Un coche esperaba a Hortense en el aeropuerto JFK de Nueva York.
Un hombre con una gorra que llevaba un cartel en el que estaba escrito: «Miss Hortense Cortès. Banana Republic».
Hortense lo vio y se dijo ya era hora, este viaje ha sido un infierno… La próxima vez exigiré un asiento en primera clase. ¿Qué digo un asiento? Una fila entera…
Había llegado con dos horas de adelanto a Roissy. Había tenido que sufrir un cacheo corporal y el minucioso examen de todo su equipaje. Quitarse los zapatos, su decena de collares, su veintena de brazaletes, sus grandes pendientes de aro, su iPod. Y el lápiz de labios ¿también me lo quito?, había preguntado, harta, al hombre que la registraba. Él la había vuelto a registrar. Había estado a punto de perder el avión.
Había tenido el tiempo justo de embarcar sin pasar por el duty-free donde pensaba aprovisionarse de perfume Hermès, Serge Lutens y fondo Shisheido en caja azul. Se le habían roto las correas de las sandalias rosa y había entrado en la cabina cojeando.
El avión estaba lleno de niños que gritaban y se perseguían por los pasillos. Extendió una pierna para tirar a uno, que cayó entre un torrente de gritos y lágrimas. Se levantó con la nariz y la boca ensangrentadas, y la señaló con el dedo. La madre se encaró con ella y la acusó de haber querido matar a su hijo. El niño gritaba ¡mala!, ¡mala! Ella le sacó la lengua, él le clavó las uñas en la cara y ella empezó a sangrar. Se abalanzó sobre él y le dio una bofetada. Una azafata tuvo que separarlos… y desinfectar la herida.
La comida acababa de salir del congelador, y estaba helada. Pidió un picahielos para cortar la carne. Pasaron por una zona de turbulencias y le cayó una bolsa de golf en la cabeza. El hombre que estaba sentado a su lado se sintió mal y vomitó su merluza fría. Ella tuvo que cambiarse de asiento y acabó sentada al lado de un mormón que viajaba con sus tres mujeres y sus siete hijos. Una niña pequeña que la miraba fijamente le preguntó ¿cuántas mamás tienes tú? Porque yo tengo tres ¡y está muy bien! ¿Y cuántos hermanos y hermanas tienes tú, eh? Porque yo tengo seis, ¡y espero otros dos para Navidad! El profeta dijo que había que reproducirse para poblar la tierra y mejorarla… ¿Y tú qué haces para poblar la tierra y mejorarla? Yo justo acabo de degollar a mi única madre y a mi única hermana, porque no me gustan las niñas que hacen preguntas y ellas no dejaban de fastidiarme con las suyas. La niña se había puesto a llorar. ¡Había tenido que cambiar de nuevo de sitio!
Había terminado el viaje en un asiento al lado de los servicios, recibiendo codazos de la gente que hacía cola y aspirando la peste de los váteres.
Una hora de cola para pasar la aduana con una especie de sargento ladrando órdenes…
Una hora de espera para recuperar su equipaje…
Y la ceja puntillosa del aduanero americano que le preguntaba qué pretendía hacer con todas esas maletas.
—¡Confetis! ¡Voy a lanzar una nueva moda!
—Please, Miss… Be serious!
—¿En serio? Soy agente de Bin Laden y transporto armas…
Eso no le hizo ninguna gracia y la llevó hasta una cabina apartada para interrogarla sobre sus actividades, en compañía de dos compañeros con cara de presidiarios que la pegaron a la pared. Tuvo que dar el nombre de Frank Cook. Este último tuvo que parlamentar durante media hora con los presidiarios antes de que la soltaran. Aprendió que en Norteamérica no se bromea con las fuerzas del orden y tardaría en olvidarlo.
Así que se sintió aliviada al saber que la esperaban y la trataban por fin como merecía, al ver al chófer enviado por Frank Cook y su cartel.
Pidió al tipo de la gorra que le hiciese una foto delante de la limusina y se la envió a su madre para tranquilizarla.
Tumbada en el asiento de atrás, veía desfilar el extrarradio de Nueva York y pensaba que era como todos los extrarradios. Nudos de autopista en hormigón gris, casitas, jardincitos resecos, campos de béisbol rodeados de vallas, setos pelados, tipos paseando, anuncios gigantes de tampones higiénicos y bebidas gaseosas. Hacía un frío glacial en la limusina y comprendió lo que quería decir «aire acondicionado». Preguntó al chófer si estaba al corriente del calentamiento global y de la conveniencia de ahorrar. Él la miró por el retrovisor y le pidió que deletreara todas esas palabras complicadas.
Atravesaron el Lincoln Tunnel y llegaron a Manhattan.
La primera imagen que tuvo de la ciudad fue la de un niño negro, sentado en la acera, acurrucado a la sombra de un árbol. Se agarraba las delgadas piernas que sobresalían de unos pantalones cortos beige y tiritaba de calor.
Canturreó New York! New York! Y siguió sin darse cuenta ¡Gary! ¡Gary! Se detuvo, atónita. ¿Qué había dicho? Y después recuperó el control. ¡No voy a correr hasta su casa! Esperaré, esperaré a que llegue mi hora… Y no iré a pasear bajo sus ventanas, como mi madre bajo las de Philippe…
¡Eso ni hablar!
La limusina había cogido el camino de los muelles y subía bordeando el río Hudson.
Hortense intentaba adivinar la ciudad a través de los cristales tintados y supo inmediatamente que se enamoraría de ella. Escuchaba los furiosos bocinazos, recorría la cumbre de los rascacielos que se recortaban sobre el cielo azul, vio un barco de guerra en el muelle, almacenes abandonados, grúas y semáforos que se balanceaban en los cruces. La limusina parecía avanzar por la calle a contracorriente y rebotaba en los baches de la calzada.
Por fin el chófer se detuvo ante un edificio con una entrada majestuosa. Un amplio dosel blanco cubría parte de la acera. El conductor le hizo un gesto para que entrase, él se encargaría de las maletas.
Un conserje con un uniforme azul aguardaba de pie detrás de un largo mostrador de madera blanca.
Se presentó. José Luis. Ella se presentó. Hortense.
—Nice to meet you, Hortense…
—Nice to meet you, José Luis…
Tuvo la impresión de formar parte de la ciudad.
Él le indicó el número y el piso de su apartamento y le entregó un juego de llaves.
Se enamoró inmediatamente de su apartamento. Grande, luminoso, moderno. En la planta catorce. Un inmenso salón-comedor, una cocina estrecha que parecía un laboratorio y dos dormitorios amplios con un cuarto de baño cada uno.
Frank Cook sabía tratar a la gente con la que trabajaba.
El mobiliario de un hotel de lujo. Un gran sofá beige, sillones beiges, una mesa redonda de cristal y cuatro sillas rojas cubiertas de escay brillante. Las paredes eran blancas, adornadas con grabados que representaban el desembarco de los Pilgrim Fathers en la costa este, la construcción de la primera ciudad, Plymouth, escenas campestres, rezos, comidas comunitarias. No parecía que estuvieran para bromas los Pilgrim Fathers. En su mayor parte eran viejos delgados con barba blanca y expresión severa.
Un apartamento de lujo, con vistas al parque y un conjunto de rascacielos en el horizonte. Se sintió princesa de las ciudades, prima ballerina, Coco Chanel, y tuvo ganas de sacar sus lápices, sus cuadernos, sus colores y ponerse a trabajar. Enseguida.
Un mensaje la esperaba sobre la mesa redonda de cristal: «Espero que haya tenido un buen viaje. Pasaré a recogerla a las siete e iremos a cenar…».
Perfecto, se dijo. El tiempo de deshacer las maletas, ducharme y hacerme un café. No estaba cansada, estaba terriblemente excitada y no se estaba quieta.
Abrió la nevera y encontró un bote de peanut butter, una botella de zumo de naranja, una bolsa de pan de molde, dos limones y pastillitas de mantequilla Land O’ Lakes con una niña india que sonreía en la etiqueta. La niña india destacaba sobre una pradera verde, verde y un lago azul, azul. Tenía un aire amistoso y dulce. Dos enormes ojos negros, una pluma en la cabeza, dos trenzas negras, una cinta turquesa y un vestido de squaw muy elegante. Hortense le guiñó un ojo y dijo Nice to meet you, pequeña india. Tenía ganas de decir tonterías. Encendió la televisión. Era la hora de las noticias locales. Los periodistas hablaban en voz muy alta y no entendía nada. Escuchó todo el telediario. Era un acento curioso, el norteamericano. Un acento nasal que rompía los tímpanos. Sintió ganas de arrancarles las vegetaciones y apagó el televisor.
Frank Cook vino a buscarla a las siete en punto.
Le preguntó si necesitaba algo.
—¡Una enorme hamburguesa y una Coca-Cola! —respondió mirándole a los ojos.
La llevó a PJ Clarke’s en la esquina de la Tercera Avenida y la calle 55. El bar más antiguo de Nueva York, un edificio de una planta de ladrillo rojo construido en 1898: los mejores chilis y jugosas hamburguesas servidas en cestitas desbordantes de patatas fritas y aros de cebolla frita que sabían a caramelo. Sonaban discos antiguos en un viejo juke-box. Las chicas lucían permanentes rubias y dientes blancos, los hombres bebían vasos largos de cerveza y se remangaban la camisa. Los manteles eran de cuadritos rojos y blancos, las servilletas también, las lamparitas rojas iluminaban suavemente la sala.
Decidió que aquel sería su comedor.
Empezaba a las diez en punto de la mañana.
Frank Cook le había enseñado su sitio en el gran despacho paisajístico. Una gran mesa de dibujo contra la ventana, reglas, lápices, una escuadra, un compás, gomas, rotuladores de colores, acuarelas, gouache, gruesas hojas blancas, cuadernos cuadriculados. Había una decena de personas dibujando modelos que saldrían hacia el taller y aparecerían en las perchas de las tiendas. Ella no tenía otra obligación que la de idear ropa que contribuyera al éxito de la línea.
—Usted suéltese, dibuje, invente… ¡Yo haré la selección! —le dijo, tras haberle presentado a las otras chicas y chicos que, como ella, dibujaban trazos y coloreaban.
Estaba Sally, una simpática lesbiana, que se la comía con los ojos y diseñaba accesorios. Le propuso, el primer día, ir a comer con ella. Después de hacerle la compra y la limpieza. Hortense le respondió muy amablemente que no le gustaban las mujeres o, más bien, precisó, percibiendo una sombra en la mirada azul de Sally, no me gusta acostarme con mujeres, no sabría qué hacer con su cuerpo, ni por dónde agarrarlo. ¡Pero si yo haría todo!, respondió Sally, ya verás, te haré cambiar de opinión. Ella le dio amablemente las gracias y añadió que aquello no cambiaba nada entre las dos, que podrían seguir yendo a comer juntas.
—No tengo nada contra las lesbianas —añadió para atenuar su rechazo—. Y me parece que la gente debería poder casarse con hombres o mujeres según les diese la gana. El amor debería permitirlo todo. Y si alguna vez alguien se enamora de un gato callejero ¡pues vale!, debería poder casarse con él… A mí no me molestaría.
Debió de escoger mal el ejemplo, porque Sally volvió a enfurruñarse.
—Oh, ya veo —dijo—, te crees superior a mí. A la gente le gusta encontrar alguien con quien compararse para creerse superior. Eso les tranquiliza, les da importancia.
Hortense renunció a justificarse y volvió a coger sus lápices de colores.
También estaba Hiroshi, un japonés que sufría con el calor. Se pasaba el tiempo libre duchándose. No soportaba el más mínimo olor corporal. Se depilaba el torso y los hombros, y le preguntó a Hortense qué pensaba de su vello y su limpieza. Hortense declaró que le gustaba que los hombres tuvieran un ligero olor corporal. Un ligero aroma muy personal para que, cuando hundes la nariz en su cuello con los ojos cerrados, sepas inmediatamente con quién estás. Y como él la miró asqueado, añadió un olor ligero y muy limpio.
Él volvió la cabeza.
Paul, un belga albino, que comía todo el rato y hacía un ruido de roedor… Su mesa estaba cubierta de miguitas de atún, de beicon, de rodajas de tomate y de pepinillo. Siempre tenía a mano un enorme cuenco de palomitas en el que hundía las manos como si fuese a lavarse. Se cortaba los dedos con el cúter y se secaba la frente inmediatamente después, dibujando largas rayas rojas sobre su cara…
Ella decidió guardar las distancias…
Sylvana, una rumana con una larga melena negra y brillante, a la que llamaban Pocahontas. Sólo le gustaban los hombres viejos, muy viejos y amables, muy amables. ¿A quién prefieres? ¿A Robert Redford o a Clint Eastwood?, preguntaba mientras dibujaba una camiseta con perlas. ¡A ninguno de los dos!, decía Hortense. Para mí, continuaba Sylvana, el hombre ideal era Lincoln, pero está muerto…
—Si hablamos de muertos —interrumpía Sally— entonces yo escojo a la Garbo…
Julian, un moreno alto y tenebroso que escribía libros. Dudaba entre dedicarse a dibujar o a escribir y quería que Hortense leyese sus cuentos a cualquier precio.
—¿Te has acostado ya con un escritor? —decía chupando la punta del lápiz.
—Odio a las personas curiosas…
—¡Pues bien! Deberías acostarte conmigo, porque, cuando sea famoso, podrás presumir de haberme conocido, e incluso quizás de haber inspirado uno de mis relatos… ¡Hasta podrías decir que fuiste mi musa!
—¿Has publicado algo ya? —preguntaba Hortense.
—Una vez… en una revista literaria…
—¿Y ganaste dinero?
—Sí. Un poco… Pero no lo suficiente para vivir…, por eso diseño.
—Yo sólo salgo con hombres que tienen éxito —decía Hortense para poner punto final a sus preguntas—. Así que olvídame.
—Como quieras…
Al día siguiente, volvía a la carga:
—¿Tienes algún amigo? Un amigo íntimo…
Hortense repetía que odiaba que le hiciesen preguntas personales. Era como si le metiesen la mano en las bragas. Se irritaba y se negaba a responder.
—¿Quieres seguir siendo libre e independiente? —decía Julian sacando punta al lápiz.
—Sí…
—Pero eso no impide que, un día, lo sabrás…
—¿Sabré qué?
—Un día, encontrarás a un chico al que tendrás ganas de pertenecer…
—¡Gilipolleces! —decía Hortense.
—No. Encontrarás el lugar, las cosas y al chico… Todo llegará a la vez. Y te dirás, este es mi sitio. Porque todo se colocará en orden y oirás una vocecita dentro de ti que te lo dirá…
—¿Y tú has encontrado a la chica a la que quieres pertenecer?
—No, pero sé que un día será como una evidencia. Y ese día también sabré si quiero escribir o diseñar…
Cuando se hartaba de todas esas preguntas, cuando sólo quería oír silencio en su cabeza y el ruido de Nueva York, iba a comerse una hamburguesa a PJ Clarke’s. Eso la calmaba inmediatamente. Tenía la sensación de que nada malo podría pasarle. Y también tenía la sensación de pertenecer de verdad a esa ciudad. Era un establecimiento con clase. Los camareros llevaban largos delantales blancos, pajarita, la llamaban Honey!, dejaban sobre la mesa la cestita de patatas diciendo Enjoy, añadiendo, a un lado, una ración de espinacas a la crema. Escuchaba los viejos discos del juke-box y se vaciaba la cabeza de todas esas preguntas que la incomodaban.
Zoé la llamaba.
—Y bien, ¿has visto a Gary?
—Todavía no… ¡El trabajo me sale por las orejas!
—¡Mentirosa! ¡Tienes miedo!
—No, no tengo miedo…
—Sí. Tienes miedo, si no habrías ido a verle ya… Sabes dónde vive, habrías ido a pasear bajo su ventana y habrías llamado al timbre. Tiene que haber puesto su nombre en el timbre. Gary Ward. ¡Pues bien! Pulsas en Gary Ward y ya está…
—¡Cállate, Zoé!
—Eso es que tienes miedo… Te haces la terrorista, ¡pero estás cagada de miedo!
—¿No tienes otra cosa que hacer que acosarme por teléfono?
—Da igual, es gratis. Y además estoy sola… Mis amigas están de vacaciones y me aburro…
—¿Tú no vas?
—Me voy en agosto. Voy a casa de Emma a Étretat. ¡Y veré a Gaétan porque él también estará! ¡Y mira! ¡Yo no tengo miedo!
Nicholas preguntaba:
—Y bien, ¿la has encontrado?
—¿Encontrado qué?
—La idea genial que haga que destaques del montón… Para que te den un despacho para ti sola y puedas trabajar tranquilamente…
—¡Esas cosas no existen! ¡Sólo pasan en las películas!
—Eso es que todavía no has encontrado LA cosa.
—Deja de presionarme o no la voy a encontrar nunca. Y además, aquí, no hay despacho para genios. Estamos todos juntos y trabajamos mientras charlamos. De hecho, no paran de charlar. ¡Y estoy harta!
—Confío en ti, sweetie. Londres te echa de menos…
Ella no echaba de menos Londres.
Le gustaba todo de aquí. El camino que hacía por las mañanas para ir al despacho. El taxi amarillo que cogía cuando hacía demasiado calor y chorreaba de sudor en el semáforo, tanteando el asfalto blando con la punta de sus merceditas Repetto. El Chrysler Building, el Citycorp, los puestos que vendían perritos y fruta en las esquinas, los saxofonistas que pedían monedas retorciéndose sobre su instrumento, los vendedores ambulantes que vendían bolsos Chanel o Gucci a cincuenta dólares, los paquistaníes que extendían sobre la acera largos fulares multicolores y los replegaban rápidamente cuando llegaba la policía.
E incluso el agua negra y caliente que supuestamente era café y que sólo sabía a agua caliente…
En el gran despacho de la calle 42, se mascaba en silencio mechones del pelo y dibujaba.
Había traído sus cuadernos de croquis de París. Había preparado trajes, vestiditos, faldas negras estrechas, jerséis cortos en trapecio que se anudaban al ombligo y jerséis trapecio largos para las que no querían enseñar el ombligo. Frank Cook se inclinaba sobre sus dibujos. Para cada ropa, haremos dos versiones, explicaba Hortense, una versión para la mujer muy delgada y otra para la que no lo es.
Él fruncía el ceño y decía ¡desarróllelo más!, ¡desarróllelo más!
—Así, cuando la mujer no muy delgada vea el modelo para mujer muy delgada, ¡comprará los dos y se pondrá a régimen! A las mujeres les encanta hacer régimen e imaginarse delgadas cuando son redondas…
Frank lo aprobaba y ponía en marcha la idea.
Ella estaba llena de ideas.
Le bastaba con caminar por las calles de Nueva York, escuchar las sirenas de las ambulancias, los gritos de los mensajeros en bici que se lanzaban sobre ella, observar los autobuses de chapa plateada, las banderas ondeando en los hoteles y los museos, los parquímetros redondeados, las fachadas de cristal de los edificios. Había en esa ciudad una energía que surgía de la tierra, se anclaba en los pies, subía por los riñones, llegaba hasta la cabeza y terminaba en un géiser de ideas.
Pensaba que nunca podría marcharse de allí.
Nueva York era su ciudad.
Volvió a pensar en lo que le dijo Julian un día, encontrarás el lugar, las cosas y al chico… Todo llegará a la vez. Y te dirás, este es mi sitio.
Entonces ella soltaba el lápiz y pensaba en Gary.
Una noche, besó a un chico. Se llamaba José. Era una maravillosa mezcla de piel mate y brillantes ojos verdes. Llevaba trajes de lino blanco y caminaba con las manos en los bolsillos balanceando las caderas.
—Tú no caminas —le dijo Hortense—, ¡bailas la rumba!
Procedía de Puerto Rico y quería ser actor. Le contó que las mujeres de su isla hacían esfuerzos para ser lo más elegantes posible, tanto las viejas como las jóvenes, las pobres como las guapas, y cogiéndole la mano añadió que los niños llevaban lazos de colores en el pelo, que bailaban en la calle y formaban un arco iris cuando los regaban con agua.
Eso le dio a Hortense una idea para unas gafas y se lo agradeció.
Habían cenado en Broadway y subían por la Séptima Avenida.
Volvió a hablarle de su isla y de Barceloneta, donde vivía su familia. Le gustaban las oes y las aes en su boca y las sílabas que resbalaban por su garganta. Les entraron ganas de bailar y fueron a bailar.
La acompañó andando hasta su casa. Le propuso subir a ver los rascacielos.
No le gustó sentir su nariz puntiaguda contra su boca. Le echó. Fue a acostarse sin quitarse el maquillaje. Eso no le gustaba, pero estaba cansada.
Por la mañana temprano, Zoé la llamó y preguntó:
—¿Y bien, y bien? ¿Has visto a Gary?
—¡Para nada! ¡Qué pesada eres!
—¡Nanananana! ¡Tienes miedo! ¡Tienes miedo! Mi intrépida hermana retrocede ante un chico que toca el piano y habla con las ardillas…
Le colgó sin más.
Se desmaquilló con un resto de leche Mustela que había dejado una inquilina anterior. Encendió una vela perfumada que había encontrado en un estante. Abrió la puerta del frigorífico y se encontró frente a frente con la india de la mantequilla Land O’ Lakes.
—¿Y tú qué piensas de todo esto?
La pequeña india sonreía, pero no respondió.
Al día siguiente, diseñó un par de gafas psicodélicas y las bautizó «Barcelonita».
Una noche, Zoé llamó por teléfono y dijo:
—Du Guesclin ha vomitado, ¿qué hago?
—Pregúntale a mamá. Yo no soy veterinaria… ¡Deberías estar durmiendo a estas horas!
—Mamá no está… Se ha marchado a Londres, hace dos días. Me dijo que se marchaba a tirar piedrecitas… ¿No te parece que está rara desde hace algún tiempo?
—¿Estás sola en casa?
—No, está Shirley… Pero ha salido. Ha venido a pasar una semana en París con Oliver. Y, cuando mamá se marchó a Londres, se quedó para ocuparse de mí, mamá no quería dejarme sola…
—¡Ah! Shirley está…
—Sí, está muy contenta porque Gary la ha llamado… ¡Parece ser que hacía meses que no se hablaban! Así que ahora ve la vida de color rosa. ¡Qué graciosa es! ¡Comemos pizzas y helados!
—¿Shirley te alimenta a base de pizzas y helados?
—Ya te digo que está levitando. ¡Le ha dicho a Gary que estabas en Nueva York! Vas a tener que llamarle, Hortense. Porque si no, pensará que no le quieres…
—¿Puedes cortar el rollo, Zoétounette? Eres cansina, ¿sabes?
—Es que a mí me gustaría que estuvieseis juntos. Así seríamos Gaétan y Zoé, y Gary y Hortense. ¿Has visto?, nuestros dos amores tienen un nombre que empieza por G… ¿Acaso no es una señal?
—¡Cállate! ¡Cállate o te estrangulo!
—¡No puedes! ¡No puedes! ¡Y puedo decir lo que quiera! Oye, Hortense, ¿crees que mamá se ha ido a tirarle piedrecitas a Philippe?
Al día siguiente, cuando Hortense llegó al despacho, Frank Cook la esperaba. Le pidió que le siguiera. Quería dar una vuelta por las tiendas Banana Republic con ella. Que le diese su opinión sobre los escaparates, la disposición de los artículos, el ambiente en las tiendas. Hortense le siguió y montó con él en la gran limusina climatizada.
—Yo no sé nada de eso, ¿sabe?…
—Quizás, pero tiene olfato e ideas… Necesito una opinión externa. Usted ha trabajado para Harrods. Me he informado, sus escaparates eran fabulosos, había propuesto e ilustrado un concepto, el detalle, me gustaría que hiciese la misma cosa…
—Allí tuve tiempo para pensar, usted me pilla un poco de improviso…
—No le pido un informe, sino su primera impresión…
Hicieron el tour por las tiendas. Hortense le dio su opinión.
Él la llevó a tomar un café, la escuchó. Y después la volvió a llevar al despacho.
—¿Y bien? ¿Y bien? —preguntó Sylvana—. ¿Qué ha dicho?
—Nada. No ha dicho nada de nada. Me ha escuchado. Lo hemos visitado todo, yo he dicho exactamente lo que pensaba… ¡Esas tiendas están muertas! No hay vida, no hay movimiento, da la impresión de entrar en un museo. Las vendedoras son de cera y muy estiradas. Da miedo molestarlas. La ropa colgada de las perchas, los jerséis y los suéteres impecablemente expuestos, las chaquetas bien alineadas… Hay que poner vida ahí dentro, dar a la gente ganas de comprarlo todo, proponerles un conjunto completo con la locura necesaria para hacerla soñar. A las americanas les encanta que las vistan de pies a cabeza… En Europa, cada chica se crea un look; aquí, cada chica quiere elegir un uniforme para parecerse a su amiga o a su jefa. En Europa, quieres distinguirte, aquí quieres parecerte…
—¡Pero bueno! —dijo Sylvana—. ¿De dónde sacas todas esas ideas?
—No lo sé, pero lo que sé es que voy a aumentar mi tarifa… Todo eso que le he dicho esta mañana vale una fortuna.
Un domingo por la mañana, fue a pasear a Central Park.
Hacía bueno. El césped estaba lleno de gente tumbada en mantas. Hablaban por teléfono, comían sandía, jugaban a juegos en sus portátiles. Las parejas se apoyaban espalda contra espalda. Había chicas limándose las uñas mientras hablaban de trabajo, otra algo más lejos se había remangado los vaqueros y se pintaba las uñas de los pies haciendo abdominales.
Niños jugando al balón…
Otros al béisbol…
Uno de ellos llevaba una camiseta que ponía «Vendo padres de segunda mano».
Hortense vio a jugadores de petanca completamente vestidos de blanco. Lanzaban grandes bolas de madera oscura sobre un césped inmaculado y hablaban en voz baja, cubiertos con sus sombreros blancos. Tenían una forma elegante de agacharse para recoger las bolas y lanzarlas con un gesto hastiado, como si no hubiese ni competición ni nada en juego.
So british… —pensaba admirando su desenvoltura.
Y pensó en Gary. No quería reconocerlo, pero buscaba el puentecito de tablas grises y el sendero de grava blanca.
Cuando el sol empezó a descender sobre el parque, volvió a su casa. Se duchó. Pidió un poco de sushi por teléfono, puso un DVD de Mad Men, le quedaba toda la tercera temporada por ver.
Don Drapper le gustaba mucho…
So british también…
Eran las tres de la mañana cuando apagó la televisión.
Se preguntó dónde estaría ese maldito puente de madera…
Zoé la despertó en plena noche.
—¿Otra vez tú?
—Esto es serio… Mamá me ha llamado. Estaba con Philippe en una iglesia. Cantaba de felicidad. Me ha dicho que era feliz, feliz y quería que fuese la primera en saberlo. Dime, ¿crees que se van a casar?
—¡Zoé! ¿Has visto la hora? ¡Aquí son las seis de la mañana!
—¡Uy! ¡He calculado mal!
—¡ESTABA DURMIENDO!
—Pero dime, Hortense, ¿qué querrá decir el hecho de que llame desde una iglesia?
—¡Me da igual, Zoé! Me da igual… ¡Déjame dormir! ¡Mañana trabajo!
* * *