Una noche, debía de ser a principios de agosto, Hortense había vuelto a su casa tras rechazar la invitación a cenar de Julian, que quería leerle su último cuento.
Era la historia de una chica que había sufrido mucho en su infancia y que apuñalaba a sus amantes con un cuchillo de mantequilla. Hortense no estaba segura de querer oírla. Había rechazado educadamente la invitación.
Hacía mucho calor, el termómetro marcaba 88ºF y 99 por ciento de humedad. Había decidido caminar desde su despacho hasta su apartamento y le había hecho una seña a un taxi amarillo al cabo de tres manzanas.
Se había duchado, se había tumbado sobre el sofá beige con un limón exprimido, miel y una jarra de cubitos de hielo. Había abierto un libro sobre Matisse para estudiar los colores e imaginar una línea «ensalada de frutas» para el verano próximo.
Pasaba páginas escuchando a Miles Davis en la radio, sorbiendo el limón, degustando los colores de Matisse. Esto es lo que yo llamo una velada formidable, pensó levantando el vaso a la salud de los Pilgrim Fathers que la miraban desde la pared con expresión severa. Me he ganado el derecho a un poco de descanso, les dijo ¡no paro de trabajar! Voy a pasarme la noche sin hacer nada…
Sin hacer nada…
Se hundió en el sofá beige, levantó una pierna para desperezarse, levantó la otra…
Y se quedó con la pierna en el aire…
Un sentimiento de malestar se había deslizado en su interior sin que se diese cuenta. Tenía un nudo en el corazón, se ahogaba. Creyó que estaba mal sentada, empezó a dar vueltas y vueltas en el sofá, y después oyó los latidos de su corazón que aumentaban, su corazón se puso a palpitar y la canción de la limusina, la canción que mezclaba a Nueva York y a Gary, volvió a empezar… New York, New York, Gary, Gary… Las palabras golpeaban como sobre una gran caja.
Se incorporó y dijo en voz alta tengo que verle…
¡Tengo que verle sin falta!
¡Zoé tiene razón! Sabe que estoy en Nueva York, sabe que sé su dirección, ¡va a pensar que no quiero verle!
¡QUIERO VERLE!
No tuve ganas de besar la nariz puntiaguda el otro día. Y sin embargo no estaba nada mal, pero cuanto más me acercaba a él, más pensaba pero no es Gary, ¡no es Gary! Y tenía unas ganas locas de besar a Gary.
¡Besar a Gary!
Bebió un trago de limón, le echó la culpa al calor, he pasado demasiado calor con el paseo. Ya no soy yo. Pero la canción volvió a sonar, y esta vez, Nueva York había desaparecido, sólo sonaba Gary, Gary y hacía un ruido, un ruido terrible…, le golpea la cabeza, el pecho, las piernas.
Se ahogaba.
Se echó hacia atrás y respiró profundamente.
Se dijo en voz alta de acuerdo, lo reconozco, tengo miedo de verle, tengo miedo de enamorarme y me parece que ya está, ¡que estoy enamorada!
Estoy enamorada de Gary.
Se sentó con las piernas cruzadas, jugó con los dedos de los pies. El malestar se convirtió en angustia. Se volvió urgente.
De acuerdo, se dijo en voz alta, iré a verle… Mañana es lunes, me lo tomaré con calma, encontraré una excusa para no ir al despacho, diré que necesito trabajar y estar sola en mi casa e iré a verle a su cabaña de Central Park.
Haré como que me paseo y me encuentro con él…
Iré a verle como por casualidad a su cabaña…
Como por casualidad…
Seguiré el sendero de grava blanca, atravesaré el puente de tablas grises y entraré en la cabaña.
Tuvo ganas de llamar a Junior para preguntarle dónde estaba ese maldito puente de tablas grises. ¡Junior! ¡Junior! ¡Concéntrate y dime dónde está ese puente!
No llamó.
Iría sola. No molestaría a Junior.
Oyó que su corazón se frenaba y empezaba a latir con normalidad.
Estaba deseando que fuera mañana…
A las doce y media, sonó el teléfono.
Se levantó y descolgó.
Era Junior…
—¿Me has llamado, Hortense?
—No…
—Sí, me has llamado. He activado el transistor contigo y te he escuchado…
—¿Activas el transistor?
—Sí. ¡Se me da cada vez mejor! Veo tu despacho, veo a tus compañeros, me gusta Julian…
—No se trata de Julian, Junior…
—Lo sé… Se trata de Gary, ¿verdad?
—Sí —soltó Hortense como con desgana—. He tenido una crisis de angustia esta noche. Pensé que tenía que verle sin falta y pensé en ti, es cierto…
—¡Tenías que haberme llamado!
—No me he atrevido…
—¡Ve a verle, Hortense! ¡Vamos! Si no te pondrás enferma… ¡Veo una gran enfermedad amarilla con mucho pus! Vas a somatizar…
—¿Estás seguro?
—Lo he pensado mucho, Hortense. Ese chico está muy bien, y serás feliz con él. De hecho le amas desde hace mucho tiempo… No me ha gustado el de la nariz puntiaguda.
—¿También le has visto?
—Sí…
—¡Junior! ¡Deja de leer mi cabeza! ¡Es muy molesto!
—¡Oh! No funciona todo el rato… Es sólo cuando piensas en mí, me das una frecuencia, eso es todo. Pero cuando no piensas en absoluto en mí, no lo consigo…
—Lo prefiero…
—Entonces ¿irás a verle?
—Sí. Mañana, es lunes…
—Está bien…
Se quedaron en silencio un momento. Ella le oía respirar. Él quería decir otra cosa.
—¿Marcel ha hablado con Chaval y Henriette? —preguntó Hortense para romper el silencio.
—Sí ¡y ha sido grandioso! Los acontecimientos se han precipitado. El mundo va a toda velocidad ahora. Habrá que agarrarse. Los cambios anunciados se concretan. Por eso no hay que perder tiempo…
—¿Y qué? Cuéntame…
—¡Henriette ha sido despojada! Mi padre ha estado intratable. La ha echado incluso de su casa. Se ha dado cuenta de que el contrato vencía y no lo ha renovado. Sólo le ha dejado la pensión alimenticia. ¿Y sabes qué ha hecho ella? ¡Se ha quedado con la portería!
—¡Con la portería!
—Cuando te decía que seguía con fuerzas y llena de vida… Los porteros presentaron su dimisión para irse con su hijo que va a estudiar en un barrio alejado de las afueras, y ella ha pensado que la portería era un modo seguro de ahorrar. Alojamiento, calefacción, teléfono pagado, ¡y un montón de propietarios a los que extorsionar! Te advierto de antemano que va a sembrar el terror. Qué quieres que te diga, no me queda más remedio que admirar a esa mujer.
—¿Y Chaval?
—Chaval ha mordido el polvo. ¡Ha perdido a su anciana madre y su cabeza con ella!
—¿Se ha muerto de repente?
—¡Atropellada por un coche en la avenida de la Grande-Armée! El hijo de un diplomático que se saltó un semáforo. Chaval todavía está llorando… Así que cuando padre le convocó para informarle de que estaba acabado, no dijo nada. Parece ser que se echó a llorar en la silla pidiendo perdón. ¡Una piltrafa! ¡Una auténtica piltrafa!
—¿Y la Trompeta?
—Le ha acogido en su casa y ahora vive allí… Ella está rebosante de felicidad y se ha vuelto casi atractiva… Le ha enseñado una foto a papá: ¡Chaval en chilaba en la calle Pali-Kao, abrazándola!
—¡Así que la chilaba era eso!
—¡El lamentable final de un lamentable sujeto!
—¡Esta historia se desarrolla a una velocidad increíble!
—El tiempo va cada vez más acelerado, Hortense. Estamos cambiando de mundo. Ya verás… Todavía no hemos visto nada. Todo va a evolucionar muy rápidamente… Por eso es necesario que tú también cambies y que reconozcas que estás enamorada de Gary…
—Tengo miedo, Junior, estoy muerta de miedo…
—Tienes que sobreponerte a tu miedo. Si no vas a seguir siendo la misma y te repetirás… Y eso será tu final. No querrás repetirte, querida Hortense… Tú que no temes a nada, no tengas miedo de dejarte llevar. Aprende a amar, ya verás, es formidable…
Entonces le tocó a Hortense quedarse callada. Alisó su cabello despeinado, jugó con la página de un libro que arrugaba con el dedo, y preguntó:
—¿Y cómo se hace, Junior? ¿Cómo se hace?
—Primero encontrarás el puente de tablas grises e irás a la cabaña… Y después ya verás, todo irá bien…
—Pero ¿dónde está esa maldita cabaña? Estuve paseando el otro día por el parque y no la he encontrado.
—Es muy sencillo. Entré en Google Earth y he visto el camino. Tienes que entrar por la puerta del parque que está frente a tu edificio… Después sigue por la gran avenida, y al cabo de quinientos metros, verás un quiosco que vende donuts y bebidas. Ahí girarás a la izquierda y subirás de frente… Hasta un gran cartel verde que dice «Chess and checkers»… Giras a la derecha y verás el puentecito de tablas. Después es todo recto…
—Pero no activarás el transistor, ¿me lo prometes? Eso me quitaría seguridad. Ya va a ser bastante difícil…
—Te lo prometo. Simplemente, deja de pensar en mí… ¡El transistor se activa cuando piensas mucho!
El lunes por la mañana, se preparó.
Se duchó, se lavó el pelo, se lo secó a mano y se puso una loción en spray que le dio brillo. Sacudió la cabeza y se formó como un polvo de luz. Se hizo una raya de lápiz marrón a ras de las pestañas; se puso un poco de rímel marrón oscuro, un poco de base, un toque de colorete rosa y un ligero rojo grosella en los labios. Se enfundó su vestidito negro. Le había traído suerte una vez, cuando conoció a Frank Cook, volvería a traerle suerte. Cruzó los dedos. Levantó la mirada al Cielo suplicando que velase por ella. No creía demasiado en todo eso, pero valía la pena intentarlo.
Se calzó una sandalia de lagarto verde manzana que había comprado el día antes. Se preguntó dónde se había metido la otra y la buscó a cuatro patas. Se puso de rodillas, tanteó bajo la cama, removió la pelusa, estornudó, volvió a tantear hasta que acabó encontrándola.
La sopló.
Se levantó, fue a plantarse delante del espejo. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Si mi corazón late tan fuerte, no va a durar mucho tiempo nuestro romance, voy a acabar en el hospital, sobre una camilla.
¿Me querrá lo bastante como para rodearme entre sus brazos sobre la camilla?
Gary…
Y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.
La sonrisa de Gary…
Una sonrisa inusual, como su espalda entre el gentío…
La sonrisa de un hombre seguro de sí mismo, pero no demasiado… Seguro de sí mismo con confianza, sin arrogancia…
La sonrisa de un hombre generoso que abraza el mundo y luego te mira y te ofrece ese mundo… Sólo para ti. Como si no hubiera nadie más que tú digno de recibir ese mundo a tus pies.
Como si, por encima del mundo, estuvieses tú, tú y tú…
Uno se cruza con una sonrisa como esa dos o tres veces en la vida. Nos volvemos y sabemos que nunca olvidaremos a ese hombre…
Ella había estado a punto de olvidar a ese hombre y también su sonrisa.
Se golpeó la cabeza con el bolso y se insultó llamándose maldita zoquete.
Cogió sus grandes gafas negras, un fular de muselina rosa moteado de blanco, levantó los hombros, respiró tres veces, se deseó buena suerte y franqueó el umbral de su apartamento.
El conserje la vio pasar y le gritó have a good day![85]
Ella gritó una respuesta y oyó su voz que temblaba…
Entró en el parque por la puerta frente a su casa.
Caminó hasta el quiosco que vendía bebidas y donuts.
Giró a la izquierda. Subió de frente. Vio la pancarta verde que decía «Chess and checkers»… Giró a la derecha y caminó, y caminó. Se detuvo para verificar que no le brillaba la nariz ni se le corría el rímel, cerró con un gesto seco la polvera azul, se mojó los labios, levantó la cabeza y se le cortó la respiración. Ante ella, a una decena de metros, estaba el puentecito de planchas grises.
Franqueó el puente y vio la cabaña.
Una cabaña de troncos grises con un techo enrejado. Cubierto de ramas y hojas. Una cabaña abierta a todos los vientos del norte, del este y del sur.
Entró en la cabaña y le vio.
Estaba sentado en un banco y se inclinaba hacia una ardilla a la que ofrecía un cacahuete.
La ardilla la vio y huyó.
Gary se volvió.
—¡Hortense!
Primero pareció sorprendido. Luego adoptó una expresión recelosa y dijo:
—¿Qué haces aquí?
—Pasaba por aquí…
La miró, burlón:
—¿Pasabas por aquí por casualidad?
—Pasaba por aquí y tuve ganas de entrar… Me paseo muy a menudo por el parque, vivo justo al lado… En Central Park South.
—Desde hace un mes. Lo sé…
Había un reproche en su voz. Un reproche que decía estás aquí desde hace un mes y no has intentado verme.
—Sé lo que piensas —dijo Hortense.
—Pues sí que eres lista…
—Eso es verdad…
Le miró, se quitó las gafas negras, clavó la mirada en sus ojos articulando cada palabra para que entraran en su cabeza y comprendiera:
—Escúchame bien, Gary… No recibí tu mensaje cuando te fuiste de Londres. Nunca. Tienes que creerme… Más adelante supe que querías que me fuera contigo… Y me puse muy triste cuando me enteré de que te habías ido sin decirme nada… Te odié mucho, mucho… Y durante mucho tiempo…
Él jugaba con los cacahuetes que quedaban en el paquete, los aplastaba entre los dedos, los convertía en polvo y los tiraba al suelo.
—Sé que me habías comprado un billete de avión… Pero me enteré hace muy poco. Estaba tan enfadada que tardé mucho en perdonarte. Pensaba que era una declaración de guerra, que tú y yo estábamos siempre en guerra, y después, de pronto, se me quitaron las ganas de hacer la guerra…
Él aplastó un cacahuete y lo peló con los dientes. Se comió otro y acabó diciendo:
—Has decidido poner fin a la guerra y has pensado, voy a ver al viejo Gary, debe de estar con sus colegas en el parque…
—Algo así… Fue tu madre quien me dijo que las ardillas están tristes los lunes…
—Y has encontrado esta cabaña por casualidad.
—No. La he buscado…
—¿Y tú qué buscas, Hortense?
Había rabia en su voz. Rascaba el suelo con la punta del zapato y hundía los puños en los bolsillos.
Ella se apoyó sobre el reborde de madera de la cabaña, dejó el bolso y dijo:
—Pensé que me gustaría saber qué se siente estando en tus brazos…
Él encogió los hombros y alargó las piernas, como si no quisiese en absoluto ponerse de pie para besarla.
Hortense se acercó a él. Se arrodilló. Se cuidó mucho de no tocarle. Y añadió:
—Quería decir en los brazos de un pianista de la Juilliard School. De la famosa Juilliard School de Nueva York…
Gary giró la cabeza hacia ella y murmuró:
—Puedo decirte que produce el mismo efecto que estar en los brazos de cualquiera…
—Eso es lo que tú te crees… Pero yo, por ejemplo, no lo sé… Porque nunca he estado en brazos de un pianista de la célebre Juilliard School de Nueva York…
—Cállate, Hortense, todo eso son estupideces…
—Quizás… Pero mientras no lo haya probado, no podré decir nada… Y no cuesta nada probar, ¿no?
Él volvió a encogerse de hombros. Su mirada la evitaba. Estaba sentado, a la defensiva, hostil, desconfiado.
—¿Quieres que me tire a tus pies? —preguntó Hortense.
—No —dijo él dejando escapar una sonrisa—. Tu vestido es muy bonito y tus cabellos brillan…
—¡Ah! ¿Te has dado cuenta? ¿Así que no me odias del todo?
—Te he odiado mucho yo también…
—Deberíamos hacer las paces porque nos hemos equivocado los dos…
—¡Eso es fácil de decir! —murmuró—. ¡Tú olvidas pronto, yo no!
Hortense se incorporó y dijo:
—¡Peor para mí! ¡No sabré nunca cómo besa un chico de la Juilliard School!
Volvió a ponerse las gafas negras, recogió el bolso y retiró el brazo hacia atrás, como si se batiera en retirada. Se dirigió hacia el parque, aún con el brazo hacia atrás, por si él cambiaba de opinión, despreocupada, como si siempre caminara así, con un brazo detrás…
Estaba a punto de franquear el límite que separaba la sombra de la cabaña del soleado parque cuando notó la mano de Gary que le sujetaba el brazo, los brazos de Gary atrayéndola hacia sí, y la boca de Gary pegarse a la suya.
La besó, la besó y ella se dejó llevar, pegada a él, suspirando.
Apoyó la cabeza en el hueco del hombro, jugó con el cuello de su camisa, levantó la cabeza, sonrió y dijo:
—Tenías razón… No hay nada extraordinario en estar en brazos de un chico de la Juilliard School.
Él se apartó, sorprendido y furioso.
—¿Cómo que «nada extraordinario»?
—¡No! La rutina habitual…, creo incluso que prefiero al Gary de París o de Londres…
—Ah…
La miró un momento en silencio, desconfiado, preguntándose si bromeaba o no. Ella canturreaba, jugaba con los botones de su camisa haciendo la mueca de la que está un poco decepcionada.
Entonces él bramó me vas a volver loco, Hortense Cortès, ¡me vas a volver loco! La abrazó con fuerza y la besó como si su vida dependiera de ello.
La ardilla gris, en el umbral de la cabaña, les contemplaba royendo su cacahuete.
Debía de pensar que, al final, los lunes en Central Park no eran tan tristes…