Esa misma noche, Hortense cenó en casa de Josiane y Marcel.

Marcel había vuelto pronto del despacho. Había tomado un baño escuchando a Luis Mariano, había cantado las primeras notas de México, Meeexiiiiiiiiicoooooo, se había puesto una bata con forro de terciopelo, derramado el agua de colonia sobre su pelambrera pelirroja y se había sentado a la mesa, feliz ante la idea de una velada tranquila, apacible, en la que degustaría riñones de ternera al coñac preparados por Josiane y fumaría un buen cigarro acariciando con los ojos a su mujer y a su hijo… Era el momento de la jornada que prefería y se había convertido en un momento infrecuente.

Se sentó a la mesa rascándose el vientre, declaró que se comería un caballo y mojó pan en los riñones.

El sol se ponía sobre el parque Monceau y se oía a lo lejos el sonido límpido de una flauta que fluía a través de un silencio sorprendente, como si la vida se hubiese detenido. Él olvidó la hora, olvidó su jornada, olvidó todas sus preocupaciones. Es verano, pensó Marcel, podré ir más despacio, salir de paseo con mi Bomboncito, hacerle mimos en la cama, alejar las preocupaciones de mi mente…

Josiane recogió los platos. Junior reclamó un helado de castaña. Y pasteles…

Marcel abrió su caja de puros. Eligió uno. Lo olió. Lo hizo girar entre los dedos. Eructó. Se disculpó ante Hortense. Inclinó la cabeza, suspiró:

—Me gustaría vivir todos los días así… Sin problemas, sin nubarrones encima de la cabeza, con el amor de los míos para darme calor. No quiero hablar de negocios nunca más, bueno, hasta mañana…

—Pues precisamente… —empezó Josiane sentándose a la mesa—. Tenemos que charlar largo y tendido, ¡gordito mío! Hay cosas que nos irritan a tu hijo y a mí… Estamos al borde del sarpullido.

—Esta noche no, Bomboncito, esta noche no… Estoy bien, relajado, tranquilo… Me está bajando el colesterol, el miocardio se distiende y tengo ganas de hacerte la corte.

Se inclinó y le pellizcó la cadera con gesto atrevido.

Ella se volvió y proclamó, teatral:

—Hay un moscardón en la sopa, Marcel Grobz, ¡un moscardón enorme!

Josiane empezó describiendo la cita con Chaval en el Royal Pereire. Después Junior contó a su padre lo que había visto en la cabeza de Chaval. Por fin, Hortense explicó su entrevista con este último. Marcel escuchaba echando la ceniza del puro en el cenicero y se le crispaban las mandíbulas. Josiane concluyó asestando:

—Es una historia para desesperarse, pero no nos hemos inventado nada.

—¿Estáis seguros de no imaginar cosas? —preguntó Marcel volviendo a meterse el habano en la boca.

—Chaval me lo ha explicado todo —dijo Hortense—. No tienes más que verificar los movimientos de tus cuentas privadas… ¡Eso es una prueba!

Marcel reconoció que eso, efectivamente, lo probaba.

—¡Esa mujer nos perseguirá siempre, mi osito querido! Nos odiará de por vida. No soporta haber sido excluida. Te lo he dicho mil veces, eres demasiado bueno con ella… Tu generosidad, en lugar de enternecerla, la hiere.

—Sólo quería ser un hombre decente. No quería que acabase en la calle…

—¡Ella sólo respeta la fuerza! Mostrándote generoso, la humillas y la enfureces…

—Mamá tiene razón —dijo Junior—. Tendrás que ser contundente, tendrás que ser feroz… Tiene todo lo que quiere, ha conservado la casa, le pasas una pensión, le aumentas la cuenta bancaria para cuando se jubile, pero a sus ojos de rapaz nunca es suficiente. ¡Hay que dejar de ser magnánimo! No hay ninguna razón para que figure en tus cuentas privadas del banco. Es absurdo…

—Era para su jubilación… —explicó Marcel—. Yo sé lo que significa ser pobre. Conozco las angustias nocturnas, el miedo en el estómago, el correo que no nos atrevemos a abrir, el dinero que ahorramos rascando el monedero. No quería que se asustase…

—Es una mujer ociosa que tiene todo el tiempo del mundo para planear su revancha —dijo Junior—. Córtale los suministros y hará lo que todo el mundo, se verá obligada a trabajar…

—¡A su edad! —exclamó Marcel—. ¡No puede!

—Tiene bastantes más recursos de lo que crees. Es una alimaña inmunda, pero vigorosa…

—No voy a ponerla en la calle… —murmuró chupando el cigarro.

—¡Ella no dudaría ni un segundo! —exclamó Josiane.

—Lo sé, lo sé… Y estoy cansado de sus tejemanejes… ¿Es que no va a parar nunca?

—¡Nunca! —gritó Josiane—. ¡Seguirá bailando aunque los violines se hayan marchado!

—Yo esperaba que se hubiese calmado… ¿No puede hacer lo que todas las mujeres de su edad? Jugar al bridge, hacer punto, ir a conciertos, tener un herbario, tomar té con un antiguo amante, leer a Proust y a Chateaubriand, estudiar piano, clarinete, ¡aprender a bailar claqué! ¿Qué sé yo? Yo lo hago todo para que esté bien, me deslomo por ella ¡y me lo escupe a la cara!

Se calentaba, se calentaba para esconder la pena que sentía de saberse perseguido por el odio de una mujer a la que antaño había amado. Una mujer a la que había cortejado, querido, una mujer a la que había tenido en tan alta estima.

Levantó los brazos, los bajó, se dejó llevar, escupió un trozo de puro, resopló, enrojeció, palideció y dejó entrever a través de esos vapores la inmensa decepción de verse despreciado de nuevo.

—¡Deja de ofuscarte y de intentar rehacer el mundo, padre! No cambiarás a Henriette. Odiarte se ha convertido en la razón de su vida… Es su única ocupación. Y aún está llena de vitalidad…

—Acaba de demostrárnoslo… —dijo Josiane—. Hay que expulsarla de nuestra vida. Empieza por reducirle la pecunia y sobre todo, sobre todo, suprime esa cuenta privada. Estáis divorciados… Ha habido una sentencia. Ajústate a los términos estrictamente fijados por la ley…

—No la voy a denunciar a la poli… Nunca podría hacer eso —dijo Marcel, sacudiendo la cabeza.

La flauta había dejado de sonar y él esperaba que volviese y desgranase el canto de sus notas para atenuar el dolor que sentía. No le gustaba la idea de tener que hacerle la guerra a Henriette. Miró a su mujer, miró a su hijo. Tenían razón. No se cura a una mujer que odia con una ración de misericordia. Hay que golpear fuerte para que la serpiente se retuerza y perezca. Que me robe mi dinero, me da completamente igual, pero si alguna vez intentase robarme la felicidad, me volvería loco.

—Convócala. Con Chaval… Confúndeles. Diles que has avisado a la policía, que hay una investigación en curso, que se arriesgan a acabar en la cárcel, yo qué sé, pero mételes miedo. Da un buen zarpazo para que lo entiendan… Tú sabes asustar a la gente cuando es necesario, ¿eh, osito mío?

Marcel suspiró:

—Me paso el día haciendo la guerra… Estoy cansado.

—Pero sería una cobardía no castigarles —dijo Junior levantando el índice como si pronunciara una sentencia de Marco Aurelio.

—¿Y Denise Trompet? —preguntó Marcel.

—Ella no tiene nada que ver —dijo Josiane—. Y no sabrá nada. No vale la pena… Es una mujer honesta, estoy segura de ello. Chaval la ha utilizado. Y además, te voy a decir una cosa, osito mío… Tú ya no puedes hacerlo todo, estás cansado. Déjame volver a la empresa. Junior no me necesita aquí. Me aburro de no hacer nada. Me paso el día dando vueltas por casa. ¿Estás buscando un brazo derecho? Yo seré tu brazo derecho… Y velaré por la empresa. Junior y yo ya hemos empezado a trabajar y hemos encontrado un nuevo producto, algo formidable. ¡No hay más que firmar el contrato y asunto resuelto!

—Pero Junior… ¡No tiene edad para vivir solo! —exclamó Marcel mirando a su hijo, que se mantenía muy erguido en una esquina de la mesa.

—Mamá podría trabajar a tiempo parcial —propuso Junior—. Se ocupará de mí por las mañanas, y por las tardes irá al despacho. Necesita desentumecerse el cerebro… Y yo, por las tardes, tengo mis clases con Jean-Christophe. Ese hombre es sabio, me enseña cosas estupendas. Con él progreso…

—¡Eso ya lo veo, hijo mío! No dejas de asombrarme cada día que pasa…

—Y además —continuó Junior—, me gustaría también seguir la marcha de tu empresa. Me interesa. El mundo está cambiando y quizás tú ya no tienes fuerzas para adaptarte al gran embrollo que se va a producir… Vamos a sufrir sacudidas terribles, padre.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Lo sé, padre, confía en mí… No puedes continuar así. Te va a dar un infarto y, en ese caso, mamá y yo sufriríamos mucho… Siniestros pájaros volarán sobre nuestras cabezas y nos haremos pequeñitos para que no nos devoren.

Marcel resoplaba. Sacudía la cabeza como un caballo que se niega a franquear el obstáculo, que no tiene ya fuerzas para saltar. Hortense escuchaba hablar a la madre y al hijo. Avanzaban los dos en comunión con la única preocupación de proteger a Marcel. Se sintió casi emocionada y reprimió un suspiro.

—Tenéis razón —dijo Marcel—. Convocaré a Chaval y a Henriette. Actuaré de modo que Chaval se vaya para siempre. Le diré que está fichado, que no volverá a encontrar trabajo y estará acabado… En cuanto a Henriette, le dejaré la casa, su pensión y nada más. Ya se las arreglará…

—Y sigues siendo muy generoso, mi osito…

—Resulta idiota, ¿sabes? Pensaba que debía pagar por mi felicidad… Era como esos perros que han estado atados demasiado tiempo y acaban acostumbrándose a la cadena que les roe el espinazo. He vivido tanto tiempo atado a esa mujer, que la esclavitud se había convertido en una costumbre… Pero reaccionaré, os lo prometo. Adopto ese compromiso delante de Hortense. Te doy las gracias, chiquilla, por lo que has hecho por nosotros… Al final eres una buena chica.

Hortense no respondió. No le gustaba especialmente ser tratada de buena chica, pero comprendía lo que quería decir.

Marcel se incorporó en su silla y se levantó.

—¡Así que esto es la guerra! Y lucharé sin compasión…

Asintieron.

—Perfecto —dijo Marcel—. Asunto cerrado. Tengo dos nuevos socios y voy a poder depilarme la nariz con toda tranquilidad. Mientras tanto, Bomboncito, celebraremos en la cama tu contratación.

Josiane levantó la cabeza y preguntó:

—¿No cederás? ¡Prométemelo!

—Seré intratable… ¡Cruel y sanguinario!

—Y me dejarás trabajar a tu lado…

—¡Serás mi mitad en la cama y en el trabajo!

—¿Sin hacerme reproches ni culpabilizarme?

—¡Y recibirás un sueldo imperial!

—Y yo… —dijo Junior— ¿ocuparé también mi lugar en tu empresa?

—¡Formaremos un triunvirato!

Josiane se estremeció de felicidad y le tendió los brazos.

Con un gesto amplio, él la abrazó, la levantó, la estrechó contra sí y la llevó a su habitación lanzando un rugido de felicidad.

—Qué encantadores son —dijo Hortense viéndoles tambalearse atravesando el pasillo.

Marcel acariciaba el hombro de Josiane, la masajeaba, la mordisqueaba y Josiane protestaba, espera un poco, espera un poco, ¡nos están mirando!

—Son unos niños grandes… —dijo Junior—. Los quiero con locura. Cuando era pequeño, pegaba la oreja a la puerta de su habitación y los oía mugir de placer. Sabré honrarte, amada mía, he aprendido a través de la puerta cerrada…

—¿Has mirado en la cabeza de Gary? —preguntó Hortense, que prefería cambiar de tema de conversación.

—Sí…

—¿Y? No me tengas en suspenso, Junior, sé amable…

—¿Estás enamorada?

—¡Eso no te importa! Dime lo que has visto…

—He visto muchas cosas. Un billete de avión a tu nombre colgado en un tablón en su cocina. Hortense Cortès. Londres-Nueva York. Con fecha de hace varios meses. Todavía lo tiene… Cuando está enfadado, ¡lo utiliza como diana para dardos!

—Quería llevarme con él —murmuró Hortense.

—Me parece verosímil…

—Me llamó y no recibí su mensaje… Mamá tenía razón. Los móviles no siempre funcionan…

—En tu caso, no hay que condenar a Orange, sino a un chico bien feo, deformado por un acné rebelde… Veo bultos por toda su cara.

—¡Jean el Granulado!

—Fue él quien borró el mensaje de Gary. Y borró muchos otros…

—Y yo que sospechaba del ayatolá… Así que era él. ¿Y qué otra cosa ves aparte del billete de avión?

—Veo una cabaña al fondo de un parque. Es bastante extraño porque es una cabaña en una esquina apartada, pero hay muchísima gente a su alrededor… Estanques, rascacielos, taxis amarillos, coches tirados por personas, ardillas… Gary va allí a menudo. Es su refugio. Escucha el adagio de un concierto de Bach y practica tocándolo con un teclado imaginario…

—¿Está solo?

—Sí. En la cabaña, está solo. Habla con las ardillas y toca el piano… Veo un molino y un castillo…

—¿Un castillo en Central Park?

—No, un castillo en un lugar aislado donde los hombres llevan falda…

—¡Escocia! ¡Es su padre! ¡Se fue a Escocia a buscar a su padre! Oye, eres realmente asombroso…

—Un hermoso castillo en ruinas. Hay mucho trabajo por hacer. Los voladizos se caen y el torreón se tambalea…

—Sigue hablándome de la cabaña…

—Está en el parque… Al final de un caminito de grava blanca. No es fácil de encontrar… Hay que andar un poco. Se llega atravesando un puentecito. El puentecito es de madera. De finas planchas grises… Hay que subir y bajar. Serpentear… Cuando estás en el interior de la cabaña, tienes la impresión de estar solo en el mundo, uno se cree en la cima del Himalaya… Un chalet abierto a los lados y redondo…

—¿Estás seguro de que está solo?

—Escucha música y alimenta a las ardillas…

—¿Piensa en mí?

—Sólo veo objetos, Hortense… No sentimientos…

—¿No te equivocas nunca?

—Este don es completamente nuevo. Surgió por casualidad… Fue estudiando el fenómeno de las ondas y su transmisión cuando me di cuenta de que el hombre podía emitir también ondas magnéticas y responder… Todavía no lo he puesto a punto. ¿Sabías que, en 1948, el diámetro de un hilo transistor era alrededor de la centésima parte del de un cabello humano? Una reducción fenomenal con relación a los primeros transistores, que tenían la dimensión de un comprimido de vitaminas…

—Muchas gracias, Junior —le interrumpió Hortense—. Con eso me basta… Me las arreglaré. Y en cuanto a la chilaba en la cabeza de Chaval, ¿no has encontrado nada?

—No, ahí tropiezo lamentablemente… Todavía tengo que progresar mucho, ya ves…

—¿Nos vemos entonces dentro de diecisiete años? —dijo Hortense para hacerle volver al mundo real.

—De acuerdo —suspiró—. Pero te llamaré a Nueva York para tener noticias tuyas.

Hortense besó sus rizos rojos y se marchó.

* * *