Henriette se había apuntado en un curso de informática en la calle Rennequin.

Iba por las tardes. Las clases tenían lugar en una tienda que vendía accesorios para ordenadores e imprimía prospectos. Por las tardes, no había más que viejos que hacían mil veces la misma pregunta, paseaban sus dedos y sus ojos gastados sobre el teclado, murmuraban que era demasiado difícil y se quejaban. Ella pataleaba, odio a los viejos, odio a los viejos, no seré nunca vieja.

Se apuntó a las clases nocturnas. Los alumnos eran más desenvueltos, aprendía más deprisa. Era una inversión. No debía malgastar el dinero.

Chaval le había entregado la llave del cajón donde la Trompeta guardaba sus claves. Le había dado la clave de la alarma. Sabía que la cambiaban más o menos cada tres meses. No convenía retrasarse.

Esperaba la noche en la que podría colarse en la empresa. Una noche en que Ginette y René hubiesen salido… Pasaba una y otra vez delante del número 75 de la avenida Niel, espiando sus idas y venidas. Así supo que salían a cenar todos los jueves a casa de la madre de Ginette. René protestaba al subir al viejo Renault gris aparcado en el patio, gruñía ¡tu madre! ¡Tu madre! ¡No tenemos por qué ir a verla todos los jueves! Ginette no respondía. Se sentaba delante, con un paquete sobre las rodillas con un bonito lazo rosa como el que ponen en las pastelerías. Henriette, escondida detrás de la verja, esperaba.

Chaval descubría los placeres de ser dueño y señor de una pobre mujer.

Él ordenaba, ella obedecía, él amenazaba, ella temblaba, él sonreía, ella languidecía. Él la volvía loca y ella se postraba con una devoción que le daba ganas de maltratarla.

No la tocaba, no la abrazaba, no la besaba, se contentaba con entreabrir su camisa blanca sobre su torso bronceado y ella bajaba los ojos. La estoy domando, pensaba, la estoy domando mientras se me ocurre qué puedo hacer con ella. Es tan dócil que me puedo permitir pensar en cualquier cosa.

Lástima que fuese vieja y fea, la hubiese puesto a hacer la calle. Aunque, quizás… Algunas viejas trabajan muy bien. Se había informado. Había una que se ofrecía cerca de la puerta Dorée. Había estado con ella. Había disfrutado de sus servicios cerrando los ojos para no ver la nuca arrugada que bajaba y subía a lo largo de su miembro. La había interrogado mientras se subía la bragueta. Se hacía llamar la Pantera, cobraba treinta euros por una mamada, cincuenta si había penetración. Era conocida sobre todo por sus trabajos orales. Hacía una decena larga cada noche, había precisado escupiendo sobre un pañuelo.

—¿No te lo tragas?

—Sí, ¿y qué más? ¿Quieres un doggy bag para llevártelo a casa?

Pensó en domar a la Trompeta. ¿Unas horas suplementarias al salir del trabajo para ayudar a su amorcito necesitado? Acariciaba esa idea con complacencia. Vestida de puta, quizás llegaría a gustarle…

Después pensaba en el acuerdo con Henriette… Todavía no habían hablado sobre su porcentaje. ¡Error! ¡Grave error! Había que tener a la vieja vigilada. No soltaría la mosca fácilmente. Podría conseguir un 50% sin problemas…

¡Y sin hacer nada!

Henriette, la Trompeta… Se iba a hacer de oro gracias a esas mujeres.

La vida le sonreía por fin. Despertaba de su embotamiento. Se había sorprendido, esa misma mañana, canturreando en el cuarto de baño. Su madre le había oído y había abierto la puerta.

—¿Cómo está mi niño?

—Tengo proyectos, mamá, buenos proyectos que nos van a hacer ricos… ¡Por fin saldremos del arroyo! Compraremos un bonito coche e iremos al mar los domingos… Deauville, Trouville y todo eso…

Ella había vuelto a cerrar la puerta, confiada, y había ido a comprar una botella de espumoso para bebérsela esa misma noche, con unas lenguas de gato. Él se había puesto muy contento. Le gustaba ver feliz a su madre…

Se había plantado delante del espejo, en slip. Había contoneado los riñones, había puesto la mano sobre su vientre plano, había sacado bíceps, tríceps y cuádriceps. ¿Qué pudo pasar para que me quedara tan blanducho y débil cuando poseo una mina gracias a mi físico privilegiado? Antes no dudaba, no temblaba, gustaba, entusiasmaba, y la vida se entusiasmaba conmigo…

Jugaba con las mujeres y me sentía bien.

Había abandonado de mala gana su imagen en el espejo, se había apoyado en el borde del lavabo y había reflexionado… Tendré que llamar a Josiane. Debe de aburrirse con su retoño. La halagaré, le diré que no había mejor sabueso que ella. Ella se hinchará de orgullo y me encontrará proyectos que presentar al viejo.

Esta vez, yo impondré el porcentaje desde el principio.

Ella será el último engranaje de mi obra.

Kevin Moreira dos Santos estaba decaído.

Sus notas caían en picado. La amenaza del internado se hacía más real. La víspera, su padre había anunciado durante la cena que el próximo mes de septiembre iría a los Agustinos de Marnela-Vallée.

—¿Es una broma o qué? —había preguntado él empujando el plato.

—No es ninguna broma, es un hecho —había contestado el padre mientras cortaba una rebanada de pan con su navaja para meterla en la sopa—. Te aceptan en sexto con la condición de que asistas a clase de recuperación durante el verano. Ya te he matriculado. Asunto arreglado, no se hable más.

La vieja chiva había desertado. Se había cabreado un día que él le había, digámoslo así, hablado mal. Se había levantado de la silla y había dicho ya basta, he aguantado demasiado, tiro la toalla…

Él se había reído. ¡Pero cómo habla la vieja! ¡Pero cómo habla! ¿Qué quiere decir eso de tiro la toalla? ¿Vas a bañarte o qué?

—Quiere decir que me largo…

—Entonces se acabó el ordenador —había contestado Kevin, seguro de sí mismo, haciendo vibrar la goma entre los dientes.

—Ya no necesito tu ordenador, maldita rata pegajosa. Me voy a comprar uno nuevo. He aprendido a utilizarlo. Los vientos soplan en tu contra y a mi favor… ¡Izo velas!

Kevin se había quedado con la boca abierta y se había dado un golpe en la nariz con la goma. Había gemido, lastimero.

—Se te ha comido la lengua el gato, ¿eh?

A Kevin no se le ocurrió ninguna réplica hiriente.

Y Henriette apretó aún más las tuercas.

—Y recuerda una cosa, sé cómo te haces rico a costa de tu madre. Así que si, por ventura, necesito de tus servicios, te pondrás manos a la obra. ¡Y sin rechistar! Si no, te denuncio… ¿Está claro?

Sujeto, verbo, complemento.

Estaba claro.

Junior y Josiane habían desplegado sus dossiers sobre la mesa del comedor y discutían amablemente para decidir quién hablaría primero.

—Creo que he encontrado algo formidable —dijo Junior—. ¿Y tú?

—Tengo dos o tres cosillas sin importancia…

—Venga, enséñamelas —dijo Junior.

—No, tú primero…

—No, tú…

—No haré nada de nada, ¡empieza, Junior! ¡Soy tu madre, debes obedecerme!

Junior blandió un portafolio naranja y sacó un proyecto.

—Una pared floral… —explicó.

—¿Una qué? —dijo Josiane inclinándose para mirarlo.

—Es una idea que he encontrado en la página jóvenes inventores punto org…

—¿Sabes utilizar un ordenador? —preguntó Josiane, atónita.

—Pero bueno, ¡mamá! ¡Eso es cosa de niños!

—¡Precisamente, tú aún eres un bebé!

—Bueno… ¿Hablamos seriamente o nos perdemos en vanas querellas?

—De acuerdo, de acuerdo. Deja, al menos, que me sorprenda…

—Así pues, prosigo… Existe una página para jóvenes inventores y tienen un montón de ideas…

—¡Salvo que aún no se han realizado! —exclamó Josiane—. Y se tarda años en pasar de la idea al producto terminado…

—No me dejas terminar, querida madre… He encontrado la idea en la página de jóvenes inventores y DESPUÉS, he investigado para saber si se había puesto en práctica. Y… y… Efectivamente… Por un industrial normando retirado, el señor Legrand, una especie de genio que trabaja solo, inventa, trastea, patenta y ¡funciona! Ha resuelto todos los problemas: el peso, la resistencia, la estética, la siembra. Está listo, sólo espera un pedido grande. Estaba en contacto con Alinéa cuando llamé…

—¿Has llamado TÚ?

—Para ser sinceros, fue Jean-Christophe quien hizo las preguntas, habíamos ideado una estrategia…

Jean-Christophe era el profesor de las tardes, el que caía en gracia a Junior.

—¿Y bien? ¿Qué dices? —concluyó Junior.

Josiane reflexionó. Era una idea estupenda pero…

—Un muro floral… ¿Y cómo funciona?

—Imagínate un colchón neumático fino, muy fino, con unas aberturas…

Josiane asintió.

—En ese colchón fino, se implanta un sistema de irrigación, una capa de mantillo, semillas… Las semillas crecen y brotan por los agujeros previstos para ello, cada diez o veinte centímetros, formando así una cortina de flores o vegetación. Puedes colgar el muro floral donde quieras. Puedes ponerlo en el salón, en tu habitación, en el despacho, en el interior o en el exterior…

—Pero eso es formidable, Junior…

—¡Ese hombre tiene decenas de muros florales listos para llevar! Ha ideado varios temas: bosque europeo, bosque tropical, rosaleda, prado, palmeras, bambú, etcétera.

—¿Quieres decir que podemos empezar inmediatamente?

—Afirmativo.

—Pero ¿cómo has podido convencerle para que no firmara con Alinéa?

—He doblado su porcentaje… Y conoce Casamia.

—¿Y sigue siendo interesante a ese precio?

—Por supuesto…

—Eres increíble, amor mío…

—¡No he hecho más que utilizar mis neuronas! ¿Sabías que nacemos con centenares de millones de neuronas y que, a partir de los doce meses, empezamos a perderlas si no las utilizamos? ¡Yo no quiero perder ninguna! Tienen que funcionar todas… De hecho, madre, he decidido estudiar piano… ¿Crees que me daría puntos para seducir a Hortense?

—Esto…

—¿Todavía piensas que soy demasiado pequeño para ella?

—Pues…

—¡Me agotas! ¡Te pasas la vida poniéndome límites! ¡Una madre está obligada a propulsar a su hijo hacia delante, no a cortarle las alas! Siento decirte que eres una madre castrante. Freud, sobre ese tema…

—¡Me trae al fresco lo que diga ese vienés! ¡Y si me permito ser escéptica es porque tienes diecisiete años menos que ella y eso me parece mucho!

—¿Y qué? ¡Menudo problema! Cuando tenga veinte años, ella tendrá treinta y siete, estará en la flor de la edad, hermosa y resplandeciente… Y me casaré con ella.

—¿Y qué te hace creer que dirá que sí?

—Porque me habré convertido en un hombre brillante, rico, asombroso. No se aburrirá nunca conmigo. A una chica como Hortense hay que trabajarle el cerebro… Llenarle la cabeza de ideas. Cuando estábamos en Londres, nos pinchábamos mutuamente, era un juego amoroso entre ambos, ella me decía I’m a brain! Y yo le respondía I’m a brain too[79], eso la hacía reír… Ella y yo estamos hechos de la misma pasta. Nuestro viaje de bodas lo haremos en globo, sobrevolaremos Mongolia y Manchuria, vestidos con largos trajes azafrán, yo le leeré a Nerval y…

—Junior —interrumpió Josiane—, ¿y si volviésemos al muro floral?

—¡Careces completamente de romanticismo, madre!

Sonó el teléfono. Josiane descolgó. Experimentó un ligero escalofrío y su rostro oscureció. Junior levantó una ceja y preguntó quién era el intruso. Intuía un embrollo, un tipo malintencionado.

—Chaval… —susurró Josiane—. Quiere proponerme un trato…

—Pon el manos libres —dijo Junior.

Josiane lo hizo. Oyó a Chaval proponerle una colaboración y concretar una cita. Junior asintió con la cabeza. Josiane aceptó. Y colgó.

—Ese hombre está tramando algo turbio —dijo Junior enrollándose un rizo pelirrojo en el dedo. Me gustaría saber qué es. Vayamos juntos…

—Pero tú harás de niño… —dijo Josiane—. En caso contrario, desconfiará…

—Te lo prometo.

—Me pregunto qué quiere de mí… Sé que anda rondando por la avenida Niel. Que intenta recuperar su puesto al lado de tu padre… Me necesita para aparecer limpio de polvo y paja.

Junior no respondió. Estaba completamente concentrado en los motivos de la llamada de Chaval y sus neuronas giraban a un millón de revoluciones por segundo.

—Debe de pensar que soy una pava… —murmuró Josiane recordando viejos tiempos en los que Chaval la llevaba de la correa como a un perrito faldero.

—No te preocupes, es él quien acabará desplumado, no nosotros…

Siete cuarenta y cinco de la mañana. Como todos los días, Marcel Grobz sube a su coche conducido por Gilles, su chófer. Gilles le ha comprado los periódicos para que tenga tiempo de hojear la prensa antes de su primera cita en Bry-sur-Marne, el inmenso almacén de Casamia. Tras haber adquirido la fábrica más importante de muebles de China, Marcel Grobz tuvo que cambiar la estructura de la sociedad y mudarse. El negocio se había vuelto demasiado grande para guardarlo entre los muros de la avenida Niel. En Bry-sur-Marne estaban centralizados los servicios comerciales, los laboratorios de ideas y los pedidos pendientes de entrega. En la avenida Niel no quedaban más que los despachos de los directivos y sus secretarias, una sala de reuniones y los servicios jurídicos y contables. Y un almacén que se ocupaba de las entregas urgentes y de las devoluciones, que dirigía René.

Las nueve. Reunión de directores de departamento. Esa mañana, Marcel Grobz aprueba la estrategia global de los próximos meses: compras, presupuestos y grandes ejes de desarrollo. Entre las prioridades: aceleración del proceso de centralización de la empresa y del servicio de atención al cliente. Marcel Grobz está convencido de una cosa, cuidar de modo particular la atención al cliente les dará puntos frente a la competencia. Ya nadie se ocupa de las personas, las tratan como si fueran números, las hacen esperar, hasta que están al borde de la apoplejía… La actual crisis debe acercarnos a nuestros clientes. Debemos comprometernos a asegurarles el mejor servicio al mejor precio.

Las doce. Marcel Grobz baja a la sala de pruebas para ver los nuevos productos. Inspecciona cada artículo, verifica su procedencia, lee las fichas técnicas. Valida los envíos a provincias, al extranjero, a París.

Las trece treinta. Vuelta a la sede de la avenida Niel, tras haber devorado un bocadillo de jamón, mantequilla y pepinillos en el coche. Gilles le ha preparado un termo de café solo. Se desabrocha el cinturón del pantalón, se quita los zapatos y cierra los ojos unos minutos.

Al llegar a la puerta de Asnières, Gilles le despierta. Marcel rebufa, se pasa la mano por la cara, pregunta si no ha roncado demasiado. Gilles sonríe y le responde que no tiene importancia…

Catorce horas quince. Marcel Grobz recibe en su despacho a la responsable de desarrollo sostenible con el fin de aprobar los acuerdos de la misión Handicap, que prevé la contratación de cierto número de asalariados disminuidos.

Quince horas. Conferencia telefónica diaria con el responsable en China, el responsable de seguros, el abogado y un médico. Recientemente, la marca Casamia ha vendido sillones de relajación fabricados en China y algunos de sus clientes se han quejado de la aparición de eczemas provocados por una partida contaminada por un fungicida. Marcel Grobz insiste en que todos los clientes sean escuchados e indemnizados. Han recibido ya quinientas cuarenta y cuatro quejas, y las indemnizaciones se sitúan entre trescientos y dos mil euros, según los casos.

Dieciséis horas. La tarde prosigue con el comité de inversiones. Examen de las tiendas que pierden volumen de negocio, estudio de las posibilidades de promoción o cierre. Marcel se resiste a despedir. Prefiere pensar que encontrarán productos que animen las cifras de venta. Examen de informes de nuevos productos. Lectura de tests. Proyecciones en cifras. Discusión con los responsables.

Diecisiete horas treinta. Reunión con los inversores del grupo. Si bien Marcel sigue siendo el accionista mayoritario, ellos poseen un 35% del negocio y tienen derecho a ser escuchados. Facturación del año en curso. Resultado operativo corriente. Proyecto de una convención que reúna a los ciento veinte grandes líderes de la cadena. En una coyuntura llena de tensiones, la responsabilidad de Marcel Grobz es mantener la estabilidad y la salud financiera del grupo. En el sur de Europa algunas tiendas no garantizan un nivel de actividad suficiente durante los próximos cinco años, habrá que cerrarlas, a menos que…

Y Marcel Grobz se escuda de nuevo en el descubrimiento de nuevos productos que impulsarán las ventas. En la mirada de los inversores, lee la inquietud vinculada a la gran recesión que se anuncia, y no sabe qué responderles.

Diecinueve horas. Regreso a la avenida Niel y análisis relajado de los problemas actuales y futuros. La expansión de la economía digital, el creciente poder de Internet, el aumento del número de consumidores que prefieren comprar en la red. Firmar la correspondencia. Está solo. Una luz cruda ilumina el tablero de su mesa. Pasa un dedo sobre la superficie, lo mira y se lo limpia en la manga. Apoya la barbilla en la mano, mira al espejo que tiene enfrente. Ve a un hombre corpulento, la corbata torcida, dos botones de la camisa desabrochados, el vientre desbordante, las manos gruesas, una corona de cabellos rojos sobre el cráneo rosado. Reflexiona. Se echa hacia atrás en la silla, se estira. Piensa debería hacer algo de deporte, debería adelgazar… Y encontrar un brazo derecho. Yo ya no puedo hacerlo todo. No tengo ni la edad ni la fuerza.

Veintiuna horas. Marcel Grobz abandona su despacho y vuelve a su casa.

Otra jornada que ha pasado sin que me diera cuenta, se dice mirando la hora en el reloj. Y mañana, vuelta a empezar…

Está cansado. Se pregunta cuánto tiempo podrá mantener este ritmo.

Ya nunca sube por las escaleras.

Coge el ascensor.

La carta había llegado esa mañana por correo. Iphigénie había reconocido el membrete del administrador y la había colocado sobre la mesa de la cocina. No podía respirar, se agarró las costillas y notó que le flaqueaban las piernas. Era como si una manada de caballos salvajes la hubiese atropellado.

Esperó a la pausa de la comida, coció las salchichas y calentó el puré de Clara y Léo. Comían en casa. Salía más barato que el comedor del colegio.

Abrió la carta casi desgarrándola.

La leyó una vez y la releyó.

La manada de caballos salvajes le pasó de nuevo por encima.

Debía abandonar la portería. Tenía tres meses para encontrar un nuevo empleo, porque el podólogo no la había contratado, y un nuevo alojamiento. Todo empezó a dar vueltas.

Clara y Léo dejaron de dibujar raíles en el puré y preguntaron:

—¿Estás bien, mamá?

—Sí, sí…

—Entonces ¿por qué tienes agua en los ojos?

Mylène Corbier mostró su pasaporte al aduanero de Roissy.

—Bienvenida a París —dijo el aduanero levantando la vista hacia la hermosa rubia que se escondía detrás de las gruesas gafas negras.

Ella meneó la cabeza.

—¿Puede usted quitarse las gafas?

Lo hizo. El ojo derecho parecía una enorme remolacha.

—¿Se ha golpeado usted con el ala del avión? —preguntó el aduanero.

Mylène suspiró.

—Si sólo fuera eso…

Un último recuerdo del señor Wei[80]. O más bien de su guardaespaldas. La había llevado al aeropuerto para asegurarse de que se marchaba sola y no se llevaba nada. Hubiera podido esconder una maleta en una consigna. Él quiso registrarle el bolso antes de que pasase la aduana. Ella se había negado —había escondido sus brazaletes de diamantes y su polvera Chaumet entre pañuelos de papel usados—. Él la había empujado. Ella se había defendido, había tropezado y se había golpeado contra el borde metálico de un escalón. El guardaespaldas se había encogido de hombros y se había alejado, temiendo un escándalo.

Había cogido el vuelo de las trece cuarenta que llegaba a las diecisiete cuarenta a Roissy. Once horas de vuelo. Once horas para rematar su desilusión. En el aeropuerto de Pekín, la azafata china se había sorprendido de que viajase sin equipaje. Grupos de franceses que volvían a su país se enseñaban fotos en sus teléfonos móviles. El personal de limpieza, discreto, barría el menor papelito del suelo. La terminal 2 estaba resplandeciente. Se podría comer en el suelo, se dijo tomando nota de cada detalle. Ya no volvería. Su hermoso apartamento se quedaría vacío. Sus muebles se venderían. ¿Qué pasaría con su línea de productos de belleza? El señor Wei la necesitaba para expandirla. Se pondría furioso…

El aduanero le devolvió el pasaporte, ella sonrió sin pasar por la recogida de equipajes.

El señor Wei se había dignado a devolverle el pasaporte, pero nada más. Y después le había ladrado. No necesitaba nada más para viajar hasta el lecho de su anciana madre enferma. Lons-le-Saunier no es París… No necesitaba llevarse nada, ni tendría ningún gasto. Tú dejas todo aquí, así yo estoy seguro de que vuelves, había exclamado, furioso. Debo impedirte hacer tonterías, ya lo sabes… ¿No eres feliz aquí? Piensa en todo el dinero que te hago ganar. Tu hermoso piso, tus muebles, tu pantalla plana… Todo gracias a mí… Ella había agachado la cabeza. Sus dedos se habían cerrado sobre su pasaporte como si se agarraran a un pedazo de libertad. Se marchaba pobre como Job, después de haber permanecido dos años en Pekín. Además de las joyas, había conseguido esconder diez mil dólares en su faja Sloggy.

Había celebrado su marcha en el avión. Había pedido un whisky bien cargado con la excusa de que era su cumpleaños. La azafata le había preguntado con un guiño cómplice qué edad tenía, ella había contestado treinta y seis. Y ahí se paraba. No cumpliría nunca los cuarenta y dos. Ella le había traído treinta y seis caramelos en forma de mariposas de todos los colores y le había deseado buena suerte.

Y ahora ¿qué voy a hacer?, pensó colocándose en la cola del autobús que llevaba a París. Nadie me espera… Ni en París ni en Lons-le-Saunier.

Buscaría trabajo de manicura o de esteticista. Volvería a su antiguo salón de Courbevoie, preguntaría si había un puesto para ella. Ahí fue donde conocí a Antoine Cortès. No había tenido suerte con él. Habría otros. Les soltaría la cantinela de sus éxitos en China, eso quizás les daría ideas.

Empezó a canturrear mientras seguía a los turistas que subían al autocar de Air France arrastrando sus enormes maletas. Canturreaba con voz ronca y sensual mientras palpaba los billetes escondidos bajo la faja.

* * *