Shirley dejó el enchufe sobre el mostrador y preguntó el precio.
Era el último que quedaba en el estante. No tenía etiqueta ni código de barras. El embalaje era viejo y tenía los cantos doblados. Parecía casi un artículo de segunda mano.
El hombre, detrás del mostrador, llevaba una camiseta negra con una cabeza de lobo enseñando los dientes. Se tomó su tiempo, miró atentamente a la mujer que tenía enfrente, fijó la mirada en su bolso, su reloj, los dos brillantitos de las orejas, la chaqueta de piel y dijo:
—Quince libras…
—¡Quince libras por un enchufe! —exclamó Shirley.
Repitió: quince libras.
No había el menor brillo en sus ojos. Él tenía un enchufe, él fijaba el precio; si no le convenía, podía marcharse. Shirley se fijó en su vientre inflado, ceñido bajo la camiseta con la cabeza de lobo. Parecía que estaba embarazado de un barril de cerveza.
—¿Tiene usted un catálogo para que verifique el precio?
—Quince libras…
—¡Quiero hablar con el dueño!
—Yo soy el dueño…
—¡Lo que es, es un estafador!
—Quince libras…
Shirley cogió el enchufe en la mano, lo tiró al aire varias veces, lo volvió a dejar sobre el mostrador y se dio la vuelta.
—¡Que te den por culo, gilipollas!
¡Quince libras!, resopló bajando por Regent Street.
Quince libras después de haberme observado y haberse dicho a esta la voy a desplumar. ¿Por quién me toma? ¿Por una turista despistada que quiere enchufar el secador o el ordenador? ¡Soy inglesa, vivo en Londres, conozco los precios y que le jodan! Si necesito un adaptador ¡es porque no puedo enchufar el rizador de pelo que mi amiga francesa me regaló estas Navidades! El rizador cuesta treinta euros, ¡no necesita un adaptador de quince libras! Andaba dando grandes zancadas, tenía ganas de arañar a todos los hombres que, según le parecía a ella, caminaban con una arrogancia de machos todopoderosos. No soportaba nada que fuese todopoderoso. No soportaba las órdenes que caen en forma de apremios sobre la cabeza del pobre siervo.
Ese hombre la había tratado como a una pobre sierva.
Hervía de cólera, se convertía en lava ardiente, amenazaba con hacer estallar el cráter y destruirlo todo a su paso.
El volcán de la cólera había despertado esa misma mañana…
Había pasado por el despacho de su fundación Fight the Fat y había leído un informe que probaba, apoyándose en cifras, que ciertos alimentos para bebés llevaban más azúcar, grasa y sal que la comida basura para adultos. Cebaban a los lactantes para poder hacerles tragar, más adelante, todas las porquerías que les ofrecían. Había empezado a soltar improperios.
Estaba roja de rabia. Un rojo furioso. Un rojo cegador.
—¿Qué hacemos? —había gritado a Betty, su ayudante y secretaria.
—Redactamos la lista de esos alimentos y la colgamos en nuestra página web con un enlace para las demás páginas de consumidores —había respondido Betty, que no perdía nunca los nervios y a menudo encontraba soluciones—. La información se difundirá, les señalarán con el dedo y les pondrán en la lista negra.
—¡Qué cabrones! ¡Qué cabrones! —repetía Shirley llevándose las manos a la cabeza—. ¡Esos tíos son unos criminales! ¡Atrapan a sus víctimas desde la cuna! Y después nos extraña que el número de obesos no deje de aumentar. ¡Deberíamos obligarles a tragarse su mierda! ¡Estoy segura de que a sus hijos no les hacen comer esos potitos!
Tenía que calmarse.
Tenía que impedir que su cólera la destruyese.
La cólera destruye. Ataca a la persona contra la que va dirigida, pero ataca también a quien la lleva dentro. Ella lo sabía. Lo había comprobado a menudo.
Quería aprender a dominarse. A distraer la cólera, a desviarla hacia una ocupación que la calmara.
Había pensado en el rizador… Lo había encontrado esa misma mañana mientras ordenaba las estanterías del cuarto de baño. Sin estrenar, en su envoltorio navideño. Y la nota de Joséphine: «Para mi guapa amiga de pelo corto y a veces rizado».
Bajo a comprar un adaptador, me concentro en mis mechas y relativizo.
El hombre de la camiseta con la cabeza de lobo había terminado de abatirla. Temblaba de rabia, tenía ganas de llorar, perdía el equilibrio. Ya no encontraba su lugar en el mundo.
Entró en un Starbucks, pidió un Venti Caffè Moccha, con leche entera y crema batida: 450 calorías, 13 gramos de grasa perjudicial, en el octavo puesto del palmarés de comida basura 2009 publicado por el muy digno Center for Science in the Public Interest. Ya puestos a destruirnos ¡no nos privemos de nada!, pensó viendo llegar el café con la leche asesina.
—¿Puede darme una pajita o eso hay que pedirlo aparte? —le gritó a la chica de la caja.
Pero ¿qué me pasa? Lo mezclo todo, lo mezclo todo, se conminó, arrepentida por haber herido a la pobre chica que debía de ganar apenas para pagar el alquiler. Tiene veinte años y parece cansada para el resto de su vida.
—Discúlpeme —murmuró cuando la camarera le entregó la pajita—. Usted no tiene la culpa. Estoy enfadada…
—No importa —dijo la chica—, yo también estoy enfadada.
—… y lo paga usted.
—No es ni la primera ni la última —había respondido la chica, desengañada—. Si es usted de las que piensan que la vida es bella ¡tendrá que darme la receta!
Pues sí, se dijo Shirley yendo a sentarse a una mesa, antes la vida me parecía más bien bella… Pero desde hace algún tiempo, la he pintado de negro, la vida me abrasa como la sal sobre una herida abierta… Me descarna, me pica, me despelleja, me desincrusta.
¿Por qué razón lloramos cuando derramamos lágrimas por cualquier tontería? Por lo que nos acaba de suceder o por una vieja herida que se reabre y supura.
A ella le supuraba todo el cuerpo. Desde que había recibido la carta de su tía Eleonore.
Fue hace dos días…
Una mañana…
Acababa de pelearse con Oliver. Él le había traído el desayuno a la cama y se había disculpado, las tostadas estaban demasiado hechas. Ella había rechazado la bandeja.
—Deja de disculparte, deja de ser bueno…
—No soy bueno, soy atento…
—Entonces deja de ser atento. No lo soporto más…
—Shirley…
—¡Para! —había gritado con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué gritas? ¿Qué te he hecho?
Él extendió los brazos hacia ella, ella le rechazó, él meneó la cabeza con gesto de desolación.
—¡Y deja de poner cara de pobre hombre!
—No lo entiendo…
—¡No entiendes nada! Eres… Eres…
Ella balbuceó, agitó las manos para atrapar las palabras, no las encontró, y se puso aún más furiosa.
—¿Estás cansada? ¿Tienes algún problema?
—No. Estoy muy bien, ¡es sólo que ya no te soporto!
—Pero ayer…
—¡Vete! ¡Vete!
Él se levantó, se puso la chaqueta y abrió la puerta.
De un salto, ella se lanzó sobre él y se agarró a sus hombros.
—¡No te vayas! ¡No me dejes sola! ¡Ay, no me dejes sola! ¡Todo el mundo me deja, estoy sola!
Él la cogió por los hombros, la empujó contra la pared y le preguntó con dureza:
—¿Sabes contra quién estás enfadada?
Ella volvió la cabeza.
—No lo sabes, lo pagas conmigo, pero yo no tengo la culpa… Así que ve a descubrir al verdadero culpable y deja de agredirme…
Le vio marcharse. No se dio la vuelta. Atravesó la puerta sin una última mirada, sin un último gesto que pudiera darle una pista de la gravedad de su marcha. Y pensó le voy a perder, le voy a perder… Se dejó caer sobre la cama sollozando, ya no entendía nada.
Fue esa mañana cuando recibió la carta de su tía Eleonore.
Decía ayer ordené papeles viejos, llevaba varios meses prometiéndome que lo haría, y encontré esto. No sé qué harás con ello, pero es para ti.
Dos fotos en blanco y negro y un sobre azul.
En la primera foto se veía a su padre con unos pantalones por encima de la rodilla, durante una excursión con amigos a la orilla de un lago. Había dejado la mochila sobre la hierba, estaba apoyado en ella y mordía con ganas un bocadillo. Tenía la mejilla izquierda hinchada por el bocado y se reía al mismo tiempo. Gran nariz, gran boca, gran carcajada. Un mechón de pelo largo que le caía sobre los ojos, piernas largas y musculosas, gruesas botas de marcha. Un pañuelo alrededor del cuello. Ella miró la fecha de la foto; él tenía diecisiete años. En la segunda foto estaban ella y él, en un parque de Londres. Se veía a lo lejos gente sentada en los bancos leyendo o descansando. Ella debía de tener unos seis años y levantaba los ojos hacia el hombre, que le mostraba un árbol. Ella, pequeñita, con dos trenzas rubias, él alto e inmenso, vestido de tweed. Vivían en palacio, en el apartamento reservado al gran chambelán. Él la llevaba a Hyde Park para enseñarle el nombre de los árboles, de los olores, de las flores; observaban a las ardillas. Un día, habían visto a dos boxers persiguiendo a una ardilla, acorralarla contra una verja y mientras uno le cortaba el paso, el otro la degollaba.
Shirley había contemplado fascinada la violencia de la escena. Había sentido un largo escalofrío que le recorrió las piernas, giró en su vientre y estalló en una bola de fuego. Había cerrado los ojos para que el placer durara más. Su padre le tiraba de la mano prohibiéndole mirar. La gente se indignó e insultó al propietario. Este se encogió de hombros y llamó a sus perros, que estaban despedazando a la ardilla sin oírle.
Cada vez que su padre la llevaba al parque, ella vigilaba a los perros que vagabundeaban, esperando una nueva escaramuza.
Y también había una carta azul en un sobre delgado de color cielo.
Dirigida a Shirley Ward en casa de Mrs. Howell, Edimburgo.
Había reconocido la letra de su padre. Fina, redonda, casi femenina.
Se había quedado inmóvil durante un instante antes de abrir el sobre. Presentía que tenía un secreto entre las manos. La resolución de su secreto. Había cogido el sobre, había ido a hacerse otra taza de té y, mientras calentaba la tetera, había cerrado los ojos y convocado al fantasma de su padre. Su áspera chaqueta de paño grueso en la que hundía su mejilla cuando la estrechaba entre sus brazos, el olor de su jabón, del agua de colonia Yardley que utilizaba por la mañana después de afeitarse. Ella apoyaba la cabeza en su hombro. Se imaginaba mil peligros. Hombres que la amenazaban, la secuestraban, la amordazaban, la maltrataban y la arrastraban por el polvo. Fingía que lloraba, él la estrechaba más fuerte, ella cerraba los ojos.
Bebió un sorbo de té ardiente y desdobló la carta. La había escrito justo después de que ella se fuera a Escocia.
«Mi querida niña:
»No te he enviado a Edimburgo para castigarte. No tengo derecho a castigarte. Te he hecho vivir una vida extraña desde que naciste. Una vida de la que soy el único responsable. Comprendo tu rabia, pero no puedo permitir que pongas en peligro a alguien que te quiere con tanta ternura…».
Hablaba de su madre, a la que no osaba mencionar. Incluso cuando escribía, la sombra de su madre le intimidaba. Ella se había tragado un primer sollozo.
«Hemos llevado una vida extraña, tú y yo».
Había tachado esa frase. Debió de pensar que se repetía.
«Tú eras una niña formidable y te has convertido en una jovencita estupenda. Estoy orgulloso de ti…».
Después había un gran espacio en blanco. Había dejado espacio para unas líneas. Como si esperase llenarlo más tarde. Había seguido más abajo.
«Me gustaría decirte tantas cosas, pero no sé…
»¿Cómo puedo explicarte algo que ni yo mismo comprendo?».
Había otro espacio.
Y después estas sencillas palabras…
«Recuerda simplemente que has sido, que eres y que serás siempre mi niña querida, la que llevaba en brazos cuando volvíamos del campo los domingos por la tarde… Me gustaban tanto esos momentos…».
Y el recuerdo rodó como una avalancha…
Ella era pequeña, volvían del campo, de una de las residencias de la reina; estaba tumbada en el asiento trasero del coche, tapada con una manta. Miraba la luna en el cielo negro que le hacía un guiño a través de las nubes. Cuando llegaban a palacio, ella levantaba los ojos hacia el enorme y severo edificio, hacia la lucecita roja que brillaba en sus aposentos, al final, a la izquierda. Él abría la puerta, se inclinaba sobre ella. Ella respiraba su olor a tweed gastado y a lavanda. Él apoyaba una mano sobre ella para verificar si dormía. Ella simulaba dormir para que la cogiera en sus brazos y la llevara hasta su cama. Hasta la lucecita roja de su apartamento.
Y emprendía lentamente el ascenso de las escaleras…
Ella se dejaba llevar con los ojos semicerrados. Se preguntaba si él, a veces, no se daba cuenta de que cerraba los ojos demasiado fuerte como para que fuese verdad.
Dos brazos expertos en levantar un cuerpo dormido, en sujetar al mismo tiempo la cadera y la nuca, poniendo mucha atención para que la manta no cayera y ella conservara en el cuerpo el calor del coche, vigilando que sus pies, colgando, no se golpearan contra el marco de una puerta. Ella cerraba los ojos, notaba el aire más frío, los pasos sordos y pesados de su padre; se imaginaba cada escalón que subían, cada esquina de pasillo que atravesaban, y cada paso la acunaba con una leve sacudida, con la certeza de que estaba en brazos de un gigante. Ella se repetía su historia preferida, de la que nunca se cansaba, un bosque, gritos, disparos, malvados, y su padre avanzando decidido, audaz, estrechándola contra sí.
Prolongaba aquel falso sueño, se quejaba cuando él la dejaba sobre su cama, balbuceaba palabras de niña para hacerle creer que dormía de verdad. Él le secaba la frente, decía ahora duerme, con una voz grave, imperiosa. Ella temblaba y se dejaba desnudar, manipular como una muñeca de trapo, una marioneta invadida por el placer…
¡Dios! ¡Cuánto le quería en esos momentos! Él ya no era el hombre humilde que se esfumaba detrás de la reina, que inclinaba la nuca, que se retiraba caminando hacia atrás para no darle la espalda a Su Alteza.
Ella le había devuelto su omnipotencia.
Durante el tiempo de ese largo y pesado caminar a través de los pasillos de palacio, ella se convertía en una niña frágil sobre la que él reinaba. Leía, a través de sus ojos entornados, la sonrisa de orgullo en sus labios, la sonrisa que decía duerme, hija, duerme, yo velo por ti, ¡yo te protejo! Y ambos se unían en ese ardor común. Ella, pensando que era el hombre más fuerte del mundo, él, considerándola una princesa que debía cuidar. Ella tomaba la bravura que irradiaba su frente para hacerse con ella un adorno de mujer; él se convertía en su campeón.
Detestaba cuando él se inclinaba. Cuando no era más que una sombra por los pasillos de palacio…
Detestaba al padre que caminaba detrás de la reina, al padre que no era un hombre ya que aceptaba no ser más que un súbdito.
Releyó la carta que él nunca había enviado.
Sin aliento, la nariz roja, las mejillas ardientes. Y fue como si su corazón se rasgara.
Recordó…
Tenía ganas de gritarle a su padre, ¡yérguete, sé un hombre! ¡No un siervo!
Pero no decía nada.
Ella se dedicaba a la guerrilla en los pasillos rojos de Buckingham Palace.
Irguiéndose, él me habría legitimado…
Así que ese era mi secreto…
¿Cómo he podido ignorarlo durante tanto tiempo?
No había pensado en ello. Pensar duele demasiado. Siempre contaba la misma historia de su madre, que la amaba pero no podía demostrarlo. Fingía sentirse a gusto con ello.
Pero yo me moría de ganas de que me lo demostrara, de que se lo demostrase a él. Entonces me vengaba, le vengaba, salía de la sombra con estrépito. Sólo podía amar así… ¿La ternura, la dulzura, las miradas que acarician? Las rechazaba. Eso eran cosas de vasallos…
Lloraba, no podía parar, lloraba sobre la niña que se dejaba quitar las botas, secar los pies, poner calcetines cálidos, extender las piernas hacia el fuego que él había encendido para calentarla. Lo habría dado todo para que diese una patada a los troncos de la chimenea, la cogiese de la mano, atravesase los largos pasillos de palacio, derribara la puerta, se plantase en la habitación de su bien amada, la madre de su hija, y dijese tiene hambre, tiene frío, ocúpate de ella… También es tu hija.
No lo hacía.
Se arrodillaba, se inclinaba, le secaba los pies, los besaba, los acercaba al fuego. Apoyaba una mano sobre sus piernas…
Su mano, de la que ella amaba cada centímetro, cada dureza, cada uña demasiado corta, su mano que le alisaba el pelo, le pellizcaba las orejas, pasaba y repasaba por su frente para saber si tenía fiebre.
Ella había terminado detestando la ternura y la bondad, había terminado asimilándolas a la cobardía, precipitándola hacia los rufianes.
Había nacido el deseo, deformado por esa imagen de padre inclinado.
Partía hacia los hombres como quien partía a la guerra, ligera, despreocupada, llevada por ese deseo que no autorizaba más que los encuentros breves, los encuentros con canallas.
Había ido a ver a su tía Eleonore.
Entre Eleonore y ella había habido siempre una tensión sorda, como el zumbido insistente de un moscardón.
Eleonore Ward era una mujer fuerte, con senos de valkiria y la cara grande, rosácea. Había trabajado toda su vida en una fábrica. No se había casado nunca. «No se me presentó la oportunidad», decía suspirando.
Cuando pasaban las Navidades juntos, les miraba a su padre y a ella sin amabilidad, decía que tenían suerte, que no sabían lo que era trabajar en una cadena, el aire pestilente, el olor acre que reseca la garganta, el ruido que embrutece y los ojos que se cierran a fuerza de querer tenerlos abiertos. Todos los días lo mismo, una no sabe si es lunes o martes o miércoles o jueves. Simplemente siente alivio cuando llega el viernes porque podrá pasarse el sábado y el domingo durmiendo.
Vivía en Brixton, al sur de Londres. En una casita de ladrillo rojo frente a un council estate[77]. Ocupaba un pequeño apartamento en el sótano. Shirley no iba a verla con frecuencia. Al cabo de un rato empezaba a asfixiarse en ese sótano lúgubre y tenía que salir a toda prisa.
Bajó varios escalones, pasó entre cubos de basura y contenedores de reciclado desbordantes de latas, cartón y botellas. Un paraíso para las ratas, pensó, fijándose dónde ponía los pies.
Eleonore abrió la puerta. Tenía el pelo blanco, amarillento en las puntas, pegado a la cabeza con horquillas, parecidas a las ramas de un árbol de Navidad. Llevaba un vestido verde con un chaleco amarillo limón que se veía a la legua que era acrílico, y las gafas atadas con un esparadrapo. Había agujeros de cigarrillo en la parte delantera del chaleco amarillo.
Shirley entró en una cocinita que daba a un cuarto de estar. Detrás de los cristales, vio un jardín, quiso mostrarse amable y dijo:
—Un jardín es algo realmente agradable…
—No es un jardín, han cubierto el suelo de cemento para no tener filtraciones…
Se frotó la nariz y añadió:
—Eres muy amable al venir… Yo ya no salgo mucho. Soy como los viejos, tengo miedo. ¿Sabías que ahora instalan cámaras en el interior de los pisos? Un circuito de videovigilancia. Para localizar a futuros terroristas…
—Eso me parece monstruoso, están construyendo una sociedad a lo Gran Hermano…
—¿Y ese quién es?
—Es de una novela… Cuenta lo que nos puede pasar si ponemos cámaras de vigilancia en todos lados…
Eleonore se encogió de hombros cuando escuchó la palabra «novela».
—¡Había olvidado que eras una intelectualoide!
—¡No soy una intelectualoide!
—¿No oyes cómo hablas?
Eleonore había dejado de ir al colegio a los catorce años. Se había empleado en una fábrica de yute, en Dundee, al norte de Edimburgo, ciudad de la que era originaria su familia. Cuando ella era joven, los habitantes de Dundee entraban en la fábrica de yute o emigraban. No había otra posibilidad. Cuando terminaba de trabajar por las noches, escupía filamentos de yute y no podía comer nada. Más tarde, cuando su hermano se había instalado en Londres, le había seguido. Era la hermana mayor, debía cuidar de él. El chico estudiaba en la universidad. Después le admitieron en uno de los regimientos de la reina, los Coldstream Guards. Al principio, había permanecido en un cuartel de Londres, y más tarde le destinaron al extranjero. Se había distinguido en algunas campañas militares y había destacado como un elemento honesto, sólido y seguro. Así fue como había entrado en palacio y se había convertido en el secretario particular de la reina, el Principal Private Secretary. Era la esperanza y el honor de la familia. En Londres, Eleonore había encontrado trabajo en otra fábrica, un taller de confección en Mile End. Trabajaba todo el día, y cuando volvía por la noche hacía la limpieza, cocinaba, lavaba y planchaba. Cuando él se fue a vivir a palacio, ella permaneció en Londres. No quería volver con su familia. Se había acostumbrado a vivir sola. Él iba a verla los domingos. Tomaban té escuchando el péndulo del gran reloj. Él tuvo que trabajar duro para fundirse con el decorado del palacio, borrar su acento, sus maneras rudas, aprender etiqueta, aprender a inclinarse.
—¡Pues a mí me parece bien que pongan cámaras en casa de la gente! Si no haces nada malo ¿de qué tienes miedo?
—¡Pero eso es monstruoso!
—Dices eso porque vives en barrios de ricos, ¡porque no vuelves a casa muerta de miedo con la bolsa de la compra! Por aquí estamos todos de acuerdo… ¡Sólo los ricos se dedican a moralizar sobre eso!
Shirley decidió no discutir. La última vez se habían peleado. Shirley afirmaba que su padre era gran chambelán, su tía le respondía que no era más que secretario particular. ¡Ni más ni menos que un sirviente! Le habían elegido por su docilidad. ¡Y pensar que yo trabajé tan duro por un hombre dócil! ¡Y de dócil a servil no hay mucha diferencia!, refunfuñaba, mirando fijamente la tetera, haciendo un cuenco con las manos alrededor del pitorro por miedo a que goteara y manchara el mantel.
—Papá no era servil, ¡era un hombre educado y discreto! —había protestado Shirley.
—¡Un lacayo! ¡Yo tenía fuerzas, tenía rabia! ¡Pero a mí no me pagaron los estudios! Porque era una chica y, en mi época, ¡las chicas no contaban para nada! Y él ¿qué hizo después de tantos años de estudios? ¿Eh? ¡Convertirse en un criado! ¡Menudo éxito!
—Eso es falso, eso es falso —repetía Shirley—, era gran chambelán y todo el mundo le respetaba…
Habían terminado refunfuñando cada una por su lado, habían visto un estúpido culebrón en la tele y cuando Shirley se había marchado, su tía le había acercado la mejilla sin levantarse.
Eleonore le ofreció una taza de té y pastelitos secos; se sentaron a la mesa. Preguntó por Gary. Dijo que los jóvenes necesitaban viajar porque la vida pasaba deprisa y después termina una encerrada en una ratonera con un jardín de cemento.
—Te agradezco la carta y las fotos…
Eleonore levantó la mano por encima de la cabeza como si aquello no tuviese ninguna importancia.
—Pensé que tú lo necesitarías más que yo…
—Llegó en un momento en el que me estaba haciendo un montón de preguntas…
—No sabrás dónde podría encontrar un buen podólogo, los pies me están matando… ¡Sólo aguanto mis zapatillas!
La habitación estaba sumida en la oscuridad. Eleonore se levantó para encender la luz. Shirley le pidió que le hablase de su padre. Por favor, Eleonore, es importante.
Ella contestó que no sabía gran cosa, que él no se sinceraba.
—Y, de hecho, tú tampoco… Era como si cada uno tuvieseis vuestro secretito que guardabais celosamente. Erais distantes. O bien yo no era bastante buena para vosotros…
Shirley insistió:
—¿Qué quieres decir con eso de «distantes» y «secretito»?
Eleonore suspiró, es complicado, es complicado explicar ese tipo de cosas… Era más bien una impresión que tenía, porque en realidad tu padre y yo nunca hablábamos.
—Era un buen hombre… Un buen hombre dócil, que cerraba la boca.
—¿Y yo? ¿Cómo era yo?
—¡Tú, tú eras mala!
—¿Mala?
—¡Tenías rabietas a todas horas!
—…
—Yo no entendía por qué. Empezaban por cualquier cosa, te decían «no hagas eso, no hagas lo otro» y tú comenzabas a gritar. No eras una niña fácil, ¿sabes?…
Apuntó con un dedo acusador a Shirley. Una hebra del árbol de Navidad se cayó y ella la volvió a colocar con un dedo deformado por la artritis.
—Pero ¿puedes darme un ejemplo? ¡Es fácil decir eso sin explicarlo!
—Bueno, tú preguntas, yo contesto…
—¡Quiero saberlo! ¡Haz un esfuerzo, mierda! ¡Eleonore! ¡Eres mi única familia!
—Recuerdo un día… Estaba lloviendo, habíamos ido los tres de paseo, y te puse la capucha con un gesto brusco para que no te mojaras. ¡Lo que gritaste! Gritabas Don’t ever do that again! Ever! Nobody owns me. Nobody owns me![78] Tu padre te miraba con tristeza, decía es culpa mía, Eleonore, es culpa mía… Y yo decía ¿cómo que es culpa tuya? ¿Es culpa tuya que su madre haya muerto de parto? ¿Es culpa tuya que te las tengas que arreglar solo para educarla? ¿Es culpa tuya que te impongan horarios imposibles en palacio? Era un hombre que cargaba con todos los pecados del mundo a sus espaldas… Era demasiado bueno. Y tú, creo que nunca he conocido a una niña tan violenta. Y sin embargo le querías. Siempre le defendías… Nadie podía tocar a tu papá…
—¿Eso es todo?
—Bueno… ¡No era agradable! ¡Te ponías roja y furiosa por cualquier cosa! Nunca vi a una cría así…
Y después llegó la hora de su culebrón.
Eleonore había encendido la tele y Shirley se había marchado.
Había dejado cuatro billetes de cincuenta libras sobre la cómoda.
Es fácil recordar el pasado después. Cuando no hay nadie que lo verifique…
Sentada en el Starbucks, recordaba a la niña siempre enfadada y observaba a la gente. La camarera, inclinada sobre el lavavajillas, ordenaba las tazas y los platos, se volvía a levantar, se secaba la frente.
Shirley se levantó. Buscó la mirada de la chica para despedirse de ella. No encontró más que su espalda. Renunció.
Caminó por Brewer Street en busca de una ferretería. Encontró una en Shaftesbury. Entró. Se dirigió a un mostrador, encontró un adaptador por 5,99 libras y lo llevó orgullosamente a la caja, pagó y se lo metió en el bolsillo.
* * *