Dottie encontró a Becca en la cocina. Estaba preparando la cena, había abierto su libro en la página de los crumbles. Fruncía el ceño mientras leía una receta, las manos enharinadas. Dottie se preguntó si era un buen momento para hablar con ella.
—¿Philippe no está?
—Ha llevado a Alexandre al dentista…
—¿Ha dicho cuándo volvería?
—No…
—¿Puedo hablar contigo, Becca?
—No es precisamente un buen momento, me estoy lanzando a hacer un postre… ¿Es grave?
—Sí.
—Ah…
Becca colocó un cuchillo entre las páginas del libro para no perder la receta, apartó las manzanas, la harina y el azúcar moreno, dejó las dos manos suspendidas en el aire como dos candelabros blancos y posó sus ojos azules sobre Dottie.
—Te escucho…
Dottie se armó de valor y dijo:
—Me voy a tener que marchar, ¿verdad?
Los dos candelabros, sorprendidos, no se movieron.
—…
—Él ya no me mira. Ya no me habla. Ya no me toma en sus brazos por las noches cuando tiene pesadillas. Ya no siento cómo me rodea con sus brazos… Antes era yo quien le consolaba… Me estrechaba contra sí para que le amarrara al suelo, yo me decía me necesita, me necesita unas horas durante la noche, y esas horas, Becca, me hacían feliz durante el resto del día…
Hizo una pausa y murmuró:
—Ya no me necesita.
—…
—Se ha tranquilizado gracias a ti, Becca. Yo no sirvo para nada. No tengo nada que ver con el hecho de que se encuentre mejor…
—…
—Tenía tantas esperanzas, tantas…
—…
—Le quiero, Becca. Quiero a ese hombre. Pero él no me ha mentido. No se ha burlado. Nunca ha pretendido que me quería… ¡Ay, Becca! ¡Estoy tan triste!
—…
—Es la otra mujer, ¿verdad? Esa Joséphine…
Becca escuchaba como sólo ella sabía hacerlo. Con sus oídos, sus ojos, su corazón, su ternura. Y sus dos manos como candelabros blancos.
—¿Has encontrado trabajo? —le preguntó con voz dulce, sin reproches.
—Sí…
—Y no has dicho nada…
—Quería quedarme aquí…
—Lo había adivinado… y él lo sabe también, seguramente. No se atreve a decírtelo. Ya sabes que los hombres no son ningunos campeones enfrentándose a las cosas…
—¿La ha vuelto a ver?
—No es sólo esa mujer, Dottie… Está cambiando. Y lo está haciendo solo… Es un buen hombre.
—Lo sé, lo sé, ¡ay! Becca…
Se echó a llorar y Becca le abrió los brazos apartando las manos para no cubrirla de harina.
Dottie, abrazada a Becca, se dejó llevar.
—¡Le quiero tanto! Pensaba que terminaría olvidándola, que se acostumbraría a mí… Yo intentaba ser liviana para ocupar el espacio de una pluma. ¡Ay! Sé muy bien que no soy tan buena como ella, tan guapa, brillante, elegante… Yo no soy tan perfecta… pero pensaba que tenía una oportunidad…
Se sonó, se apartó de los brazos de Becca. Después, de pronto, estalló, dio un grito, dio golpes sobre la mesa, golpes a los armarios, golpes al frigorífico, golpes a las sillas, a las manzanas, al azúcar y a la harina.
—¿Y por qué me disculpo, encima? ¡Me paso el día disculpándome! ¿Por qué pienso que no valgo nada? ¡Que no le llego ni a la suela del zapato! ¡Que él es tan bueno conservándome a su lado, haciéndome un pequeño sitio en su cama! Yo lo he cambiado todo para gustarle. ¡Todo! He aprendido a apreciar los buenos cuadros, las palabras adecuadas, los cubiertos de pescado, la espalda recta, el vestido negro para ir a un concierto, los aplausos con las yemas de los dedos, la sonrisa educada ¡y no es bastante! ¿Qué es lo que quiere? ¿Qué es lo que quiere? ¡Sólo tiene que decírmelo y se lo daré! Se lo daría todo para que me llevase con él. Quiero que me ame, Becca, ¡quiero que me ame!
—Esas cosas no se deciden. Te quiere mucho…
—Pero no me ama. No me ama…
Becca puso en su sitio las manzanas, recogió la harina y el azúcar, se enjuagó las manos y los antebrazos bajo el grifo y se secó con el trapo colgado de la barra del horno.
—Así que voy a tener que volver a mi casa… Sola… ¡Ay! Qué poco me gusta la idea… Ese instante en el que voy a encontrarme en mi pequeño apartamento sin él, sin vosotros. En el que encenderé la luz al volver por la noche y no habrá nadie… Me sentía tan feliz aquí…
Se sentó y lloró sin hacer ruido, la nariz aplastada contra la mano, los hombros caídos.
Becca hubiese querido ayudarla, pero sabía que no cambiaría el curso del deseo y el deseo no quería saber nada de Dottie.
Le tendió un cuchillo.
—Ayúdame. Pela las manzanas, córtalas en cubos grandes… Cuando el corazón flaquea hay que ocupar las manos. Es el método más eficaz de aliviar la tristeza.
—Tendrás que llevar un aparato, ¿te molesta mucho? —preguntó Philippe a Alexandre cuando volvían a casa en coche.
—Tengo que hacerlo… —suspiró Alexandre, observando el perfil de su padre—. ¿Tú llevaste uno?
—No.
—¿Y mamá?
—No creo… Nunca se lo pregunté…
—¿No se hacía en vuestra época?
—¿Quieres decir hace cien años?
—No he querido decir eso… —protestó Alexandre.
—Lo sé. Estaba bromeando…
—Mamá será joven para siempre, ahora…
—Le hubiese gustado esa idea…
—¿Cuál es tu mejor recuerdo de ella?
—El día que naciste…
—Ah… ¿y cómo fue?
—Estábamos tu madre y yo en la habitación de la clínica. Habíamos puesto el colchón en el suelo y habíamos pasado la primera noche los dos abrazados y tú en medio. Teníamos mucho cuidado de no aplastarte, nos apartábamos para hacerte sitio y sin embargo nunca estuvimos tan cerca. Esa noche supe precisamente lo que significaba «ser feliz».
—¿Tan bien te sentías? —preguntó Alexandre.
—Me hubiese gustado que esa noche durase eternamente…
—Eso quiere decir que nunca serás tan feliz como entonces…
—Eso quiere decir que seré feliz de forma distinta… pero que esa felicidad permanecerá en la cumbre de todas mis felicidades…
—Me alegro de formar parte de ella, aunque no lo recuerde…
—A lo mejor sí que lo recuerdas y no lo sabes… ¿Y tú? —se atrevió a preguntar Philippe—. ¿Cuál ha sido tu mayor felicidad?
Alexandre reflexionó mordisqueándose el cuello de la camisa. Era una costumbre que había adoptado recientemente.
—Hay varios momentos felices, todos diferentes…
—¿El último, por ejemplo?
—Cuando besé a Annabelle en el semáforo, al volver del liceo… Fue mi primer beso de verdad y creo que, yo también, me sentí el rey del mundo…
Philippe no dijo nada. Esperaba que Alexandre precisara quién era Annabelle.
—Cuando besé a Phoebe, no fue tan fuerte, y con Kris estuvo bien pero también diferente… ¿Crees que podré besar a una chica con el aparato? ¿No le molestarán todos esos hierros en los dientes?
—Te besará por tu forma de escucharla, de mirarla, de contarle historias, por un montón de cosas que verá en ti… y que, a lo mejor, tú ni siquiera sabes…
—Ah… —dijo Alexandre, asombrado.
Se calló. La respuesta de su padre provocó mil preguntas en su cabeza.
Philippe pensó que nunca había tenido una conversación tan larga, tan íntima con su hijo, y se sintió feliz. Un poco como sobre aquel colchón en el suelo de la clínica cuando, durante una noche, había sido el rey del mundo.
Hortense Cortès se odiaba.
Tenía ganas de abofetearse, de clavarse en la picota, de no volver a dirigirse la palabra. De mofarse de una estúpida llamada… Hortense Cortès.
Acababa de dejar pasar la oportunidad de su vida.
Y era totalmente culpa suya.
Nicholas la había llevado a París a ver el desfile de Chanel. ¡Chanel!, había gritado ella, ¿Chanel de verdad? ¿Y el auténtico Karl Lagerfeld en el escenario?
—Y la oportunidad de conocer a Anna Wintour —había añadido Nicholas colocándose su corbata pomelo y rosa—, yo estoy invitado al cóctel después del espectáculo y tú vendrás también…
—¡Oh, Nicholas! —había balbuceado Hortense—. Nicholas, Nicholas… ¿Cómo agradecértelo?
—No me lo agradezcas. Si te doy un empujón hacia delante, es porque sé que puedo hacer algo de ti y que, un día u otro, me aprovecharé de ello…
—¡Mentiroso! ¡Es porque estás locamente enamorado de mí!
—Eso es precisamente lo que decía…
Cogieron un Eurostar a París a las siete y doce de la mañana. Se habían levantado a las cinco para analizar su atuendo y estar a la altura del acontecimiento. Saltaron dentro de un taxi en la estación del Norte. ¡Rápido! ¡Al Grand Palais!
Hortense, el ojo pegado al espejo de su polvera Sisheido azul, preguntó diez veces a Nicholas ¿qué tal estoy? ¿Qué tal estoy?
Diez veces él respondió divina, divina…
Se lo preguntó por undécima vez.
Enseñaron su invitación a la entrada del Grand Palais.
Hicieron cola para colocarse en la gran sala bajo la enorme vidriera, girando la cabeza a un lado y a otro para no perderse nada del decorado y de las personalidades presentes. Había tantas que Hortense renunció a reconocerlas. El desfile fue deslumbrante. El decorado representaba la tienda de la calle Cambon, reducida a las medidas de un quiosco de música. Réplicas gigantes de bolsos acolchados, de botones, de lazos, de sombreros Chanel, de collares de perlas colgaban de las paredes del quiosco. Todo era blanco, elegante; las modelos desfilaban, impecables.
Hortense había aplaudido a rabiar.
Nicholas se había inclinado hacia ella y había murmurado:
—Modera tu entusiasmo, querida, van a pensar que he traído a mi prima la del pueblo…
Ella había adoptado inmediatamente un aire de desgana y había bostezado abanicándose con su invitación.
Durante el cóctel, se había abierto paso a codazos y había llegado a la altura de Anna Wintour. Había que actuar deprisa. Anna Wintour no se quedaría allí mucho tiempo, no se mezclaba demasiado con el vulgum pecus.
Hortense había franqueado la barrera de seguridad que formaban los dos guardaespaldas. Se había presentado como periodista y había declarado:
—Me gustaría saber si piensa que la recesión va a influir en los desfiles de esta semana de París o, para ser más explícita, si la crisis financiera puede arruinar no sólo el volumen de pedidos de las casas de moda, sino también la moral y la imaginación de los diseñadores.
Estaba muy orgullosa de su pregunta.
Anna Wintour había vuelto hacia ella su mirada ciega tras sus gruesas gafas negras.
—Mmmm… Déjeme pensar… Le responderé cuando esté lo suficientemente segura de haberla entendido…
Y le había dado la espalda haciendo una señal a sus guardaespaldas para que la librasen de esa pesada.
Hortense se había quedado con la boca abierta y una sonrisa idiota en los labios. Humillada. Había sido humillada por Anna Wintour. Su pregunta era estúpida. Larga, pretenciosa, artificial.
Acababa de quedar en ridículo delante de la única persona en el mundo a la que hubiese querido impresionar. Pensó que eso era exactamente «ser ridículo»: querer ser más amable, más original, más inteligente cuando no se tienen los medios, y quedar en evidencia delante de todo el mundo.
El mes de mayo llegaba a su fin, Liz se marcharía a Los Ángeles y a Gary no le desagradaba la idea. Era el tipo de chica que clamaba por su independencia, rechazaba el dominio del macho, tiraba los ramos de flores a la basura, sacaba su lengua perforada si le sostenían la puerta, pero también empleaba el «nos» conyugal sin parar, había, crimen supremo, colocado el cepillo de dientes cerca del suyo y había llevado la parte de arriba de su pijama a su casa.
¿La de abajo? No llevaba.
Él contaba los días que faltaban para el 27 de mayo.
Ese día, la metió en un taxi al aeropuerto, cerró la puerta, esperó a que el vehículo amarillo hubiese girado al final de la calle 74 y lanzó un grito de alegría que hizo que más de un peatón se volviese a mirarle.
Esa misma noche, era viernes, fue a festejarlo con Caillebotte, así era como llamaba a Jérôme. En el Village Vanguard conoció a una mujer magnífica. Una auténtica mujer con patas de gallo y grandes ojos tristes. Morena, hastiada, alta, que bebía whisky a palo seco y llevaba brazaletes de colgantes. La llevó a su casa y la metió en su cama. Aquello provocó un ruido de cascabeles y suspiros. Abrieron los ojos hacia las doce. Ella le gustaba mucho. Había en su mirada un velo de tristeza que la llenaba de misterio. Le confesó que tenía algunos años más que él, él respondió que le parecía bien, que estaba cansado de ser joven. Fornicaron hasta las cuatro de la tarde. Ella le gustaba cada vez más. Se imaginaba besos crápulas, cenas con velas, reflexiones sobre el amor y el deseo, la libertad y la facultad de elegir sus obligaciones, el hombre que lo sabe todo y no comprende nada, el hombre que no sabe nada y lo comprende todo… Hasta que ella le preguntó, mientras se abrochaba el sujetador, si podía acompañarla: tenía que ir a buscar a sus hijos a sus clases de judo. Gary se cayó desde muy alto.
No la volvió a ver.
Todavía recordaba los nombres de los dos chicos: Paul y Simon.
Al cabo de unos días, Caillebotte le invitó al Met[81], a la inauguración de una exposición sobre la fundación Barnes. Habrá un montón de impresionistas, le dijo, mientras los ojos se le salían de las órbitas. Gary pasó a recogerle a Brooks Brothers, a la hora de cerrar. Hacía buen tiempo, las nubes dibujaban puntos suspensivos en el cielo, los deportistas daban vueltas como locos aplicados y las ardillas se ocupaban de sus asuntos. Atravesaron el parque conversando. Caillebotte no se estaba quieto, daba saltitos hacia la izquierda, daba saltitos a la derecha, se emocionaba, Gary quebró su entusiasmo declarando que el caillebotte también era un queso, originario del sudoeste de Francia. Caillebotte le fulminó con la mirada. ¿Cómo podía comparar a su pintor favorito con un queso de oveja? Torció la boca con una mueca de asco. Parecía ofendido.
Gary se disculpó, hacía bueno y estaba de un humor chistoso. Se había dejado llevar por las ganas de bromear. ¡Menuda amistad!, dijo entonces Caillebotte dándole su entrada y precisando que sus caminos se separaban. Gary pensó que era mejor así. Caillebotte empezaba a irritarle. Esa devoción febril por un solo pintor le volvía claustrofóbico.
Entró en el Met silbando. Estaba solo, era libre, el pelo se le había secado sin enredarse, el cuello de su camisa no se doblaba hacia arriba, la vida era bella, pero ¿qué estaría haciendo Hortense en ese momento?
Delante de un hermoso Matisse, La mesa de mármol rosa, conoció a una chica extraña. Primero vio la espalda; tenía el pelo largo recogido en una cola de caballo; sintió unas ganas tremendas de morderle la nuca. Tenía un cuello largo, suave y flexible, una forma especial de inclinarlo, de estirarlo como la antena de un coleóptero. Parecía un saltamontes peludo. Estaba fascinado. La siguió de cuadro en cuadro sin abandonar su nuca. Se llamaba Ann. Se acercó a ella. Le habló de Francia y del museo de Orsay. Recurrió a sus recuerdos para impresionarla. ¿Sabías que Henri Émile Benoît Matisse nació el 31 de diciembre de 1869 en Cateau-Cambrésis? Es terrible nacer un 31 de diciembre, te añaden de por vida un año entero que no has vivido. ¡Qué injusticia!
Ella se rio. Él pensó que había ganado. ¿Sabías también que, a los veinte años, cuando Matisse estudiaba derecho…?
—Como yo —dijo ella—. Estudio derecho en Columbia, estoy escribiendo una tesis sobre la Constitución de los Estados Unidos.
—Pues bien…, a los veinte años, tuvo un ataque de apendicitis, tuvieron que operarle y estuvo una semana en cama. Su madre, para distraerle, en aquella época no había televisión, le regaló una caja de lápices de colores y empezó a garabatear. Abandonó los estudios de derecho y se marchó a estudiar Bellas Artes en París…
—Yo dibujo muy mal —contestó—, así que continuaré con mis estudios…
Estudiaba derecho y preparaba su bar exam. La invitó a cenar. Ella lo rechazó, tenía que estudiar. La acompañó hasta el campus de Columbia en la calle 116. Dejaba escapar, cuando levantaba el brazo, un olor a vainilla picante que le embriagaba. Se volvieron a ver. Ella llevaba zapatillas Converse de todos los colores y pequeños top a juego. Se acostaba temprano, no bebía alcohol, era vegetariana y le enloquecía el tofu. Lo comía dulce, salado, con confitura de arándanos o con setas negras. Le contaba la historia de los Estados Unidos y de la Constitución. Él esperaba a que ella recuperase el aliento para besarla.
Un día, le confesó que era virgen y que sólo se entregaría a su marido. Formaba parte de un movimiento No sex before marriage. Somos muchos los que practicamos la castidad, es un valor hermoso, ¿sabes?
Él consideró que aquello planteaba un problema.
Seguía gustándole su cuello largo de coleóptero inquieto, sus grandes ojos borrosos. Aunque a veces los observaba como elementos independientes… Hubiese querido arrancarlos y pegarlos en un cuaderno. A ella no le gustó demasiado esa broma.
Una noche en la que la había invitado a oír el nocturno de Chopin en mi bemol mayor, que él escuchaba con los ojos cerrados e imponiendo silencio, habiéndola prevenido de que se fijara especialmente en la mano derecha que tocaba el piano como una voz que se eleva, ligera, y la base de la mano izquierda, tan poderosa, ella interrumpió a Chopin para precisar que en 1787 había trece estados confederados y tres millones de americanos. Es muy poco si lo comparamos con los países europeos, por ejemplo…
Ultrajado, él decidió no volver a verla.
Decididamente, pensó, Glenn Gould tenía razón cuando afirmaba «no conozco la proporción exacta, pero siempre he pensado que por cada hora pasada en compañía de seres humanos, eran necesarias x horas pasadas solo. Ignoro el valor de esa x, dos horas y siete octavos o siete horas y dos octavos, pero es una cantidad considerable».
Él iba a dejar de perder un tiempo considerable.
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