido a implorarte en mi provecho y, por otra parte, quizá tus bienes, no son bastante considerables para soportar una hipoteca, de tres millones; ¡te imploro por mi hijo! Tenlo bien presente, hermano mío; mis manos suplicantes se han juntado al pensar en ti. Grandet, muero confiándote a Carlos. Por fin, miro a la muerte con menos dolor y sin pena, porque se que le vas a hacer de padre. Carlos me quería de veras; he sido muy bueno con él, no le he negado nada; no me maldecirá. Tiene un carácter suave, ya lo verás; se parece a su madre; no te dará el menor disgusto. Pobre chico acostumbrado al lujo y a la abundancia no conoce ninguna de las privaciones a que nos condenó nuestra miserable infancia… ¡Y ahora, ahí lo tienes solo y arruinado! Sí, sí; le huirán todos sus amigos y yo tendré la culpa de tales humillaciones. ¡Ah! ¡No tener el brazo lo bastante firme para mandarlo de un solo golpe al cielo, junto a su madre!. Estoy loco; vuelvo constantemente a mi desgracia, a la desgracia de Carlos. Te lo mando para que le comuniques de la mejor manera posible mi muerte y su destino. Sé un padre para él, un buen padre. No lo arranques, bruscamente de su vida ociosa, porque lo matarías. Le pido de rodillas que renuncie a hacer valer los créditos que tiene contra mí en calidad de heredero de su madre. El ruego está de más: es hombre de honor y comprenderá de sobra que no puede unirse a mis acreedores. Haz que en tiempo oportuno renuncie a mi herencia. Revélale las duras condiciones en que por mi culpa le toca arrastrar la vida y, si me guarda algún cariño, dile, en mi nombre que para él no está todo perdido. En efecto, el trabajo que nos ha salvado a ti y a mí, puede devolverle la fortuna que me llevo. Y si quiere escuchar el consejo de su padre, que por él volvería a salir un instante de la tumba, que se marche a las Indias. Hermano mío, Carlos es un muchacho honrado y valeroso; tú le vas a prestar un puñado de escudos que él no dejará de devolverte. ¡Préstaselos, Grandet! Mira que si no va a remorderte la conciencia. ¡Ah!, si mi hijo no encontrase a tu lado apoyo mi cariño, yo no pararía de pedir venganza a Dios de tu dureza.
Si hubiese podido salvar algunos valores, se los hubiese entregado por cuenta de la herencia de su madre, pero mis pagos de fin de mes habían absorbido todos mis recursos. No hubiese querido morir en esta incertidumbre sobre la suerte de mi hijo; habría querido escuchar de tal boca promesas corroboradas por el calor de tu mano; pero el tiempo apremia. Mientras Carlos viaja, yo voy a formalizar mi balance. Procuraré probar que la buena fe ha presidido todos mis actos y que en mis desastres no hubo dolo ni fraude. ¿No es esto también ocuparme de Carlos?
Adiós, hermano mío. Que Dios te colme con todas sus bendiciones por la generosa tutela de mi hijo que te confío y que tú aceptas, estoy seguro. Una voz no dejará nunca de rogar por ti en ese mundo al que todos debemos ir y en el que yo me encuentro ya.
VÍCTOR ÁNGEL GUILLERMO GRANDET
—¿Están ustedes de palique? —dijo el tío Grandet doblando la carta exactamente por los mismos dobleces y metiéndola en el bolsillo de su chaleco.
Miró a su sobrino con un ademán humillante y temeroso que le servía de capa para cubrir su emociones y sus cálculos.
—¿Has entrado en calor?
—Perfectamente, querido tío.
—¿Y dónde se han metido las mujeres de la casa? —dijo el tío olvidándose ya de que su sobrino dormiría bajo aquel techo.
En aquel momento volvieron Eugenia y la señora Grandet.
—¿Todo está preparado en la habitación? —les preguntó el viejo recobrando su aplomo.
—Sí, padre.
—Pues, bien, sobrino, si estás cansado, Nanón te va a conducir a tu dormitorio. ¡Ah, caramba, no es cuarto para un petimetre[40b]! Habrás de perdonar a unos pobres viñadores que no ven cuajar un solo sueldo. ¡Las contribuciones se nos comen vivos!
—No queremos estorbar, Grandet —dijo el banquero—. Sin duda tendrá usted que charlar con su sobrino. Le darnos, pues, las buenas noches y hasta mañana.
Con estas palabras se levantó la sesión, cada cual saludó a su modo. El viejo notario fue a buscar su farol bajo la puerta y lo encendió en la vela, ofreciendo, a los Grassins acompañarles hasta su casa.
—¿Me hace usted el honor de aceptar mi brazo, señora? —dijo el padre Cruchot a la señora Grassins.
—Gracias, padre Cruchot. Aquí tengo a mi hijo —contestó secamente la dama.
—Conmigo las señoras no corren peligro dé comprometerse —dijo el cura.
—Da el brazo al padre Cruchot —le dijo el señor de Grassins.
El cura remolcó a la señora con bastante celeridad para adelantarse a la caravana.
—Ese pollo está muy bien, señora —le dijo apretándole el brazo—. Nuestro gozo en un pozo. Despídase usted de la señorita Eugenia; se la llevará el parisiense. A menos que el primo esté enamorado de una señora de la capital, su hijo de usted va a encontrarse con un rival dé los más…
—Déjese de historias, padre. Ese joven no tardará en descubrir que Eugenia es una pava, un pan sin sal. ¿La ha examinado usted bien? Esta noche estaba más amarilla que un membrillo.
—¿Quizá ya se lo ha hecho usted notar al primito?
—No me ando con remilgos… —¿Quiere escucharme un consejo? Póngase usted siempre al lado de Eugenia, y poco tendrá que decir a ese joven para desacreditar a su prima; comparará y…
—Ya me ha prometido que pasado mañana vendría a comer a casa.
—Ah, si usted quisiese señora… —dijo el cura.
—¿Qué es lo que quiere usted que quiera señor cura? ¿No será que me está usted dando malos consejos? No he llegado a la edad de treinta y nueve años, con una reputación sin tacha, a Dios gracias para acabar comprometiéndola, aunque se tratase del imperio del Gran Mogol. Usted y yo, amigo, estamos en una edad en que medias palabras bastan. Lo que es para ser hombre de iglesia, ya le digo yo que no se anda usted por las ramas… Ni que fuese usted un Faublas[41].
—¿Ha leído usted Faublas?
—No, padre; quise decir Las amistades peligrosas[42].
—Menos mal —dijo el eclesiástico riendo—, este libro es mucho más decente. Pero veo que usted me supone tan perverso como un joven de hoy en día. Yo simplemente quise decirle…
—Atrévase a negar que me estaba aconsejando algo muy feo. La cosa es clara. Si ese joven que está tan bien, y yo lo reconozco, me hiciese la corte, dejaría de pensar en su prima. Ya sé que en París hay madres que se sacrifican de este modo para asegurar la felicidad y la fortuna de sus hijos; pero aquí estamos en la provincia, reverendo padre.
—Es verdad, señora.
—Y —repuso ella— ni yo ni Adolfo pagaríamos semejante precio ni por una dote de cien millones.
—Señora, yo no hablé para nada de cien millones. La tentación hubiese tal vez superado nuestras fuerzas, las de usted y las mías. Sólo me atrevo a decir que una mujer honrada puede permitirse, sin menoscabo de su reputación, ligeras coqueterías sin consecuencias, que, en cierto modo, forman parte de sus deberes sociales y que…
—¿Cree usted?
—¿No estamos obligados, señora a sernos agradables los unos a los otros…? Deje usted que me explique. Le aseguro a usted, señora —repuso él—, que le miraba a usted con una atención mucho más halagadora que a mí; yo le perdono sin dificultad que prefiera la belleza a la vejez…
—Salta a la vista —decía el presidente, con su voz gruesa— que el señor Grandet de París manda aquí al chico con intenciones marcadamente matrimoniales…
—Si fuese así —replicaba el notario— el hijo no hubiese caído como una bomba.
—Eso no quiere decir nada —observaba por su parte el señor de Grassins—; ya se sabe que el tonelero es hombre de tapujos.
—Grassins, amigo mío, he invitado a comer a ese joven. Tendrás que ir a invitar a los señores de Laesonnière, a los Hautoy, con su linda hija, naturalmente. Y Dios quiera que ese día le dé por vestirse con gracia. Su madre, por celos, la lleva hecha un adefesio. Espero, señores, que ustedes nos harán el honor de venir —agregó parando la comitiva y volviéndose hacia los dos Cruchot.
—Ya está usted en su casa, señora —dijo el notario.
Después de saludar a los tres Grassins, los tres Cruchot regresaron a su casa, poniendo a contribución ese genio del análisis que poseen los provincianos para estudiar por todas sus facetas el gran acontecimiento de la velada, que de tal modo alteraba las respectivas posiciones de cruchotistas y grassinistas.
El admirable buen sentido que dirige las acciones de tan eminentes calculadores dio a entender a unos y a otros que había llegado el momento de pactar una alianza transitoria frente al enemigo común. ¿No era obvio que debían impedir que Eugenia se enamorase de su primo y que Carlos pensase en su prima? ¿Podría el parisiense resistir las pérfidas insinuaciones entreveradas de elogios, las negativas ingenuas que iban a asediarlo día y noche con, el santo propósito de engañarlo?