Se había convertido en una costumbre. Los martes y los jueves por la tarde, Joséphine visitaba al señor Boisson en el gran salón de muebles tristes y cortorneados. A las dos de la tarde, la señora Boisson se iba a jugar su partida de bridge, la vía estaba libre. Joséphine llamaba y el señor Boisson la hacía entrar. Había preparado una bandeja con bebidas. Vino blanco, zumo de piña y Martini rojo. Él se servía un bourbon añejo. Una marca extraña que él llamaba «mi yemita».

—No puedo beber cuando está mi mujer. Dice que hay momentos para eso y yo nunca me he atrevido a preguntar cuáles eran esos momentos…

Sonreía. La miraba. Añadía:

—¡Hace casi cincuenta años que no he sonreído!

—Es una pena…

—Con usted me siento aliviado, tengo ganas de decir tonterías, de fumar un cigarrillo, de beber yemita…

Se tumbaba en el canapé Napoleón III a rayas, cogía su vaso de yemita, sus comprimidos, mezclaba el bourbon y las pastillas, perdía el equilibro, se ponía un cojincito detrás de la nuca y hablaba. Hablaba de su infancia, de sus padres, del salón de sus padres y de los muebles que había heredado y que no le gustaban. Joséphine estaba extrañada de la facilidad con la que hablaba. Parecía incluso que experimentaba un auténtico placer.

—Vamos, hágame todas las preguntas que quiera… ¿Qué quiere saber?

—¿Cómo era usted a los diecisiete años?

—Un burguesito triste. Mezquino. En blazer azul marino, pantalón gris, corbata y unos jerséis de lana que mi madre tejía… Unos jerséis horribles. Grises o azul marino. No puede imaginarse usted lo que era Francia y el mundo en aquellos años… En fin…, la idea que yo me hacía de ellos emboscado en mi casa… Había gente que se divertía mucho, creo, pero, visto desde mi salón, todo era soso, afectado. Era muy distinto de hoy en día. Francia continuaba viviendo como en el siglo diecinueve. Había un gran aparato de radio en el comedor y escuchábamos las noticias en la mesa. Yo no estaba autorizado a hablar. Escuchaba. Me preguntaba qué interés tenía todo eso para mí. Tenía la impresión de que no contaba para nada. No tenía ni ideas ni opiniones. Era una especie de mono sabio, repetía lo que decían mis padres, y no era nada original… Se acababan de firmar los acuerdos de Évian y se acabó la guerra de Argelia. Yo no sabía si eso estaba bien o no… Pompidou era primer ministro y el general De Gaulle había estado a punto de ser asesinado en Petit-Clamart… Recuerdo el nombre de Bastien-Thiry, el organizador del atentado, un partidario de la Argelia francesa. Le fusilaron el 11 de marzo de 1963. El general De Gaulle le había negado el perdón. Mis padres eran gaullistas fervientes, y pensaban que el general había actuado correctamente. Bastien-Thiry era responsable y culpable. El ministro de cultura se llamaba André Malraux. Paseaba La Gioconda por el mundo entero. Mi padre decía que aquello costaba millones al contribuyente francés… La guerra de Vietnam no había empezado aún, John Kennedy era presidente de los Estados Unidos y Jacky, un icono. Todas las mujeres llevaban su famoso sombrerito y faldas estrechas, muy apretadas. Las mujeres, en aquella época, o eran madres, o eran secretarias. Llevaban faja y sujetadores puntiagudos como obuses. Lyndon Johnson era vicepresidente. Hubo la crisis de los misiles en Cuba. Jruschov se quitó el zapato en la sede de la ONU en Nueva York y golpeó la mesa con él… Lo vimos en la tele. En blanco y negro con una imagen que parpadeaba. Estábamos en plena guerra fría y el mundo entero contenía la respiración. En el instituto, nos hablaban de conflicto mundial, de guerra atómica, nos decían que había que prepararse para lo peor. Los jóvenes no existían, los pantalones vaqueros no existían, la música de los adolescentes era la misma que la de los padres: Brassens, Brel, Aznavour, Trenet, Piaf. En las revistas se veían los primeros anuncios de medias para chicas y mi madre decía que era asqueroso. ¿Por qué? No lo sé… ¡Todo lo que era nuevo era asqueroso! Los padres leían Le Figaro, Paris Match y Jours de France. Yo, de niño, tenía permiso para leer la revista Mickey y después, nada… Era un mundo construido exclusivamente para los adultos. Apenas teníamos dinero en el bolsillo, los jóvenes no tenían ningún poder adquisitivo. Obedecíamos. A los profesores, a los padres… Y sin embargo, aquello comenzaba a moverse. Había a la vez unas ganas furiosas de vivir y la idea de que nunca cambiaba nada. La gente fumaba como carreteros, no se sabía que era peligroso para la salud. Yo me atiborraba de caramelos Kréma, de bolas de coco y de caramelos de colores. Cuando los padres recibían amigos, ponían discos, los llamaban elepés… También había singles. Yo había comprado uno de Ray Charles, Hit the Road, Jack, sólo para fastidiar a mis padres. Mi madre decía que Ray Charles era un negro meritorio ¡porque era ciego! Yo escuchaba escondido detrás de la puerta. A veces bailaban…, las mujeres llevaban moño, twin-set y tacones de aguja. Mi padre había comprado un Panhard. Los domingos bajábamos por los Campos Elíseos en coche. Malraux había empezado a renovar las negras fachadas de París y la gente estaba escandalizada. Yo estaba dividido entre el mundo convencional de mis padres y el que adivinaba que estaba naciendo pero del que yo no formaba parte. Johnny Hallyday era un ídolo, se bailaba Retiens la nuit, Claude François cantaba Belles, belles, belles, los Beatles triunfaban con Love me do y actuaban en el Olympia como teloneros de Sylvie Vartan con Trini Lopez. No me dejaron ir… Yo escuchaba Salut les Copains en mi habitación con el volumen muy bajo. Escondía mi transistor detrás de un enorme diccionario Gaffiot por si mi madre entraba. Mamá seguía el culebrón Ça va bouillir!, de Zappy Max en Radio Luxemburgo, ¡pero no lo hubiese reconocido por nada del mundo! Íbamos al cine a ver West Side Story, Lawrence de Arabia, Jules y Jim. Truffaut, con su historia de amor a tres, ¡era considerado un subversivo! Eran los años Bardot, a mí me parecía tan guapa… Despreocupada y frívola. Me decía que ella era libre, libre y feliz, tenía un montón de amantes y se paseaba desnuda, y luego me enteré de que había intentado suicidarse… Marilyn murió el 5 de agosto de 1962. Lo recuerdo porque produjo mucha impresión… Era sexy y triste a la vez. Por eso la gente la adoraba, creo. Yo vivía todo aquello intensamente, pero de lejos… Las ondas de la vida exterior no alcanzaban nuestro salón. Yo era hijo único y me asfixiaba… Era un estudiante brillante, había aprobado el bachillerato con mención y papá había anunciado que estudiaría en la Politécnica. Como él… Yo no tenía novia y me quedaba apartado en las fiestas… Recuerdo mi primer guateque, un amigo me llevó sentado detrás en su motocicleta, llovía a cántaros y llegué empapado. El primer disco que oí al entrar era I Get Around de los Beach Boys y sentí unas ganas locas de bailar. Pero no me atreví… Se lo repito, no era nada atrevido… Y después un amigo de mis padres me propuso hacer unas prácticas en el rodaje de Charada y entonces, no sé porqué, mis padres dijeron que sí. Creo que a mi madre le gustaba mucho Audrey Hepburn, le parecía elegante, refinada, deliciosa. Le hubiese gustado parecerse a ella… Y así fue como le conocí.

Joséphine escuchaba. Había comprado un grueso bloc de hojas blancas y tomaba notas. Quería saberlo todo. Hasta el más mínimo detalle. Había retenido la lección de Cary Grant: «Hacen falta al menos quinientos detalles para dar buena impresión», y quería centenares de detalles para animar su historia, para que sus personajes cobraran vida. Para tener la impresión de verlos moverse. Sabía que para que una historia se sostuviese, había que llenarla de detalles. «No de palabras abstractas, sólo lo concreto», afirmaba Simenon. Había leído sus Memorias. Explicaba cómo construía cada personaje añadiéndole detalles. Una vez que los personajes estaban construidos, la historia se desarrollaba como por arte de magia. La historia debe surgir del interior de los personajes, no debe estar impuesta desde el exterior. Ella contaba con el señor Boisson para que le confiase esos pequeños detalles que hicieran que el Jovencito recobrara vida.

Él hablaba. Tumbado en el sofá, los pies levantados, el cojín que cogía con la mano cuando se caía. La bandeja con la botella de bourbon, sus gotas y sus pastillas al alcance de la mano. Alternaba vasos de agua, pastillas y alcohol y parecía un adolescente un poco delicado, que bebía a espaldas de sus padres… Ella se fijaba en sus cabellos finos sobre la nuca, en su piel transparente. Le conmovía su fragilidad. Recordaba una frase de Stendhal: «Hay que sacudir la vida, si no, te roe». El señor Boisson parecía un hombre roído. Una espina de pescado…

Joséphine tenía a menudo la impresión de que él partía al pasado y la olvidaba, allí sentada en su salón. Cerraba los ojos, volvía al plató de rodaje, a la suite de Cary Grant en el hotel, al balcón desde donde contemplaban París. Ella esperaba un poco y le animaba con voz dulce:

—¿Le hablaba de su país, de sus contemporáneos, de los directores, de otros actores y actrices?

Él no siempre respondía de forma precisa. Proseguía con su sueño y se hablaba a sí mismo.

—Algunas noches, cuando volvía a casa después de haberle visto, estaba tan henchido de felicidad que no tenía fuerzas para escribir en la libreta negra… Es verdad que sólo escribía lo que tenía relación conmigo. El resto importaba poco. Creo que estaba celoso de todo lo que le rodeaba. Sentía vergüenza del personaje torpe que era yo. Recuerdo, una noche, eso no lo escribí en la libreta negra, él me había llevado a una fiesta. Me había dicho sonriendo ¿quieres conocer a la gente del cine? Te la voy a enseñar… Me encontré en un gran piso, en la calle Rivoli. Un piso enorme, muy blanco, con las paredes cubiertas de cuadros y libros de arte. Era el único joven. La gente hablaba inglés. Iban muy bien vestidos, las mujeres con trajes de cóctel, los hombres con esmoquin, pajarita y zapatos de charol. Bebían mucho, hablaban muy alto. Hablaban de amor como de un tema filosófico muy importante, repetían sin cesar sexo, sexo. Se burlaban de las convenciones burguesas, de ese sentimiento absurdo de propiedad que engendra el hecho de amar y me sentí señalado. Era como si me gritaran a la cara que era un bobo. Yo los miraba fijamente. Bebían, fumaban, hablaban de pintores que no conocía, discos de jazz, obras de teatro. Había una mujer que, en cuanto yo decía una palabra, se echaba a reír. Me había visto entrar con Cary y enseguida me había encontrado encantador. Se llamaba Magali, decía que era actriz. Una morena con media melena, dos gruesos trazos de lápiz de ojos y un jersey verde con lentejuelas. Hablaba de París, de Roma, de Nueva York, parecía haber viajado mucho. Conocía a un montón de gente del cine y me propuso ayuda, por si quería encontrar otras prácticas… Yo decía sí, sí, pensaba que quería ser como ella, cómoda, sofisticada. Me dio la impresión de que realmente se interesaba por mí y me sentí muy interesante. Pensé ¡ya está! Soy como esa gente, formo parte de su mundo. Me latía el corazón. Me imaginaba un futuro radiante entre ellos. Un futuro en el que yo también podría hablar con aire intransigente y seguro de mí mismo. En el que yo también tendría opiniones sólidas, ideas sobre todo… Y entonces… un hombre entró en el gran piso blanco y todas las miradas se volvieron hacia él. Cary me dijo más tarde que era un productor de cine, un tipo muy importante, que imponía su ley en Hollywood. Todo el mundo le rodeó. Nadie volvió a hablarme. Pasaban delante de mí empujándome, sin disculparse, sin mirarme a los ojos. Me había vuelto transparente. Entonces me dije pero ¿qué estoy haciendo yo aquí? Un tipo gordo barbudo se sentó a mi lado, me preguntó qué edad tenía, qué estaba estudiando, cómo me veía dentro de diez años. Ni siquiera tuve tiempo de contestarle, se marchó a servirse una copa. Diez minutos más tarde, volvió y me preguntó qué edad tenía, qué estaba estudiando y cómo me veía dentro de diez años… En fin, yo estaba más que harto. No le dije nada a Cary, cogí mi abrigo y me marché. Tuve que volver andando, el metro ya estaba cerrado… Esa fiesta fue horrible. Esa noche comprendí que no formaría nunca parte de su mundo. Nunca volvimos a hablar de ello y nunca más me llevó con él a una fiesta… De todas formas, me gustaba más cuando estábamos solos. Con él nunca me sentía estúpido… Incluso cuando no hablaba, cuando nos quedábamos sentados sin decir nada… Eso sucedía cada vez más a menudo y, cuando yo me extrañaba de ello, él me daba una palmadita en el hombro y proclamaba es que no siempre se tienen ganas de hablar, my boy.

—Y tenía razón, ¿no?

—Podía permanecer horas sin hablar. Howard Hughes y él se pasaban veladas enteras sin decirse una palabra. Llegaba a su casa, bebía unas copas, fumaba o leía un libro ¡sin dirigirle la palabra! Cuando hablaban, era Howard Hughes quien le daba consejos. Le decía que tenía un concepto demasiado bueno de las mujeres, que ellas no le querían sino que iban detrás de su dinero y su fama. Siempre se sintió más cerca de los hombres que de las mujeres, creo. Pero eso no me lo decía. Debía de pensar que yo era demasiado joven. De hecho, él era una persona mucho más complicada de lo que aparentaba…

—¿Recuerda lo que le dijo su ayudante de vestuario? «Verle es amarle, y amarle es no llegar a conocerle nunca…».

—Cuanto más le frecuentaba, menos sabía quién era y más le amaba… Y me ahogaba. Un día, me confesó que había un tipo en Hollywood que le detestaba. Era Frank Sinatra…

—¿Y por qué?

—Habían rodado una película juntos. The Pride and the Passion[84] de Stanley Kramer. El rodaje había comenzado en abril de 1956 y, al final de la primera semana, Cary estaba locamente enamorado de Sofía Loren, su pareja en la película. Y era recíproco. Ella tenía apenas veintidós años, él treinta más, y ella ya estaba con Carlo Ponti. ¡Pero eso no detuvo a Cary! Le propuso matrimonio. Ella no dijo que no enseguida… Vivieron una pasión ardiente. No conseguían parar las escenas en las que se besaban. El director gritaba ¡corten!, ¡corten! Y ellos continuaban besándose. ¡Frank Sinatra estaba verde de celos! A él también le atraía la hermosa Sofía y pensaba llevársela a la cama. Así que se puso a difundir el rumor de que Cary era un homosexual encubierto… y ella, delante de todo el mundo, le insultó, cierra la boca, italiano de mierda, y Sinatra, furioso, abandonó el rodaje. ¡Dejó plantado a todo el equipo! No volvió más… ¡Cary se vio obligado a terminar la película hablando a una percha que representaba a Sinatra! Él me contó eso riéndose, en su gran suite del hotel y yo, no sé por qué, me sentí terriblemente incómodo. Pensé que quizás Sinatra tenía razón y que Cary prefería los hombres… Y sin embargo ¡se casaba una y otra vez! ¡Tuvo cinco esposas!

—Eso no quiere decir nada —dijo Joséphine—. Estaba muy mal visto en Hollywood ser homosexual… Muchos actores celebraban bodas falsas por esa razón.

—Lo sé y lo sabía entonces, creo… Me hacía el inocente, pero había cosas que me intrigaban. Como su larga amistad con Randolph Scott. Incluso vivieron juntos durante diez años y eran inseparables… ¡Hasta se lo llevó a su viaje de novios, durante su primer matrimonio con Virginia Cherrill! Pero creo que no quería saberlo. Ya era terrible para mí pensar que me había enamorado de un hombre, así que amar a un hombre «diferente», como se decía entonces, me hubiese precipitado al abismo… Prefería los momentos en los que nos reíamos. Era un hombre muy gracioso. Transformaba la cosa más pequeña en una comedia. Aseguraba que bastaba con sonreír a la vida para que ella nos sonriera. Lo decía constantemente. Estaba realmente dotado para eso… Cuando yo me quejaba de mis padres, me sacudía, ¡deja de gemir! Vas a atraer la desgracia a tu alrededor… Me distraía. Me enseñaba a ser elegante. Tuvo un maestro en esa materia, el gran Fred Astaire. Afirmaba que no había hombre más elegante que él. Fred Astaire se enceraba los zapatos con tierra de Central Park, saliva y ¡cera de la oreja! Cary lo hacía todo igual que él. Encargaba sus trajes en una sastrería londinense de Savile Row, los sacaba de la bolsa, los hacía una bola y los tiraba por toda la habitación. Tienen que vivir, usarse, no quiero que parezcan completamente nuevos, ¡eso es de paletos! Era otra cosa que había aprendido de Fred Astaire. Así que jugábamos al balón con los trajes nuevos. Los hacíamos volar por la habitación, nos tirábamos encima, los agarrábamos, los manoseábamos, los tirábamos al suelo y por fin, agotados, nos congratulábamos de haber maltratado a esos pretenciosos trajes… Se han llevado una buena tunda, ¿eh, my boy? ¡Así no volverán a ser arrogantes! Poseía ese especialísimo arte de hacer la vida liviana. Cuando volvía con mis padres y a su siniestra vivienda, tenía la impresión de meterme en un ataúd… Me hacía un montón de preguntas. Ya no sabía dónde estaba, a qué mundo pertenecía. Interpretaba el papel de hijo modelo en mi casa y descubría la vida con Cary. Era violento, ¿sabe? Todo fue violento en esa historia… ¡Y al final! ¡Dios mío! Ese sobre que me entregó el conserje del hotel… ¡Nunca he leído una carta como aquella! La carta del hombre al que amaba… Una verdadera ceremonia. No sé cómo puede leerse de otro modo la carta de una persona a quien amas… ¡O eres indigno de su amor! No quería que nada turbase mi lectura. Hay gente que lee cartas de amor mientras contesta al teléfono, habla con sus amigos, ve un partido de fútbol, se sirve una copa, se come un muslo de pollo, personas que dejan la carta, la vuelven a coger, la leen con una odiosa indiferencia… Yo me recogí. Solo en mi habitación… Sin ruido, sin nada que pudiese distraerme. Leí cada palabra, cada frase… Demasiadas emociones que subían desde mi corazón hasta mis ojos.

Su brazo derecho se había deslizado y se balanceaba en el vacío. Había doblado las piernas.

—Tras esa carta, me sentí desesperado. Pasé el examen de ingreso a la Politécnica. Aprobé. Estudié como en un sueño, un mal sueño. No me quedaba más que Geneviève que me uniese a él. Nos casamos… El resto ya lo conoce. La hice infeliz… Y ni siquiera lo supe. No existía nada más que mi pena, el sentimiento de que mi vida se me había escapado y que iba a pasar el resto de mis días como un muerto viviente…

Cogía el vaso de «yemita», bebía un trago, tomaba dos pastillas.

—Toma usted demasiadas pastillas…

—Sí, pero he dejado de toser… Puedo hablar con usted. Reencontrarme con esos maravillosos recuerdos… La vida ha pasado tan rápido… Yo tenía diecisiete años y ahora tengo sesenta y cinco… La vida ha pasado así…

Y chascaba los dedos.

—No he hecho nada. Años en blanco. No recuerdo nada. Sí, el bigotito de Geneviève y su expresión atenta cuando me escuchaba… Nuestro viaje de bodas a California y ese momento minúsculo en el que volví a la vida…

—Y sus hijos… ¿No siente nada por ellos?

—Me asombró el hecho de haberlos podido engendrar, eso seguro. Pero aparte de ese sentimiento de sorpresa, no… Veía crecer el vientre de mi mujer y aquello me parecía incongruente. Me decía ¿soy yo el que ha hecho eso? Y después, nacieron… Ella sufrió mucho, recuerdo. Yo no lo entendía. Le preguntaba pero ¿cómo describirías ese dolor? Y ella me fusilaba con la mirada. Es verdad… Los hombres no podemos imaginarnos lo que es eso… Cuando me los enseñaron en la maternidad… fue como si no vinieran de mí, como si fueran abstractos. Nunca se encarnaron en mí. Los miré siempre de lejos… Cuando eran bebés, me parecían bastante feos y, después, no hicieron nada para seducirme o para acercarse a mí…

—¡Pero era usted quien debía acercarse a ellos! —exclamó Joséphine, indignada—. Un bebé es algo maravilloso…

—¿Eso piensa? A mí nunca me conmovieron… Es terrible, ¿verdad? Así era… No sentía nada. Por nadie. No sé qué va a hacer usted con esto que le estoy contando. De verdad que no soy una persona interesante. Va a tener que ponerle mucho talento…

Era la hora de marcharse. Su mujer iba a volver…

Miraba la hora. Joséphine se levantaba. Guardaba el bloc de hojas blancas, su bolígrafo. Llevaba la bandeja a la cocina. Lavaba los platos, los secaba y guardaba las botellas para que su mujer no sospechase nada.

Él la veía hacer y respiraba suavemente. Decía la cabeza me da vueltas, creo que voy a descansar un poco…

Ella cerraba la puerta sin hacer ruido y lo dejaba, tumbado, con sus recuerdos que continuaban girando como una vieja cámara que proyectara una película sobre una sábana blanca.

Ella volvía otro día y retomaban su conversación. Él siempre sabía dónde lo había dejado. Tenía una memoria excelente para sus emociones. Como si las tuviese ordenadas en carpetas y las sacara. Ella pensaba que había debido de pasarse la vida recordando.

Ella volvía, pero cada vez tenía menos ganas de instalarse frente a él en el lúgubre salón. Sacaba su bloc, su bolígrafo, y tomaba pocas notas. Él bebía su «yemita» y, a veces, sacaba un cigarrillo. Un Camel.

—¡Señor Boisson! ¡No debería usted fumar!

—Para lo que me queda de vida…

Cogía una boquilla larga, exhibía un encendedor chapado de oro, encendía el cigarrillo y lanzaba un prolongado suspiro de placer. Seguido de un ataque de tos.

—¿Lo ve?, le perjudica…

—Es el único placer que me queda —decía con expresión de contable contrariado—. ¿Le he contado que Cary Grant había probado el LSD?

—¡No!

—… fue para hacer psicoterapia. Quería trabajar sobre su infancia, la relación con sus padres y las consecuencias sobre sus sucesivas bodas. Pensaba que gracias a las alucinaciones provocadas por esa droga descubriría recuerdos dolorosos y podría exorcizarlos. En aquella época se consideraba una técnica puntera, y estaba permitida. Otros antes que él lo habían probado, gente tan conocida como Aldous Huxley o Anaïs Nin. Aseguraba que había hecho maravillas con él, que había nacido por segunda vez. Durante esas extrañas sesiones, había aprendido a ser responsable de sus actos, a no echarle la culpa a los demás, había descubierto cosas sobre sí mismo que de otro modo nunca habría admitido… Afirmaba que la introspección era un acto de valentía, un acto fundacional. No tenía miedo de nada…

Lo decía con un tono en el que se percibía la envidia. Un tono en el que se sobreentendía «él tenía suerte, no tenía miedo…».

Eso es exactamente lo que me molesta, pensaba Joséphine apretando la punta del bolígrafo sobre la hoja en blanco.

Ese amago de frase dicho con un tono un tanto amargo, el tono de un hombre que envidia la libertad del otro y que, en lugar de imitarle, se lo reprocha. No lo decía con generosidad ni admiración. En su fuero interno, el señor Boisson censuraba el consumo del LSD, censuraba las sucesivas bodas, las sigilosas amistades con hombres. Censuraba el misterio de Cary Grant.

Porque Cary Grant se le había escapado…

Porque, ante la verja de su propiedad en Los Ángeles, había preferido a otro jovencito.

Ese día, el señor Boisson se había convertido en un hombre agrio.

No lo decía, pero lo dejaba entrever. Una entonación, un pensamiento insinuado, una queja ahogada…

«Es más inteligente encender una lámpara minúscula que lamentarse en la oscuridad», pensaba Joséphine recordando una frase de Hildegarda de Bingen. El señor Boisson no había encendido ninguna lámpara… Su vida se había consumido sin luz ni calor. Censuraba su infancia, su educación, a sus padres. Nunca su falta de coraje.

A ella le hubiese gustado más generosidad, más lucidez, menos autocomplacencia. No la eterna cantinela de la lombriz enamorada de una estrella, que reprocha a la estrella que brille demasiado alto… Mordisqueaba el capuchón del bolígrafo y esperaba, impaciente, la hora en la que subiría a su casa.

Cuanto más escuchaba al señor Boisson, más se decía que su Jovencito, el de su novela, sería más generoso, se miraría menos el ombligo, que habría retenido algo más de esa maravillosa relación que una eterna comparación, esos eternos lamentos y esa cargante cantinela que decía que no había tenido suerte.

Cuanto más le escuchaba, menos ganas tenía de oírle.

Cuanto más escuchaba, más amaba a Cary Grant.

La señora Boisson iba a volver.

Cenarían los dos en silencio. Verían un programa en la tele, uno al lado del otro, cada uno en su sillón, sin hablarse, y se acostarían.

Y dentro de poco, él moriría.

Sin haber cambiado nada de su vida ni haber asumido el menor riesgo…

* * *