Shirley ya no entendía nada.

Veía cómo su vida se escapaba y dudaba entre compararla con un campo de escombros o un nuevo amanecer. Tenía la impresión de que los acontecimientos se sucedían a su pesar. En forma de borrascas. Encargados de hacer limpieza.

La vida barría su felicidad. Esa felicidad que había tardado tantos años en construir. Le proponía otra presentándole un hombre cuyo manual de instrucciones no conocía.

Seis meses atrás, caminaba erguida, las manos apoyadas en las caderas, y se felicitaba por ello. Casi presumía… Tenía un hijo, un chico estupendo, equilibrado, honesto, recto, inteligente, gracioso, tierno, su amor, su cómplice. Un cuerpo que podía hundir en las heladas aguas de los estanques de Hampstead sin que estornudase ni tosiese. Una fundación a la que consagraba su tiempo y el dinero procedente de su madre, ese dinero que había rechazado durante tanto tiempo…, y amantes, cuando tenía ganas de exorcizar negros demonios. Los restos de un pasado que no comprendía muy bien, pero que aceptaba diciéndose yo soy así ¿y qué? Todos tenemos demonios…

El que no abrigue un diablillo en su seno que me tire la primera piedra…

Había dedicado tanto tiempo a fabricarse esa felicidad, a construirla con sus propias manos, a consolidarla, a ampliarla, a adornarla con frisos, guirnaldas, hermosas vigas imputrescibles… y la vida derribó de una patada ese edificio que tanto estimaba.

Como si la felicidad no debiese durar.

Como si no fuese más que una etapa, una pausa, antes de afrontar una nueva prueba…

Todo había empezado con las preguntas de Gary sobre su padre. Una noche, en la cocina, junto al lavavajillas. Ella había sentido cómo se acercaba Doña Vida, le ponía una mano sobre el hombro, le decía prepárate, querida, empieza el follón. Había encajado el golpe como un boxeador chato. Se había acostumbrado a esa idea. La había amansado, le había quitado las espinas, había hecho de ella una hermosa rosa, tersa, grande, abierta, aromática. Le había costado trabajo. Un trabajo sobre ella misma. Soltar riendas, comprender, sonreír, soltar riendas, comprender, sonreír.

Y volver a empezar.

Después vino lo del viaje a Escocia. No le había gustado enterarse a través de un mensaje en el contestador. Él me telefoneó sabiendo que estaba ocupada, que no podía contestarle… Huía. Huía de mí.

La irrupción de Gary una mañana, en su casa… La bolsa de cruasanes arrojada a la cama y esa exclamación. ¡Él no! ¡Él no!…

Y finalmente, la repentina marcha a Nueva York.

Esta vez había recibido un correo electrónico. Odiaba esa nueva tecnología que permite a los hombres desaparecer creyéndose liberados. Desaparecer de su vida conservando el papel de bueno.

Las palabras escritas por Gary eran nobles y hermosas.

Pero no le gustaban. No le gustaba que su hijo le hablase como un hombre.

«Shirley…».

¡Y ahora la llamaba por su nombre de pila! Nunca la había llamado por su nombre.

«Me voy a Nueva York. Esperaré allí a saber si me han admitido en la Juilliard School. No quiero quedarme aquí. Han pasado demasiadas cosas que no me gustan…».

¿Qué era eso de «demasiadas cosas»? ¿El encuentro con su padre? ¿Oliver en su cama? ¿Un problema con una chica? ¿Una nueva disputa con Hortense?

«Superabuela está al corriente. Me ayudará al principio…».

Superabuela había sido consultada. Ella sí. Superabuela había dado su consentimiento.

«Necesito vivir solo. Has sido una madre perfecta, admirable, un padre y una madre a la vez, me has educado con sabiduría, tacto y humor y siempre te valoraré por eso… Si me he convertido en lo que soy es gracias a ti y te lo agradezco. Pero ahora tengo que marcharme y tienes que dejar que me vaya. Confía en mí. Gary».

¡Punto final! Enviada a paseo en unas pocas líneas.

Había una posdata.

«En cuanto me haya instalado, te daré mi dirección y un número de teléfono. Por el momento, puedes enviarme mensajes a mi dirección de correo. La consulto regularmente. No te preocupes. Take care…»[64].

Fin del mensaje. Fin de una época en la que había sido feliz.

Más feliz que con cualquier hombre.

Y ahora ¿qué hago?, murmuró mirando los coches en la calle, los transeúntes bajo los paraguas azotados por el viento, aspirados por la boca del metro, hormiguitas apresuradas. Borrascas de lluvia, borrascas de vida.

A la vida no le gusta la inmovilidad.

Y Oliver había entrado en escena.

Con su aire de rey modesto, su risa de ogro dulce…

Una risa de varias octavas que desbordaba sobre las palabras, que formaba un torrente de gruñidos joviales, irresistible. Le oías reír desde lejos y sonreías y te decías, envidiándole un poco, ¡por ahí va un hombre feliz!

Su forma de hacer el amor como quien hace buen pan…

Sus manos que la amasaban a base de caricias, de promesas, de paz en la tierra a los hombres y mujeres que se amen…

Sus besos tiernos, atentos, casi respetuosos, mientras que en lo más profundo de su ser ella añoraba una demanda exigente, la marca de una antigua herida que no pedía otra cosa que volver a abrirse, extenderse… Así no, así no… Esas palabras no terminaban de calar en los besos de Oliver, en sus miradas extrañadas, bondadosas, en sus abrazos en los que ella se atascaba, esperando otra cosa, otra cosa que no se atrevía a pedir…

Que no sabía pedir…

Daba vueltas y vueltas. Se crispaba. Tenía ganas de herirle, de clavarle banderillas, pero él abría ampliamente los brazos, abría ampliamente su vida para que Shirley ocupase un lugar en ella.

Oliver reclamaba su alma.

Y ella tenía un problema con su alma.

No quería compartirla con nadie. No era culpa suya.

Había aprendido a defenderse, a dar golpes, nunca había aprendido a entregarse. Se daba en monedas pequeñas, desconfiada como una tendera que devuelve el cambio y no concede ni un penique de crédito.

Se dejaba abrazar, tumbar sobre la gran cama, intentaba seguirle con todas sus fuerzas, hablar su mismo lenguaje. Se levantaba, furiosa, se cepillaba el pelo hasta hacer sangrar el cuero cabelludo, se duchaba con agua hirviendo, con agua helada, se frotaba, furiosa, con el guante de crin, apretaba los dientes, le lanzaba miradas de odio.

Él se marchaba. Volvería esa noche. La llevaría a escuchar un concierto de preludios de Chopin, ya sabes, el que tanto te gusta, el opus 28, después irían a cenar a ese pequeño restaurante en Primrose Hill, que había visto la otra tarde al volver de una grabación, y contemplarían Londres desde lo alto de las colinas mientras bebían un buen vino añejo francés, ¿Borgoña o Burdeos? A mí me gustan los dos, concluía lanzando su risa de octavas.

La inhalaba antes de marcharse. Necesito sentir tu olor, tu buen olor… Ella le rechazaba, le echaba a la calle riéndose, para disimular su confusión.

Se apoyaba contra la puerta. Miraba al cielo. ¡Por fin sola! ¡Qué pegajoso!

Se ha ido, se ha ido. Ha comprendido que no le quería…

No volvería…

Y entonces sentía ganas de echar la puerta abajo y correr por las escaleras para atraparle.

Entonces… le quiero, se decía en voz alta, extrañada. ¿Eso es el amor? Quiero decir, ¿el amor verdadero? ¿Acaso debo aprender a amar? ¿A amarle a él? ¿Renunciar al cuerpo a cuerpo del que me levanto indemne para enfrentarme a otro peligro, aún más inquietante? ¿Ese que consiste en amar a alguien en cuerpo y alma? Y mi cólera… ¿sacará provecho de ello? ¿Querrá desaparecer? ¿Debo quitármela de encima? ¿Cómo?

Permanecía erguida en la calle, al abrigo de la lluvia, con la espalda pegada a la vitrina de una librería Waterstone’s en Piccadilly, mirando fijamente a los peatones, preguntándose ¿cómo lo hacen ellos? ¿Se plantean todas estas preguntas? ¿Estoy enferma, torturada?, ¿soy retorcida? ¿Qué es lo que me ha hecho tan desconfiada, tan reticente?

Se mordía los dedos, se mordía los puños, se golpeaba la cabeza con los puños y repetía incansablemente ¿por qué? ¿por qué?

Voy a tener que hablar con Joséphine. Sin trampas. Confesarle el acontecimiento. Ese baño de sol que hace rugir la tormenta…

Cuando Joséphine le había hablado del diálogo de alma a alma con ese hombre, el inspector Garibaldi, ella se había echado a reír, una risa demasiado brusca para ser honesta, había apartado de sí al Príncipe Azul, y escogido al Príncipe Azote… Pero las palabras de Joséphine habían abierto una brecha en sus certidumbres.

Sonó el teléfono cuando Joséphine estaba limpiando el oído derecho de Du Guesclin. Otitis, había diagnosticado el veterinario dejando caer la dolorida oreja del perro. Tendrá que hacerle unas curas diarias. Mañana y tarde, ella le limpiaba el oído con una solución antiséptica, y después le pulverizaba con un antiinflamatorio amarillento que coloreaba el pabellón rosado de la oreja y lo convertía en una membrana azafrán. Du Guesclin permanecía estoico y la miraba con su único ojo, como si dijera: vale porque eres tú… ¡Si no, te hubiese mordido hace mucho tiempo!

Joséphine besó el hocico de su perro y descolgó el teléfono.

—Joséphine, tengo que hablar contigo, es urgente… —suspiró Shirley.

—¿Ha ocurrido una desgracia? —preguntó Joséphine al escuchar la voz grave de su amiga.

—Algo parecido…

—Entonces, voy a sentarme…

Cogió una silla con la que podía continuar masajeando con la punta del pie el vientre de Du Guesclin, tendido de espaldas, para hacerse perdonar el episodio del oído.

—Venga. Te escucho…

—Creo que me he enamorado…

—¡Pero eso es formidable! ¿Cómo es él? —preguntó Joséphine sonriendo.

—Ese es el problema.

—Ah… —dijo Joséphine que pensó inmediatamente en el hombre de negro—. ¿Es brutal, imprevisible, te amenaza?

—No. Todo lo contrario…

—¿Quieres decir que es dulce, amable, exquisito, bueno…, con manos de ángel, ojos que envuelven, oídos que escuchan y una mirada que derrite?

—Exacto… —dijo Shirley, lúgubre.

—¡Es maravilloso!

—¡Es horrible!

—¡Estás enferma!

—Lo sé desde hace mucho tiempo… Por eso te llamo. ¡Ay, Jo! ¡Ayúdame!

Joséphine miraba la mesa de la cocina, que parecía una enfermería: algodones sucios, frascos abiertos, pañuelos de papel arrugados. Doug no tenía fiebre. Tendría que limpiar el termómetro.

—Sabes que yo no soy ninguna experta —murmuró Joséphine.

—Sí, al contrario… Me dijiste tantas cosas bonitas la última vez que hablamos…, y yo me reí de ellas. Tú amas con el alma, el corazón y el cuerpo. Y yo, no sé. Tengo miedo de dejarle entrar, miedo a que me despoje, tengo miedo…

—Vamos, continúa…

—Tengo miedo a perder mi fuerza… Esa que me habita desde siempre. Me siento desarmada frente a él. Los hombres no son así.

—¿Ah, sí? —dijo Joséphine, extrañada.

—¡Me entran ganas de morderle!

—Porque se dirige a la otra Shirley y a esa hace mucho tiempo que la perdiste de vista… Él se ha dado cuenta enseguida de que existe.

—¿Y tú también?

—Claro, y por eso te quiero…

—No entiendo nada… A esa no la conozco.

—Piensa en la que eras antes de que la vida te obligase a interpretar un papel, ve a dar una vuelta donde está la niña pequeña… Siempre se aprende yendo a preguntar a la niña.

—No me estás ayudando mucho…

—Porque no quieres escucharme…

—¡Me odio, cuánto me odio!

—¿Por qué?

—¡Por ser tan ridícula, tan retorcida con esto! Soy feliz y estoy furiosa. Me había prometido tantas veces no volver a enamorarme…

Joséphine sonrió.

—Esas cosas no se deciden, Shirley, te caen encima…

—¡No estamos obligados a ponernos debajo!

—Me temo que es algo tarde…

—¿Tú crees? —preguntó Shirley, asustada.

Seguía sin voz. Abatida. La cabeza como un bombo.

Tendría que cambiarlo todo. Cambiarlo todo en su cabeza, en su corazón, en su cuerpo, para dejar sitio al alma. Cambiar sus costumbres. Y las costumbres no se cambian tirándolas por la ventana. Hay que desenredarlas, punto por punto. No volver a tener miedo de que el amor desborde el cuerpo y se convierta en amor sin más. Y que enlace corazón, cuerpo y alma.

Voy a tener que aprender a rendirme…

Esperando que la rendición no sea una estrategia del alma para salir huyendo.

* * *