En el hogar Mangeain-Dupuy, en la casita de Mont-Saint-Aignan, había llegado la hora de dar explicaciones.
La señora Mangeain-Dupuy, la abuela, había reunido un consejo de familia en el salón. Isabelle Mangeain-Dupuy, Charles-Henri, Domitille y Gaétan estaban sentados alrededor de la mesa. El señor Mangeain-Dupuy, el abuelo, había preferido ahorrárselo. Esas son cosas de familia y tú eres perfecta para arreglarlo, había dicho a su mujer, secretamente feliz de no tener que preocuparse del asunto.
—Yo me paso por los ovarios lo que piense la vieja —había advertido Domitille posando su minifalda sobre una silla coja—, esto es un muermo, quiero irme a París. Aquí no hay más que pijos, una pandilla de gilipollas almidonados y gallitos porque se han fumado un porro…
Se había maquillado de forma escandalosa, en tonos rojos y negros, se había incrustado los auriculares del iPod en las orejas y se meneaba sentada en la silla, con la esperanza de que su madre viese el tatuaje en los riñones y se muriese de verdad de un ataque al corazón.
Charles-Henri había levantado la mirada al cielo y Gaétan había bajado la cabeza. Ya no quería volver al instituto. Le daba igual si perdía un año… Él también quería volver a París. Aquí todo se sabía, era un nido de cotorras.
Isabelle Mangeain-Dupuy intentaba mantenerse erguida y pensaba en el hombre de su vida. Él la llevaría lejos de todo este embrollo y vivirían felices juntos. La vida nunca es triste cuando una está enamorada… Y ella estaba enamorada.
Gaétan observaba la estúpida sonrisita en los labios de su madre y sabía lo que pensaba… En su último descubrimiento en Meetic. ¡Menuda calamidad ese invento, ahí no hay más que gilipollas! O a lo mejor es ella la que tiene el don de enamoriscarse de horteras. El más reciente se llamaba Jean-Charles. Al principio, cuando había visto su foto, su sonrisa perfecta, su cara amable y sus sonrientes ojos azules, había tenido una primera impresión positiva… Por fin había dado con un tío majo. Necesita desesperadamente un tío majo que la quiera y se ocupe de ella. No está hecha para vivir sola.
El tío se hacía llamar «Carlito». Pensaba que eso tenía más clase que Jean-Charles. ¡Es evidente que «Carlito» sonaba mucho mejor! Hacía dos meses que su madre le conocía y él había viajado tres veces desde el sur para verles. En cuanto Gaétan había visto la camiseta de Carlito, se había desilusionado. Una camiseta violeta en la que ponía «No soy ginecólogo, pero si usted quiere, puedo echar un vistazo». Él se instaló en casa con su pantalla plana y su Wii y un buen día se marchó sin avisar. Cuando su madre le llamaba, siempre estaba el contestador. Un día que había querido invitarles a comer sushi, el cajero se le había tragado la tarjeta de crédito. Pero según dijo no había que preocuparse, ¡me voy a recuperá! Tenía unos colegas en el sur que le pasaban trabajitos cuando llegaban los turistas, en cuanto empezaba la temporá, y en el su la temporá empieza a partir del mes de abrí… Pero hacía más de un mes que la temporada había empezado y ninguno de sus «mejoreh amigoh de la infancia» le había llamado para contratarle.
Les había invitado a su casa para las vacaciones de Semana Santa. Habían ido todos menos Charles-Henri, al que se le ponían los pelos de punta en cuanto aparecía el tal Jean-Charles. Había dicho que vivía en una residencia con piscina en Cannes. Habían llegado a un cuchitril apestoso con el ascensor estropeado, la pila hundida, muy lejos del centro. Cuando hablaba, siempre se comía letras. Mamá decía que no era culpa suya, que era su acento… No me gusta su acento. No me gustan sus gafas Prada, ni siquiera son auténticas. ¿Y qué? Me la suda que sean falsah. ¿Pa qué las quiero auténticah? Lo principá es que lo pone.
Su frase preferida era «¿Pa qué?».
—¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? —decía mamá.
—¿Pa qué?
—¿Vamos a bañarnos?
—¿Pa qué?
Lo peor era cuando conducía. Cuando no gritaba ¡eh, jodeh! ¡Alelá! adelantaba vociferando ¡apártate, vieja! ¡Vuelve al cementerio! Lo que más le gustaba era contar esa vez que sus amigos le habían llevado a montar las escaleras del Festival. ¡Estaba Jamel Debbouze! Bueno, dependía del día, otras veces era Marion Cotillard, Richard Gere, Schwarzenegger… Lo más divertido era cuando iban en coche por Cannes y decía, leyendo las placas de las calles, ese es el bulevar Nosequé, allí está la playa privada del Gran Hotel… ¡Un poco más y nos presentaba el hipermercado y las multisalas de cine! Así que cuando mamá me dice que está triste de haber vuelto de Cannet y que quiere regresar, yo pienso en voz baja ¿pa qué?
¿Y pa qué sirve esta reunión familiar? Mi madre se va a llevar una buena bronca y eso no va a resolver nada. A veces entiendo a papá… Cuando estaba él, todo funcionaba correctamente. Todo estaba en su sitio, aunque no siempre era muy divertido. Estoy harto, pero que muy harto. Sólo me gustaría ser normal en una familia normal…
Estaban todos sentados, pero la abuela seguía de pie. Para dominarnos, pensó Gaétan, enfadado. Ella dio un golpe en la mesa y empezó diciendo que aquello no podía durar. Que iban a mudarse a la gran casa familiar, que ella iba a encargarse de todo y de poner orden en sus vidas.
—Hasta ahora no he dicho nada, pero las últimas extravagancias de Domitille me empujan a actuar. No quiero que el nombre de nuestra familia se ensucie y, aunque sea ya demasiado tarde, estoy dispuesta a poner coto a la desidia general que reina en esta casa…
Pasó un dedo sobre la mesa y exhibió la capa de grasa que había allí impregnada.
—Isabelle, tú eres incapaz de llevar una casa y de educar a tus hijos… Yo os voy a educar en la excelencia, la disciplina, los buenos modales. No será una tarea fácil, pero, a pesar de mi edad y de mi salud delicada, cargaré con esa cruz. Por vuestro bien. No quiero que terminéis siendo unos crápulas, libertinos y desechos de la sociedad…
Charles-Henri escuchaba y parecía estar de acuerdo.
—Yo —dijo—, de todas formas, me voy a París el año que viene a preparar un examen de ingreso… No me quedaré aquí.
—Tu abuelo y yo te ayudaremos. Tú has comprendido que el éxito llega trabajando, esforzándose, y te felicito por ello…
Charles-Henri asintió, satisfecho.
—En cuanto a ti, Isabelle —continuó la abuela—, tienes que cambiar de actitud… Siento vergüenza cuando me preguntan por ti. Ninguna de mis amigas tiene una hija como tú. Sé que has pasado por momentos terribles, pero todos los hemos sufrido, así es la vida. Eso no te disculpa de nada…
—Pero es que… —protestó Isabelle Mangeain-Dupuy.
—Llevas un apellido que debes honrar. Debes recuperarte. Aprender a comportarte de forma apropiada. Ser un ejemplo para tus hijos.
Dirigió la vista a Domitille que, tumbada sobre su silla, miraba fijamente la punta de sus botas y mascaba chicle ostensiblemente.
—¡Domitille, quítate ese chicle de la boca y ponte recta!
Domitille la ignoró y mascó con mayor vigor.
—¡Domitille, vas a tener que cambiar! ¡Te guste o no!
Después se volvió a Gaétan.
—A ti, hijo… No tengo nada que reprocharte. Tus notas son excelentes y tus profesores no ahorran elogios contigo. En casa encontrarás un ambiente propicio al trabajo y al estudio…
Y fue entonces, en el silencio que siguió al cumplido dirigido a Gaétan, cuando se oyó, insegura, la vocecita de Isabelle Mangeain-Dupuy.
—No iremos a vivir a vuestra casa…
La abuela tuvo un sobresalto y preguntó:
—¿Cómo?
—No iremos a vivir a vuestra casa. Nos quedaremos aquí. O en otro lado… pero no en vuestra casa…
—¡Eso no tiene discusión! No permitiré que continúes con tu vida de depravación.
—Soy mayor de edad, quiero vivir libremente… —murmuró Isabelle, huyendo de la mirada de su madre—. Nunca he vivido libremente…
—¡Pues sí que has hecho buen uso de tu libertad!
—Tú lo decides todo por mí, siempre lo habéis decidido todo por mí… Ni siquiera sé quién soy. A mi edad… Quiero convertirme en alguien que está bien consigo mismo. Quiero que conozcan mi interior…
—¿Y por eso te dedicas a buscar hombres en Internet?
—¿Quién te ha dicho…?
—Domitille. Tu hija.
Domitille se encogió de hombros y siguió masticando.
—Quiero conocer hombres para saber quién soy, quiero que me amen por mí misma… ¡Oh! ¡No lo sé! Ya no sé nada…
La señora Mangeain-Dupuy miró a su hija debatirse, con una expresión de maliciosa ironía. Era una mujer fría que hacía del deber una religión. Esperaba obtener la adoración de su hija y sus nietos a cambio de su calculada bondad.
—La vida, hija mía, no consiste en conocer hombres, como tú dices. La vida es un largo camino de deber, de rectitud, de virtud, y creo que tú has perdido de vista todos esos grandes valores desde hace mucho tiempo…
—No iré a vuestra casa —repetía obstinadamente Isabelle Mangeain-Dupuy sin atreverse a mirar a su madre a la cara.
—¡Yo tampoco! —aseguró Domitille—. Esto es un muermo, y será aún más muermo en vuestra casa…
—No tenéis elección… —afirmó la señora madre golpeando la mesa con las dos manos para anunciar que la discusión había terminado.
Gaétan escuchaba, desolado. Un día tendría que terminar todo esto… Un día tendría que terminar…
* * *