Capítulo I

En ciertas ciudades de provincia se encuentran casas cuya vista inspira una melancolía igual a la que producen los claustros más sombríos, los páramos más desolados o las ruinas más tristes. Y es que tal vez en eses casas se unen el silencio de los claustros, la aridez de las landas y la osamenta de las ruinas. La vida y el movimiento permanecen en ellas en un estado tal de tranquilidad que se las creería inhabitadas si no fuese porque, de pronto se da con la mirada inexpresiva, fría, de una persona inmóvil cuyo rostro poco menos que monástico se alza sobre el alféizar de la ventana, al ruido de un paso desconocido. Estos signos de melancolía concurren en la fisonomía de una mansión situada en Saumur, al extremo de la calle empinada que conduce al castillo, por la parte alta de la ciudad. Dicha calle, actualmente poco frecuentada, calurosa en verano, fría en invierno, a trechos oscura, llama la atención por la sonoridad de su tosco empedrado de guijarros, siempre limpio y seco; por su trazado tortuoso y por la paz de sus casas que forman parte del casco antiguo de la población y dominan las murallas.

Algunos edificios, a pesar de sus tres siglos de existencia, se aguantan aún sólidamente y contribuyen, con su aspecto vario y pintoresco, a granjear a esta parte de Saumur el interés de los anticuarios y de los artistas. No se puede pasar por delante de aquellas casas sin admirar las enormes vigas que aparecen talladas en formas caprichosas y que adornan la planta baja de la mayoría de ellas con una especie de bajo relieve. Aquí unos travesaños aparecen cubiertos de pizarra y dibujan líneas azules sobre las delgadas paredes de una vivienda cubierta por un tejado que ha cedido al peso de los años, cuyas alfajías[1] podridas se han torcido bajo la acción alternada del sol y de la lluvia. Allá aparecen unos bastidores de ventana gastados, ennegrecidos, cuyas delicadas esculturas, apenas visibles, se nos antojan demasiado ligeras para el tiesto de arcilla parda de que surgen los claveles y los rosales de una infeliz obrera. Acullá descubrimos unas puertas adornadas con enormes clavos en que el genio de nuestros antepasados ha trazado ciertos jeroglíficos caseros cuyo significado no se descubrirá jamás. Ora fue un protestante que le confió su fe, ora un partidario de la Lija que maldijo el nombre de Enrique IV. Algún burgués se ha entretenido en grabar sobre el clavo las insignias de su noblesse de cloches[2], la gloria de su mandato edilicio[3] olvidado para siempre. En tales huellas está toda la historia de Francia. Junto a la trémula casita de paredes endebles en que el albañil ha dejado sus herramientas, se levanta la mansión de un hidalgo de cuyo blasón se ven, sobre el arco de la puerta, algunos vestigios que han sobrevivido a las diversas revoluciones que desde 1789 han agitado el país.

La planta baja de tales casas, aunque esté dedicada al comercio, no aloja tiendas ni almacenes; los amigos de la Edad Media hallarían en ellos el obrador de nuestros padres en toda su ingenua sencillez. Sus salas bajas, que no tienen escaparate, ni mostrador, ni cristales, son hondas y oscuras y tan desprovistas de adornos por fuera como por dentro. Su puerta, dividida horizontalmente en dos, aparece groseramente guarnecida de hierro; por su parte superior se abre hacia adentro; la interior; provista de una campanilla con muelle, va y viene constantemente. El aire y la luz entran en aquella especie de húmeda zahúrda[4] ya por lo alto de la puerta, ya por el espacio que queda entre la bóveda, el techo y el murete de escasa altura en que se empotran unos sólidos postigos retirados por la mañana, repuestos y mantenidos por la noche con barras de hierro empernadas. El mencionado murete sirve para presentar las mercancías del negociante. No hay en su estilo ni asomo de charlatanismo. Según la índole del comercio, las muestras consisten en dos o tres cubetas llenas de sal y de bacalao, en unos cuantos paquetes de tela para velamen, cuerdas, latón colgado de las vigas, algunos aros en las paredes o algunas piezas de paño en los anaqueles. Entrad. Una muchacha limpia, resplandeciente de juventud, con su manteleta blanca, sus brazos colorados, suelta la calceta que estaba haciendo y llama a su padre o a su madre que os vende lo que deseáis, flemáticamente, con agrado o con arrogancia, según su carácter, así valga la cosa dos sueldos[5] como veinte mil francos.

Un negociante en maderas, sentado a su puerta, cuenta las musarañas mientras conversa con su vecino; aparentemente no tiene más que cuatro míseras tablas para botellas y unos cuantos fajos de duelas[6]; pero en el puerto, su repleto almacén surte a todos los toneleros de Anjou, prevé al céntimo la cantidad de mercancía que colocará si las viñas dan buena cosecha; un día de sol le enriquece, una racha de lluvia le arruina; en una sola mañana las barricas suben once francos o bajan a seis libras.

En aquel país, como en Turena, la vida comercial está supeditada a los cambios atmosféricos. Viñadores, propietarios madereros, toneleros, posaderos, marineros, todos andan al acecho de un rayo de sol; al acostarse por la noche tiemblan de miedo imaginándose que al día siguiente se levantarán para ser testigos de una gran helada; temen la lluvia, el viento, la sequía, y pretenden que agua, calor, les sean servidos a medida de su deseo. Hay un duelo constante entre el cielo y los intereses terrestres. Por obra del barómetro las fisonomías pasan de la alegría a la pena, de la preocupación a la confianza. De cabo a cabo de aquella vía, la calle Mayor de Saumur, circula la frase: «¡Vaya un tiempo de oro!», repetida de puerta en puerta. También se oye decir: «Está lloviendo luises[7]» y con ello no se hace más que expresar lo que representa un chubasco o un rayo de sol oportunos.

Los sábados al mediodía, cuando llega el buen tiempo, es inútil que vayáis a comprar nada a aquellos honrados industriales. El que más y el que menos tiene su viña, su cercado y pasa dos días en el campo. Allí, previsto cuanto se puede prever la compra, la venta y el beneficio, los comerciantes pueden dedicar casi todo el santo día a jiras[8] y merendonas, a observaciones y comentarios, a un espionaje continuo. No es posible que un ama de casa compre una perdiz sin que los vecinos pregunten al marido si la vinagreta estaba en su punto. Muchacha que asoma la cabeza a la ventana, muchacha que ven todos los grupos de desocupados. Allí las conciencias se destapan y, como aquellas casas impenetrables, negras y misteriosas, dejan de tener misterios. La vida transcurre casi por entero al aire libre; las familias se sientan a la puerta de sus viviendas y comen y cenan y discuten. No pasa nadie por la calle sin que sea examinado de pies a cabeza. Se conserva el estilo de las capitales de provincia en que no asoma forastero que no se concierte comidilla de los vecinos apostados junto a las puertas. De ahí nacieron las historias sabrosas, de ahí vino el calificativo de copiosos aplicado a los habitantes de Angers, que eran maestros en esta clase de bromas urbanas.

Los antiguos palacetes de la ciudad vieja están encaramados en lo alto de la calle en otro tiempo habitada por los hidalgos de la región. La casa, llena de melancolía, en que sucedieron los hechos de esta historia era precisamente una de aquellas mansiones, restos venerables de un siglo en que personas y cosas tenían ese carácter de sencillez que las costumbres francesas van perdiendo de día en día. Después de haber seguido las revueltas de aquel camino pintoresco, cuyos menores accidentes despiertan recuerdos y cuyo conjunto tiende a sumir al transeúnte en una especie de ensueño maquinal, se descubre un entrante asaz sombrío, en medio del cual se esconde la puerta de la casa del señor Grandet. ¡El señor Grandet! No hay manera de comprender todo el valor de esta expresión provincial sin conocer la biografía del personaje.

El señor Grandet gozaba en Saumur de una reputación cuyas causas y efectos no serán comprendidas poco ni mucho por las personas que no hayan vivido en, provincias. El señor Grandet, que para algunas gentes de su generación cada día más escasas, seguía siendo el tío Grandet, un maestro tonelero muy acomodado que en 1789 sabía leer, escribir y las cuatro reglas. Cuando la República Francesa puso en venta en el distrito de Saumur los bienes del clero, el tonelero que tenía entonces unos cuarenta años, acababa de casarse con la hija de un rico negociante en maderas. Grandet, provisto de su fortuna reducida a metálico y de la dote de su mujer, en total dos mil luises de oro, fuese a un distrito, donde; gracias a doscientos dobles luises ofrecidos por su padre al feroz republicano encargado de vigilar la venta de los bienes nacionales, obtuvo por un mal pedazo de pan, legalmente ya que no legítimamente, los viñedos más hermosos de la comarca, una antigua abadía y unas cuantas alquerías. Los habitantes de Saumur eran poco revolucionarios, de modo que, con un gesto, el tío Grandet sentó plaza de hombre atrevido, de republicano, de patriota, de espíritu abierto a las ideas nuevas, pero en el fondo no era más que un tonelero que tenía afición a las viñas. Fue nombrado miembro de la administración del distrito de Saumur, y su influencia pacífica se dejó sentir así en la política como en el comercio. Políticamente protegió a los exnobles y se opuso con todas sus fuerzas a la venta de los bienes de los emigrados; comercialmente, procuró a los republicanos mil o dos mil pipas de vino blanco que se hizo pagar con unos magníficos prados que habían sido patrimonio de una comunidad de religiosas y que reservaba para formar un postrer lote.

Bajo el Consulado, el bueno de Grandet fue nombrado alcalde, administró cuerdamente, vendimió más cuerdamente todavía; bajo el Imperio, se convirtió en el señor Grandet. Napoleón no quería a los republicanos; sustituyó al señor Grandet, que aparentemente al menos había lucido el gorro frigio[9], por un gran terrateniente, un hombre particular, un futuro barón del Imperio. El señor Grandet se despidió sin la menor amargura de los honores municipales. En interés de la ciudad, había mandado construir excelentes caminos que conducían hasta sus fincas. Su casa y sus campos, favorablemente valorados en el catastro, pagaban impuestos muy módicos. Una vez valorados sus viñedos y sus parras a fuerza de constantes desvelos, se habían puesto a la cabeza de la agricultura, es decir, que producían vino de la mejor calidad. Hubiera podido pedir la cruz de la Legión de Honor.

El acontecimiento ocurrió en 1806. El señor Grandet, a quien la Providencia quiso sin duda consolar de su desgracia administrativa, heredó sucesivamente de la señora de la Gaudiniére, de la familia Bertellière, madre de la señora Grandet, del viejo señor de la Bertellière, padre de la difunta y, por fin, de la señora Gentillet, abuela materna; tres sucesiones cuya importancia no supo nadie. La avaricia de aquellos tres viejos era tan vehemente hacía muchísimo tiempo que almacenaban el dinero por el solo gusto de contemplarlo en secreto. Para el señor de la Bertellière una inversión de capital no era ni más ni menos que un derroche, pues se le antojaba que las rentas de la contemplación del oro eran más interesantes que las de la usura. De modo que los vecinos de Saumur calcularon el valor de las economías tomando por la renta de los bienes visibles.

Entonces obtuvo el señor Grandet el nuevo título de nobleza que nuestra manía igualitaria no conseguirá borrar nunca: el título de mayor contribuyente de la comarca. Cultivaba cien fanegas[10] de viña que en los años buenos le producían cien pipas[11] de vino. Poseía trece alquerías, una antigua abadía en la que, por ahorrar, había mandado tapiar los ventanales, las vidrieras, lo que contribuyó a conservarlo; y ciento veintisiete fanegas de prado donde crecían y engrosaban tres mil álamos plantados en 1793. En fin, suya era también la casa en que vivía. Esto era la parte aparente de su fortuna. Por lo que toca a sus capitales, únicamente dos personas podían presumir vagamente su importancia; una era el notario señor Cruchot, encargado de las inversiones usurarias del señor Grandet, y otra el señor de Grassins, el banquero más rico en Saumur, en cuyos beneficios participaba a su conveniencia y secretamente el acomodado viticultor.

Y aunque el viejo Cruchot y el señor de Grassins no carecían de esa profunda discreción que engendra en provincias la confianza y la fortuna, daban en público tales muestras de respeto al señor Grandet que los observadores llegaron pronto a tomarlas como indicio de la importancia alcanzada por los capitales del exalcalde. Todos en Saumur estaban convencidos de que el señor Grandet tenía un tesoro particular, un escondrijo repleto de luises y de que se entregaba nocturnamente a los inefables goces que procura la contemplación de un buen montón de oro. Los avaros tenían la certidumbre de que se dedicaba a este ejercicio al ver sus ojos en que el metal amarillo parecía haber dejado alguno de sus reflejos. La mirada del hombre que se habitúa a sacar de sus capitales un interés desmesurado adquiere inevitablemente, como la del voluptuoso, del jugador o del cortesano, ciertos dejos indefinibles, ciertos movimientos furtivos, ávidos, misteriosos que no escapan a sus correligionarios.

Este lenguaje secreto forma en cierto modo la francmasonería de las pasiones. Así es como el señor Grandet inspiraba la estima respetuosa que merece quien no debe nada a nadie y, que a fuerza de buen tonelero y no menos buen viticultor, determina, con la precisión de un astrónomo, cuándo hay que fabricar mil toneles o cuándo bastará con quinientos; quien no falla una sola especulación y tiene toneles para vender cuando van más caros que el zumo a que se destinan, y puede entrar la vendimia en su bodega y aguardar el momento de dar sus barricas por doscientos francos cuando los pequeños propietarios ceden las suyas por cinco luises. Su famosa cosecha de 1811, cuidadosamente reservada, lentamente vendida, le había valido más de cuarenta mil libras.

Financieramente hablando, el señor Grandet tenía algo del tigre y de la boa; sabía tenderse en el suelo, encogerse, observar largo rato su presa, arrojándosele encima, después abría las fauces de su bolsa, engullía una carga de escudos y se acostaba tranquilamente, como la serpiente para digerir, impasible, frío, metódico. Se le veía pasar con un sentimiento de respeto y de terror. ¿Por ventura había alguien en Saumur que no hubiese oído el cauteloso arañazo de sus garras de acero? A Fulano, el notario Cruchot le había procurado el dinero necesario para la compra de una hacienda, pero ¡ay!, al once por ciento; a Zutano, el señor de Grassins le había descontado unas letras, pero con un espantoso mordisco en concepto de intereses. Raros eran los días en que el nombre del señor Grandet no se pronunciase ya sea en el mercado, ya en las veladas y tertulias de la ciudad. Para ciertas personas la fortuna del venerable viticultor era un motivo de orgullo patriótico. Por eso, más de un comerciante y de un fondista decía a los forasteros no sin cierta satisfacción:

«Caballero, en nuestra ciudad contamos con dos o tres casas millonarias; pero lo que es al señor Grandet es tan rico que él mismo no sabe lo que tiene».

En 1816, los más duchos calculadores de Saumur estimaban sus fincas en cuatro millones; pero como, a partir de 1793, se suponía que había sacado de sus propiedades una renta anual de cien mil francos, era de presumir que poseía otro tanto en dinero contante y sonante. De modo que cuando, después de una partida de boston[12] o de una charla sobre las viñas, se venía a hablar del señor Grandet, las personas informadas se decían:

«¿El tío Grandet?… El tío Grandet es hombre de cinco o de seis millones de francos».

«Sabe usted más que yo; yo jamás he llegado a averiguar el total —contestaban el señor Cruchot o el señor Grassins si, por azar, oían semejante estimación».

En cuanto un parisiense hablaba de los Rothschild o del señor Lafitte, los vecinos de Saumur preguntaban si eran tan ricos como el señor Grandet. Y si el Parisiense, con sonrisa desdeñosa, les contestaba que sí; meneaban la cabeza con incredulidad y se miraban de reojo. Tamaña fortuna cubría con manto de oro todas las acciones de aquel hombre.

Si, al principio algunos detalles de su vida dieron pábulo a la burla y a la maledicencia, una y otra se habían achicado. En sus acciones más insignificantes el señor Grandet tenía en su favor la autoridad de la cosa juzgada. Su palabra, sus ademanes, su traje, el guiño de sus ojos tenían fuerza de ley en toda la comarca, donde el que más y el que menos, después de haberlos estudiado como el naturalista estudia los efectos del instinto de los animales, se había dado cuenta de la profunda y silenciosa cordura del más leve de sus movimientos.

«El invierno va a ser crudo —decían—; el tío Grandet se ha puesto los guantes forrados de lana: hay que vendimiar». «El tío Grandet compra mucha madera; señal que hogaño tendremos mucho vino».

El señor Grandet no compraba nunca pan ni carne porque sus colonos le traían cada semana una buena provisión de capones, pollos, huevos, manteca y trigo. Poseía un molino cuyo arrendatario, además de pagarle el alquiler, tenía la obligación de ir a recoger cierta cantidad de grano y devolvérsela hecha harina y salvado. Nanón, su única sirvienta, a pesar de sus años, amasaba todos los sábados el pan de la casa. El señor Grandet tenía arreglos con sus hortelanos para que le surtiesen de legumbres. Por lo que toca a la fruta, era tal la cantidad de su cosecha que en buena parte la mandaba vender en el mercado. La leña que le hacía falta para calentarse, la retiraba de sus setos o de las vallas, medio podridas, que cercaban sus campos, y sus colonos cuidaban de traérsela a casa, ya partida, la colocaban en su leñera y se consideraban pagados con sus gracias. No tenía más dispendios conocidos que el pan bendito, los vestidos de su mujer y de su hija y la limosna que daba por las sillas en la iglesia; la luz, el sueldo de la vieja Nanón, el remiendo de sus cacerolas; el pago de los impuestos, las reparaciones de sus edificios, y los gastos de explotación. Tenía seiscientas fanegas de bosque, recién comprado, y lo hacía custodiar por un guardián vecino al que prometía una propina. Desde el día que hizo esta compra sólo comía caza.

Llanísimos eran sus modales. Hablaba poco. En general, expresaba sus ideas mediante frases breves y sentenciosas, dichas a media voz. Desde la Revolución, que fue la época en que empezó a ser un personaje, tartamudeaba fatigosamente en cuanto le tocaba perorar o sostener una discusión. Aquel balbuceo, la incoherencia de sus palabras, el flujo de frases en que quedaba ahogado su pensamiento, su aparente falta de lógica, que solían atribuirse a su rudimentaria educación, en realidad no eran más que ardides de su malicia, como se verá en ciertos acontecimientos de esta historia. Por lo demás, le bastaba con cuatro fórmulas algebraicas para resolver todas las dificultades de la vida y de los negocios: «No se», «No puedo», «No quiero», «Allá veremos». Jamás decía, sí ni no; jamás escribía una sola línea. Si le dirigían la palabra, escuchaba fríamente, se aguantaba la barbilla con la mano derecha, apoyando el codo derecho en el revés de la mano izquierda y las opiniones que formaba sobre cada asunto eran definitivas. Meditaba largo rato sobre cada operación. Cuando al cabo de una charla de tanteo, el contrincante descubría sus baterías suponiéndolo rendido, Grandet contestaba:

«No puedo cerrar tratos sin consultar antes a mi mujer».

Su mujer, reducida a un ilotismo[13] completo, era en materia de negocios su comodín y su escudo. Jamás hacía visitas; no quería tampoco recibirlas, ni dar de comer a nadie. No metía nunca ruido y parecía qué lo ahorrase todo, hasta el movimiento. En casa ajena, no la veríais causar él menor desarreglo, porque la propiedad le inspiraba un profundo respeto. Con todo, a pesar de la suavidad de su voz, a pesar de su porte reservado, el lenguaje y los hábitos del tonelero, asomaban en cuanto estaba en su casa, donde se vigilaba menos que en parte alguna.

Tocante a su físico, Grandet tenía cinco pies de estatura, recio, trabado, con pantorrillas de doce pulgadas de circunferencia, rótulas nudosas y hombros robustos; su rostro orondo, curtido y picado de viruelas; barbilla recta, labios sin sinuosidad alguna, dientes blancos; sus ojos tenían la expresión sosegada y devoradora que el pueblo suele atribuir a los ojos del basilisco; su frente, surcada por rayas transversales, no carecía de protuberancias significativas; sus cabellos amarillentos y grisáceos, eran oro y plata, según ciertas personas que ignoraban lo grave que era hacer bromas a costa del señor Grandet. Su nariz, de punta abultada, soportaba un lobanillo[14] veteado de azul que el vulgo imaginaba, no sin razón, henchido de malicia. Semejante facha anunciaba una sagacidad temible, una probidad sin calor, el egoísmo de un hombre acostumbrado a concentrar sus sentimientos en el goce de la avaricia y sobre el único ser que significaba algo para su corazón, su hija Eugenia, su sola heredera. Su actitud, sus modales, sus andares, todo atestiguaba la confianza en sí mismo, propia del hombre que ha salido con bien de todas sus empresas.

Aunque de costumbres en apariencia fáciles y suaves, el señor Grandet tenía un carácter de bronce. Vestido siempre del mismo modo, verlo hoy era como verlo en 1791. Se ataba los zapatos con cordones de cuero; llevaba invierno y verano medias de lana arrebujadas, calzón corto de paño marrón con hebillas de plata, un chaleco de terciopelo rayado de amarillo y de color pulga, abrochado de arriba abajo, un ancho levitón pardo con abundantes faldones, una corbata negra y un sombrero de cuáquero. Sus guantes no menos recios que los de los gendarmes, le duraban veinte meses, y, para conservarlos limpios, los colocaba sobre el ala del sombrero, siempre en el sitio, obedeciendo a un gesto maquinal. Esto es todo lo que sabía Saumur sobre tal personaje.

Sólo seis habitantes tenían derecho a entrar en su casa. El más importante de los tres primeros era el sobrino del señor Cruchot: Desde que le nombraron presidente del Tribunal de primera instancia de Saumur, había agregado a su nombre de Cruchot el de Bonfons y se esforzaba en conseguir que el Bonfons oscureciese el Cruchot. Por de pronto el distinguido joven firmaba ya C. de Bonfons. El litigante incauto que seguía llamándole «señor Cruchot» durante el curso del juicio, no tardaba en darse cuenta de su torpeza. El magistrado daba señales de benevolencia a los que le llamaban «señor presidente», pero sus sonrisas más halagüeñas eran para los que le adulaban dándole el nombre de «señor de Bonfons». El señor presidente contaba a la sazón treinta y tres años, poseía la finca de Bonfons (Boni Fontis), que daba siete mil libras de renta; esperaba la herencia de su tío el notario y la de su otro tío el cura, dignatario del cabildo de Tours; los dos tenían fama de ricos. Los tres Cruchot que acabamos de nombrar, sostenidos por gran cantidad de primos, emparentados con veinte casas de la ciudad, formaban una partido como el de los Médicis en Florencia; y, como los Médicis, los Cruchot tenían sus Pazzi[15].

La señora de Grassins, madre de un muchacho de veintitrés años, iba muy a menudo a dar conversación a la señora Grandet con la esperanza de casar a su querido Adolfo con la señorita Eugenia. El señor de Grassins, el banquero, cooperaba vigorosamente a las maniobras de su mujer mediante los servicios constantes y secretos que prestaba al viejo avaro y llegaba siempre a tiempo al campo de batalla. También estos tres Grassins contaban con su cohorte de adeptos, de primos, de aliados. Por el lado de los Cruchot el sacerdote, el Talleyrand de la familia, sólidamente secundado por su hermano el notario, disputaba activamente el terreno a la financiera, y procuraba canalizar hacia su sobrino el presidente, la pingüe fortuna.

Esta guerra que a la chita callando se desarrollaba entre los Cruchot y los Grassins y cuyo botín no era otro que la mano de Eugenia Grandet, apasionaba a los diversos núcleos de Saumur. ¿Con quién se casaría la señorita Grandet?, ¿con el señor presidente o con Adolfo de Grassins? Algunos resolvían el acertijo diciendo que el señor Grandet no daría su hija a ninguno de los dos, y aseguraban que el viejo tonelero, devorado por la ambición, buscaba un yerno que fuese par de Francia y que, a fuerza de millones, no dejaría de tragarse todos los toneles pasados, presentes y futuros de los Grandet. Otros replicaban que los señores de Grassins eran nobles y muy ricos, que Adolfo era un apuesto galán y que a menos de contar con un sobrino del papa, una boda de tal categoría debía colmar las esperanzas de una gentecilla de tres al cuarto, de un hombre que todo Saumur había visto con la doladera[16] en la mano y que, además, había llevado gorro frigio. Los más sensatos hacían notar que el señor Cruchot de Bonfons entraba y salía a todas horas de casa Grandet, mientras que a su rival sólo se le recibía los domingos. Éstos sostenían que la señora de Grassins, que trataba con más intimidad a las mujeres de la familia Grandet que los Cruchot, podía inculcarles ciertas ideas que, tarde o temprano, le darían la victoria. Aquéllos replicaban que el padre Cruchot era el hombre más insinuante del mundo y que, falda contra sotana, la partida estaba igualadísima.

Los viejos, por su parte, creyéndose más enterados, afirmaban que los Grandet, demasiado tunos[17] para permitir que los bienes saliesen de la familia, casarían a la señorita Eugenia Grandet, de Saumur, con el hijo del señor Grandet de París, rico negociante en vinos al por mayor. Pero los cruchotistas y los grassinistas, no se mordían la lengua y contestaban:

«En primer lugar, los dos hermanos no se han visto ni dos veces en treinta años. En segundo lugar, el Grandet de París tiene mayores pretensiones para su hijo, pica más alto. Es alcalde de distrito, diputado, coronel de la guardia nacional, juez del Tribunal de comercio; reniega de los Grandet de Saumur y aspira a emparentar con alguna familia ducal de nuevo cuño».

¡Qué es lo que no se diría sobre una herencia de que se hablaba en veinte leguas a la redonda y hasta en las diligencias que iban de Angers a Blois!

A principios de 1811, los cruchotistas obtuvieron una señalada ventaja sobre los grassinistas. La tierra de Froidfond, notable por su parque, su admirable castillo, sus cortijos, ríos, estanques, bosques, estimada en tres millones, fue puesta en venta por el joven marqués de Froidfond, obligado a liquidar sus bienes. Maese Cruchot, el presidente Cruchot, el padre Cruchot, ayudados por sus allegados, lograron impedir la venta por parcelas. El notario logró persuadir al muchacho de que si no firmaba un convenio con él para vender la finca en bloque, se vería enzarzado en innumerables pleitos contra los adjudicatarios que no acabarían nunca de pagar el precio de las respectivas parcelas; ¡cuánto mejor no era vender al señor Grandet, hombre solvente, y perfectamente capaz de pagar la tierra al contado! De este modo encaminaron hacia el esófago del señor Grandet el bello marquesado de Froidfond y el viejo avaro, dejando boquiabiertos a los saumurenses, pagó su precio en buena moneda, con el descuento pertinente, claro está. Esta operación se comentó en Nantes y en Orleáns.

El señor Grandet fue a visitar su castillo aprovechando el viaje de vuelta de una carreta. Una vez echó el vistazo del dueño, regresó a Saumur, convencido de que había colocado su dinero al cinco por ciento, y acariciando la ilusión de redondear el marquesado agregándole sus propios bienes. Luego, para rellenar su tesoro poco menos que exhausto, resolvió talar sus bosques y explotar a fondo las arboledas de sus prados.