Capítulo II

Ahora podemos comenzar a comprender el valor de estas palabras: la casa del señor Grandet y lo que representaba aquel inmueble descolorido, frío, silencioso, situado en lo alto de la ciudad y abrigado por las ruinas de las murallas. Los dos pilares y el arco que formaban el hueco de la puerta habían sido construidos, como la propia casa, en toba, piedra caliza que abunda en las riberas del Loire, tan blanda que su duración media es de unos doscientos años. Las grietas numerosas y desiguales que habían abierto en ella las lluvias y los vientos daban al arco y a los jambajes[18] de la puerta la apariencia de las piedras vermiculadas[19] de la arquitectura francesa y un parecido con el pórtico de una prisión. Sobre la cimbra[20] aparecía un largo bajo relieve esculpido en piedra dura que representaba las cuatro estaciones y cuyas figuras estaban gastadas y ennegrecidas. El bajo relieve estaba coronado por un plinto[21] saliente, sobre el que crecía una vegetación sembrada por la casualidad: ortigas amarillas, corregüelas[22], convólvulos, llantén, y un pequeño cerezo ya bastante espigado.

La puerta, de roble macizo, parda, reseca, resquebrajada por todas partes, estaba sólidamente sostenida por sus pernos que formaban dibujos simétricos. Ocupaba el centro de la puerta falsa una reja cuadrada, reducida, de barrotes espesos y rojos de herrumbré que servía, por decirlo así, de motivo a un picaporte que pendía de ella mediante un anillo, y golpeaba sobre la cabeza gesticulante de un gran clavo. Tal picaporte, de forma oblonga y del género que nuestros antepasados llamaban jaquemart, asemejaba un gran punto de admiración; examinándolo despacio, un anticuario habría llegado a descubrir vestigios de la figura esencialmente grotesca que representó en otro tiempo y que el uso prolongado había llegado a borrar. Por la rejilla destinada a reconocer a los amigos en tiempos de las guerras civiles, podían divisar los curiosos, en el fondo de un paisaje, abovedado, oscuro y verdoso, algunos escalones gastados por los que se llega a un jardín, cercado por muros recios, húmedos, llenos de rezumos y de matas de arbustos enfermizos. Eran éstos los muros de las fortificaciones, sobre las que se levantaban los jardines de algunas casas vecinas.

En la planta baja de la casa, la pieza más importante era una sala cuya entrada se hallaba bajo la bóveda de la puerta cochera. Pocas personas conocen la importancia que tiene una sala en las pequeñas ciudades de Anjou, de Turena y de Berry. La sala es a un tiempo, salón, gabinete, tocador, comedor; es el escenario de la vida doméstica, el hogar común; era allí donde, dos veces al año, iba el peluquero del barrio a cortarle el pelo al señor Grandet; allí donde eran recibidos los colonos, el cura, el subprefecto, el mozo del molino. Aquella sala, cuyas dos ventanas daban a la calle, estaba entarimada; cubierta de arriba abajo por paneles grises, con molduras antiguas; el techo estaba compuesto por vigas aparentes, también pintadas de gris, cuyos huecos estaban llenos de borra que se había tornado amarilla. Un viejo reloj de cobre, con incrustaciones de concha, adornaba el dintel de la chimenea construida en piedra blanca toscamente esculpida, sobre el cual había un espejo verdoso, cuyos lados cortados en bisel para mostrar su reciedumbre, reflejaban un hilillo de luz a lo largo de un tremó[23] gótico de acero damasquinado[24]. Los dos candelabros de cobre dorado que decoraban ambos extremos de la chimenea tenían dos fines; cuando se le quitaban las rosas que le servían de arandelas y cuya rama principal se adaptaba al pedestal de mármol azul adornado de cobre viejo, se obtenía un candelabro para los días ordinarios. Los sillones, de forma antigua, estaban cubiertos con tapices que representaban las fábulas de La Fontaine; pero había que saberlo para reconocer los temas, hasta tal punto los colores se habían desvanecido y las figuras acribilladas de zurcidos resultaban enigmáticas.

Había en las cuatro esquinas de la sala, una especie de aparadores angulares, rematados por una repisa mugrienta. En la entreventana había una vieja mesa de juego toda en marquetería, con tablero de ajedrez. Encima de esta mesa había un barómetro ovalado, con orla negra, adornado con cintas de madera dorada, en que las moscas habían retozado con tal desenvoltura que el dorado no era más que un recuerdo. En la pared opuesta a la chimenea, aparecían dos retratos al pastel que pretendían representar al abuelo de la señora, Grandet, el viejo señor de la Bertellière, con uniforme de teniente de guardias francesas, y la difunta señora Gentillet, vestida de pastora. Las dos ventanas estaban adornadas con cortinas de seda de Toars roja, recogidas con cordones de seda rematados por borlas. Aquel lujoso decorado, tan poco en armonía con la manera de ser de Grandet, fue comprendido en la venta de la casa, así como el tremó, el reloj, el mueble tapizado y los aparadores en palo de rosa.

Junto a la ventana más cercana a la puerta había una silla de paja cuyas patas estaban montadas sobre patines, a fin de que la señora Grandet alcanzase a ver la calle y los transeúntes. Un costurero de la ladera de cerezo descolorido ocupaba el alféizar de la ventana y a su lado estaba el silloncito de Eugenia Grandet. En aquel sitio, transcurrían de quince años a esta parte los días de la madre y de la hija, de abril a noviembre. El primero de este mes, se trasladaban junto a la chimenea. Aquel día y no antes, permitía Grandet que se encendiese el fuego en la sala y lo mandaba apagar el 31 de marzo, sin preocuparse de los fríos de la primavera ni de los del otoño. Un braserillo alimentado con brasas procedentes de la cocina que la vieja Nanón, haciendo filigranas, sustraía a sus fogones, ayudaba a la señora y a la señorita Grandet a soportar las mañanas o las tardes excesivamente frescas de los meses de abril y de octubre. Madre e hija remendaban toda la ropa de la casa y se consagraban con tanta conciencia a aquella modesta labor que si Eugenia tenía ganas de bordar una gorguera[25] para su madre, no tenía más remedio que quitar horas al sueño y engañar a su padre para tener luz. Hacía tiempo ya que el avaro distribuía las velas a su hija y a Nanón y lo mismo hacía con el pan y los artículos necesarios para el consumo diario.

La gran Nanón era quizá la única criatura humana capaz de soportar el despotismo de su amo. Toda la ciudad envidiaba a la señora y a la señorita Grandet. La gran Nanón, así llamada a causa de su gran estatura de cinco pies y ocho pulgadas, servía a Grandet desde hacía treinta y cinco años. Aunque no tenía más que sesenta y cinco libras de sueldo, se la consideraba como una de las criadas más ricas de Saumur. Dichas sesenta y cinco libras acumuladas a lo largo de treinta y cinco años, le habían permitido contratar en la notaría de Cruchot un vitalicio de cuatro mil libras. Tamaño resultado, fruto de las persistentes economías de la gran Nanón, se juzgó gigantesco. Las demás criadas, al ver como Nanón se había asegurado el pan para su vejez, la envidiaban de firme sin reparar en la dura servidumbre a que tuvo que someterse para lograrlo.

A los veintidós años, la infeliz no se había podido colocar en parte alguna por culpa de su cara, tenida por repugnante; y a fe que en esta apreciación había injusticia; su cara, puesta sobre los hombros de un granadero, hubiera parecido de perlas; es evidente que en este mundo todo es cuestión de oportunidad. Obligada a dejar un cortijo incendiado en que guardaba vacas, fuese a Saumur para buscar casa donde ponerse a servir, sostenida por un ánimo robusto y a prueba de desaires. En aquel entonces, el señor Grandet pensaba ya en casarse y quería organizar su casa. Echó pronto el ojo a aquella muchacha ante la que se cerraban una tras otra todas las puertas. En, su calidad de tonelero, Grandet sabía apreciar la fuerza física y adivinó en seguida todo el partido que podría sacar de un Hércules femenino, montada sobre sus extremidades como un roble de sesenta años sobre sus raíces, de caderas robustas, de espalda cuadrada, con manos de carretero, una probidad a toda prueba y una virtud intacta. Ni las verrugas que adornaban aquel rostro marcial, ni su color de ladrillo, ni sus brazos nervudos, ni sus harapos espantaron al tonelero que se encontraba aún en la edad en que el corazón puede estremecerse. Vistió a la muchacha, la calzó, la alimentó le señaló un sueldo y la tomó a su servicio sin atropellarla en demasía. Al verse acogida de aquel modo, la pobre Nanón lloró de alegría, tomó de veras ley al tonelero que no dejó, por ello de explotarla feudalmente. Todo lo hacía Nanón; la cocina y las coladas; iba a lavar la ropa al Loire y la cargaba sobre sus hombros; se levantaba con el día, se acostaba tarde; hacía comida para todos los trabajadores durante la vendimia; vigilaba el ir y venir de las portadoras; defendía, como perro fiel, los intereses de su dueño al que, llena de una confianza sin límites, obedecía en sus fantasías más extravagantes.

En el famoso año de 1811, cuya cosecha costó desvelos sin cuento, Grandet resolvió regalar a Nanón su viejo reloj y éste fue el único obsequio que le hizo en veinte años de servicios. Digamos para ser exactos que también le transfería sus zapatos viejos, que le iban bien; se los transfería en tal estado que no hay manera de incluirlos en el capítulo de la munificencia. La necesidad tornó tan avara a la pobre muchacha que Grandet acabó por quererla como a un perro, y Nanón se dejó poner un collar erizado de puntas, cuyos pinchazos ya no la molestaban. No se quejaba de que Grandet le cortase el pan con un exceso de parsimonia; beneficiábase alegremente de los saludables efectos del severo régimen de aquella casa, en que jamás había enfermos.

Por lo demás, Nanón formaba parte de la familia; reía cuando reía Grandet; con él se entristecía, con él trabajaba, con él sentía el frío y el calor. ¡Qué agradables compensaciones hallaba en esta igualdad! El dueño no había echado jamás en cara a la sirvienta los albérchigos[26], ni los melocotones de viña, ni las ciruelas, ni los griñones[27] que comía al pie del árbol.

«Hártate, Nanón» —le decía en los años que las ramas se doblaban bajo el peso de la fruta y que los colonos no tenían más remedio que dársela a los cerdos.

Para una muchacha del campo que en su juventud no había recogido más que insultos y desprecios, para una infeliz aceptada por caridad, la risa equívoca del tío Grandet era un verdadero rayó de sol. Por otra parte, el corazón sencillo y la cabeza angosta de Nanón sólo pondrían contener un sentimiento y una idea. Había cumplido treinta y cinco años y aún se veía llegando al obrador del señor Grandet, descalza, harapienta y seguía oyendo al tonelero que le decía: «¿Qué se te ofrece, chiquilla?», y su agradecimiento se conservaba fresco y joven como el primer día. Alguna vez pasaba por la cabeza de Grandet la idea de que aquella pobre muchacha no había oído nunca una palabra halagüeña, que ignoraba los sentimientos tiernos que puede inspirar una mujer, y que podía comparecer ante Dios más casta que la misma Virgen María; entonces, movido a piedad, la miraba y decía:

«¡La pobre Nanón!»

Semejante exclamación obtenía siempre una mirada indefinible de la vieja criada. Repetida de vez en cuando, iba formando, a lo largo de los años una cadena de amistad ininterrumpida, cada frase conmiserativa era un eslabón de la cadena. Aquella piedad, puesta en el corazón de Grandet y aceptada con gratitud por la vieja criada, tenía algo de horrible. Atroz piedad de avaro, causaba mil placeres al corazón del viejo tonelero y era para Nanón su lote de felicidad. Otros pudieron como Grandet exclamar: «¡Pobre Nanón!». Pero Dios reconoce a sus ángeles por la inflexión de sus voces y de sus misteriosos lamentos.

En muchas casas de Saumur las criadas estaban mejor tratadas, pero no por eso demostraban el menor cariño a los amos. De donde nació esta otra frase: «¿Qué le dan los Grandet a Nanón, para tenerla tan adicta? Al fuego se echaría por ellos». Su cocina, cuyas ventanas enrejadas daban al patio, estaba siempre limpia, ordenada, fría; era una verdadera cocina de avaro en que no hay desperdicios. Cuando Nanón había lavado la vajilla, puesto a buen recaudo los restos de la comida, apagado el fuego, salía de la cocina, separada del comedor por un corredor, y se ponía a hilar junto a sus amos. Una sola luz bastaba a toda la familia para la velada. Dormía la sirvienta en el fondo de dicho corredor, en un chiribitil[28] sin más claridad que la que le llegaba por la puerta. Su robusta salud le permitía habitar sin daño aquella especie de hoyo, desde donde podía oír el ruido más leve a través del profundo silencio que reinaba día y noche en la casa. Le tocaba dormir como un perro guardián, atento el oído, cerrado un solo ojo con sueño que casi era vigilia:

La descripción de las demás dependencias de la casa se desprenderá de los sucesos de esta historia; aunque ya el diseño que hemos hecho del comedor, concentración de todo el lujo del ajuar, permite entrever la desnudez de los pisos superiores.

En 1819, al principio de la velada, a mediados de noviembre, Nanón encendió por primera vez el fuego. Había hecho un otoño delicioso. Aquel día era festivo y muy señalado para los cruchotistas y los grassinistas. Los contendientes se aprestaban a comparecer, armados de todas armas, y a enfrentarse en el comedor en un duelo de zalemas y de pruebas de afecto. Por la mañana, todo Saumur había podido ver a las Grandet, madre e hija, acompañadas de Nanón, dirigirse a la parroquia para oír misa; y nadie dejó de recordar que aquel día era el cumpleaños de la señorita Eugenia. Calculando la hora en que aproximadamente terminaría la comida, maese[29] Cruchot, el padre Cruchot y el señor C. de Bonfons hacían lo posible por llegar antes que los Grassins para felicitar a la señorita Grandet. Los tres le llevaban sendos ramos cogidos en sus invernaderos. Los tallos de las flores que ofrecía el presidente estaban ingeniosamente envueltos en una cinta de satén blanco con fleco de oro. Por la mañana, siguiendo su costumbre tanto para la fiesta onomástica como para el aniversario, el señor Grandet, había ido a sorprender a su hija antes que se levantase y le había ofrecido su regalo paternal, consistente, desde hacía trece años, en una curiosa moneda de oro La señora Grandet solía regalar a su hija un vestido de invierno o de verano, según convenía. Los dos vestidos, las monedas de oro qué recogía por Año Nuevo y por el santo de su padre, constituían una renta de cien escudos y Grandet disfrutaba viendo cómo la iba acumulando. ¿No era como trasladar el dinero de un bolsillo a otro y cultivar con mimo la avaricia de su heredera, a la que de vez en cuando pedía cuentas a su tesoro, alimentado en otro tiempo con las dádivas de los Bertellière?

«Será tu doceno de boda» —le decía Grandet.

El doceno es una antigua costumbre que se conserva aún con veneración en el centro de Francia. En Borril, en Anjou, cuando una chica se casa, su familia o la del marido debe darle una bolsa en la que, según las fortunas, hay doce piezas o doce centenares de piezas de plata o de oro. No hay pastora, por pobre que sea, que se case sin su doceno, aunque sólo sea de perras gordas. Se habla todavía en Issoudun del doceno ofrecido a no sé qué rica heredera que estaba compuesto por ciento cuarenta y cuatro portuguesas de oro. El papa Clemente VII, tío de Catalina de Médicis, al casarla con Enrique II, le regaló una docena de medallas de oro antiguas de gran valor.

Durante la comida, el padre, henchido de gozo al ver a su hija embellecida por el traje nuevo, exclamó:

—¡Ya que es el santo de Eugenia, encendamos fuego! Eso nos traerá suerte.

—Como si lo viera, la señorita se casará dentro del año —dio Nanón retirando los restos de un ganso, que es, como si dijésemos, el faisán de los toneleros.

—No veo en Saumur partido que le convenga —respondió la señora Grandet, mirando a su marido con timidez, lo que, dada su edad, acusaba bien a las claras el estado de servidumbre conyugal en que se hallaba sumida.

Grandet contempló a su hija y exclamó alborozadamente:

—La nena cumple hoy veintitrés años y es justo que empecemos a ocuparnos de ella.

Madre e hija cruzaron en silencio una mirada de inteligencia.

La señora Grandet era una mujer flaca y enjuta, amarilla como un membrillo, torpe, lenta; una de esas mujeres que parecen haber nacido para la sujeción. Era huesuda, tenía la nariz grande, la frente grande, los ojos grandes, y de buenas a primeras ofrecía un vago parecido con esos frutos algodonosos que no tienen olor ni sabor. Escasos y negros eran sus dientes, la boca rodeada de arrugas, la barbilla en forma de chancleta. Era una buena mujer, una verdadera Bertellière. Cruchot se las arreglaba para decirle de vez en cuando que no había estado del todo mal y ella se lo creía. Su dulzura angélica, su resignación de insecto martirizado por una partida de chiquillos, su ánimo inalterable, su buen corazón, su insólita piedad, le captaban el respeto y la simpatía de todos. Su marido no le daba nunca más de seis francos juntos para los gastos menudos. Podía pasar por rica, ya que con su dote y las herencias que le habían correspondido, aportó más de trescientos mil francos al señor Grandet, pero se sintió siempre tan profundamente humillada de una dependencia y de un ilotismo contra los cuales la bondad de su alma le impedía rebelarse, que jamás había osado pedir un céntimo, ni hacer la menor observación sobre las escrituras que maese Cruchot sometía a su firma. De la combinación de aquella altivez tonta y secreta con la nobleza de su alma ignorada y constantemente herida por Grandet nacía su conducta.

La señora Grandet vestía siempre con un traje de levantina[30] verdosa que se había acostumbrado a hacer durar cerca de un año; ceñía el busto con una pañoleta de algodón blanco, se tocaba con un sombrero de paja cosida, y llevaba casi siempre un delantal de tafetán[31] negro. Como salía poco, apenas gastaba los zapatos. Nada quería para sí. Hasta tal punto que Grandet, a veces, dándose cuenta del tiempo que hacía que no le daba seis francos a su mujer, al vender las cosechas estipulaba siempre una prima en su beneficio. Los cuatro o cinco luises que en este concepto recogía del holandés o del belga que le compraba la uva y que Grandet entregaba a su mujer formaban la parte más saneada de sus ingresos anuales. Pero, después de haberle entregado los cinco luises, Grandet solía decirle como si su bolsa fuese común: «¿Me podrías prestar algunas perras?», y la pobre mujer, dichosa de poder hacer algo por el hombre que su confesor le presentaba como su amo y señor, le devolvía durante el curso del invierno, algunos escudos del fondo de las primas. Cuando Grandet sacaba del bolsillo la pieza de cien sueldos que cada mes destinaba a su hija para los pequeños gastos, hilo, agujas y tocado, no olvidaba nunca, después de abrocharse el bolsillo, de decir a su esposa:

—¿Y tú, madre, no necesitas nada?

—Amigo mío —contestaba la señora Grandet, movida por un sentimiento de dignidad maternal—, ya veremos, ya veremos.

—¡Sublimidad perdida! Grandet se, creía muy generoso para con su mujer. Los filósofos que dan con seres como Nanón, la señora Grandet, Eugenia, ¿no pueden suponer con razón que la ironía forma el fondo del carácter de la Providencia? Después de aquella comida en que, por primera vez, se hizo alusión al casamiento de Eugenia, Nanón fue a buscara una botella de caris a la habitación del señor Grandet y al volver por poco se cae.

—¡Animalote —le dijo su dueño—, a ver ni tú vas a caer como otra cualquiera!

—Señor, la culpa es de ese escalón, que no se aguanta.

—Tienes razón —dijo la señora Grandet—. Hace tiempo que debiste mandarlo reparar. Ayer mismo, Eugenia por poco se tuerce el pie.

—Vamos —dijo Grandet a Nanón, al ver que había palidecido—, ya que es el cumpleaños de Eugenia y que estuviste a punto de caer, toma un vasito de casis[32] para reponerte.

—A fe que me lo he ganado —dijo Nanón—. En mi lugar, cuántas habrían roto la botella; pero yo antes me rompo el codo.

—¡La pobre Nanón! —dijo el señor Grandet escaciándole el casis.

—¿Te has hecho daño? —le preguntó Eugenia mirándola con interés.

—No, porque me retuve a fuerza de contraer los riñones.

¡Vaya, por Dios! Ya que es el cumpleaños de Eugenia —dijo Grandet—, os voy a arreglar ese peldaño. Veo que no sabéis poner el pie en la parte que aún se aguanta firme.

Tomó Grandet la vela, dejó a su mujer, a su hija y a la criada sin más luz que el resplandor de la chimenea, y se fue a su horno de cocer pan a buscar tablas, clavos y herramientas.

—¿Quiere que le ayude? —le gritó Nanón, oyéndole golpear en la escalera.

—¡No, no! Yo me basto —respondió el extonelero.

En el momento en que Grandet con sus propias manos, reparaba la escalera carcomida, y silbaba con toda su alma en recuerdo de sus años juveniles, los tres Cruchot llamaron a la puerta.

—¿Es usted, señor Cruchot? —le preguntó Nanón por la rejilla.

—Sí —contestó el presidente. Nanón abrió la puerta, y el resplandor del hogar que se reflejaba en la bóveda, permitió que los tres Cruchot hallasen la puerta del comedor.

—¡Ah, qué galantes son ustedes! —les dijo Nanón al respirar el aroma de las flores.

—¡Perdónenme! —gritó Grandet al reconocer la voz de sus amigos—, ¡voy con ustedes en seguida! Me pillan en mala postura; estoy echando un remiendo a la escalera.

—No se interrumpa, señor Grandet. Cada uno es rey de su casa —dijo el presidente.

La señora y la señorita Grandet se levantaron. El presidente, aprovechando la oscuridad, dijo a Eugenia:

—¿Me permite usted, señorita, que le desee, hoy que acaba de nacer, una serie interminable de años felices y la persistencia de la salud de que está gozando?

Y así diciendo le ofreció un ramo de flores raras en Saumur; luego, apretando a la heredera por los codos, la besó en ambos lados del cuello con una complacencia que hizo ruborizar a Eugenia. Era así como el presidente, que parecía un enorme clavo mohoso, entendía hacerle la corte.

—Adelante, adelante —dijo Grandet que había terminado su faena—. Amigo presidente, ¡qué expresivo está usted los días de fiesta!

—¡Ah!, con la señorita —respondió el padre Cruchot, blandiendo su ramo—, creo que todos los días del año serían de fiesta para mi sobrino.

El cura besó la mano de Eugenia. Maese Cruchot, por su parte, besó a la muchacha en las mejillas y dijo:

—¡Cómo nos empujan! Cada año doce meses.

Al poner la vela ante el reloj, Grandet, que prolongaba las bromas y, si le parecían chistosas, las repetía hasta la saciedad, dijo:

—¡Ya que es el cumpleaños de Eugenia, encendamos los candelabros!

Desmontó cuidadosamente los brazos de los candelabros, puso su arandela en cada pedestal, tomó de manos de Nanón una vela nueva con contera de papel, la metió en el agujero, la aseguro, la encendió, y fue a sentarse al lado de su mujer, mirando alternativamente a sus amigos, a su hija y a sus dos velas. El Cruchot, hombrecillo regordete, con una peluca roja y aplastada, con cara de jugadora vieja, dijo adelantando sus pies calzados con recios zapatones con broches de plata:

—¿No han venido los Grassins?

—Todavía no —dijo Grandet.

—Pero, vendrán, ¿verdad? —dijo el viejo notario haciendo muecas con su cara más agujereada que una espumadera.

—Así lo espero —respondió la señora Grandet.

—¿Terminó usted la vendimia? —le preguntó a Grandet el presidente Bonfons.

—¡En todas partes! —le respondió el viejo viñador, levantándose para pasear de un lado a otro de la sala, dilatando el pecho en un movimiento de orgullo que subrayaba su frase: ¡en todas partes!

A través de la puerta del corredor que conducía a la cocina vio entonces a Nanón, sentada junto al fuego, con una vela encendida y preparándose a hilar allí, por no mezclarse a la conversación.

—Nanón —le dijo dando unos pasos en el corredor—, ¿quieres apagar esa luz y venirte con nosotros? ¡Demontre[33]!, la sala es bastante espaciosa para que quepamos todos.

—Pero el señor tiene visitas importantes.

—¿No vales tú tanto como ellos? Salieron de una costilla de Adán ni más ni menos que tú.

Grandet volvió hasta donde estaba el presidente y le preguntó:

—¿Vendió usted su cosecha?

—No, la guardo. Si hoy el vino es bueno, más lo será dentro de un par de años, Usted sabe que los propietarios se han juramentado para mantener los precios convenidos, y lo que es este año los belgas no nos hacen la ley. Que se vayan sin comprar, si quieren, ¡ya volverán!, pero aguantémonos firmes —dijo Grandet con un tono que hizo estremecer al presidente. «¿Estará en el ajo?», pensó Cruchot.

En aquel momento, un martillazo del picaporte anunció la familia Grassins y su llegada interrumpió la conversación iniciada entre la señora Grandet y el cura.

Era la señora Grassins una de esas mujeres menudas vivarachas, rollizas, blancas y sonrosadas, que, gracias al régimen claustral de la provincia y a los hábitos de una vida virtuosa, se conservan jóvenes a los cuarenta años. Son como ciertas rosas tardías, cuya vista deleita los ojos, pero cuyos pétalos tienen una especie de frialdad y cuyo perfume se debilita por momentos. Se vestía con bastante gusto, mandaba venir sus trajes de París, daba el tono a la ciudad de Saumur y celebraba reuniones. Su marido, exsargento de la guardia imperial, herido gravemente en Austerlitz, conservaba, a pesar de su consideración para Grandet, la aparente franqueza de los militares.

—Buenas noches, Grandet —le dijo al viñador, tendiéndole la mano y afectando una especie de superioridad con que siempre aplastaba a los Cruchot—. Señorita —agregó, dirigiéndose a Eugenia, después de saludar a la señora Grandet—, será usted siempre tan guapa y tan juiciosa que uno no sabe qué desearle más.

Luego, tomándola de manos de un criado, le ofreció una caja que contenía un brezo de El Cabo, flor recién importada a Europa y todavía muy rara.

La señora de Grassins, besó cariñosamente a Eugenia, le estrechó la mano y le dijo:

—Adolfo es el encargado de ofrecerte mi pequeño obsequio.

Un muchacho alto, pálido, y rubio, de modales bastante distinguidos, tímido en apariencia, pero que acababa de gastar en París, donde cursaba la carrera de Derecho, ocho o diez mil francos sobre los de su pensión, se adelantó hacia Eugenia, la besó en ambas mejillas, y le ofreció un estuche de costura en que todos los utensilios eran de plata sobredorada, verdadera baratija a pesar del escudo en que las iniciales góticas E. G., bastante bien grabadas, pudiesen hacer creer otra cosa. Al abrirla, tuvo Eugenia una de esas alegrías inesperadas y cumplidas que hacen enrojecer y temblar a las muchachas. Volvió los ojos hacia su padre, como para consultarle si debía aceptar: el señor Grandet le dijo:

—Tómalo, hija mía —con una entonación que hubiese consagrado a un actor. Los tres Cruchot quedaron estupefactos al ver la mirada gozosa y animada que la linda heredera, a quien tamañas riquezas parecían increíbles, lanzó sobre Adolfo de Grassins.

El señor de Grassins ofreció a Grandet un polvo de rapé, tomó otro para sí, sacudió los granitos que habían caído sobre la cinta de la Legión de Honor prendida al ojal de su traje azul, miró luego a los Cruchot con un aire que parecía decir: «¡Paren ustedes ese golpe!». La señora de Grassins posó la vista en los búcaros[34] azules en que se habían puesto los ramos de los Cruchot, buscando sus regalos con la buena fe fingida de una mujer burlona. En aquella delicada coyuntura, el padre Cruchot dejó que los reunidos se sentasen en el círculo delante del fuego y se fue a pasear al fondo de la sala con Grandet. Cuando los dos viejos se hallaron frente a la ventana, en el punto más distante de las Grassins:

—Esa gente —dijo el cura al oído del avaro— tiran el dinero por la ventana.

—¿Qué importa, mientras venga a parar a mi bodega? —replicó el extonelero.

—Si usted quisiese obsequiar a su hija con tijeras de oro, medios tendría para ello —dijo el cura.

—Le doy algo mejor que tijeras —respondió Grandet.

«Mi sobrino es un alma de cántaro», —pensó el clérigo, mirando al presidente, cuya cabeza desgreñada acentuaba el mal talante de su rostro moreno—. ¿A que no se le ocurre una sola tontería con gracia?

—Vamos a organizar la partida de la señora Grandet —dijo la señora de Grassins.

—Ya que es el cumpleaños de Eugenia, hagan, una partida al juego de lotería y estos chicos también podrán participar.

Y el extonelero, que no jugaba nunca, señaló a su hija y a Adolfo.

—Anda, Nanón, pon las mesas.

—La vamos a ayudar, Nanón, —exclamó la señora de Grassins, contenta de ver la alegría que había causado a Eugenia.

—En mi vida he recibido un regalo que me gustara tanto —dijo la heredera. Es una preciosidad.

—Es Adolfo quien lo ha traído de París y lo ha escogido él mismo —le susurró la señora de Grassins al oído.

«¡Dale que te dale, grandísima lagartona! —se decía el presidente—. ¡Lo que es si algún día, tú o tu marido, tenéis algún pleito, os va a costar ganarlo!».

El notario, sentado en una esquina, miraba al cura con placidez y se decía:

«Los Grassins, pueden intrigar cuanto quieren; mi fortuna, la de mi hermano y la de mi sobrino, suman un millón cien mil francos. Los Grassins no llegan a reunir ni la mitad y, además, tienen una hija. ¡Que no se compongan pues! La heredera y los regalos, todo vendrá para casa un día u otro».

A las ocho y media funcionaban dos mesas de juego. La linda señora de Grassins había conseguido colocar a su hijo al lado de Eugenia. Los actores de aquella escena, vulgar en apariencia, pero en realidad llena de interés, provistos de cartones llenos de cifras y de colores con sus fichas de cristal azul, parecían prestar atención a los chistes del viejo notario, que para cada número que sacaba tenía una ocurrencia; pero todos pensaban en los millones de Grandet.

El viejo tonelero contemplaba vanidosamente las plumas color de rosa y el flamante atavío de la señora de Grassins, la cabeza marcial del banquero, la de Adolfo, al presidente, al clérigo, al notario, y decíase para sus adentras:

«Están aquí por mis escudos. Vienen a aburrirse por mi hija. ¡Al demontre[35] todos juntos! Mi hija no será para unos ni para otros y entre tanto, todos me están sirviendo de anzuelo para pescar».

Aquella alegría familiar en el salón gris mal alumbrado por dos velas; aquellas risas acompañadas por el ruido de la rueca de Nanón y que sólo eran sinceras en los labios de Eugenia y de su madre; tanta pequeñez unida a tan grandes intereses; la pobre muchacha que, semejante a ciertos pájaros, víctimas del elevado precio que les asignan y que ellos ignoran, se hallaba acosada, colmada de falsas pruebas de afecto; todo contribuía a dar a la escena un triste acento cómico. ¿Por ventura tiene la menor novedad? ¿No es una escena de todos los tiempos y de todos los lugares, sólo que reducida a su más simple expresión? La figura de Grandet dedicado a explotar la fingida devoción de las dos familias y sacarles todo el jugo posible, dominaba aquel drama y le alumbraba con vivísima claridad. El dios Dinero, el único dios moderno, aparecía allí con todo su poder. A los dulces sentimientos de la vida no les quedaba más que un lugar subalterno; sólo hallaban asilo en tres corazones puros: el de Nanón, el de Eugenia y el de su madre. ¡Cuánta ignorancia, para preservar su ingenuidad! Eugenia y su madre no sabían nada de la fortuna de Grandet; juzgaban de la vida a la luz de sus pálidas ideas; no apreciaban ni despreciaban el dinero a fuerza de estar acostumbradas a prescindir de él. Sus sentimientos, heridos sin que ellas mismas lo advirtiesen, pero vivaces, así como el secreto de sus existencias, las convertía en algo aparte de aquellas gentes cuya vida era puramente material. ¡Horrible condición la del hombre! No hay una sola de sus dichas que no esté edificada sobre una ignorancia.

En el momento en que la señora Grandet ganaba un lote de diecisiete sueldos, el mayor que se había apostado en aquella sala, y que la gran Nanón reía feliz, viendo como su señora embolsaba semejante suma, sonó el picaporte con tal violencia que las mujeres se sobresaltaron.

—No es de Saumur la persona que llama de este modo —dijo el notario.

—¡Ave María purísima, qué manera de golpear! —dijo Nanón—. ¿Querrán romper la puerta?

—¿Quién diablos será? —exclamó Grandet.