Joséphine se cruzó con el señor Boisson en la farmacia.
Esperaba en la cola de clientes, los ojos bajos sobre las pálidas mejillas blancas. Ella estaba justo detrás. Du Guesclin esperaba en la acera vigilando el carrito. Es para ti que voy a hacer la cola, para tu oído dolorido, así que espérame, pórtate bien, ¡y no gimas!
Sostenía la receta del veterinario en la mano cuando vio la nuca del hombre que tenía delante. Le gustaba fijarse en las nucas de las personas. Pretendía poder leer en ellas el alma de su propietario. Esa nuca la había conmovido. Parecía la nuca de un hombre derrotado. Cabello al uno, cortado con navaja, la piel enrojecida, irritada en algunas zonas, las orejas finas, traslúcidas, la cabeza inclinada hacia abajo. El hombre había tosido, se había vuelto hacia un lado y ella había reconocido al señor Boisson. Esa boca de labios cerrados que no sonreía nunca. Pensó durante un instante ponerle la mano en el hombro y decirle nos conocemos, usted no lo sabe, pero nos conocemos… Hace varios meses que vivo con usted, que leo sus penas y sus emociones…, pero se había contenido. Al fin y al cabo, resultaba extraño encontrarse tan cerca de ese hombre cuyo corazón oía latir en cada palabra de su libreta negra. Había tenido tantas ganas, a menudo, de aconsejarle, de consolarle…
Se había contentado con mirarle fijamente la nuca sin decir nada. Él continuaba tosiendo y se escondía detrás de la mano. Ella se había fijado en unos gemelos muy bonitos de piedras blancas. ¿Un regalo de Cary Grant?
Él había avanzado para que le atendieran. Llevaba su abrigo beige de tela ligera, versión primavera-verano. Idéntico al de la señora Boisson. Había entregado una lista de recetas larga como un listín telefónico; la farmacéutica le había preguntado si lo necesitaba todo enseguida o si podía volver por la tarde. Él había respondido que esperaría y se había colocado a un lado. Joséphine se había cruzado con su mirada y le había sonreído… Él la había mirado, extrañado. Se había levantado el cuello como para pasar desapercibido. Ella se había fijado en que era muy delgado, casi esquelético.
Garibaldi había confirmado la hipótesis esbozada por Iphigénie.
El Jovencito se llamaba Boisson.
Le había leído por teléfono la ficha que le había entregado su contacto en el Servicio de Información.
—No hay gran cosa, señora Cortès. En mi opinión, esa ficha existe porque él formó parte durante dos años del gobierno de Balladur, y después otros dos del de Alain Juppé. Le leo lo que tengo… Paul Boisson. Nacido el 8 de mayo de 1945 en Mont-de Marsan. Padre director general de Carbones de Francia. Madre sus labores. Antiguo alumno de la Escuela Politécnica, promoción de 1964. Eso significa que entró en la Politécnica en 1964…
—¿Y cuándo terminó? —había preguntado Joséphine.
—En junio de 1967, y fue contratado inmediatamente por Carbones de Francia, sin duda enchufado por su padre. ¡Su hombre no es ningún aventurero! Sigue las huellas de su papá sin protestar…
—Debía de estar desesperado…
—No ha dado mucho que hablar. No es miembro de ningún partido político, asociación o sindicato. ¡No posee siquiera ni un carné de biblioteca! ¿Le da asco la vida o qué?
—Pobrecillo —se había compadecido Joséphine.
—En 1973, durante una reunión de antiguos alumnos, conoce a Antoine Brenner, estrella emergente de la UDR[72]. Un hombre muy guapo… Alto, deportista, elegante. A su protegido le gustan los hombres seductores. ¿Me equivoco?
Joséphine no había respondido.
—Este último se fija en él y vuelven a verse. Trabajan juntos en diferentes cometidos y parecen amigos, aunque continúan tratándose de usted y nunca se ven en familia. Cuando a Antoine Brenner le nombran ministro de Medio Ambiente en 1993, llama a nuestro hombre para que se convierta en su jefe de gabinete. El señor Boisson pasará en el ministerio dos años que parecen felices. Por lo visto siente una devoción total por Brenner. Después, en mayo de 1995, con el nuevo gobierno de Juppé, a Antoine Brenner le nombran viceministro, encargado de asuntos europeos, y conserva a su lado a Paul Boisson. Después, sus caminos se separan y al señor Boisson le nombran… Ahora le ruego que no se ría…
—Soy una estatua de mármol…
—Director técnico de la sociedad Tarma, con sede en Grenoble…
—¡Eso no tiene nada de gracioso!
—Especializada en transporte por cable de personas y materiales…
—¡Sigue sin hacerme gracia!
—Le traduzco: una sociedad de teleféricos para estaciones de esquí… ¡El señor Boisson es todo menos ambicioso o intrigante! Pasa de los fastos de la República a la chatarra de los teleféricos, algo que no tiene nada de fascinante… y que no es, en ningún caso, un ascenso.
—No me extraña, es un sentimental…
—Precisamente, hablemos de su vida sentimental…
—Su mujer se llama Geneviève, supongo…
—Su primera mujer. Se casó a los veintidós años con Geneviève Lusigny… Muerta de leucemia, diez años más tarde. Matrimonio sin hijos. Casado en segundas nupcias con Alice Gaucher en 1978, profesión sus labores, con la que ha tenido dos hijos…
—Y a la que conozco de vista…
—Nada más que decir. Una vida monótona, una carrera monótona, un páramo monótono, un destino monótono… Tampoco debe de ser un vecino muy conflictivo. ¡Ni una sola queja contra él por alboroto nocturno! Qué quiere que le diga, señora Cortès, su Jovencito vivió intensamente los tres meses de rodaje de Charada y después ha hibernado… ¡Se retiró de la vida a los diecisiete años! No veo de dónde va a sacar una novela de todo esto…
—Eso es porque no ha leído usted su diario íntimo, ni la vida de Cary Grant…
—En todo caso, me siento feliz de haberla ayudado y, si necesita alguna otra cosa, no dude en llamarme. Siempre estaré aquí…
Joséphine había comprado las gotas para Du Guesclin, había vuelto a su casa y había abierto la libreta negra. Tras las palabras vacilantes del Jovencito, veía ahora la nuca curvada y frágil del señor Boisson, tosiendo en su guante.
«Hoy, 18 de enero, es su cumpleaños. Cumple cincuenta y nueve años. Ha habido una fiesta en el plató. Una gran tarta con veinte velas. ¡Veinte velas! Porque, dijo el productor, para nosotros, Cary ¡es y será siempre un hombre joven! Él agradeció el cumplido con un pequeño discurso muy divertido. Empezó diciendo que había llegado a la edad venerable en la que ya no es él quien va detrás de las mujeres, ¡sino las mujeres las que van detrás de él! Y que eso era muy agradable… Todo el mundo se rio. Añadió que con casi sesenta años seguía siendo un bobo y se preguntó cómo había conseguido hacer carrera. Había rechazado recientemente el papel de Rex Harrison en My fair Lady, después el de James Mason en Ha nacido una estrella, el de Gregory Peck en Vacaciones en Roma, el de Humphrey Bogart en Sabrina, el de James Mason en Lolita y lo dejo ahí, concluyó, porque si no van a pensar que estoy pasado de moda. Todo el mundo aplaudió y protestó. Volvió a meterse al público en el bolsillo…
»Desde que me hizo aquella confesión, ya no es el mismo. Parece que me rehúye. Me hace señas desde lejos, pero siempre se las arregla para no quedarse a solas conmigo. Yo me estrujé el cerebro para hacerle un regalo… y creo que le hice el regalo más estúpido del mundo. Le regalé una bufanda. Una hermosa bufanda de cachemira que compré en Charvet… Me gasté todos mis ahorros.
»¡Una bufanda!
»¡Para alguien que vive en Los Ángeles!
»Los del equipo sonrieron con socarronería al ver mi regalo.
»Él me lo agradeció, la dobló y la devolvió a la caja.
»Yo balbuceé una excusa. Él sonrió y me dijo don’t worry, my boy! A veces hace fresco en Hollywood… Y además me la pondré en París.
»Se irá pronto, lo sé. Lo he visto en su planning. No le quedan más que dos días de rodaje…
»Por fin he conseguido acercarme a él. Debía de tener un aspecto terrible porque apoyó su mano en la mía y dijo:
»—¿Tienes algún problema , my boy? ¿Hay algo que no anda bien?
»—Se marcha usted pronto…
»—No debes ponerte triste… ¿Estás triste de verdad?
»—¿Por qué me lo pregunta?
»—No debes , my boy… Tengo que marcharme, volver a mi vida, y tú, a la tuya. ¡Estás al principio de un largo camino! Pero ¡mira lo que me obligas a hacer! ¡A ponerme serio! ¡Vamos, vamos!
»Sentí que mi corazón se encogía lentamente.
»—Entonces se marcha usted, ¿verdad?
»Alzó una ceja de extrañeza, tal y como hace frente a la cámara. Tuve la impresión de que interpretaba un papel.
»—Sí, yo me marcho y tú te quedas… Y nuestra amistad será un recuerdo maravilloso… Para ti y para mí.
»Yo debía de tener un aspecto especialmente miserable, y eso debió de molestarle.
»—Come on, smile![73]
»—Yo no quiero recuerdos, no tengo edad para los recuerdos… Quiero quedarme con usted. ¡Lléveme con usted! Seré su secretario, le llevaré las maletas, conduciré su coche, plancharé sus camisas, haría lo que fuera por usted… Aprenderé, sólo tengo diecisiete años, a mi edad se aprende deprisa.
»—¡Vamos, vamos! No dramatices… Ha sido un encuentro bonito, un momento hermoso… No lo estropees.
»Cuando oí esas palabras fue como si saltase al vacío, como si cayese, cayese y buscase un árbol, una raíz a la que agarrarme, se va a marchar, se va a marchar y yo me voy a quedar. ¿Y mi futuro? Estudiaré en la Politécnica y me casaré. Con quien sea, porque ahora me da completamente igual. Me quedaré con Geneviève, ella, al menos, lo sabe, lo ha adivinado, podré respirar en ella el perfume de mi amor difunto. Podré contarle una y otra vez cuando estaba con él, cuando hablaba con él, cuando bebía champaña con él, cuando contemplaba los tejados de París con él… Estudiaré en la Politécnica y me casaré con Geneviève. Porque él se va y no siente tristeza alguna, ningún desgarro.
»—Come on, my boy! —repitió, molesto.
»Tuve la impresión de haber cometido una terrible falta de buen gusto y me sentí casi sucio.
»Se marchó con su chófer para volver al hotel y yo me quedé allí como un idiota, los ojos empañados de lágrimas.
»Me odié… ¡Qué falta de chispa! ¡Qué falta de elegancia!
»Le vi marcharse. En ese momento ya no sabía nada de él. Era como si todo lo que habíamos vivido, todas esas confidencias maravillosas que me había hecho no hubiesen existido nunca. Él pasaba página, pasaba a otra cosa.
»Por primera vez, sentí que sobraba. Me sentí apartado. Tuve la impresión atroz de que mi tiempo había pasado.
»Y era horrible.
»Antes de irme vi, en la esquina de una mesa, la caja que contenía mi bufanda.
»La bufanda seguía allí dentro…
»23 de enero de 1963. El día más triste de mi vida. No sé cómo tengo todavía fuerzas para escribir…
»Cuando volví de su fiesta de cumpleaños… En mi casa me esperaba un drama. El director del curso preparatorio había llamado a mis padres para informarles de mis numerosas ausencias. Su hijo no trabaja, se ausenta a menudo, sin excusas, sin motivos válidos, debemos expulsarle. Mi padre estaba furioso. Apretaba tan fuerte los dientes que pensé que iba a triturarlos. Mamá lloraba diciendo que estaba perdido, que nunca saldría nada bueno de mí, ¡que debería alistarme en el ejército! Me encerraron en mi cuarto y pasé dos días sin salir, sin ver a nadie, sin poder hablar por teléfono. ¡Y pensar que eran sus dos últimos días en París! ¡Eso me ponía enfermo! ¡Enfermo! No podía salir por la ventana. ¡Vivimos en un sexto! Nada, no podía hacer nada…
»Estaba prisionero.
»Papá fue a ver al director. No sé lo que le dijo, pero parece ser que me ha dado una última oportunidad. ¡Menuda oportunidad!
»Se me permitió salir, pero se me prohibió formalmente volver al rodaje.
»De todas formas, no hubiese ido, sabía que había terminado…
»Sólo me preguntaba si él se habría marchado o habría prolongado su estancia en París. Si vagaría por el quai aux Fleurs. Era su paseo favorito.
»Así que, ayer por la tarde, corrí hasta su hotel a la salida de clase, corrí y corrí…
»El conserje me dijo que se había marchado, pero que había dejado una carta para mí. Me entregó un sobre que llevaba el membrete del hotel.
»No lo abrí enseguida.
»Mi corazón latía con fuerza…
»La leí, por la noche, en mi habitación.
»“My boy, recuerda esto: nosotros somos los únicos responsables de nuestras vidas. No debemos culpar a nadie de nuestros errores. Somos los únicos artífices de nuestra felicidad y somos a veces el principal obstáculo para esa felicidad. Tú estás en el amanecer de tu vida, yo estoy en el crepúsculo de la mía, sólo puedo darte un consejo: escucha, escucha la vocecita en ti antes de decidir cuál será tu camino… Y el día que escuches esa vocecita, síguela ciegamente… No dejes que nadie te desvíe de tu camino. Nunca temas reivindicar lo que sale de tu corazón.
»“Eso es lo más duro que tendrás que afrontar, porque estás demasiado convencido de que no vales nada y no puedes imaginarte un futuro brillante, un futuro que lleve tu huella… Eres joven, puedes cambiar, no estás obligado a repetir el esquema de tus padres…
»“Love you, my boy…”.
»La leí varias veces. No podía creer que no le volvería a ver. No me dejó nada, ni una dirección, ni un apartado de correos, ni un teléfono. No tenía ningún modo de volver a encontrarle.
»Lloré, lloré mucho…
»Pensé que mi vida había terminado.
»Y estoy convencido de que ha terminado.
»25 de diciembre de 1963. Charada acaba de estrenarse en los Estados Unidos. He leído las críticas de los periódicos. Es un éxito inmenso. Miles de personas hicieron cola desde las seis de la mañana a las puertas del Radio City Music Hall en la Sexta Avenida para conseguir sitio. Hacía frío, llovía y ellos esperaban…
»He leído en el periódico una entrevista a Stanley Donen que hablaba de él. “No hay otro actor como Cary Grant. Es único. No hay ni una nota discordante en su interpretación. Proyecta sencillez y confianza en sí mismo; si parece algo tan fácil, es porque él está extremadamente concentrado. Porque lo ha preparado todo… No siente ningún tipo de miedo cuando interpreta. Sus guiones están siempre llenos de miles de anotaciones. Lo detalla todo minuto a minuto. El detalle, ahí está la excelencia. Su talento no es un don de Dios, es una suma enorme de trabajo…”.
»Y tuve la impresión de que se me escapaba definitivamente…
»También leí un comentario de Tony Curtis. “Se aprende más viendo a Cary Grant beber una taza de café que en seis meses en un curso de teatro…”.
»¿Qué he aprendido yo de él?
»¿Qué he aprendido yo de él?».
Eran las últimas páginas de la libreta negra. Joséphine la cerró y pensó que ella había aprendido mucho con Cary Grant.
Zoé estaba encerrada en su habitación con Emma, Pauline y Noémie. Estaban preparando la exposición oral de Diderot que ella debía presentar al día siguiente ante la clase y la señora Choquart.
No quería quedar mal. Quería mucho a la señora Choquart.
Tumbada en su cama, pensaba en Diderot.
Y en Gaétan.
¡Gaétan! Desde que se sinceraron, construían un amor perfecto. Ella hacía una lista de «Quiero…, no quiero». Era un juego. Cuanto más larga era la lista, más tenía la impresión de que su amor era grande, fuerte, eterno. No quiero que nuestro amor disminuya. Quiero que esté siempre al principio, esas canciones que resuenan en la cabeza, el corazón que se sale del pecho, la vida en rosa, de verdad. No quiero cansarme. Quiero amarle el mayor tiempo posible. No quiero altibajos. Quiero seguir a cien mil metros de altitud. Twist and shout, come on, come on, baby now. Quiero ser la imagen del amor, del amor verdadero, como Johnny Depp y Vanessa Paradis in love por la vida.
Sus amigas garabateaban sobre sus fichas de lectura.
Habían elegido Diderot como tema para su exposición oral, para destacar su anticonformismo y su lengua mordaz.
Creo que siento adoración por Diderot, pensaba Zoé releyendo sus notas. Carga contra todos. Carga contra Lully, Marivaux, dice cosas terribles de Racine como ser humano, «bribón, traidor, ambicioso, envidioso, malvado». Sí, pero añade… «… dentro de mil años provocará lágrimas; será la admiración de los hombres en todos los rincones del mundo. Inspirará la humanidad, la conmiseración, la ternura; preguntarán quién era, de qué país, y envidiarán a Francia. Hizo sufrir a algunos seres que ya no están, los cuales nos interesan apenas. Sin duda habría sido mejor que hubiese recibido de la naturaleza las virtudes de un hombre de bien junto a los talentos de un gran hombre. Es un árbol que ha secado a algunos otros plantados a su alrededor; que ha asfixiado plantas que crecían a sus pies; pero que ha erigido su copa hasta las nubes; sus ramas se extendieron a lo lejos; su sombra abrigó a los que vinieron y vendrán a reposar en torno a su majestuoso tronco; produjo frutos de gusto exquisito y que se renuevan sin cesar»[74].
Le gustaba el verbo de Diderot. Le gustaba el uso del punto y coma en Diderot.
—¿Empezamos por los Salones? —preguntó Emma.
—Sí… ¿Fragonard?
—Y yo enseño una reproducción cuando hable Pauline…
—«Es una enorme y hermosa tortilla de niños —leyó Pauline—, los hay a cientos, todos entrelazados unos con otros. El resultado es plano, amarillento, de tinte idéntico, monótono y aspecto algodonoso. Las nubes repartidas entre ellos también son amarillentas y terminan de dar exactitud a la composición. El señor Fragonard es diabólicamente soso. Bonita tortilla, bien mullida, bien amarilla y nada quemada». Malvado, ¿no? —concluyó Pauline, que tenía un fondo bueno y detestaba criticar.
—Debió de quedarse hecho polvo Fragonard.
—Me parece que me voy a comprar todos los tomos de los Salones porque adoro cada palabra, cada frase, me gustaría que no terminase nunca, ¡y no termina nunca porque es un libro enorme! —exclamó Zoé.
—¡Anda que tú y tus libros! —se rio Emma—. Parece que nunca tengas bastantes…
—Zoé no sabe qué es la moderación —dijo Noémie encendiendo un cigarrillo.
—¡En mi habitación no! —exclamó Zoé—. ¡Mamá no quiere que fume!
—Abriremos la ventana del todo…
—Entonces ¿puedo liarme uno? —preguntó Emma.
Zoé no respondió. Sola contra tres, no podía oponerse.
Gaétan le había prometido un correo largo para esta noche…
Diderot, Gaétan, un correo largo… Era la chica más feliz del mundo.
Cuando sus amigas se marcharon, abrió la ventana de par en par, se cambió de blusa, se miró en el espejo y le gustó lo que vio. Era buena señal. Un día, nos miramos en el espejo cantando con un cepillo y contoneándonos, y al día siguiente nos echamos un vistazo y nos sentimos como una uva pasa.
Fue a sentarse delante del ordenador y abrió el correo.
El de Gaétan era el primero…
Para las cosas serias, él prefería escribir que hablar. Decía que hablar era difícil. Que eso significaba estar frente al otro, que te está mirando mientras lo sueltas todo. En cambio, escribiendo podía uno imaginarse solo, hablando consigo mismo, sin nadie que te escuche.
Él también tenía exámenes de fin de curso.
Esa mañana había hecho el de geografía.
«No me ha ido demasiado bien, pero no importa. La geografía no es lo mío. He hecho lo que he podido, he estudiado, ¡no sirve de nada quejarse! Ahora sé que soy capaz de trabajar mucho y eso me gusta. ¿Qué más se puede pedir? Soy capaz de aprobar, ¿no? ¿Te cuento lo demás? Pues claro que te lo cuento. Esta mañana me he levantado y mamá ya estaba de pie; y me ha dicho que quería hablar conmigo antes de que me fuera. Y entonces me ha dicho cosas que me han dejado sin habla. Cosas que nunca me había dicho, que me cambian, que… Guau. Ella me mira, se estaba tomando su café, me dice que ya no quiere que me preocupe por ella, que está bien, que me quiere y que quiere que yo sea feliz y que, precisamente, no puede ser feliz si yo no lo soy. Y eso es guay. Es como si me hubiese liberado. Y que mamá me cuente eso es guay, tipo superguay, no sé. No puedo explicarlo, es como si pudiese crecer de verdad. Es atómico. Por supuesto, eso no impide que siga flipando con mamá. Pero no de la misma forma, no como si ella dependiese de mí… Aunque yo sé que depende de mí. Porque Charles-Henri se lo monta él solito y se marcha, y Domitille también. La mandan a un internado el curso que viene… Está decidido. Ella dice que no piensa ir, que se fugará las veces que haga falta, pero bueno, está decidido. Entonces, sólo quedaremos mamá y yo. Y aunque ella dice que puede seguir adelante sola, yo sé que siempre me necesitará… No puede arreglárselas sola, ella no lo sabe, pero yo sí lo sé. No soy sólo responsable de mi vida. Si dejo a mamá, está acabada.
»O sea que quiero que volvamos a París. No quiero seguir aquí con los abuelos detrás y todo el pueblo mirándote cuando haces alguna tontería. No tienen otra cosa que hacer, la gente de aquí, aparte de chismorrear cosas sobre los demás… No hacen más que criticar cuando alguien se pasa de la raya. Y nosotros nos pasamos bastante de la raya… Y dime, Zoé, es normal hacer estupideces, ¿no? Incluso cuando eres un adulto, como mamá… Así que nos vamos los dos. Vamos a volver a París. No sé muy bien dónde iremos porque mamá no tiene mucho dinero. Dice que está dispuesta a trabajar de dependienta en una tienda, que tiene la preparación necesaria, que podría vender, por ejemplo, bisutería o relojes. Le gustan mucho los relojes. Creo que la tranquilizan. El mecanismo de los relojes, quiero decir… Así que va a buscar trabajo de vendedora de relojes y viviremos los dos en un piso pequeño. Y así podremos vernos y seré feliz…».
El corazón de Zoé dio un vuelco. ¡Iba a venir a París! Twist and shout, come on, come on! Le vería todos los días. Podrían vivir en su casa. En la habitación de Hortense… O en el despacho de mamá cuando Hortense estuviese aquí. Hortense no venía muy a menudo. Su vida estaba en Londres. O en otro lado. A menudo repetía que París se había terminado para ella…
Tendría que hablar con su madre.
Y le dijo que no.
Un no categórico.
Un no que Zoé no había oído nunca en boca de su madre.
—Ni hablar, Zoé.
—Pero el piso es demasiado grande para nosotras dos…
—Ni hablar —repitió Joséphine.
—Pero si lo hiciste con la señora Barthillet y Max[75]…
—Eso fue hace mucho tiempo… He cambiado.
—¡Te has vuelto egoísta!
—No. Escúchame bien, Zoé… Tengo un libro que está creciendo en mi cabeza. Unas ganas de escribir que se van concretando día a día y necesito espacio, silencio, vacío, soledad…
—¡Ellos no ocuparán espacio! No molestarán nada. Su madre quiere trabajar y él irá al instituto conmigo… ¡Oh, mamá! ¡Di que sí!
—No, no y no… ¡Esos tiempos se acabaron!
—Y entonces ¿dónde irán? —preguntó Zoé con la cara llena de lágrimas.
—No lo sé y no es mi problema. No quiero sacrificar este libro… Es importante para mí, cariño. Muy importante… ¿Lo entiendes?
Zoé movió la cabeza. No lo entendía.
—Pero aun así podrías escribir…
—Zoé… Tú no sabes. No sabes lo que quiere decir «escribir». Quiere decir poner en ello todas tus fuerzas, todo tu tiempo, toda tu atención en una sola cosa. Pensar en ello todo el rato. No ser interrumpida, ni un segundo, por cualquier otra cosa… No es sentirse inspirada de pronto y escribir unas notas sobre un papel, quiere decir trabajar, trabajar, trabajar, sembrar ideas, esperar a que crezcan y recolectarlas cuando están listas. No antes, para no arrancarlas de raíz, ni después porque estarán resecas. Significa estar al acecho, obsesionada, maniaca… Es imposible vivir para los demás.
—¿Y yo, qué?
—Tú formas parte de esta aventura. Pero los demás no, Zoé, los demás no…
—Hay que vivir sola, entonces, cuando escribes, completamente sola…
—Sería lo ideal, eso seguro. Pero yo te tengo a ti, te quiero más que a nada en el mundo, ese amor me llena de alegría, de fuerza, ese amor forma parte de mí. A ti puedo hablarte, tú oyes, tú comprendes, tú sabes escuchar… Pero los demás no, Zoé, los demás no…
—Entonces —dijo Zoé agachando la cabeza y tragándose las lágrimas—, ¿vas a escribir de verdad la historia del Jovencito?
Joséphine la cogió en sus brazos y susurró sí, voy a escribirla, la voy a escribir.
—¿Y ahora sabes quién es el Jovencito? —preguntó Zoé, con el mentón apoyado en el hombro de su madre.
Y Joséphine susurró sí, lo sé.
Iría a verle, hablaría con él, le pediría autorización para contar su historia. Le explicaría cómo, gracias a Cary Grant y a la libreta negra, ella había salido de la niebla, le describiría las aguas furiosas de las Landas, Henriette y Lucien Plissonnier, la cesta de picnic sobre la playa, Iris, la sombrilla, las ganas de crecer, las ganas de convertirse en otro, en alguien que caminase derecho, que hubiese encontrado su lugar detrás de la niebla.
Y después llamaría a Serrurier, y le diría…
Que tenía una idea, mejor que una idea…
El principio de un libro. Un libro entero que estaba construyéndose en su cabeza. Que se montaba pieza a pieza.
De hecho, había encontrado la primera frase…
No la diría.
Se la guardaría para ella. Para que las palabras conservasen toda su fuerza, para que no se evaporasen…
«Escribir como nadie con las palabras de todo el mundo»[76].
Las palabras que vamos a escribir no hay que decirlas, tienen que seguir siendo nuevas. Cuando se leen, tienen que dar la impresión de que es la primera vez que alguien se sirve de ellas, que nadie ha escrito palabras así en un papel…