La historia del Jovencito y de Cary Grant crecía dentro de la cabeza de Joséphine…

A veces, crecía tanto que tenía que salir, respirar el aire de la calle para poder airear su castigada cabeza, abarrotada de palabras, sentimientos, decorados, situaciones, ruidos, olores… ¡Era una leonera increíble!

Cogía la correa de Du Guesclin. Paseaban por las calles de París. Ella avanzaba a toda velocidad, la cadencia de sus pasos arrastraba su pensamiento. Du Guesclin trotaba delante, abriendo la marcha y apartando a los transeúntes.

Caminaba, caminaba y todo se ponía en su sitio, como sobre el plató de un teatro en el que ella era la regidora omnipotente.

A la izquierda, en una esquina del escenario, el Jovencito…

Todavía no le había encontrado un nombre…

Lo imaginaba torpe, artificial, vestido con un jersey de punto gris oscuro, una camisa blanca, una corbata azul marino, un pantalón largo de franela gris. Las aletas de la nariz irritadas, la frente brillante, unos pelillos en la barbilla. Tiene los ojos pálidos, casi transparentes. Se retuerce, se encoge, se turba, intenta adoptar una expresión. Todo en él está del revés.

El señor y la señora Boisson interpretaban el papel de los padres del Jovencito. Fríos, adustos, con el egoísmo tranquilo de los que no se plantean ningún tipo de preguntas y ven pasar la vida, inmóviles.

Su piso servía de decorado, las copas de champaña encerradas en el aparador acristalado, las alfombras sobre las que está prohibido deslizarse, la bandeja de botellas de aperitivo que se saca los domingos a mediodía para recibir a la familia o a los amigos, el cojincito que la señora Boisson se coloca bajo los riñones para estar cómoda, el gran aparato de radio con el que escuchan los ecos del mundo: los discursos del general De Gaulle, la elección del presidente de la República por sufragio universal, el final de la guerra de Argelia, la muerte de Édith Piaf, Henri Tisot imitando al general, la bendición del papa Juan XXIII, el Tour de Francia que gana Eddy Merckx, la construcción del muro de Berlín, el primer estudiante negro en una universidad americana, el derecho de las mujeres a trabajar sin la autorización de sus maridos…

El Jovencito piensa que el mundo está cambiando aunque no haya nada que cambie en su casa. El señor y la señora Boisson mueven la cabeza afirmando que todo se derrumba, que el mundo está naufragando, ¡el lugar de una mujer no es ciertamente un despacho! ¿Quién se ocupará de los hijos?

Su Jovencito no se parece al señor Boisson.

Cada día se va alejando de él. Se va vistiendo de detalles y crece. Joséphine le añade cualidades, arrebatos de audacia, una auténtica curiosidad, la generosidad del que quiere aprender. Ya no prepara el ingreso en la Politécnica, sino el doctorado de historia… Le confía sus miedos, su complejo de inferioridad, su torpeza. Enrojece como ella, pierde pie, balbucea.

En la esquina izquierda del teatro, al lado del Jovencito, está Geneviève. A Joséphine le gusta mucho Geneviève. Hojea la revista Modes et Travaux para vestirla, alisa su pelo rizado para peinarla, le pone rulos, le depila el bigote, le inventa un andar… Pero Geneviève sigue siendo tímida, torpe, apagada.

A la derecha del escenario, Cary Grant y su mundo. Sus padres. Su padre bebiendo y gritando en el pub, corriendo detrás de las chicas, un hombre congestionado, brutal, que desprende un fuerte olor a amoniaco al volver de su jornada laboral y que tiene los dedos roídos por los productos que manipula… Su madre, delicada, refinada, vestida con cuellos bordados, con unas manos largas y finas, que se queja de los finales de mes difíciles cubriéndose el pecho con un chal de cachemira estampado. Ahorra algunas monedas para pagar las lecciones de piano de su hijo y hacer de él un caballero. Le enseña buenos modales. Su padre le enseña palabrotas. Cuando sus padres discuten por la noche, el pequeño Cary se esconde bajo la mesa y se tapa los oídos para no oír. Piensa que es culpa suya. Él es el culpable de todas esas peleas. Y cuando su padre no vuelve por la noche, piensa que ha muerto y llora en su cama… Está dividido entre los deseos de su madre y los gritos de su padre, que le obliga a pelearse en los pubs para convertirse en un hombre de verdad. Ya no sabe quién es. Su personalidad empieza a desdoblarse… Joséphine añade la lluvia fina de las calles de Bristol, los muelles por los que va a pasear, por las noches, para ver cómo zarpan los barcos, él sueña con América y a veces ve a pasajeros ilustres embarcando. Una noche se cruza con Douglas Fairbanks que parte hacia Hollywood…

Un día él se dedicará al cine…

Joséphine había comprado cuatro cuadernos Moleskine negros. Doscientas cuarenta páginas de papel blanco cada uno. Uno para Cary Grant, otro para el Jovencito, otro para los personajes secundarios y el último para las generalidades. También había comprado todos los libros publicados sobre Cary Grant. Había subrayado con rotulador fluorescente amarillo los detalles que iba a utilizar, con fluorescente verde los comentarios del actor que iba a reproducir, con fluorescente rosa las peripecias de su vida que iba a retener. Hacía fichas, verificaba, ordenaba… Se encerraba durante largas horas y trabajaba.

Su despacho parecía un taller de ebanista. Todas las herramientas estaban en su lugar: ordenador, fichas, papel blanco para tomar notas, cuadernos negros, bolígrafos y lápices, grapadora, sacapuntas, gomas, tijeras, fotos y una radio en la que sonaba TSF Jazz.

La música era para Du Guesclin, hecho una bola debajo de la mesa, la cabeza apoyada en sus pies. Cuando sonaba el teléfono, levantaba la cabeza, molesto por la interrupción…

Los personajes iban desarrollándose y, poco a poco, la historia iba dibujándose.

Hacía falta paciencia, esperar a que todo estuviese en su sitio, no precipitarse. Dejar que el silencio, o la idea que ella tenía de silencio, se pusiese a trabajar y rellenara los blancos. Y a veces perdía la paciencia… Pero pronto todo estaría listo. Los personajes acabados, vestidos de pies a cabeza, los decorados montados, podría dar la señal…

Y la historia empezaría.

—¿Y bien? —preguntó Gaston Serrurier por teléfono—. Estamos a finales de junio. ¿Avanza ese libro?

—Estoy construyendo los cimientos.

Hortense y Zoé habían salido de compras, a pasear por las terrazas de los cafés, y la jornada empezaba. Les había pedido que no volviesen antes de las cinco de la tarde. O si volvéis, me dejáis trabajar en paz, ¡prohibido dirigirme la palabra!

—¿Cuándo podré leer algo? —preguntaba Serrurier.

—¡Ay, ay, ay! ¡Queda mucho! Estoy construyendo los personajes…

—Pero ¿tiene usted una historia?

—Sí, y esta no se escapará, estoy segura…

Había vuelto a ver a las dos señoras gordas en la calle. Continuaba pensando que harían una novela formidable. Pero, por el momento, las dejó a un lado. La madre y su blusa de crepé de seda escotada sobre el abundante pecho, su eterna sonrisa pintarrajeada al rojo vivo; la hija, enfundada en un traje sastre azul marino de tela de gabardina, como si vistiese un plumón invernal. O bien, pensaba cambiando de opinión mientras hacía cola en la panadería, podría introducirlas en la familia del Jovencito. ¡Sí! ¡Eso es! Una tía gorda y su hija gorda, prima del Jovencito, que vienen a comer los domingos… El Jovencito las observa, inquieto. Se pregunta si también él terminará siendo devorado crudo por sus padres. Eso me daría una historia paralela…

Escribía la idea en el cuaderno «generalidades» y esperaba a que madurase.

—¿Y cuándo piensa ponerse a escribir? —insistía Serrurier.

—No lo sé… No soy yo quien decide, son los personajes. Cuando estén terminados, cuando tenga todas las piezas en su lugar, cobrarán vida y empezará la historia…

—¡Habla usted como un mecánico de coches!

—Como un mecánico o un carpintero que iza bien alto la viga maestra…

—¿Tiene tiempo para comer conmigo? Tengo la agenda sobrecargada, pero puedo hacerle un hueco…

—No puedo. Estoy cumpliendo un horario. Es como si hubiese vuelto al colegio…

—Tiene usted razón. Si lo dejamos todo a la inspiración, no pasamos de la página uno… Adiós, y téngame al corriente…

Joséphine colgó, maravillada. ¡Había rechazado ir a comer con Gaston Serrurier! ¡El hombre que le lanzaba el humo de su cigarro a la cara sin que ella se inmutase!

Fue a mirarse en el espejo. Sin embargo, no había cambiado… Los mismos mofletes redondos, el mismo pelo castaño, ojos castaños, todo castaño. Soy la francesa típica… ¡No tengo nada que atraiga las miradas y me da igual! Tengo la cabeza repleta de mil ideas que bullen dentro de mí.

No había mentido a Serrurier. Se había impuesto un horario. Trabajaba de once de la mañana a cinco de la tarde. Después salía a pasear con Du Guesclin. Con un bolígrafo colgado del cuello y un cuaderno en el bolsillo. Bastaba con un detalle y una idea aparecía en su cabeza.

—¡Es verdad, oye! —le decía un joven con gorra a su amiga—. ¿Por qué hay que hablar mal de la gente? ¿Has visto alguna vez a un camello reírse de la joroba del otro?

Se detenía y apuntaba. Tenía ganas de levantarle la gorra y besar al chico. De decirle estoy escribiendo un libro en este momento, ¿puedo utilizar su frase? ¿Y de qué trata su libro?, preguntaría él… Todavía no lo sé exactamente pero…

Es la historia de cómo encontrar tu lugar detrás de la niebla… Todos tenemos un lugar detrás de la niebla y no lo sabemos. Es la historia de dos hombres. Uno se llama Cary Grant, ha trabajado toda su vida para atravesar la niebla, el otro se ha quedado pegado a la línea de salida… Es la historia de por qué tenemos el valor de atravesar la niebla y de por qué renunciamos a ello…

Silbaba a Du Guesclin y proseguía su paseo.

Si Antoine no la hubiese abandonado por Mylène y los cocodrilos, si Iris no hubiese tenido la idea de escribir un libro, si no la hubiese obligado a ser la autora, nunca hubiese encontrado su lugar detrás de la niebla… Todas esas casualidades de la vida la habían construido. A veces contra su voluntad…

Y volvía a su casa, pensativa…

El señor Boisson había llamado a su puerta.

Se aburría. Le había cogido el gusto a sus visitas. Hay un montón de cosas que no le he contado, precisó. Mercadeaba con sus recuerdos como un vendedor de alfombras. Su mirada clara, dura, cayó sobre ella. Reclamaba su presencia. Quería ser de nuevo el centro del mundo. Su boca dibujaba una mueca violenta, imperiosa, su barbilla larga y estrecha decía que tenía derecho a un poco más de consideración. Exigía atención como un hombre que se sabe por encima de los demás. Había arrogancia en su forma de pedir. Algo en su voz que decía me lo debe…, y Joséphine tuvo ganas de contestarle yo no le debo nada, fue usted quien tiró la libreta negra a la basura, usted el que sintió vergüenza, el que no quería que ensuciase su imagen. Y soy yo la que quiere hacer de ello una hermosa historia… Tuvo ganas de añadir esa historia ya no le pertenece, ahora es mía.

Le respondió que estaba ocupada, que estaba trabajando en su libro y que le ocupaba todo el tiempo. Él se quedó en el umbral de la puerta e insistió:

—Usted me ha utilizado, usted ya no me necesita… ¡y ahora me rechaza! Eso no está bien, no está bien…

Y ella sintió un poco de vergüenza. Pensó que no le faltaba razón. Se dispuso a ceder, a decir de acuerdo, iré mañana.

Entonces él añadió con tono quejumbroso:

—No me queda mucho tiempo más de vida… Y usted lo sabe…

Y ella sintió unas ganas violentas de cerrar la puerta. No se atrevió a decirle la verdad: no quiero volver a verle porque mi Jovencito, el que está creciendo en este momento, es mucho más emotivo, más abierto y más generoso que usted… y no me gustaría que le influyese. Todavía es frágil…

Zoé y Hortense llegaron corriendo por la escalera. ¡El ascensor está estropeado! ¡El ascensor está estropeado! Se quedaron mirando al señor Boisson que se apartó al verlas y volvió a bajar a su casa arrastrando los pies.

Joséphine cerró la puerta y Zoé preguntó:

—Tiene aspecto contrariado… ¿Qué le has dicho?

—Le he dicho que no tenía tiempo de hablar con él, que estaba trabajando, y se ha puesto furioso…

—¡Guau, mamá! ¡Has conseguido decirle eso! ¡Ya no te reconozco! ¿Has comido carne de león o qué? —exclamó Zoé.

También envió a paseo a Iphigénie que preguntaba dos veces al día ¿está usted segura de que me quedo en mi portería, señora Cortès? ¿Está usted segura?

—Que sí, Iphigénie, lo votamos en la reunión de propietarios… El administrador se quedó hecho polvo. ¡No tiene ya nada que temer!

—Estaré segura cuando reciba una carta oficial —murmuró ella—. Sería un fastidio que…

Joséphine cerró la puerta suavemente.

Hortense preparaba su viaje a Nueva York y preguntó dónde estaban sus vaqueros preferidos… Quería saber si la tarjeta de crédito funcionaría allí, y mi teléfono ¿lo cojo o no? ¿Qué tiempo hace en Nueva York en verano? ¿Hay aire acondicionado en todas partes o no?

Joséphine respondía: ¡no tengo tiempo! ¡No tengo tiempo! ¡Arréglatelas sola! ¡Ahora ya eres mayor, Hortense!

Zoé, sentada en cuclillas en una silla de la cocina, devoraba una rebanada de pan con crema de chocolate.

—¡Ouh! —dijo, imitando a Homer Simpson—. ¡Ya no reconozco a mi mamá! ¡Manda a paseo a todo el mundo!

Mylène había llamado una noche. He vuelto a Francia, señora Cortès, ya no aguantaba estar en China, sentía añoranza…

Había encontrado trabajo en una peluquería en Courbevoie, mi antigua peluquería, señora Cortès, ¿se acuerda? Donde le arreglaba las uñas a Hortense cuando era pequeña…

Y allí fue donde conoció a Antoine, pensaba Joséphine. Y él me dejó por ella…

Y volvía a ver la escena en la cocina de Courbevoie. Sabía que Antoine tenía una amante. Él se lo había dicho mientras ella pelaba patatas. Ella se había cortado y sangraba…

Ese día pensó que iba a morirse de pena, a morirse de miedo.

Y cuando él había vuelto a buscar a las niñas para llevarlas de vacaciones. Las primeras vacaciones que no pasaban juntos… Se marchaba con las niñas y con Mylène…

El codo de Mylène sobresaliendo de la ventana delantera del coche…

Volvía a ver el triángulo rojo que había dibujado…

El balcón desde el que había visto alejarse el coche que llevaba a sus dos hijas, a su marido y a la amante de su marido. Ese día se había dejado caer sobre el balcón del piso de Courbevoie y había gritado…

Maldecimos los sufrimientos, pero no sabemos, cuando los pasamos, que nos harán crecer y nos llevarán más lejos. No queremos saberlo. El dolor es demasiado fuerte para reconocer en él una virtud. Es cuando ha pasado el dolor cuando volvemos la vista atrás y comprobamos, asombrados, el largo camino que nos ha obligado a recorrer. Fue gracias a la marcha de Antoine que cambié de vida… Que comprendí que podía arreglármelas sola. Antes no existía, era la mujer de…

Si Mylène no hubiese aparecido metida en su bata rosa de manicura, seguiría siendo la amable señora Cortès que trabaja en el CNRS y a la que nadie respeta…

Mylène quería saber si, gracias a sus contactos, Joséphine podría conseguirle un puesto en una peluquería más lujosa.

—Debe de conocer usted alguna, uno de esos sitios caros y elegantes en los que se emperifollan las mujeres ricas… Me aburro en la pequeña peluquería de Courbevoie. He sido una mujer de negocios en China, ganaba mucho dinero, ¿sabe?, y ahora me encuentro vestida con una bata rosa haciendo uñas y extensiones. Reconocerá que no es muy apasionante…

—No, no sé de ninguna peluquería…

—Ah… —dijo Mylène, desanimada—. Yo pensé en cambio…

—Siento no poder ayudarla…

—Y… diga, señora Cortès, ¿no conocerá usted a alguien que quiera comprar un conjunto Chaumet? Es auténtico, lo compré en París, pensé que sería un modo de invertir mi dinero… Conseguí sacarlo de China. Me gustaría venderlo. Necesito dinero…

Joséphine repitió que no, que no conocía a nadie.

Mylène dudaba. Seguía con ganas de hablar.

Joséphine colgó. Hortense y Zoé preguntaron ¿quién era? ¿Quién era?

—Mylène Corbier… Quería que le buscase trabajo…

—¡Menuda cara tiene esa! —dijo Hortense—. ¡Cuando pienso en todo lo que hizo!

—Es cierto… —admitió Joséphine.

—¡Vaya morro que tiene esa buena mujer!

—¡Eso no quita que mamá la haya dejado con la palabra en la boca! —exclamó Zoé—. ¡Ouh! ¡Me han cambiado a mi madre!

Hortense se volvió hacia Joséphine y dejó caer:

—Bueno, mamá, te estás volviendo presentable…

Y después, se dirigió a Zoé:

—¡Y tú, deja de hincharte de crema de chocolate! ¡Es malo para la salud y te salen granos!

—Sí, pero me consuela…

Zoé veía cómo cambiaba su madre y se inquietaba.

¿Y si pronto deja de quererme?

¿Y si el libro ocupa todo el espacio y ya no queda nada para mí?

Afortunadamente, estaba Gaétan…

Había venido a pasar un día en París. Ida y vuelta para matricularse en un instituto.

Su madre buscaba piso. Había encontrado un trabajo de vendedora en una tienda de relojes de la calle de la Paix y parecía radiante. Él decía ojalá dure, ojalá dure, con aspecto preocupado. Decía vamos a vivir en un estudio pequeño, comeremos pasta y arroz, no tendremos mucho dinero, pero no importa…

Se habían vuelto a ver…

Habían quedado cerca de la estación de Montparnasse.

Él la esperaba, enorme, flotando dentro de su jersey violeta con cremallera. Había vuelto a crecer… Ya no le reconocía. Había avanzado hacia ella, la había besado. Ella se había deshinchado como un globo de feria rojo al que se le suelta el nudo y tuvo la sensación de echarse a volar. Arrastrada hasta lo alto de la torre Montparnasse desde donde él quería ver París, arrastrada por el ascensor de la torre que te produce un tapón en los oídos, arrastrada hasta el enorme helado de chocolate y frambuesa que habían comido a dos manos, arrastrada por su risa brusca y su mirada tímida… Arrastrada hacia Montmartre y las tiendas de telas y lazos multicolores, con lunares, a rayas, arrastrada por los jardines del Palais-Royal donde habían hundido sus pies cansados en la fuente, arrastrada por el batido de kiwi y naranja que habían tomado en Le Paradis du Fruit de Les Halles. París a toda velocidad, con él. Sus piernas inmensas trepando por las escaleras mecánicas del metro como un gigante, y ella, pequeñita, que le seguía corriendo. Es como yo lo imaginaba, dulce, divertido, amable, audaz, sonriente. Habían hablado del curso siguiente, de todo lo que harían, de los sitios de París por los que pasearían. Él le enseñaba la ciudad como si les perteneciera. Ella le escuchaba, sin cansarse, levantando los ojos hacia él. Tenía ganas de decirle más, más proyectos. Más besos… Habían corrido para no perder el tren de vuelta, ella le había besado, y treinta segundos antes de que se marchara el tren, había subido y le había dicho entonces ¿es seguro, nos vemos cuando empiece el curso? Él le había dicho seguro, seguro y ella había vuelto a bajar al oír que el tren arrancaba.

Si el libro se comía a su madre, no estaría sola, Gaétan estaría con ella…

Y dio un mordisco a su rebanada de pan con crema de chocolate.

* * *