¡Dos meses!
Habían pasado dos meses desde su comida con Gaston Serrurier…
Había salido corriendo…
Había corrido entre los coches, corrió por los pasillos del metro, se había quedado de pie en el vagón, apoyada contra un asiento plegable, impaciente por llegar a su casa, abrir el cuaderno negro. Impaciente por volver a encontrar en esas páginas torpes el aliento de un adolescente que descubría el amor y se libraba a él sin cálculo. Sus tentativas por atrapar la mirada del hombre al que ama, el corazón que se estremece, la vergüenza de no saber contenerse…
Y en dos meses ¿qué había hecho? Había releído y corregido una decena de capítulos redactados por colegas y escrito un prefacio de diez páginas para el libro de las mujeres durante las cruzadas… Triste botín. Diez páginas en dos meses, es decir, ¡cinco páginas por mes! Se pasaba horas inmóvil delante de la pantalla de su ordenador, cogía una hoja de papel en blanco, garabateaba palabras, «ardor», «fuego», «fiebre», «embriaguez», insectos peludos, círculos, cuadrados, el hocico rosado de Du Guesclin, su vidrioso ojo de bucanero, y su mano iba en busca del cuaderno negro en el cajón, se decía sólo unas páginas y vuelvo a las cruzadas, a las catapultas, a los arqueros, a las mujeres con armadura.
Leía una, contenía el aliento, asustada. El Jovencito se ofrecía, a corazón desnudo. Ella tenía ganas de gritarle ¡imprudente! No lo des todo, da un paso atrás… Se inclinaba sobre el texto, veía un mal presagio en los finales deformes de las palabras. Como alas carcomidas.
No había tenido tiempo de echarse a volar.
El cuaderno había terminado en la papelera. Sin alas.
Y siempre la misma pregunta: ¿quién era el autor? ¿Un vecino del edificio B, del edificio A? Cuando uno se instala en un piso, comprueba si hay amianto, plomo en la pintura, termitas, verifica los metros cuadrados, el gasto eléctrico, el aislamiento… Nunca verifica el buen estado de los vecinos. Si son enfermizos o gozan de buena salud. Si tienen un espíritu sano o acosado por los fantasmas. No sabemos nada de ellos. Ella se había relacionado sin saberlo con dos criminales: Lefloc-Pignel y Van den Brock[59]. Reuniones de propietarios, conversaciones en el portal, buenos días, señor, buenos días, señora, feliz Navidad y próspero año, ¿y si cambiásemos la moqueta de las escaleras?
¿Qué sabía de los recién llegados? El señor y la señora Boisson, Yves Léger y Manuel López. Se los había cruzado en el portal o en el ascensor. Se saludaban. El señor Boisson, pulido, frío, desplegaba el periódico. Parecía que se hubiera tragado los labios. La señora Boisson saludaba con sequedad, sus cabellos cenicientos recogidos en un moño, el cuello camisero abrochado con dos botones. Parecía una urna funeraria. Los dos llevaban el mismo abrigo. Debían de comprarlos a pares. Un abrigo beige adamascado para el invierno, un abrigo beige más ligero cuando llegaba la primavera. Eran como hermano y hermana. Cada domingo, venían a comer sus dos hijos. El pelo aplastado, envarados en su traje gris, uno rubio albino, orejas rojas, despegadas; el otro triste, castaño, nariz en forma de champiñón y ojos azul apagado. Como si la vida les hubiera evitado. Un, dos, un, dos, subían las escaleras levantando mucho las rodillas, con un paraguas colgado del codo. Era imposible adivinar su edad. Ni su sexo.
El señor Léger llevaba grandes carpetas de dibujo bajo el brazo. Vestía chalecos rosa, violeta o de un bonito marfil que acababan en una puntita sobre su vientre redondo. Se deslizaba como un patinador nervioso, con sus carpetas bajo el brazo. Gruñía cuando se apagaba la luz de la escalera o cuando el ascensor, algo viejo, tardaba en arrancar. Su compañero, mucho más joven, silbaba cuando cruzaba el vestíbulo, saludaba a Iphigénie con un «Buenos días, señora», algo teatral, y aguantaba la puerta para dejar pasar a las personas mayores. La señora Pinarelli parecía apreciarle. Ni el señor Boisson ni el señor Léger le recordaban la fogosidad inocente del Jovencito…
Zoé, Josiane, Iphigénie, Giuseppe y todos los demás la interrumpían continuamente.
Rompían el flujo tranquilo de su fantasía, compartiendo con ella sus estados de ánimo, sus desgracias, sus decepciones, esos accidentes de la vida que Hortense habría considerado una verdadera colección de bobadas. Joséphine escuchaba. No sabía comportarse de otra forma.
Josiane, sentada en el salón, se lamentaba mientras se comía la tarta de manzana que había traído. Hecha con todo mi amor, había precisado sacando el pastel de debajo de un gran paño blanco. Du Guesclin, firme ante ella, acechaba cualquier pedazo que pudiese caer. Debía de estar pensando que si se quedaba inmóvil se volvería invisible y podría hacerse con las migas sin llamar la atención.
Al día siguiente, 6 de mayo, Junior cumplía tres años y Josiane había renunciado a celebrar una fiesta.
—¡No tiene amigos! Una fiesta sin amiguitos ¡es como un ramo hecho con tallos! Sería triste. ¡Y no voy a invitar a las dos víboras con gafas que hemos contratado como profesores! ¡Yo que soñaba con fiestas con magos, cuentacuentos, globos de todos los colores y chiquillos corriendo por todos lados!
—¿Quieres que vaya yo? —preguntó Joséphine, a disgusto.
Josiane no respondió y continuó lamentándose.
—¿Y ahora qué hago? ¿Eh? Marcel ya no me necesita. Vuelve del trabajo cada vez más tarde y habla casi exclusivamente con Junior… Y Junior tiene los días completamente ocupados con sus estudios. ¡Come un sándwich leyendo un libro! Ni siquiera me pide que le pregunte la lección… ¡Aunque creo que sería incapaz! Espera a que llegue su padre y, por las noches, yo hago de carabina entre mis dos hombres. Ya no sirvo para nada, Jo… ¡Mi vida ha terminado!
—No, mujer… —aseguraba Joséphine—. No ha terminado, está cambiando. La vida no es algo fijo, cambia a todas horas, debes adaptarte si no quieres acabar como una vaca enorme que se pasa el día rumiando el mismo pasto.
—Me gustaría ser una vaca enorme sin pizca de cerebro debajo de la permanente… —suspiró Josiane masticando su tarta de manzana, la mirada en el vacío.
—¿No puedes encontrar una ocupación, un trabajo?
—Marcel no quiere que vuelva al despacho… Le noto reticente. El otro día fui a ver a Ginette al almacén y ¿a quién me encontré por allí? ¡No lo adivinarás nunca! ¡A Chaval! Fisgoneando y presumiendo. Y he de decirte que parecía satisfecho. ¡Y no es la primera vez! Me pregunto si Marcel le ha vuelto a contratar. Él me jura que no, pero me resulta raro que se pasee por la empresa…
—Busca en los anuncios de los periódicos…
—¡Con los tiempos que corren y un paro galopante! ¡Es igual que decirme que me dedique al patinaje artístico!
—Estudia algo…
—No sé hacer otra cosa que ser secretaria…
—Cocinas muy bien…
—¡Pero no me voy a convertir en una cocinillas!
—¿Y por qué no?
—Eso es fácil de decir —rumió Josiane jugueteando con los botones de su rebeca rosa—. Y además qué quieres que te diga, Jo, estoy amodorrada… Me he convertido en una mujer gorda, en una mantenida. Antes estaba seca como un palo y luchaba…
—¡Haz un régimen! —sugería Joséphine sonriendo.
Josiane sopló, desesperada, sobre un mechón rubio que se interponía en su mirada.
—Creía haber encontrado un trabajo con Junior. Ser madre es una bonita ocupación… ¡Había imaginado tantos sueños! ¡Él me los ha confiscado todos!
—Imagina otra cosa… Hazte astróloga, dietista, abre una tienda de bocadillos, haz joyas, véndelas pasando por Casamia. Tienes un hombre que puede ayudarte, no estás sola, inventa, inventa… ¡Pero no te quedes sentada todo el día torturándote!
Josiane había dejado de triturar los botones de su rebeca y murmuró:
—Has cambiado, Joséphine, ya no escuchas a la gente como lo hacías antes… Te estás volviendo como todo el mundo, egoísta y con prisas…
Joséphine se mordió los labios para no responder. El cuaderno del Jovencito la esperaba sobre su mesa, sólo tenía un deseo: abrirlo, sumergirse en él, encontrar un hilo conductor para contar esa historia. Tendría que ir a WH Smith, de la calle Rivoli, a comprar una biografía de Cary Grant. Y luego, volvía siempre la misma pregunta: ¿por qué ese cuaderno había acabado en la basura? ¿Su autor había empezado una vida nueva y quería hacer punto y aparte con su pasado? ¿Temía acaso que el cuaderno cayese en manos extrañas que divulgaran su secreto?
—Me voy —dijo Josiane levantándose y arreglándose la falda—. Está claro que te aburro…
—Claro que no —protestaba Joséphine—, quédate un rato más… Zoé está a punto de llegar y…
—Tienes suerte… Tú, al menos, tienes dos…
—¿Dos? —decía Joséphine, preguntándose a qué se refería Josiane.
—Dos hijas… Hortense se ha marchado, pero te queda Zoé. No estás sola… Mientras que yo…
Josiane volvió a sentarse, reflexionó un momento y después se le iluminó la cara y murmuró:
—¿Y si tuviese otro hijo?
—¡Otro hijo!
—Sí… No un genio, sino un niño que respetase las etapas de la vida, a quien yo pudiese seguir paso a paso… Tendré que hablarlo con Marcel, no es seguro que quiera, a su edad… Tampoco es seguro que a Junior le guste la idea…
Estaba inmersa en sus pensamientos. Ya se imaginaba con un bebé agarrado al pecho con un hilillo de leche en la comisura de los labios. Mamando con glotonería mientras ella cerraba los ojos.
—Pues claro… Otro niño… Un niño que me quedaría para mí, para mí sola.
—¿Crees de verdad que…?
Josiane ya no la escuchaba. Se levantó, abrazó a Joséphine, dobló el paño, cogió su molde para tartas y se marchó dándole las gracias, rogándole que perdonase su cambio de humor. Prometiéndole un pastel de chocolate para la próxima vez…
¡Uf!, se dijo Joséphine cerrando la puerta del piso detrás de Josiane. Al fin sola…
Sonó el teléfono. Giuseppe. Estaba preocupado. Ya no nos vemos, Joséphine, ¿qué pasa? ¿Te han devorado en la universidad? Ella se echó a reír y se rascó la cabeza. Estoy en Parigi, ¿cenamos esta noche? Ella dijo no, no, no he terminado el prólogo, tengo que entregarlo dentro de una semana… ¡Al diablo tu prólogo! He descubierto un pequeño restaurante italiano en Saint-Germain, ¡venga, te llevo! Di que sí. Hace demasiado tiempo que no te veo… Ella dijo no. Oyó un largo silencio. Se inquietó y añadió más adelante, más adelante, cuando haya terminado…, ¡pero yo me habré marchado, amore mio! Y ella pensó ¡pues peor para mí! No podía decirle la verdad, estoy preñada de un libro que crece dentro de mí, que ocupa todo mi espacio, él le habría hecho un montón de preguntas a las que no quería, no podía responder. Entonces murmuró perdóname, como si la hubiese cogido en falta… Él preguntó por las niñas. Ella suspiró, aliviada por cambiar de tema de conversación. Están bien, están bien.
Y después pensó no sé nada de Hortense, nada de verdad, sólo torpes correos que dicen ¡estoy desbordada! ¡No tengo tiempo! Todo va bien. ¡Te llamaré cuando tenga un momento!
Pero nunca llegaba ese «momento».
Se preguntó si Hortense estaría enfadada con ella.
—¿Y bien, señora Cortès? —insistió Iphigénie desde el umbral de la portería—, ¿a qué espera para hacer que firmen esa petición? Ya la hemos escrito, no tiene más que apretar una tecla y ¡hala! La hacemos circular…
—Vamos a esperar a la próxima reunión de la comunidad, el administrador se verá obligado a hablarnos de su sustitución y sabré si el peligro es real…
—¿Cómo? —gritó Iphigénie, con los brazos en jarras mientras los niños desaparecían detrás de la cortina de la portería, temiendo la cólera materna—. ¿Acaso no me cree? ¡No se toma en serio lo que le digo!
—Que sí, que sí… Es que no quiero embarcarme en esta…
Cary Grant le sonreía. Ella se preguntó cómo calificar esa sonrisa maliciosa y jovial. Buscó la palabra justa, la tenía en la punta de la lengua. Burlona, graciosa, guasona, socarrona… Había una palabra, otra palabra.
—Confiese que le ha entrado miedo de meterse en esta aventura, señora Cortès, ¿eh?
—Que no, Iphigénie, espere un poco más y le prometo…
—¡Promesas, promesas!
—No me escaquearé…
—¿Ha memorizado bien lo que le dije?
—Sí. «Es ahora, o nunca…». Lo he comprendido, Iphigénie.
—A mí me parece que sería más efectivo si llegara a la reunión con la petición en el bolsillo.
¡Traviesa! Una sonrisita traviesa…
Silbó a Du Guesclin, saludó con la mano a Clara y Léo detrás de la cortina y se despidió de Iphigénie con una sonrisita… traviesa.
Retomó el cuaderno negro y lo abrió.
Enchufó el hervidor, inclinó el libro hacia el pitorro para exponerlo al vapor, deslizó la hoja del cuchillo entre las páginas, despegó cada página, introdujo papel secante y siguió procediendo con lenta determinación, sin precipitarse, por miedo a perder palabras, a borrar frases preciosas…
Se sentía como un egiptólogo inclinado sobre los restos de una momia.
La momia de un amor difunto.
«4 de enero de 1963.
»Por fin me ha contado cómo se convirtió en Cary Grant.
»Estábamos en su suite… Me había servido una copa de champaña. Había sido un día espantoso. Estaban rodando una escena de la que no estaba satisfecho. Pensaba que le faltaba ritmo; algo fallaba en el guión, habría que rehacerlo. Stanley Donen y Peter, el guionista, se tiraban de los pelos e intentaban convencerle de que era perfecta, pero él repetía que no, que no funcionaba, que el tempo no era el adecuado. Y chasqueaba los dedos para marcar el ritmo.
»—Si la gente va al cine, es para olvidar. Olvidar los platos sucios de la pila. Hace falta ritmo…
»Citaba Historias de Filadelfia como un ejemplo perfecto de ritmo sostenido durante toda la película.
»Parecía furioso. No me atreví a acercarme.
»Una vez más, me había saltado las clases para estar con él. Le oía hablar, discutir, y admiraba su determinación. Tenía ganas de aplaudirle. Debía de ser el único. Los demás no hacían más que refunfuñar.
»Los demás… Hablan a mis espaldas, dicen que estoy enamorado de él, pero me da igual. Cuento los días que me quedan antes de que se vaya y… ¡no quiero pensar en ello!
»Estoy ebrio de felicidad. He pasado de ser el chico más idiota del mundo a ser el chico más sonriente del mundo. Siento algo en el pecho, pero en todo el pecho, no sólo en el corazón… Algo que palpita. A todas horas. Y me digo, no puedes estar enamorado de una sonrisa, de un par de ojos, ¡de un hoyuelo en el mentón! ¡Y de un hombre, además! ¡Un hombre! ¡Imposible! Y sin embargo no puedo evitar correr por las calles, tener la impresión de que todo lo triste y feo desaparece, que la gente parece más feliz, ¡que las palomas de la acera son seres vivos! Miro a la gente y siento ganas de besarles. Incluso a mis padres. ¡Incluso a Geneviève! Soy mucho más amable con ella, me he olvidado de su bigote…
»Bueno, sigo con nuestra velada…
»Estábamos los dos en su suite. Sobre una mesita baja, había una botella de champaña en una cubitera y dos preciosas copas altas. En casa también hay copas así, pero mamá no las utiliza nunca, tiene miedo de que se rompan. Las deja en su vitrina, sólo las saca para limpiarlas y volverlas a colocar.
»Él fue a ducharse. Yo le oía, un poco intimidado. Me quedé en el borde del sofá. No me atrevía a apoyarme en el respaldo. Tenía todavía en la cabeza su discusión con el director y su cólera.
»Cuando volvió a aparecer se había puesto un pantalón gris y una camisa blanca. Una bonita camisa que se había remangado… Arqueó una ceja y me preguntó ¿estás bien, my boy? Yo asentí con la cabeza, como un tonto. Supuse que él estaba pensando en la escena y tuve ganas de decirle que tenía razón. Pero no lo hice, habría sido presuntuoso por mi parte. ¿Qué sé yo de cine?
»Debió de leerme el pensamiento porque dijo:
»—¿Conoces una película que se llama Los viajes de Sullivan?
»—No…
»—¡Pues bien! Si tienes ocasión, ve a verla. Es de Preston Sturges, un gran director de cine, e ilustra exactamente lo que pienso del cine…
»—Y…
»—Es la historia de un director brillante que triunfa haciendo comedias ligeras. Un día tiene ganas de hacer una película seria sobre los pobres, los desheredados. Están en plena crisis de 1929 y las carreteras están llenas de vagabundos que viven en la calle, en la miseria. Él habla con su productor y le informa de que quiere disfrazarse de mendigo, investigar la vida de esa gente y hacer de ello un tema para su película. El productor le responde que no es buena idea. “No le interesará a nadie. Los pobres saben lo que es la pobreza y no quieren verla en la pantalla, sólo los ricos que viven entre lujos fantasean sobre ese tema”. Él se empecina, se echa a la carretera, se mezcla con vagabundos, la policía lo detiene y acaba en la trena. Y allí, una noche, proyectan una película para los prisioneros, una de sus comedias ligeras y divertidas, y nuestro director de cine, asombrado, oye a sus compañeros de prisión echarse a reír, reír a carcajadas, olvidando su suerte… Y comprende lo que había querido decirle el productor.
»—Y usted piensa que el productor tenía razón…
»—Sí… Por eso presto tanta atención al ritmo. No me gustaría interpretar una película que muestra que el mundo es feo, sucio y repugnante. Llamar a eso “divertimento” es una estafa… Es mucho más difícil hacer comprender eso mismo mediante una comedia. Las grandes películas son las que muestran la villanía del mundo haciendo reír. Como Ser o no ser de Lubitsch o El gran dictador de Chaplin… ¡Pero son más difíciles de hacer! Eso exige perfección rítmica. Por eso el ritmo es tan importante en una película y no hay que perderlo nunca.
»En ese momento, no estaba hablando conmigo, estaba hablando consigo mismo. Comprendí con qué seriedad afrontaba esa profesión que parecía tomarse tan a la ligera.
»Le pregunté cómo había conseguido convertirse en lo que era. Tener el valor para oponerse, para imponer su criterio. Quería saberlo por él y quería saberlo por mí. Le dije ¿cómo se convierte uno en Cary Grant? Fue una pregunta algo idiota.
»Me miró con su magnífica mirada, esa que te entra por los ojos y los atraviesa, y me dijo ¿de verdad quieres saberlo? Y yo dije sí, sí… como si estuviese al borde de un abismo y me fuese a caer.
»Tenía veintiocho años cuando se fue de Nueva York a Los Ángeles… Estaba harto de estar estancado en Broadway. Sabía que la gente de la Paramount buscaba caras nuevas. Necesitaban nuevas estrellas. Ya tenían a Marlene Dietrich y a Gary Cooper, pero este último les traía de cabeza. Se había ido un año de vacaciones a África y enviaba telegramas lacónicos, amenazando con retirarse y no volver nunca. Convocaron a Archibald Leach para una audición. Y al día siguiente, Schulberg le anunció que estaba contratado, pero que tenía que cambiar de nombre. Quería uno que sonase como Gary Cooper. O Clark Gable.
»Una noche, se reunió alrededor de una mesa con su amiga Fay Wray, la que interpretaba King Kong, y su marido, y se pusieron a pensar… Se les ocurrió Cary Lockwood. Cary le pareció bien, pero Lockwood no le convencía demasiado. Schulberg fue de la misma opinión. Entonces le dio una lista de apellidos y, entre ellos, estaba Grant.
»En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en Cary Grant. ¡Adiós, Archibald Leach! ¡Hola, Cary Grant! Empezó a obsesionarse con Cary Grant. Quería que fuese perfecto. Pasaba horas mirándose al espejo buscando el modo de mejorar cada centímetro de su piel. Se cepillaba los dientes hasta que le sangraban las encías. Siempre llevaba un cepillo en el bolsillo y, en cuanto se fumaba un cigarrillo, lo sacaba. En aquella época fumaba un paquete diario y tenía miedo de tener los dientes amarillos. Se puso a régimen, perdió peso, redujo el consumo de alcohol e imitó a los actores que admiraba: Chaplin, Fairbanks, Rex Harrison, Fred Astaire. Les copiaba, se apropiaba detalles suyos. Por ejemplo, me contó que intentó habituarse a llevar las manos en los bolsillos con aire distendido ¡cuando en realidad estaba tan nervioso que le sudaban las manos y no conseguía sacarlas del bolsillo!
»Nos reímos y reímos…
»Adoro su risa… No es una risa de verdad, es una especie de explosión sarcástica, contenida. Casi un chillido.
»Me dijo ¿quieres que te enseñe, my boy? ¡Y me hizo una imitación de sí mismo con las manos enganchadas en los bolsillos! Todos esos esfuerzos para tan poca cosa, añadió, porque por encima de él estaba siempre el gran maestro de la elegancia, Gary Cooper, que le miraba por encima del hombro y le trataba con frialdad.
»Tengo la impresión de que, en aquella época, un actor no era gran cosa. Un objeto decorativo que se metía en una película. Un florero bonito. Les recortaban la nariz, les acortaban los dientes, les ahuecaban las mejillas, les arrancaban cabello, vello, cejas, les ponían capas y capas de maquillaje, les buscaban pareja, les casaban, les imponían papeles y los anunciaban como pastillas de jabón. Ellos no podían rechistar.
»Él no quería ser una pastilla de jabón, así que se perfeccionaba. Solo ante el espejo. Fabricando a Cary Grant. Llevaba un cuadernito en el que apuntaba palabras nuevas que aprendía: avuncular, attrition, exacerbation. Trabajaba el acento, los gestos, su aspecto y no lo hacía mal. ¡Salvo cuando Josef von Sternberg le cambiaba la raya de lado sin pedirle opinión! Era su quinta película y él ya estaba acostumbrado a llevar la raya muy marcada a la izquierda, cuando, justo antes de rodar una escena, Sternberg cogió un peine y le hizo la raya a la derecha. Él odió que le hiciera aquello. Asegura que Sternberg lo hizo a propósito para desestabilizarle…
»—¡No se le puede hacer nada peor a un actor justo antes de gritar acción! Pero yo me vengué, conservé la raya a la derecha el resto de mi vida ¡sólo para fastidiarle!
»La película se titula La Venus rubia, con Marlene Dietrich, y tampoco la he visto.
»Creo que voy a ir a la Filmoteca, a darme un hartón. ¡No sé de dónde voy a sacar el tiempo para ver todas esas películas! Nunca aprobaré los exámenes, ¡nunca! Pero me da igual.
»Nos interrumpió una llamada telefónica. Alguien que llamaba desde Bristol. Me di cuenta de que le estaban hablando de su madre y él respondía OK, OK. Parecía preocupado.
»Nunca me ha hablado de su madre y yo no me he atrevido a hacerle ninguna pregunta.
»Estábamos mirando los tejados de París por la ventana y le dije me gusta cuando me cuenta su vida, me infunde valor.
»Él sonrió, con aire algo cansado, dijo que no se debía vivir por poderes, que la vida tenía que construírsela uno mismo. Tuve la impresión de que quería decirme algo, pero que no sabía cómo hacerlo.
»Continuó su relato.
»En la Paramount no le tomaban en serio. Le contrataban por su físico. Interpretaba papeles secundarios. Los protagonistas se los ofrecían primero a Gary Cooper y, si los rechazaba, a George Raft o Fred MacMurray. Él era sólo una silueta elegante que pasaba por la película, con las manos en los bolsillos. Siempre encarnaba el mismo personaje alto, guapo y elegante. Tenía treinta años, y empezaba a cansarse. Sobre todo porque empezaba a llegar gente nueva como Marlon Brando.
»—Yo miraba a los actores y actrices, observaba y aprendía. Cuando actúas, no es la sinceridad lo que cuenta, sino el ritmo… Debes imponer tu ritmo, y entonces es cuando llenas la pantalla. Pero no me dejaban espacio para hacerlo…
»Hasta que Cukor le contrató junto a Katharine Hepburn para una película llamada La gran aventura de Silvia. Otra que no he visto. Fue la película que le lanzó. ¡Fue un fracaso para todo el mundo salvo para él! Estaba magnífico en ella…
»—¿Y sabes por qué estuve bien en ese papel, my boy? Porque podía ser a la vez Archie Leach y Cary Grant… y de pronto, me sentí cómodo. Me sentí liberado. Toda mi vida intentando ser yo en la pantalla y comprendí que era la cosa más difícil del mundo… Porque hay que tener confianza en uno mismo. Me atreví a hacer gestos, a levantar las cejas, a adoptar actitudes que sólo me pertenecían a mí. Había creado un estilo…
»De la noche a la mañana, se convirtió en un actor que contaba. La Paramount quiso que firmara un nuevo contrato cuando terminó el antiguo…, y entonces él hizo algo increíble: lo rechazó y se estableció por su cuenta. Corrió ese riesgo. Era un acto de una audacia terrible en aquella época.
»Había vuelto a encontrar la energía del pequeño Archie, el chiquillo de la calle que se había unido a una troupe de actores ambulantes en Bristol con catorce años, había desembarcado en Nueva York con dieciséis, lo había intentado en el teatro, había viajado hasta Hollywood, ese era el hombre que le gustaba, no la marioneta fabricada por la Paramount. Así que les dio puerta.
»—Si me hubiese quedado, hubiese seguido haciendo de segundón… De esa forma, o desaparecía y me hundía en el anonimato, o me convertía por fin en el actor que soñaba ser… ¿Tú tienes ganas de estudiar en esa escuela para la que te estás preparando?
»—Pues no muchas… Pero es una escuela muy buena, la mejor de Francia.
»—¿Es tuya la idea?
»—No… Fueron mis padres los que…
»—Entonces pregúntate de qué tienes ganas tú… porque, por lo que me cuentas, lamento decirte que parece que sólo haces el papel de figurante en tu propia vida… No decides nada, eres pasivo…
»Me dolió un poco diciéndome eso.
»—Usted también fue pasivo mucho tiempo…
»—¡Por eso es por lo que no hay que hacerlo! Porque en algún momento hay que agarrar la vida con las manos y decidir.
»Parece tan sencillo cuando él lo dice…
»Me contó otra vez la historia del lugar detrás de la niebla.
»Él había encontrado su lugar detrás de la niebla.
»Aquella velada fue mágica.
»Cenamos los dos. Llamó al servicio de habitaciones y nos sirvieron como a príncipes. De la lechuga sólo come las mejores hojas, el resto las aparta. Eso me dejó estupefacto. En casa se come todo, incluso las hojas amarillentas. Yo le imité, dejé a un lado las hojas más feas. Debo decir que no había muchas. Tuve la sensación de estar rodeado de lujos. Al salir del hotel, me pareció que ya no caminaba igual. Llevaba las manos en los bolsillos y silbaba.
»Cuando entré en casa, mis padres me esperaban en pijama y bata en el salón. Con cara de pocos amigos. Les conté que había ido al cine con Geneviève y que la película era tan buena que la habíamos visto dos veces. Voy a tener que prevenirla, para que no meta la pata.
»12 de enero de 1963.
»He hablado con Geneviève, le dije que había pasado la velada con ÉL y que ella me había servido de coartada… Ella bajó la vista y me dijo ¿estás enamorado? Yo contesté ¿estás majara? Entonces me miró fijamente a los ojos y me dijo ¡demuéstramelo! Bésame. Yo no tenía ninguna gana, pero me obligué, no fuera a ser que me denunciase. Noté su bigotito…, sólo posé mis labios sobre los suyos, ni presioné ni metí la lengua ¡ni nada de nada! Después ella apoyó la cabeza sobre mi pecho y suspiró diciendo ¡ahora estamos comprometidos! Y yo sentí un reguero de sudor frío en la espalda…».
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Zoé al volver del instituto—. ¿Dónde estás? ¿Qué haces?
—Leo los cuadernos del Jovencito…
—Ah… ¿Y por qué parte vas?
—Acaba de besar a Geneviève…
—¡Puaj! ¿Y por qué ha hecho eso?
Joséphine empezó a explicárselo y Zoé la escuchó, con la mejilla apoyada en la palma de su mano. Al hablar del Jovencito con Zoé, Joséphine aprendía a conocerle. Iba penetrando en su cabeza. No le juzgaba. Le convertía en un personaje. Se impregnaba de él. Y pensaba es así como hay que escribir. Comprender al personaje, recopilar detalles, dejarlos reposar y, un día, habrá algo que le hará cobrar vida. Y yo sólo tendré que seguirle.
—¿Te molesta hablarme de eso? —dijo Zoé.
—No. Al contrario, me gusta hablarlo contigo… Es como si hablase conmigo misma. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque a veces estás de mal humor. Tengo la impresión de que te molesto… Ya no eres como antes. Antes, se te podía decir cualquier cosa en cualquier momento y tú escuchabas…
—¿Estoy menos disponible?
—Sssí… —dijo Zoé apoyándose en su madre.
—¿Francamente refunfuñona?
—Me gusta esa palabra, «refunfuñona»… La voy a escribir en mi cuaderno… ¿No tienes ganas de saber quién es ese Jovencito?
—Sí, lo pienso… Analizo a los habitantes masculinos del edificio…
—¿Y qué has descubierto?
—En el edificio B, aparte del señor Dumas, no veo quién puede ser.
—¿El señor que se pone polvos blancos en la cara?
—Sí…
—¿Y en el A? ¿El señor Merson? Es demasiado joven… ¿Pinarelli?
—Tendrá unos cincuenta años…
—¡Eso es lo que dice! Si no… ¿El señor Boisson? No es muy dicharachero. ¡No puedo imaginármelo enamorado de Cary Grant! ¿Y si fuera el señor Léger…? Ya sabes, el mayor de los dos hombres que se han mudado a casa de Gaétan.
—Yo he pensado lo mismo…
—Y además —añadía Zoé, con voz misteriosa—, está el señor Sandoz… Trabajó en el cine cuando era joven… Me lo ha dicho. Quizás sea él… Por eso está tan triste. Ha perdido un gran amor.
—¿Y ahora estaría enamorado de Iphigénie? Eso no tiene sentido, Zoé…
—Que sí, mamá… Iphigénie es todo un personaje. Tiene una personalidad fuerte. A él le gustan las personas que le imponen. Sigue siendo un crío… Oye, mamá, podríamos ver Charada esta noche, he terminado todos los deberes…
Vieron Charada. En cuanto aparecía Audrey Hepburn, Zoé exclamaba ¡qué guapa es! No debía de comer nada para estar tan delgada… ¡Voy a dejar de comer! Y esperaba la escena en la que Bartholomew, el personaje interpretado por Walter Matthau, decía ¡la última vez que llevé una corbata a la tintorería sólo me devolvieron la mancha! Se partía de risa y se trituraba los dedos de los pies.
La mente de Joséphine vagaba. Veía a Audrey Hepburn perseguir a Cary Grant sin desanimarse. Con gracia y humor. ¿Cómo conseguía declararle sus sentimientos sin hacerse pesada? Todo resultaba atractivo en esa mujer.
Joséphine se había cruzado con Bérengère Clavert en la calle. O más bien, había sido atropellada por Bérengère Clavert, que iba corriendo de una venta privada en Prada a otra en Zadig y Voltaire.
—¡Estoy agotada, querida! ¡No paro! Es genial eso de vivir sola, no tener ya a un hombre en casa… Jacques es perfecto, lo paga todo y me deja absolutamente en paz. Salgo todas las noches y me divierto como una loca. ¿Y tú? No pareces muy en forma… ¿Sigues enamorada de Philippe Dupin? Deberías dejarlo correr… Todavía vive con…, ya sabes, la chica que…
—Sí, sí —había contestado al instante Joséphine, que no quería oír el resto.
—Vive en su casa y la lleva a todas partes. ¿La conoces?
—Eh…, no.
—¡Parece ser que es muy guapa! ¡Y joven, además! Te lo digo para que dejes de perder el tiempo… El tiempo, a nuestra edad, ¡no hay que derrocharlo! Te dejo, todavía tengo que pasar por muchas tiendas. ¡Las rebajas privadas me vuelven loca!
Había hecho un gesto parecido a un beso y se había empotrado dentro de un taxi con sus paquetes, sin perder un segundo.
Joséphine pasaba altibajos de felicidad e infelicidad. No había vuelto a saber nada de Philippe. A veces se sentía destrozada, se decía me ha olvidado y vive con otra, y después se animaba a esperar y casi tenía la certidumbre de que la amaba. Decidía voy a ir a verle… Pero no iba. Tenía demasiado miedo de perder a Cary Grant y al Jovencito.
El día que se cruzó con Bérengère, se quedó destrozada.
La película terminó y Zoé se desperezó.
—¿Sabes? Comprendo al Jovencito… Cary Grant era realmente seductor, aunque yo lo encuentro algo viejo…
—Cuando uno está enamorado, no ve esos detalles. Ama, sin más.
Zoé pasó de un canal a otro con el mando a distancia. Se detuvo en un viejo episodio del comisario Maigret, filmado en el patio del número 36 del quai des Orfèvres, bajó el volumen y dijo:
—¿Y si fueses a hablar con Garibaldi? Quizás tenga una ficha del Jovencito… Le das los cinco o seis nombres en los que estás pensando. Sabes su edad, sabes dónde ha nacido, la profesión de su padre… Acuérdate de la Bassonnière y su tío, que tenía fichado a todo el mundo…[60]
—¿Y por qué iba a estar fichado?
—No lo sé… Pero no te cuesta nada preguntarle.
—Tienes razón, le llamaré mañana… ¡Venga, vamos! ¡A la cama! —concluyó Joséphine—. ¡Mañana hay clase!
Zoé se agachó, acarició a Du Guesclin, le rascó las orejas. El perro se quejó, se apartó. Zoé dijo ¿te pasa algo, perrito? ¡Cómo! ¿Ya no quedan donuts en el frigo?, imitando la voz de Homer Simpson, y Joséphine se dijo tiene quince años, tiene un amante y habla como Homer Simpson.
Se quedó acurrucada bajo la manta, en el sofá.
Garibaldi… No le había vuelto a ver desde ese día terrible en el que a Philippe y a ella les convocaron en el número 36 del quai des Orfèvres para informarles de la muerte de Iris. Joséphine se agarró al pliegue de la manta.
Nueve meses dentro de poco…
Zoé volvió cepillándose el pelo, se tumbó encima de su madre; Joséphine la abrazó. Era la hora de las confidencias. Zoé empezaba siempre por pequeñas confidencias sin importancia, luego pasaba a temas más importantes. Le gustaban esos momentos de abandono de su hija. Se preguntó cuándo Zoé dejaría de considerarla su confidente. Ese día llegaría y ella lo temía.
—¿Sabes? Mi profe de lengua, la señora Choquart…, nos llamó aparte a mí y a las chicas de mi grupo y nos dijo que no fuéramos pánfilas, que somos capaces de hacer cosas estupendas y que es demasiado fácil vivir diciéndose habría podido si hubiese querido…
Estiró una pierna, se rascó la pantorrilla, y volvió a acurrucarse en una esquina de la manta pegada a Joséphine.
—Y después añadió ¡os miro y sois tan guapas! Así que os prevengo, ¡no quiero volver a veros dentro de diez años fofas y depresivas! Nunca he tenido una profe tan guay. Me hace pensar que puedo envejecer tranquila, porque se puede tener el pelo blanco como ella sin ser vieja en absoluto. Uno es viejo cuando está triste y pone tristes a los demás. Tú, por ejemplo, nunca serás vieja, porque no pones triste a nadie…
—Gracias, me siento aliviada…
Joséphine esperó a que continuara con las confidencias. Inclinó la cabeza y apoyó la barbilla sobre el pelo de Zoé para animarla a sincerarse.
—Mamá, ¿sabes?, Gaétan…
—Sí, mi amor…
—Tenías razón. Ha terminado diciéndome lo que le preocupaba… Le ha costado un poco. No quería hablar.
—¿Y?
—Te aviso, es supersórdido…
—Te escucho, aprieto los dientes…
—Es por Domitille. La han pillado traficando en el instituto…
—¿Traficando con qué?
—Eh… No sé si debería decírtelo.
—Vamos, cariño, no me voy a enfadar.
—Hacía mamadas en los baños por cinco euros…
Joséphine tuvo un sobresalto.
—Ya lo hacía el año pasado en París, pero ahora la han pillado. Se ha enterado todo el mundo… En el instituto y en el barrio. La familia está revolucionada. A la abuela casi le da un infarto. Gaétan estaba al corriente desde hacía mucho, por eso no estaba bien, y casi no me hablaba. Temía que se supiera y… ¡bingo! Todo el mundo lo sabe. ¡Pero todo el mundo! Hasta la panadera…, ¡que se burla cuando le vende el pan! Dice ¡cinco euros! ¡Oh, perdón! Por eso él no quiere volver al instituto y Charles-Henri, el mayor, solo piensa en venir a París interno. ¡Imagínate el ambiente que hay en su casa!
—Desde luego…
—El abuelo ha intentado hablar con ella…, con Domitille, y a ella lo único que se le ocurrió decir es me da igual, yo no siento nada, nada de nada…, y yo prefiero sentir algo distinto cada día que no sentir nada de nada…
—¡Pobre Gaétan!
—Yo sabía que ella hacía cosas con chicos ¡pero nunca me habría imaginado que fuera eso!
* * *