Se encontró ante la puerta del señor y la señora Boisson. Una gran puerta verde pino con dos bonitas bolas de cobre dorado. Un gran felpudo beige con un friso verde. Iba a llamar. Llamar a la puerta del Jovencito. Iphigénie le había puesto la petición en la mano y le había dicho es ahora, señora Cortès, ahora. No mañana ni pasado… Había mirado a Iphigénie, había vuelto a dudar, no sé si estoy preparada, no lo sé. ¡Vamos, vamos!, había dicho Iphigénie. No le cuesta nada. Usted le enseña la carta del administrador, enseña el texto que redactó y sólo pregunta si quieren firmar… Basta con obtener las firmas del edificio A y habremos ganado, señora Cortès, habremos ganado. ¡Qué se cree ese administrador! ¿Que puede hacer la ley de forma abusiva? ¿Que puede meter a su gallina en mi gallinero? ¿Cree que voy a inclinarme y dejarme hacer? ¡Vamos, vamos, señora Cortès!

—¿Ahora, Iphigénie? ¿Ahora? Tengo que prepararme… ¿Qué voy a decirles?

—Explicará el problema y, si la gente está satisfecha con mis servicios, firmarán. Al fin y al cabo no es tan complicado… Yo no tengo nada que reprocharme, saco brillo, encero, arreglo los pasamanos, cambio las bombillas, entrego el correo, recojo los certificados, riego las plantas en verano, baldeo los charcos de lluvia, dejo entrar el sol, me levanto a las seis todos los días para sacar los cubos de basura, los lavo a chorro, limpio los sótanos, ¡todo eso lo saben, a no ser que tengan los ojos llenos de mierda! Lamento ser grosera, pero hay veces que se me quitan las ganas de cuidar el lenguaje.

—Es que…

No estaba preparada para encontrarse con el Jovencito. La petición era cosa suya. La firmaba con las dos manos si era necesario, pero encontrarse cara a cara con el señor Boisson, el personaje de su novela… Dudaba. ¿Y si se negaba? ¿Y si montaba en cólera? ¿Y si le decía que no tenía derecho a leer esa libreta, que él la había tirado a la basura precisamente para que nadie la leyera? ¿Con qué derecho se inmiscuye usted en mi vida privada? ¿Con qué derecho? Y la echaría, derrotada, desposeída, con las manos y el corazón vacíos. No se recuperaría.

—Ya no cree usted en ello, ¿es eso? ¿Piensa que debería marcharme, que es normal que me tiren a la basura como a la piel de un plátano?

—No es eso, Iphigénie, no es eso…

—Entonces ¡venga! ¡Vamos! Yo subiré con usted si quiere, no digo nada, me quedo a su lado, recta como la Justicia…

—¡Oh, no! Ni hablar…

Quiero ir sola. Quiero entrar en su casa, sentarme con él, hablarle con dulzura, lentamente. Quiero que me escuche, y después que me diga…, que me diga… sí, señora Cortès, cuente usted esa historia, cuente mi historia, pero no diga que soy yo. No quiero que me puedan reconocer. Invente a otro hombre que haya tirado su vida a otro cubo de basura…

—Entonces…, entonces —repetía Iphigénie—, ¿sube usted?

Había dicho que sí, voy, y ya veremos.

Ya veré.

Había llamado a su padre. Le había dicho ¿vienes conmigo? ¿No me abandonas? ¡Ay! Hazme una señal, lo que sea, haz que una bombilla se apague de repente, que la televisión se encienda sola, que el botón del ascensor empiece a parpadear, que se declare un incendio en la escalera…

No hubo señal.

Había empezado por el señor y la señora Merson. El señor Merson no estaba, pero la cimbreante señora Merson, con un cigarrillo atrapado entre los labios, había dicho claro, firmaré, es genial, Iphigénie, me encanta que cambie de color de pelo todas las semanas, me alegra el día…

Pinarelli hijo también había firmado. ¿La portera? Me da completamente igual, pero hay que reconocer que hace su trabajo. Podría ser más redondita… pero no se le pide a una portera que se contonee, ¿verdad, señora Cortès?

Yves Léger también había firmado. Estaba hablando por teléfono, no tenía tiempo de discutir, ¿dónde hay que firmar, y para qué? ¿La portera? Es perfecta…

No quedaban más que el señor y la señora Boisson. Iphigénie estaba exultante, ¿ve usted, ve usted? Se lo había dicho, soy oro puro, hago mi trabajo como nadie y ¿sabe qué? Cuando tenga todas las firmas del edificio A, pediré un aumento. ¡Y zas! En toda la boca del administrador, que quiere colocar a su gallinita para echarse siestas indecentes en las horas de descanso, porque se trata exactamente de eso, señora Cortès, ¡ni más ni menos! ¡Siestas indecentes!

—Al señor Boisson le veré mañana… Es tarde, Iphigénie, es la hora de cenar. Van a empezar a cenar…

—Nanananana, ¡se desinfla usted tan cerca del final! ¡Venga, vamos! A los Boisson, el otro día, les hice un favor, les desatasqué la pila, ¡así que me lo deben!

Esperaba con los pies bien plantados. Empezaba a impacientarse.

—¡Pero bueno, señora Cortès, casi lo hemos conseguido!

—Bueno, de acuerdo —suspiró Joséphine, agotada de discutir—. Voy. Pero me espera usted en su casa, me deja usted paralizada con tanta presión…

—Menos mal que la presiono, señora Cortès, ¡porque de repente la encuentro a usted bastante acobardada! ¿De qué tiene miedo? Es lo que me pregunto. ¿Es porque él ha estudiado en la Politécnica? Pero si usted también ha hecho unos estudios largos y difíciles…

—Voy, pero usted me espera en la portería…

—De acuerdo —dijo Iphigénie haciendo su ruido de trompeta atascada—. Pero tengo una especie de presentimiento de que me va a dejar tirada por el camino…

—¡No, Iphigénie! He dicho que voy, y voy…

Iphigénie había bajado volviendo la cabeza para verificar que Joséphine no huía.

Era el momento de la verdad. El momento en el que se jugaba el todo por el todo…

El momento en el que Joséphine tendría derecho o no a escribir ese libro que se desplegaba en su interior. Se encontró ante la gran puerta verde con dos bolas de cobre.

Llamó.

Esperó.

Oyó una voz de hombre que preguntaba ¿quién es?

Respondió soy la señora Cortès, la señora del quinto.

Un ojo se pegó contra la mirilla.

Oyó el ruido de cerradura abriéndose. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas, un cerrojo, dos cerrojos, un pestillo, otro cerrojo más…

Abrió un hombre.

—¿El señor Boisson?

—Sí…

—Tengo que hablar con usted…

Él carraspeó. Llevaba una chaqueta de andar por casa de lana color burdeos con un cinturón de pasamanería burdeos y un fular gris alrededor del cuello. Estaba pálido, una piel tersa, casi transparente, bajo la cual se percibían los huesos. Mantenía la puerta entreabierta y la observaba.

—Es referente a la portera…

—Mi mujer no está, es ella la que se ocupa de eso… Vuelva en otra ocasión.

—Es importante, señor Boisson, sólo necesito su firma. Los demás han firmado, se trata de reparar una injusticia…

—Es que…

—Simplemente una firma, señor Boisson.

Le miraba fijamente. Así que es él, el jovencito que corría de alegría por los pasillos del metro porque descubría el amor… El que besaba el bigote de Geneviève, se saltaba las clases, bebía champaña con Cary Grant, compraba una bufanda de cachemira para un hombre que vivía al sol y suplicaba que le contratase como chófer o como chico para todo…

La hizo entrar en el salón. Una amplia habitación triste, con muebles contorneados, solemnes. Un aparador con vitrina en el que vio, ordenadas de extremo a extremo, copas de champaña. Sillones rígidos de respaldo incómodo y alfombras de Oriente extendidas sobre parqué encerado. La habitación era fría, triste. Había un periódico abierto sobre un sofá. Una única lámpara alumbraba la habitación. Había debido de interrumpirle mientras leía.

—Mi mujer se ha marchado a Lille a ver a su hermana… Estoy solo, habitualmente está ordenado…

—¡Oh! ¡Pero si todo está muy ordenado! —dijo Joséphine—. ¡Debería usted ver mi casa!

Él no sonrió. Preguntó qué podía hacer por Iphigénie y dijo que sí, que estaba muy contento con la portera. Un poco menos con su pelo. Esbozó una sonrisa como si repitiese una cosa de la que no estaba muy convencido. No es muy elegante en una portera llevar el pelo rojo, verde, azul, amarillo… pero, aparte de eso, no tenía nada que decir. ¿Dónde debía firmar? Joséphine le entregó la petición. Él leyó los demás nombres y añadió el suyo. Le devolvió el bolígrafo y la acompañó hasta la puerta.

—Se lo agradezco, señor Boisson, repara usted una injusticia…

Él no respondió, se dispuso a abrir la puerta.

Ahora o nunca, pensó Joséphine. Su mujer no está, se sentirá libre de hablarme.

—Señor Boisson, ¿podría dedicarme un momento?

—Iba a calentarme la cena. Mi mujer me ha dejado preparados unos platos…

—Es importante, muy importante…

Su cara mostró extrañeza.

—¿Hay otro problema en el edificio?

—No, es algo más delicado… Se lo ruego, tiene que escucharme… Es importante para mí.

Esbozó una sonrisa incómoda. La insistencia de Joséphine le irritaba.

—Yo no la conozco a usted…

—Pero yo sí le conozco…

Levantó la cabeza, asombrado.

—¿No nos vimos el otro día en la farmacia? Era usted, ¿verdad?

Joséphine asintió.

—No es lo que yo llamo conocerse —dijo, reticente.

—Y sin embargo yo le conozco… Mucho más de lo que pueda imaginar.

Pareció que dudaba, después le hizo una señal para que volviese al salón. Le señaló un asiento. Él mismo se sentó casi prudentemente sobre un sillón rígido y recto. Juntó las manos sobre las rodillas y dijo que la escuchaba.

—Bueno, pues ahí va… —empezó Joséphine enrojeciendo.

Se lo contó todo. Zoé, su desesperación por haber perdido su cuaderno negro, la búsqueda en la basura y el descubrimiento de la libreta. Él se llevó la mano a la boca y se puso a toser. Una tos seca, desgarradora, que resonaba en sus costillas. Cogió el vaso de agua que tenía sobre una mesita, bebió unos sorbos, se secó la boca con un pañuelo blanco y le hizo una señal con la mano para que continuara su relato.

Le costaba mantenerse tranquilo sobre su sillón y respiraba a trompicones.

—Su relato es magnífico, señor Boisson. Yo tenía la impresión de estar con usted. Les oía hablar a los dos y me sentía emocionada, mucho más emocionada de lo que puede usted imaginarse…

—Seguramente sus palabras exageran lo que piensa…

—Me sentí conmovida. No es una historia banal, reconozca usted que…

—¿Y es por eso que quería verme? ¿Quería saber qué aspecto tenía?

—Eso podía imaginármelo… Ya me había cruzado con usted en la escalera.

—Es cierto… y en la farmacia, el otro día, ¡me miró fijamente! Me sentí muy incómodo…

—Le pido perdón…

—Nadie está al corriente de esta historia, señora Cortès, ¡nadie! Y espero que nadie lo esté…

—No le delataré, señor Boisson. Quería decirle sólo que su historia es formidable… y que me ha aportado mucho.

Él la miró fijamente, asombrado.

—Y sin embargo es una historia bastante triste…

—Eso depende de cómo la interprete…

Sonrió tristemente.

—Es una historia bonita, la historia de una bonita amistad —dijo Joséphine.

—Que duró tres meses…

—Una bonita amistad con un hombre extraordinario…

—Es cierto. Era extraordinario…

—Pocos son los que han vivido este tipo de cosas…

—También es cierto.

Ella sintió que ganaba terreno. Que, abandonándose al recuerdo, él se enternecía.

—Era tan joven…

—Tengo que pedirle otra cosa, señor Boisson…

—Escúcheme, señora Cortès, la encuentro a usted un poco descarada… Llama a mi puerta con el pretexto de una petición…

—Pero no es un pretexto. Iphigénie está realmente amenazada…

—Ahora ya no lo está, ¿verdad? Puesto que he firmado y todos los habitantes del edificio A han firmado… Acabaremos de arreglar este asunto con el administrador el día de la reunión de propietarios. Es pronto, ¿verdad?

Decía continuamente «verdad». Lo usaba como coletilla.

—Sí. Dentro de quince días…

—Entonces nos vamos a despedir, señora Cortès. Se lo ruego, no insista. Estoy cansado, he tenido un día difícil…

Le sorprendió otro ataque de tos en medio de la frase y se llevó el pañuelo a los labios. Bebió un nuevo trago de agua. Joséphine esperó a que recuperara el aliento y preguntó:

—¿Puedo volver mañana?

—Sobre todo quiero que me devuelva esa libreta. Esta vez la quemaré…

—¡Oh, no! ¡No la queme!

—Pero, señora Cortès, haré lo que quiera con ella. Me pertenece…

—Ya no le pertenece sólo a usted, dado que yo la he leído y me ha fascinado cada línea. También me pertenece a mí…

—Exagera usted, señora Cortès. Le pido amablemente que se retire… Y que me prometa devolverme esa libreta para que pueda disponer de ella…

—¡Oh, no! Señor Boisson, no lo haga. Para mí es una cuestión de vida o muerte…

Él arqueó una ceja, con ironía.

—¡Ah! Francamente… Me parece que emplea palabras demasiado fuertes.

—Esa libreta ha cambiado mi vida. Se lo aseguro. No son palabras vanas.

—Estoy cansado, señora Cortès, cansado… Me gustaría cenar y acostarme.

—Tiene que prometerme que volverá a recibirme. Tengo que pedirle un grandísimo favor…

—Otra petición…

—No, algo más personal.

—Escuche, señora Cortès, estoy cansado de repetirle lo mismo una y otra vez. Ya tiene usted mi firma, ahora ¡váyase!

—No puedo…

—¿Cómo que no puede?

Parecía irritado, impaciente por verla marcharse. Se había levantado y le señalaba la puerta.

—Me moriré si me echa…

—¿Es un chantaje?

—No, es verdad…

Él levantó los brazos con un gesto de impaciencia e iba a decir algo cuando un nuevo ataque de tos le dobló en dos. Titubeó y tuvo que sentarse. Le señaló con el dedo una botellita sobre la mesa y murmuró treinta gotas, prepáreme treinta gotas en un vaso de agua. Joséphine cogió el frasco, contó treinta gotas, añadió el agua y le ofreció el vaso. Al lado del frasco estaba la receta con su larga lista de medicinas.

Él acabó de beber y le devolvió el vaso vacío, agotado.

—Déjeme, se lo ruego, remueve usted recuerdos terribles… Eso no es bueno para mí.

—Desde que lo leí, no he pasado un solo día sin pensar en él, sin pensar en usted… Vivo con ustedes, eso es lo que no comprende. No puedo dejarle sin hablarle antes… Usted puede estar callado y responderme por señas.

Parecía tan débil, tan pálido que se diría que era de cera. Que la vida se había apartado de él.

—Señor Boisson, no exagero cuando le digo que esa libreta ha cambiado mi vida… Usted no hable. Seré yo quien le cuente por qué.

Se lo contó. Aquel día en la playa de las Landas, cómo había estado a punto de morir, cómo había salido ella sola, cómo había cojeado toda su vida, siempre insegura, nunca convencida de hacer algo bien, siempre coja. Le contó su vida con Antoine, Hortense y Zoé, Iris, la muerte de Iris…

—Me dijeron que uno de los presuntos criminales había ocupado este piso —murmuró él con la mano en el pecho.

—Es cierto…

Habló de su madre, de Iris, de la belleza de Iris que la eclipsaba, de que también ella pensaba que era una lombriz, tampoco podía saber que era capaz de tenerse de pie… hasta que comprendió, leyendo la libreta negra, que había salido del agua sola. Igual que Archibald Leach se había convertido en Cary Grant, solo. Habló de su libro, Una reina tan humilde.

—Ni siquiera mi libro, me negaba a creer que había sido yo la que lo había escrito…

—Mi mujer lo ha leído… Le gustó mucho…

Él quiso volver a hablar, pero se ahogaba, y se abrazó el pecho con las manos.

—No hable. No diga nada. Es ahora cuando me gustaría pedirle un favor, un favor inmenso… Prefiero avisarle porque no me gustaría que tuviese otro ataque de tos…

Él se agarraba el pecho con las dos manos y respiraba con gran dificultad.

—Me gustaría escribir un libro partiendo de su libreta negra. Contar su historia, bueno, la de un joven que se enamora de una estrella, que quiere seguirle, ir a vivir con él…

—¡Pero eso no tiene ningún interés!

—Sí. Lo que le dice Cary Grant, o lo que siente usted… Es formidable. Es algo que engrandece, que transporta…

Él la miró con una sonrisita.

—Yo era ridículo, pero no lo sabía…

—No era usted ridículo, usted le quería y es bonito cómo le quería…

—¿Le molesta si me tumbo? Sentado me ahogo.

Fue a tumbarse sobre un pequeño canapé Napoleón III a rayas verdes y amarillas. Le pidió que le diera dos comprimidos con un vaso de agua. Dos gotas de sudor brillaban en su frente.

Ella esperó a que se instalase, a que bebiese su vaso de agua. Paseó la mirada por el salón. No habían pintado las paredes tras la marcha de los Van den Brock, y había zonas ennegrecidas junto a los tubos de la calefacción. El techo estaba agrietado. Todo parecía abandonado. Él le hizo una señal para que le diese una manta y un cojín que se puso debajo de la nuca. Su respiración se estabilizó, cerró los ojos. Joséphine creyó que iba a dormirse… Esperó. Pensó, no ha protestado cuando le he dicho que quería escribir un libro partiendo de su libreta. ¿Lo habrá oído?

Él volvió a abrir los ojos. Le hizo una seña para que acercase la silla.

—¿Quién es usted? —preguntó asombrado, con un brillo bondadoso en la mirada.

—Una mujer…

Él sonrió. Se puso la manta debajo del mentón. Constató que estaba mejor, estoy mejor cuando me tumbo…

—¿Nunca volvió a verle? —preguntó Joséphine.

Él asintió con un suspiro.

—Volví a verle mucho después. Fui a América con Geneviève… Se va usted a reír, ¡era nuestro viaje de novios! No lo hicimos enseguida, lo retrasamos bastante… y la llevé a ver a Cary Grant… Ridículo, ¿verdad? Estuve rondando su casa. Habíamos conseguido su dirección. Acabamos frente a la verja de su propiedad. Se había casado con esa Dyan Cannon…

—A usted no le gustaba mucho Dyan Cannon…

—No. ¡Y de hecho se divorciaron! No estuvieron casados mucho tiempo. Tuvieron una hija, Jennifer… Yo lo sabía todo de él porque lo leía en las revistas. Es la ventaja de enamorarse de un famoso… Siempre tienes noticias suyas ¡incluso si no quiere dártelas!

—Eso es una ventaja y un inconveniente, porque no consigues olvidarle…

—¡Oh! Pero yo no quería olvidarle. Recortaba todo lo que encontraba sobre él. Y Geneviève también… Hicimos unos cuadernos enormes llenos de fotos y recortes de prensa. Los quemé cuando me casé con mi segunda esposa… Ella no lo hubiera soportado, mientras que Geneviève… Geneviève…

—¿Le quería mucho?

—Nosotros no éramos los únicos que le esperaban ese día. Pero a mí me daba igual, me decía, me verá y me dirá hello, my boy! Y seré feliz… Geneviève estaba a mi lado, muy emocionada también… Había terminado siendo tan fanática como yo. Geneviève estuvo formidable, y yo me porté de un modo bastante lamentable con ella. Era una buena persona. Quiero decir que tenía buen corazón…

—Se nota que había complicidad entre ustedes dos…

—Hacía buen tiempo, aquella mañana, siempre hace bueno en California si uno olvida la capa de bruma que mancha el horizonte. Estuvimos mucho rato esperando, debíamos de ser unos diez. Llegó un joven al volante de un coche, tocó la bocina como si hubiese que abrirle inmediatamente, como si no soportase esperar. Bajó y llamó al portal de entrada. La puerta siguió sin abrirse. El guardia debía de estar ocupado… Entonces aparcó y esperó como nosotros. Pensé que estaba fingiendo que era un amigo para pasar delante de nosotros y me coloqué cerca de la verja para ser el primero…

Volvía a ser otra vez el joven que esperaba ante la residencia de Cary Grant. Su rostro se había relajado, sonreía, con la cara bajo el sol californiano.

—Al cabo de casi una hora, Cary salió en coche. Un bonito descapotable verde almendra con alerones plateados y tapizado de cuero rojo. Todavía hacían coches bonitos en aquella época, debían de ser los años setenta, 1972, creo… Hizo una señal con la mano, con mucha amabilidad, debo decir, nos sonrió, una sonrisa enorme y preciosa con su hoyuelo en el mentón y sus ojos cálidos, dulces, bondadosos… Yo estaba allí, me había separado un poco de Geneviève. Quería que me viese solo, creo que incluso pensé que habría quizás una posibilidad de que…

—…

—De que me dijera hello, my boy! ¿Qué haces aquí? ¿Qué es de tu vida? Ven conmigo… ¡Y le hubiese seguido! ¡No lo habría dudado ni un segundo! ¡Habría dejado plantada a Geneviève y me hubiese marchado con él! Tuve esa ilusión. Avancé, me miró, agitó la mano y dijo hello, my boy! ¿Qué haces aquí? Y creí que iba a desmayarme… Dije Cary, ¿me reconoce usted, me reconoce? ¡Hacía diez años que no le había visto! ¡Y me reconocía! Me quedé con los pies clavados al suelo por el estupor. Duró unos segundos pero para mí duró un año, dos años, diez. Reviví toda mi vida en un abrir y cerrar de ojos, me dije abandono París, abandono los Carbones de Francia, abandono a Geneviève, lo abandono todo y me vengo a vivir con él. Miré su propiedad por encima del muro y me dije aquí está mi nueva casa, mi nueva vida, habrá que arreglar ese trozo de tejado, le falta una teja… Era feliz, feliz, tenía la impresión de que mi corazón iba a explotar, que ya no me cabía en el pecho… Y entonces, aquel joven impaciente avanzó, Cary bajó del coche, le cogió del brazo, le dijo come on, my boy! y otras cosas del tipo ¿qué haces aquí? ¿No te han abierto? Baldini debía de estar ocupado, tenemos un problema con la piscina… ¡No me había visto! Pasó a mi lado para coger del brazo al joven impaciente… Me rozó. Sentí su manga en el brazo… Bajé la vista, no quise cruzarme con su mirada, no quise que sus ojos pasaran sin verme. O que me dedicase una sonrisa mecánica, su sonrisa en la pantalla… Fue horrible, no pude volver a coger el volante del coche alquilado. Fue Geneviève quien condujo hasta el hotel. Yo estaba destrozado. Sin aliento, sin vida, sin nada… Me pasé el resto de las vacaciones en la cama, no quise ver nada, ni comer nada, ni hacer nada… Como si hubiera muerto.

Lanzó un suspiro largo y ronco, volvió a toser, sacó el pañuelo y escupió dentro.

—Y es ahora cuando voy a morirme, pero me da igual, si supiese usted lo poco que me importa…

—¡No! ¡Usted no va a morirse! ¡Yo le ayudaré a vivir!

Él soltó una risita crispada.

—¡Qué pretenciosa es usted!

—No. Tengo un proyecto. Un proyecto con usted, con Cary Grant y conmigo…

—Voy a morir. Me lo ha dicho el médico. Cáncer de pulmón. Me quedan tres meses. Seis como mucho… No le he dicho nada a mi mujer. Me da igual. Completamente igual. He sido un fracasado toda mi vida y ni siquiera sé si es culpa mía… No estaba preparado para esa oportunidad, no estaba preparado para gobernar mi vida. Me habían enseñado a obedecer.

—Como a muchos niños de su época…

—Por él hubiese tenido todo el valor del mundo, por mí no he tenido ninguno. Hubiese sido su criado, su chófer, su secretario, quería estar cerca de él, a todas horas… Cuando se marchó de París, fue el final. El final de mi vida. Tenía diecisiete años… Es una idiotez, ¿verdad? Me quedaban mis recuerdos, esa libreta negra que releía a escondidas… Mi mujer, mi segunda mujer, quiero decir, no sabe nada. Lo ignora todo de mí, de hecho. Ni siquiera sé si le preocupa cuando me oye toser. Parecía usted más preocupada que ella hace un rato… Quizás por eso se lo he contado. Y además…, es curioso pensar que una extraña conoce tu secreto más íntimo. Produce cierto escalofrío…

Joséphine pensó en Garibaldi, que había investigado sobre él, y no se sintió orgullosa.

—La vida me ha jugado curiosas pasadas… Intimo con desconocidos y en cambio soy un enigma para mi familia. Resulta curioso, ¿verdad?

Soltó la risita de un hombre que se contiene para no toser.

—Me da igual morirme… Estoy cansado de estar en la tierra, cansado de fingir. La muerte será para mí un alivio, el final de una mentira. Me he pasado la vida fingiendo. Sólo Geneviève sabía quién era yo. Perdí mucho al perderla. Ella ha sido mi única amiga… Con ella no necesitaba aparentar… ¿Quiere que le confiese algo terrible? Ahora todo me da igual, puedo contarlo todo… Nunca hicimos el amor, Geneviève y yo. Nunca…

—…

—Cuando murió, se llevó el pasado con ella. En cierta forma, yo me sentí aliviado. Me dije que por fin iba a poder pasar página… ¡La desaparición del último testigo molesto! Pero Cary Grant seguía vivo, sabía de él por la prensa, se había retirado del cine, trabajaba para Fabergé, se había convertido en el representante ideal de una firma de cosméticos… Se había vuelto a casar. ¡Por quinta vez!

—¿Y nunca más volvió a amar a nadie?

—Nunca más. Me centré en mi vida profesional. Conocí a un hombre que me ayudó mucho en mi carrera, que me aconsejó que volviera a casarme. Pensaba que los hombres solitarios no inspiran confianza. Me casé con Alice, mi actual esposa. No sé cómo conseguí tener dos hijos. Para ser como todo el mundo, seguramente. Eso es todo lo que me quedaba en la vida, ser como todo el mundo… Tengo dos hijos, planos y apagados como yo. Dicen que se parecen a mí. Eso me da escalofríos… No quería que encontraran la libreta negra. ¡Su padre enamorado de un hombre! ¡Qué escándalo! Mi mujer me daba igual, a decir verdad. Puede pensar lo que le dé la gana, me importa poco… ¿Está usted casada?

—Soy viuda…

—¡Oh! Le ruego que me perdone…

—No se disculpe… Soy divorciada y viuda del mismo hombre. Yo tampoco sé por qué me casé… Era una jovencita tímida que creía que no tenía derecho ni a respirar. Me parezco mucho a usted. Por eso quiero escribir su historia y me gustaría que me ayudara contándome lo que no escribió en la libreta negra…

Él miró a Joséphine y le tendió la mano. Ella la cogió; era fría, delgada, fina. La apretó para transmitirle calor.

—Es demasiado tarde —dijo el señor Boisson—, es demasiado tarde…

* * *