Al día siguiente de su conversación con Zoé, Joséphine llamó a Garibaldi.

Había llegado a apreciar a ese hombre, su pelo negro y liso, sus cejas como dos paraguas oscuros que se abrían y se cerraban, su rostro flexible que se retorcía en todos los sentidos. Él había dirigido la investigación de la muerte de la señorita de Bassonnière, y después la de Iris, con tacto y habilidad. Cuando fue a hablar con él al número 36 del quai des Orfèvres, tuvo la impresión de que la escuchaba con los ojos, los oídos y… el alma.

Había dejado su placa de policía sobre la mesa y sus almas habían hablado. Por encima de las palabras, en los silencios, las dudas, el temblor de la voz. Se habían reconocido.

A veces es posible hablar de alma a alma con un desconocido.

No se habían vuelto a ver desde la muerte de Iris. Pero ella sabía que podía llamarle y pedirle un favor.

Reconoció su voz cuando descolgó.

Le preguntó si le molestaba. Él respondió que estaba en su despacho, haciendo una pausa entre dos casos. Intercambiaron algunas banalidades, y después él preguntó en qué podría serle útil. ¿Estaba de nuevo sobre la pista de un peligroso asesino? Joséphine sonrió, respondió que no, era otra historia, más dulce, más romántica.

—No tiene nada que temer de Van den Brock[61] —afirmó Garibaldi—. Espera en prisión la apertura de su proceso y tiene pinta de que tardará aún algún tiempo… Además, seguramente estará encerrado una buena temporada.

—Es curioso, no pienso nunca en Van den Brock…

—¿Y de Luca Giambelli tiene noticias?

Joséphine contestó que no. La última vez que había oído hablar de él, fue para enterarse de que había pedido ingresar en una clínica psiquiátrica por problemas de conducta.

—Y allí sigue —respondió Garibaldi—. Me he informado. Me preocupo por su seguridad, señora Cortès. Guardo un excelente recuerdo de nuestra colaboración…

—Yo también —dijo Joséphine notando cómo sus orejas empezaban a arder.

—Usted nos ayudó mucho con sus comentarios pertinentes…

—Exagera usted —dijo Joséphine—. Fue usted quien…

—Es usted una observadora excelente y sería una investigadora extraordinaria… ¿Qué puedo hacer por usted en este momento?

Joséphine le contó la historia del descubrimiento del cuaderno negro y de su misterioso autor.

—Yo le he bautizado el Jovencito… Me parece conmovedor. Me gusta mucho también el personaje de Cary Grant. No conocía su vida, es apasionante…

Le confesó que pensaba escribir una novela sobre el encuentro de esos dos hombres. El gusano y la estrella. Aún no sabía cómo plantearla, pero para ello sería muy útil identificar al Jovencito y conocerle.

—Hoy en día ya no será tan joven —apuntó Garibaldi.

—No… y eso limita el campo de mi investigación. De hecho, fue Zoé la que me dio la idea de llamarle a usted…

—¿Qué datos tiene sobre ese hombre?

—Conozco su edad, su lugar de nacimiento, la profesión de su padre… Creo que vive en el edificio o que viene a menudo. Puedo darle los nombres de quienes sospecho… Me preguntaba si… o más bien Zoé se preguntaba si podría usted investigar. No sé si eso es posible…

—Tendría que recurrir a un compañero del SI —dijo Garibaldi.

—¿Del Servicio de Información? —tradujo Joséphine.

—Sí.

—¿Y eso es legal?

Garibaldi vaciló y después declaró:

—Legal no es la palabra exacta… Digamos que podría considerarse un intercambio de favores…

—¿Es decir?

Esperó un momento antes de contestar.

—No está usted obligado a responderme…

—Un momento, se lo ruego…

Ella oyó el ruido de una puerta que se abría, una voz, Garibaldi que respondía. Esperó dando vueltas por el salón. Du Guesclin había ido a buscar su correa y la había dejado caer a sus pies. Ella sonrió y le enseñó el teléfono. Volvió a poner la correa sobre el mueblecito de la entrada. Du Guesclin, decepcionado, fue a tumbarse, resoplando, delante de la puerta, el morro apoyado sobre las patas delanteras, la mirada fija en ella, llena de reproche.

—¡Es que tengo otras cosas que hacer, mi viejo Doug! —le dijo en un susurro.

—¿Señora Cortès?

—Sí, aquí estoy…

—Me han interrumpido… Entonces… Imaginemos que yo le haya hecho un favor a un compañero del SI… Imaginemos que haya trabajado con él en un asunto de tráfico de drogas, por ejemplo, y que, durante el registro en casa de un traficante, le he visto coger unos fajos de billetes que estaban en una mesa y metérselos en el bolsillo…

—Sí… —dijo Joséphine siguiendo el hilo de los pensamientos de Garibaldi.

—Imaginemos que le he dicho que cerraría los ojos si volvía a ponerlo todo en su sitio e imaginemos que le propuse prestarle ese dinero, imaginemos que él hubiese aceptado y que me estuviese agradecido…

—¿Y ocurren a menudo este tipo de…?

—He dicho «imaginemos»…

Joséphine dio marcha atrás y se disculpó.

—No se disculpe… No se gana mucho dinero en la policía. Y a menudo uno está tentado de coger droga o dinero para sobrellevar mejor el día a día. La droga, para revenderla, y el dinero, porque uno atraviesa un periodo difícil, está en pleno proceso de divorcio o se ha comprado un piso y no puede hacer frente a la hipoteca…

—¿Y usted ya ha hecho algo así?

—¿Quedarme con dinero o con droga? No, nunca.

—Quería decir… Ha sorprendido a algún compañero que…

—Eso es asunto mío, señora Cortès. Digamos que me las arreglaré e intentaré encontrar a su hombre a partir de sus informaciones…

—¡Eso sería fantástico! —exclamó Joséphine—. Podría ir a verle y…

—Suponiendo que él quisiera hablar de ello… Si tiró ese cuaderno a la basura, es porque quería desembarazarse de su pasado…

—Siempre puedo intentarlo…

—No se rinde usted fácilmente, señora Cortès.

Joséphine sonrió.

—Parece tímida, discreta, poco segura de sí misma, pero en el fondo, es usted terca, tenaz…

—Exagera un poco, ¿no?

—No lo creo. Tiene usted la audacia de los tímidos… Dígame los nombres en los que está pensando y yo le diré si averiguo algo…

Joséphine reflexionó y enumeró unos nombres:

—El señor Dumas… Vive en el edificio B, en la misma dirección que yo…, pero ese no creo que…

—Espere, voy a coger un papel y lo anoto.

Les interrumpió nuevamente una voz que pedía una información a Garibaldi. Ella le oyó responder, esperó a que terminase para proseguir:

—El señor Boisson…[62]

—¿Como una Coca-Cola?

—¡Salvo que no tiene nada de chispa! Tampoco creo que sea él…

—¡Hay que desconfiar de los volcanes extinguidos! —dijo Garibaldi.

—Vive en mi edificio, en el lado A. Pero me cuesta imaginarle viviendo una historia de amor parecida a la del Jovencito… Parece totalmente encerrado en sí mismo y debe de ser alérgico a la fantasía.

—¿Quién más?

—El señor Léger. Yves Léger. Se ha mudado al piso de Lefloc-Pignel con un amigo más joven. Lleva chalecos de todos los colores y unas carpetas de dibujo enormes… Él, al menos, tiene un aspecto vivaz.

—Es el que más se parece a nuestro hombre…

—Eso es lo que pienso yo también. Pero bueno… No por el hecho de ser homosexual tiene que…

—Es verdad —admitió Garibaldi.

—Y el señor Sandoz… Ya sabe, el señor que nos ayudó a reformar la portería de Iphigénie, la portera… No sé dónde vive, pero según Iphigénie miente sobre su edad y…

—¡No sería el único!

—No creo que sea…

—Ya veremos…

—Y finalmente, el señor Pinarelli… También de mi edificio. Tampoco creo que sea él…

Garibaldi se echó a reír.

—¡De hecho, usted no cree que sea ninguno de los hombres que ha mencionado!

—Ese es el problema… Ninguno parece tener el perfil.

—¿Y si fuera otro? Alguien que hubiese tirado ese cuaderno en la basura de su edificio para no dejar pistas. Es lo que haría yo. Me parecería lo más prudente si quisiera hacer desaparecer algo…

—Eso sería un problema…

—No quiero desanimarla, pero me parece lo más verosímil…

—Quizás tenga usted razón… pero creo también que había pocas posibilidades de que alguien encontrase la libreta. Si Zoé no se hubiese puesto a llorar al pensar que no volvería a ver su cuaderno negro, yo no habría ido a registrar la basura… No es una actividad a la que me dedico todas las noches.

—Es cierto…

—¿Cuántas personas en París rebuscan en la basura para buscar el cuaderno de su hija?

—Hay mucha gente que busca en las basuras de París, ¿sabe?… —respondió él con un ligero tono de reproche.

—Lo sé —dijo Joséphine—, lo sé… Pero una libreta negra no se come…

—Dígame, señora Cortès, explíqueme lo que va a hacer cuando le haya identificado… Si logro encontrarle.

—Me gustaría verle, hablar con él, saber qué pasó con su sueño. Tengo miedo por él cuando le leo. Tengo miedo de que sufra muchísimo. Y me gustaría saber si por fin ha encontrado su lugar detrás de la niebla…

Le contó la historia del amigo Fred y el rascacielos. Tuvo ganas de preguntarle a Garibaldi si él había encontrado su lugar detrás de la niebla.

—Su historia con Cary Grant era un sueño. Si supiese usted la esperanza que ese encuentro hizo nacer dentro de él… Necesito detalles para nutrir mi historia, y nunca hay nada mejor que la realidad.

—Eso es lo que le dije cuando nos conocimos. La realidad supera a menudo a la ficción… Acabo de terminar un caso. Una joven asesinada en un supermercado por un completo desconocido. Apuñalada delante de la cajera. Cuando detuvieron al asesino, sólo dijo «no merecía vivir, era demasiado guapa». ¿Usaría usted eso para una novela policíaca?

Joséphine meneó la cabeza y murmuró:

—No, imposible.

—¡Y haría bien! Es un móvil demasiado débil para un crimen.

—Pero esta vez no se trata de un crimen. Al contrario… Es la historia de un descubrimiento y yo pienso que todos crecemos gracias a los descubrimientos que hacemos.

—Si los sabemos aceptar… Mucha gente deja de lado grandes descubrimientos por miedo a que cambien sus vidas, a que los lleven por un camino desconocido.

Hizo una pausa y añadió:

—¿Qué es lo que le conmueve de esa historia?

—Me da impulso, me da valor…

—¿Se reconoce en ella?

—¡Aunque no haya conocido a Cary Grant ni a nadie parecido! Nunca he conocido a nadie que me diese confianza en mí misma… Más bien al contrario.

—¿Sabe?… Al final acabé leyéndola, su novela.

—¿Una reina tan humilde?

—Sí. Y está la mar de bien… Yo, un poli de cuarenta años, que leía sólo a James Ellroy y sus novelas negras y torturadas. Andaba por la calle con Florine y los demás, y choqué contra una farola, me pasé la estación de cercanías, llegaba tarde al trabajo, ya no sabía ni dónde vivía. En resumen, que usted me hizo feliz. Ni siquiera creía que eso fuese posible.

—¡Oh! —murmuró Joséphine, maravillada—. ¿Así que fue usted el que los compró todos?

Él se echó a reír con ganas.

—He pasado noches en blanco por su culpa. Tiene usted talento, señora Cortès…

—Lo dudo mucho… Tengo tanto miedo…, si supiera el miedo que tengo… Tengo ganas de ponerme a escribir, pero no sé por dónde empezar. Es como si estuviese embarazada de una historia. Crece, insiste, golpea desde dentro. Apenas me ocupo de los demás, en este momento…

—¡Y sin embargo me parece que tiene usted un don especial para eso!

—¡No me reconocería! Ahora mismo mando a paseo a todo el mundo.

—Eso es el principio de la independencia…

—Quizás… Sólo espero sacar algo de ello.

—La voy a ayudar. Se lo prometo…

—Gracias —susurró Joséphine—. ¿Puedo decirle otra cosa?

—La escucho…

—Cuando Iris… Cuando se fue… Tuve la impresión de que me cortaban una pierna, de que no podría volver a caminar… Estaba paralizada, sorda, muda. Desde que estoy leyendo esa libreta negra, es como si…

Él permanecía en silencio. Esperaba que ella escogiera las palabras y quizás incluso que admitiera esa declaración ante sí misma.

—Como si mi pierna volviese a ponerse en marcha y pudiese volver a caminar… Con mis dos piernas. Por eso es tan importante…

—Lo comprendo, y me gustaría mucho ayudarla, créame. Voy a hacer todo lo posible.

—¿Y usted?, ¿se encuentra bien?, ¿es feliz?

Era la cosa más estúpida que podía preguntar a un hombre al que apenas conocía. Pero no sabía cómo darle las gracias, gracias por haberla escuchado, gracias por comprender, gracias por estar ahí. Es la primera vez que hablo de Iris, es algo así como si la pena disminuyese y me dejara un poco de espacio para respirar. Tenía miedo de parecer demasiado intensa, demasiado dramática.

—No tenía noticias suyas desde… —apuntó él—. Me he preguntado a menudo qué tal estaría…

—Preferiría no hablar de ello.

Él carraspeó, tosió, recuperó su voz de inspector de policía y terminó la conversación diciendo:

—Bueno, recapitulemos, señora Cortès. Nuestro hombre tenía diecisiete años en 1962, nació en Mont-de-Marsan, tenía un padre licenciado en la Politécnica, presidente de Carbones de Francia, y está domiciliado en su misma dirección…

Joséphine asintió.

—Ahora voy a tener que dejarla —dijo Garibaldi—. La llamaré en cuanto sepa algo.

Hizo una pausa. Ella esperó. Y luego él añadió:

—Me gusta hablar con usted… Es como si uno tocara… lo esencial.

Se había quedado un momento en silencio antes de decir «esencial».

Joséphine colgó, feliz por esa complicidad.

Hablar con ese hombre le inspiraba. No estaba enamorada, pero cuando se sinceraba con él, se elevaba, se desplegaba, le salían alas. Cuando estaba enamorada no sabía qué decir, cómo estar, se arrugaba y parecía un gran saco vacío incapaz de mantenerse derecho.

Joséphine marcó el número de Shirley en Londres para contarle su conversación con Garibaldi. Intentó explicarle el vuelo de sus dos almas unidas.

—También, a veces, puede pasar por el corazón… —añadió.

—Y otras por el cuerpo —dijo Shirley—. ¡Una buena copulación y también despega uno!

—Y cuando todo se une, cuando el alma, el corazón y el cuerpo se abrazan y alzan el vuelo, entonces es un gran amor… Pero eso no pasa muy a menudo.

—¿Y eso te pasó con Philippe? —dijo Shirley.

—¡Ay, sí!

—Tienes suerte. Yo tengo la impresión de que sólo me relaciono con el cuerpo de los hombres… Que sólo eso me habla. No debo de tener ni corazón ni alma.

—Porque desconfías de la entrega. Hay algo en ti que se resiste. No te rindes por completo. Piensas que ofreciendo tu cuerpo, serás libre, no estarás amenazada y no te falta razón, en cierto sentido. Pero te olvidas del alma…

—¡Pamplinas! —gruñó Shirley—, deja de psicoanalizarme…

—Tienes una idea equivocada del hombre y del amor. En cambio yo todavía espero al Príncipe Azul en su caballo blanco.

—¡Pues yo me quedo con el caballo y te dejo al Príncipe Azul!

—¿No crees en el Príncipe Azul?

—¡Creo en el Príncipe Azote!

Shirley se echó a reír.

—Un Príncipe Azul no significa que sea perfecto en todo —insistió Joséphine—. No es un cursi, es la armonía perfecta.

—¡Bullshit, chica! De los hombres yo sólo me quedo con el cuerpo. Para el resto, el corazón y el alma, tengo a mi hijo, a mis amigas, las cantatas de Bach, los libros, los árboles del parque, una puesta de sol, un buen té, el fuego en la chimenea…

—¡Y en eso es en lo que nos diferenciamos!

—¡Tanto mejor! ¡Lo prefiero a estar embarullada en un sentimiento empalagoso!

—Hablas como Hortense…

—Hortense y yo vivimos en la realidad. ¡Tú vives en tus sueños! En tus sueños, el Príncipe Azul te lleva volando en sus brazos; en la vida cotidiana, está casado, jura que ya no se acerca a su mujer y que duerme en el salón, y te da plantón continuamente.

* * *