Joséphine abrió la ventana del salón y se instaló en el balcón. La noche era luminosa, alumbrada por una luna que parecía sonreír con una gran sonrisa de chica feliz. La luna sonríe a menudo mirando a la tierra. Se podría pensar que se está burlando, si no mostrara esa dulce bondad tranquilizadora.
Necesitaba mirar las estrellas, hablar con su padre. Ese mismo día había leído un artículo sobre Patti Smith en Le Monde. Había retenido esta frase de Pasolini, citada por la cantante, «no es que los muertos no hablen, es que hemos perdido la costumbre de escucharles». Patti Smith se paseaba por los cementerios y hablaba con los muertos. Joséphine había soltado el periódico y había pensado que había perdido la costumbre de hablar con su padre.
Esa misma noche cogió su edredón y fue a sentarse en el balcón, seguida de Du Guesclin que no se separaba un palmo de ella. Allá donde iba, la seguía. Esperaba detrás de la puerta del servicio, de la del cuarto de baño, y si ella se desplazaba para abrir o cerrar una ventana, encender o apagar la radio, rectificar el pliegue de una cortina, limpiar el interior de la nevera, la acompañaba. Debía de tener miedo de que le abandonara y se aplicaba en seguir sus pasos.
—¿Sabes qué, perrito? Te estás volviendo un poco pesado…
Él la miró con tanto amor que se arrepintió de haberle llamado pesado y le rascó las orejas. Él gimió, ella se excusó, había olvidado su otitis. La inflamación pasaba de un oído a otro y no dejaba de cuidarle, de limpiarle el pabellón irritado, de echarle gotas, de cogerle en brazos para que no se moviese y las gotas penetrasen.
En el cielo negro brillaba un millar de estrellas que relucían como si estuvieran hablando entre ellas. Eso provocaba un ruido de luces ensordecedor. Localizó la Osa Mayor, se concentró sobre la última estrellita al final de la cola y llamó a su padre.
Había que esperar un rato a que respondiese.
Y lo hacía enviando breves destellos.
Le dio las gracias por haberle enviado la libreta negra del Jovencito.
—He comprendido algo… Algo importante… ¿Recuerdas ese día en la playa de las Landas? ¿Ese día en el que me abrazaste y me estrechaste con mucha fuerza, llamando a Henriette criminal? He comprendido que, ese día, salí del agua yo sola. Yo sola, papá… Nadie me ayudó a alcanzar la orilla… Y, después, me he pasado la vida saliendo de aguas embravecidas sola. Pero no lo sabía… ¿Te das cuenta? No daba ninguna importancia a lo que hacía… Así que no podía felicitarme, consolarme, tener confianza en mí…
Creyó ver que la última estrellita se encendía y se apagaba. Destellos largos y breves, como si le hablara en morse.
—Ahora tengo menos miedo… ¿Recuerdas el miedo que sentía cuando me encontré con Hortense y Zoé en el piso de Courbevoie, sin dinero, sin marido, sin la menor idea de lo que iba a pasarme?[82] Ya no tenía ganas de leer, ni de escribir, ni de estudiar… Me dejaba arrastrar por la vida, por la gente que me maltrataba, por las facturas pendientes. ¿Recuerdas cómo me dirigía a ti, por las noches, en el balcón de Courbevoie, al acecho de una señal, de una respuesta, y recuerdas que tú me hablabas, que me infundías valor? Era un diálogo entre tú y yo… Nunca se lo conté a nadie. Hubiesen pensado que estaba loca…
Le pareció que la estrellita había dejado de parpadear y brillaba de forma continua. Eso la llenó de valor:
—Ahora estoy mejor, papá…, mucho mejor… He dejado de dar vueltas, de dudar, de compararme con Iris, de sentirme inútil. He encontrado una idea. Una idea para un libro. Y está escribiéndose dentro de mí. Yo lo alimento, lo riego, recojo todo lo que encuentro en la vida, todos los ínfimos detalles que nadie ve, que nadie quiere, y los vierto en el libro…
Du Guesclin oyó una alarma de coche en la calle y ladró.
Joséphine sacó un brazo fuera del calor reconfortante del edredón, lo sujetó por el collar y lo llamó al orden.
—¡Vas a despertar a todo el mundo!
Él se calló, miró fijamente un punto en la noche, erguido sobre las patas, dispuesto a saltar al cuello del enemigo.
Joséphine levantó la mirada hacia la noche negra. Un velo blanco y liso se deslizaba sobre el cielo formando una larga capa de seda que atenuaba el brillo de las estrellas.
—Me sienta bien tener un proyecto. Por las noches, cuando me acuesto, me digo que he hecho algo, he utilizado mi inteligencia, mi ciencia para el trabajo. He encontrado una historia… La del Jovencito y Cary Grant, sobre lo que nos da la vida en sus inicios y sobre lo que hacemos de ella en el curso de los años. El valor obstinado de Archibald Leach para convertirse en Cary Grant y las dudas del Jovencito. No sé cómo lo voy a conseguir, pero lo intentaré… Eso me hace feliz. ¿Me entiendes?
Ella sabía que él la comprendía aunque no estaba segura de que la estrella siguiera parpadeando. Él estaba a su lado. La envolvía con sus brazos, apoyaba la mejilla contra la suya.
Y preguntó en voz baja:
—¿Y Philippe? ¿Qué papel tiene en todo esto?
—Philippe… Pienso en él, ¿sabes?
—Y…
—Te diré lo que voy a hacer y tú sólo tienes que parpadear un poco, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Sentía una extraña emoción al hablarle así. Cuando murió, una noche de 13 de julio mientras los fuegos artificiales y los bailes populares estallaban por toda Francia, en todos los pueblecitos de Francia, ella tenía apenas diez años. Los dos llevaban dentro el recuerdo de aquella tarde en la playa de las Landas, pero nunca hablaban de ello. Habrían tenido que pronunciar frases terribles. Frases que acusan, que levantan lodo, que manchan a los protagonistas. Así que callaban. Él la cogía de la mano, la llevaba, caminaban juntos, mudos. Él había perdido la costumbre de hablar, se le había hecho un nudo en la lengua.
La muerte había deshecho ese nudo.
Inspiró profundamente y exclamó:
—Voy a ir a Londres… Sin decirle nada. Una noche, como una sombra, iré a rondar cerca de su casa. Será una hermosa noche de una oscuridad azul, el salón estará iluminado, él estará sentado leyendo, hablando o riendo, le imagino feliz…
—Y después…
—Recogeré piedrecitas pasando la mano a través de la verja del parque y las lanzaré contra la ventana… Suavemente, un ruido de lluvia de verano… Él abrirá la ventana, se inclinará hacia la oscuridad para ver quién es lo bastante loco para lanzar piedrecitas sobre sus hermosas ventanas iluminadas.
Orientó la cara hacia la noche y representó la escena.
Él abre la ventana y se inclina hacia la calle. No hay nadie en la acera. Gira la cabeza a izquierda y derecha, duda. Están las farolas, su pálido halo luminoso, las macetas de flores, en las que se mezclan helechos y geranios, balanceándose suavemente, formando vacilantes manchas de color.
Escruta la oscuridad. Se dispone a cerrar los dos batientes cuando oye una vocecita:
—Philippe…
Se inclina, escudriña de nuevo, pero esta vez poniendo mucha atención, registrando todas las sombras, todas las manchas negras; sus ojos desmenuzan los arbustos y los árboles, la verja negra que rodea el parquecito, el espacio entre los coches aparcados a lo largo de las aceras. Atisba una silueta en la noche. Un impermeable blanco, una mujer. Una mujer a la que cree reconocer… Parpadea, piensa no es posible, ella está en París, no responde a mis cartas, a las flores que le envío y pregunta:
—¿Eres tú, Joséphine?
Ella se sube el cuello del impermeable blanco, lo cierra con las dos manos. Tiembla al haber oído su voz. Tiene las manos frías, está nerviosa. Le da vergüenza estar esperándole en la calle. Insistir como una mujer que se impone. Después la vergüenza se desvanece. Un escalofrío de júbilo le obliga a apretar los dientes, pero consigue sonreír y lanza en un suspiro:
—Sí.
—¿Joséphine? ¿Eres tú?
Él no da crédito. Ha esperado demasiado para pensar que está ahí. Ha aprendido a ser paciente, humilde, despreocupado, ha aprendido a quitarse tantas cosas de encima…, se dice que no es posible, quiere volver a cerrar la ventana, pero se inclina más para escuchar la oscuridad.
—Soy yo —repite ella ajustándose el cuello del impermeable.
Él piensa que no está soñando. O que se ha vuelto loco. En ese instante, sólo depende de él ser un hombre razonable, un hombre que vuelve a cerrar la ventana y regresa a su sitio en el salón iluminado encogiéndose de hombros. Un hombre que no cree que una mujer pueda esperar en plena noche y lanzar piedrecitas contra los cristales para decirle que ha cruzado el canal de la Mancha para volver a verle.
Se da la vuelta. Ve a Becca y a Alexandre en una esquina del salón, están viendo la televisión. Dottie se ha marchado por la tarde, ha dejado una nota sobre la cómoda de la habitación. Ha encontrado un nuevo trabajo, vuelve a vivir en su casa. Le agradece haberla alojado. Le hubiera gustado quedarse, pero ese no era su sitio, lo sabe. Lo ha comprendido. Una nota melancólica, pero una nota diciendo que se va. Él no siente tristeza al leer esas palabras. Siente alivio. Agradece que se haya marchado sin montar una escena ni derramar lágrimas.
Hace un último intento, el intento de un hombre insensato que cree en las apariciones que lanzan piedras, y se dirige nuevamente a la noche negra, a la acera donde quizás no hay nadie.
—Has venido…
—Aquí estoy…
—¿Tú? ¿Eres tú de verdad?
Se inclina por encima del balcón. Dobla todo el cuerpo, busca, escudriña, inventa quizás.
—Estoy aquí —vuelve a decir ella—. He venido a decirte que ya no tengo miedo.
Así que es ella, es su voz. Ahora está seguro.
—Espérame, bajo…
—Te espero…
Siempre ha sido así, siempre le ha esperado.
Incluso cuando ella no lo sabía.
—Eso es lo que pasará, ¿verdad, papá? Dime. No dices nada, y sin embargo sabes lo que va a pasar…
—No soy un adivino que lee la buenaventura, Joséphine, no puedo revelarte más detalles sobre lo que te espera…
—Compréndelo, no querrá encontrarse conmigo con todo el mundo a su alrededor… Bajará, yo le esperaré en la acera. Me habré puesto esa falda tan bonita que se balancea cuando camino, mi jersey blanco con grandes topos negros, bailarinas para andar sin tropezar y mi impermeable blanco con el que puedo esconderme un poco levantando el cuello. Mi corazón latirá con fuerza. Tendré menos miedo en la oscuridad. Menos miedo de ruborizarme, de que me sude el pelo… Por mucho que digamos que estamos curados, que somos valientes, siempre nos comportamos con cierta torpeza… Él abrirá la puerta de la calle, bajará los escalones dudando, todavía no habrá comprendido que es cierto, y dirá varias veces ¿Joséphine? ¿Joséphine? Y yo avanzaré lentamente. Caminaré hacia él como al final de una película. Me abrazará, me llamará loca y me besará… Un beso cálido, largo, tranquilo, un beso de reencuentro. Lo sé… No le he perdido, papá, acabo de encontrarle. Y voy a ir a Londres… Ahora estoy segura. Siempre es bueno tener algo que imaginamos, que esperamos con el corazón latiendo con fuerza. Es cierto que, a veces, es algo que te sube demasiado alto y te rompes la crisma… Pero creo que él me espera en lo alto de la escalera…
Envió un beso a la noche, se rodeó los hombros con los brazos, se balanceó sobre el suelo duro del balcón, buscó la pequeña grieta que rascaba con el dedo y que la tranquilizaba.
La estrellita al final de la cola parpadeaba débilmente. Él se marchaba. Joséphine se apresuró a decir lo que todavía le rondaba por la cabeza:
—Pero antes, antes… tengo que hablar con el Jovencito. Ahora es viejo… ¡Oh! No tan viejo…, pero es viejo mentalmente, porque ha renunciado. Ha renunciado a la llama que hubiera iluminado su vida… Querría que me explicara por qué. Me gustaría comprender cómo ha podido pasar toda la vida alejado de su sueño sin intentar encontrarlo.
—Sin embargo, eso es lo que tú has estado a punto de hacer —suspiró su padre.
Quiero que me cuente… con sus propias palabras. Quiero que sepa que no ha vivido esa historia en vano, que me ha rescatado de las aguas de las Landas, que todavía puede salvar a otros. A personas que no se atreven, que tienen miedo, personas que se repiten continuamente que es vano esperar. Porque eso es lo que nos han dicho, ¿verdad? La gente que sueña es motivo de burla, se les regaña, se les fustiga, se les hunde la nariz en la realidad, se les dice que la vida es fea, que es triste, que no hay porvenir, que no hay lugar para la esperanza. Y se les golpea la cabeza para que retengan la lección. Se les inventa necesidades que no necesitan y en las que se gastan todo el dinero. Se les mantiene prisioneros. Se les encierra con siete llaves. Se les prohíbe soñar. Crecer, erguirse… Y sin embargo… Sin embargo… Si no tenemos sueños, no somos más que pobres humanos con brazos sin fuerza, piernas que corren sin saber adónde van, una boca que traga aire, ojos vacíos. El sueño es lo que nos acerca a Dios, a las estrellas, lo que nos hace más grandes, más hermosos, únicos en el mundo… Una persona sin sueños es alguien tan pequeño… Tan pequeño, tan inútil… Da pena ver a una persona que sólo tiene lo cotidiano, la realidad de lo cotidiano. Es como un árbol sin hojas. Hay que poner hojas en los árboles. Pegarles un montón de hojas para que se conviertan en árboles altos y hermosos. Y si por casualidad hay hojas que caen, se añaden otras. Más y más, sin desanimarse… Las almas respiran en el sueño. La grandeza del hombre se cuela en el sueño. Hoy ya no respiramos, nos ahogamos. Hemos suprimido los sueños, como hemos suprimido el alma y el Cielo…
Ya no era ella la que hablaba, sino su padre quien le dictaba las palabras, le daba una razón para creer, para esperar, para poner hojas a los árboles.
Pasolini tenía razón. Los muertos hablan a todas horas, somos nosotros los que no buscamos tiempo para escucharles…
* * *