Pero ¿en qué lío me he metido?, se decía Shirley esa mañana mirando al hombre que dormía en su cama.
Vio la cazadora y los pantalones negros tirados por el suelo. Botas y un calzoncillo. No habían hablado, se habían precipitado uno contra el otro… Ella le había llevado a su habitación, le había quitado la cazadora, los pantalones negros, se había desnudado rápidamente y se habían metido en la cama.
Había pasado toda la semana circulando en la furgoneta. Preparando su sesión gore para el colegio, iba de un matadero a otro, levantaba pesados bidones de gelatina, barreños de despojos, de huesos, preparando el escenario de la película de horror que iba a presentar a sus alumnos para asquearles de esa comida industrial que les volvía locos. Había tomado como ejemplo los nuggets… Empezó por enseñarles uno completamente limpio y reluciente dentro de su caja. Se lo pasó a todos y después añadió con voz dulce:
—¿Queréis saber ahora lo que hay DE VERDAD en esos rectángulos que os gustan tanto? ¡Pues bien! Os lo voy a mostrar. Siguiendo atentamente lo que hay en la composición, o que está escrito en letra muy pequeña en la caja y que vosotros no leéis nunca…
Los treinta chiquillos la miraban con cierto aire insolente que decía di lo que quieras, vieja, no serás tú la que nos convenza… Shirley se remangó, hundió las manos en los tarros, exhibió trozos ensangrentados de tripas, hígado, riñones, pieles de ave arrancadas, pulmones de buey, vejigas de cerdo o de ternera que exprimió entre los dedos para escurrir ríos de excrementos, patas de pollo, crestas de gallo, pies de cerdo, filamentos sanguinolentos que mezcló con litros de gelatina, de cola, para triturar todo después en una gran batidora que le había prestado un descuartizador. Todo ello simulando seguir atentamente la lista de ingredientes del dorso del paquete de nuggets. Los chiquillos miraban, estupefactos, oían el horroroso sonido de la piel arrancada, los huesos triturados, sus rostros palidecían, enverdecían, amarilleaban, se tapaban la boca… Shirley espolvoreó la mezcla con azúcar en polvo, volvió a triturarla en la batidora y sacó una pasta rosa, espesa, gelatinosa, que vertió en pequeños moldes que cubrió de salsa a base de colorantes. Operaba mientras miraba de reojo a la clase… Algunos se habían tumbado sobre la mesa, otros levantaban la mano para salir. ¡Y qué olor! Era insoportable. Acres efluvios de carne masacrada, de sangre mancillada que sofocaba el olfato. Y eso no es todo, exclamó clavando en los alumnos una mirada de torturadora mientras vertía el espesante y forraba el resultado pintándolo con un espeso caramelo líquido, dando el triunfante golpe de gracia: «¡Y esto es lo que os tragáis cuando coméis nuggets! Para que lo sepáis: ya sean de pollo o de pescado, son la misma cosa. En el mejor de los casos, tienen un 0,07 por ciento de pescado o de pollo de verdad. Y en el peor, ¡un 0,03! Así que ahora, vosotros decidís si queréis seguir envenenándoos… La alimentación moderna ha dejado de elaborarse para simplemente fabricarse. Fabricarse exactamente como acabo de enseñaros. No me he inventado nada. Todos los componentes están escritos en letras y cifras minúsculas en el dorso de los paquetes. Así que vosotros elegís… ¡Comportaos como corderos y os convertiréis en chuletas!».
Le gustaba mucho su eslogan y no perdía una sola oportunidad de colocarlo.
Sólo el chico que la había abordado en la calle la contemplaba con una gran sonrisa. Los demás salieron corriendo de la clase para ir a vomitar. Cuando terminó su demostración, él le hizo una señal desde la primera fila. Levantó el pulgar en señal de victoria.
Había ganado. Tardarían un tiempo en volver a comer sus rectángulos de pescado o de pollo.
Estaba agotada y cubierta de sangre.
Terminado el espectáculo, se quitó el delantal, recogió, limpió las manchas de huesos machacados sobre la mesa de demostración, la plegó, apiló los boles y frascos, guardó la batidora en su caja y abandonó la sala sin decir nada.
Le devolvería la furgoneta a Hortense y volvería a su casa.
Pero poco después, con la cabeza apoyada en el volante, se hizo una pregunta, una pregunta muy simple: ¿por qué he sido tan violenta? Habría podido hacer la misma demostración con más miramientos, explicándoles poco a poco cada etapa… En lugar de eso los he aplastado, masacrado, he blandido kilos de despojos, bidones de espesantes, les he aturdido con el ruido de la batidora, he exhibido mis manos rojas de sangre, no les he permitido un segundo de reposo… Siempre esa violencia que me impide hacer las cosas con calma. Actúo siempre como si estuviese amenazada…
En peligro.
Fue a devolver la furgoneta a Hortense, le prometió que estaría presente en la inauguración y volvió a su casa. Por el camino no dejó de pensar en la escena de los nuggets.
Un día acabaría pareciéndose a esos iluminados subidos en cajas en la esquina de Hyde Park, que predicen el fin del mundo y el castigo divino, con el dedo apuntando al cielo, lanzando invectivas a los paseantes. Cada vez más violenta, radical, agria…
Y sola.
Sola entre esqueletos de pollo criados en cadena, pollos a los que les sacan los ojos para que pierdan la noción del día y de la noche, a los que les cortan las alas y las patas… Acabaría como ellos. Ciega, con las patas y las alas cortadas. Poniendo el mismo huevo una y otra vez, el mismo discurso que ya nadie escucharía…
Cogió la bicicleta en dirección a Hampstead.
Tenía que volver a verle.
Dio la vuelta a los estanques. Fue hasta el pub donde se habían besado. Justo antes de que se fuera a pasar la Navidad en París.
Esperó. Se bebió una cerveza mientras veía un partido de cricket en la tele.
Volvió a dar la vuelta a los estanques.
Vio cómo se encendían las luces en las casas y los lofts de los artistas, y se reflejaban en el agua inmóvil y tornasolada. Él debía de vivir en uno de esos lofts…
Sintió un escalofrío. Decidió volver a casa. Se subió a la bicicleta.
Pedalear la calmaba. Reflexionaba. Millones de mujeres están solas en este mundo y no estrujan huesos ensangrentados de buey. Se detuvo en un semáforo. Hizo chirriar los frenos como una llamada para Oliver. Vio a dos mujeres solas al volante de su coche. ¿Ves?, no eres un caso único, cálmate. Sí, pero yo no quiero estar sola, quiero un hombre, quiero dormir con un hombre, estremecerme debajo de un hombre…
Estremecerme debajo de un hombre…
Las manos del hombre de negro sobre su piel… La palma de sus grandes manos calientes… El peligro inventado en cada encuentro… El aliento que ella retenía, la lenta voluptuosidad que él ordenaba, la turbación de sus abrazos, de sus caricias como golpes que venían a morir sobre su piel y la rozaban, la crueldad calculada que brillaba en sus ojos, los suaves mordiscos en su carne, las amenazas susurradas, las órdenes secas, el abismo que se abría, las advertencias que ella ignoraba desafiando el castigo anunciado y el fulgurante placer que seguía… Él no le hacía daño, la mantenía a distancia, fingía frialdad para abrasarla aún más de deseo, tanteaba el largo surco de su espalda como lo haría un rudo marchante de caballos, le inclinaba la nuca, le tiraba del pelo, examinaba la parte superior de la garganta, le palpaba el vientre. Ella se dejaba manipular para precipitarse mejor en ese peligroso espacio que él creaba entre los dos. Ella lo preveía, con el corazón palpitante, imaginándose lo peor. Aprendía a descifrar en sus dedos hábiles el giro brusco del deseo. Traspasar más y más fronteras, ir más allá de la propia turbación, de todos los matices de la turbación. Sentir hasta el desfallecimiento su fragilidad fingida a merced del hombre todopoderoso.
Fue como un flash que la cegó y la dejó con los dos pies en el suelo, petrificada, rígida, apretando la mandíbula, incapaz de volver a subir a la bicicleta. Y ni el ruido constante de la lluvia sobre el pavimento ni el de la circulación conseguían devolverla a la realidad.
Fingía que lo había olvidado…
Que ya no quería nada de eso…
Pero echaba de menos «eso». Muchísimo.
Llevaba «eso» en la piel.
Esa boca, esas manos, esa mirada habían representado durante mucho tiempo la voluptuosidad imperiosa de su vida.
Atravesó Piccadilly. Subió a la acera. Se disponía a entrar en su edificio, a dejar la bicicleta en la entrada, bajo la escalera, cuando le vio.
Unas espaldas cuadradas en una cazadora negra…
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, sin hola, ni ¿qué tal? Ni nada.
Con un gesto brusco del hombro y cara de perro.
—Salgo de una cita…
Entonces se lanzó contra él, le besó y besó.
Y le arrastró hasta su casa, sin decir nada.
Y ahora, él estaba en su cama.
Ese hombre al que no debía ver nunca más.
En qué lío me he metido…
Puso agua en el hervidor.
Él dormía en su cama.
Pasó revista a las latas de té. Su mano se posó sobre «el rey de los Earl Grey» de Fortnum & Mason.
Homenaje al rey…
Ella podía ser muy dulce cuando preparaba la ceremonia del té.
Habían hecho el amor lenta, tiernamente. Él le cogió la cabeza entre las manos y la contempló. Dijo me gusta, me gusta… Ella no quería que la contemplase, quería que la retorciese, que la mordiese, que le murmurase amenazas y abriese el precipicio… Le hundió los dientes en el cuello, tiró violentamente de sus labios, él retrocedió dijo chis, chis… Ella le golpeó los riñones, le ofreció el vientre para que él le hundiese el puño. Él la envolvió en sus brazos, la acunó, repitió chis…, chis como cuando se canta a un bebé para calmarle. Ella se calmó, intentó seguirle en su lento ascenso hacia el placer, le abandonó por el camino…
¿Por qué hay esa violencia dentro de mí?, se preguntó mientras calentaba la tetera. Como si el placer tuviese que obtenerse por la fuerza, como si yo no tuviese derecho a él más que usando la fuerza, como si fuese «ilegítima»…
Cortó con cuidado un muffin con ayuda de un tenedor. Para no despedazarlo, para que la miga se despegase con suavidad y no se secara.
Chis…, chis…, murmuraba el hombre manteniéndola inmóvil contra sí. Acariciándole suavemente la cabeza.
Y ella se debatía, decía no, no, así no, así no…
Él se detenía, extrañado. La miraba con su mirada dulce y ella ya no sabía con quién estaba…
Ilegítima, ilegítima…
Violencia. Soy yo quien la pide, quien la reclama, quien fuerza al hombre a ponerme un cuchillo en la garganta…
Sentir el corazón estremecido por el peligro. Sentir el escalofrío que corre bajo la piel… Empecé mi vida como una delincuente. Fugándome, fumando en los pasillos de palacio extrañas hierbas que me mareaban, me hacían saltar muros, correr en la noche, bailar como una desquiciada, coger a un chico, o dos, follar en un triste coche mientras, en el asiento de atrás, retozaba otra pareja. Sin parar. Crestas punk, imperdibles enormes en camisetas desgarradas, botas claveteadas, medias agujereadas, quemaduras de cigarrillos, botellas de alcohol a morro, uñas negras, ojos cubiertos de kohl y de rímel corrido… Los polvos apresurados, las palabrotas, los cortes de mangas, las drogas que se prueban como si fueran pastillas de menta. Un padre a quien rechazas considerándole demasiado blando, demasiado en la sombra, una madre a quien no puedes besar y te dices no importa, sólo es una imagen. Una imagen que destruyes para presumir delante de los demás. Esos que nos devuelven un reflejo deforme de nosotros mismos. Pero acabamos creyendo en ese reflejo, acabamos diciéndonos que sólo merecemos eso, que no valemos gran cosa… Proyectada a los veinte años contra Duncan McCallum, ese bruto que me empotraba detrás de una puerta, me levantaba la falda y… me tiraba después como a un fardo inútil.
Gary me había traído la dulzura, el orgullo de tener un niño, un niño pequeño a quien yo protegía, que me libraba de mis demonios. Con él conocí la ternura. Lo que no soportaba de un hombre se lo ofrecí a mi niño. De la violencia no conservé más que la fuerza con la que rodeaba a mi hijo, mi amor…
Salvo cuando el hombre de negro…
El hombre que estaba en su cama la había besado, acariciado con sus manos tan suaves, tan femeninas, la había poseído dulcemente…
Ilegítima, ilegítima.
Escogió una mermelada de naranja, la probó…, demasiado amarga para un despertar, cogió de un estante una confitura de frutos rojos, una bandeja de madera negra lacada, puso en ella la tetera, los muffins, la confitura, un poco de mantequilla, dos servilletas blancas. Dos cucharitas y un cuchillo de plata. Plata de su madre… Ella le había regalado un servicio de mesa cuando cumplió veinte años, con el escudo de la Corona grabado.
Ilegítima, ilegítima…
Entró en la habitación. Él se había incorporado en la cama y le dedicó una gran sonrisa.
—Me alegro mucho de haberte encontrado…
Ella dejó la bandeja, paralizada ante esa frase amistosa.
—Yo también —respondió, esforzándose en parecer contenta.
—Así que a ese hombre que conociste en París ¿lo has olvidado?
No respondió. Untó un muffin con mantequilla, extendió la confitura y se lo ofreció con una sonrisa, algo crispada. Él apartó las sábanas y la invitó a echarse a su lado. Ella se negó haciendo un gesto brusco con la cabeza. No quería estar demasiado cerca.
—Prefiero quedarme aquí y mirarte —dijo torpemente.
Y bajó la mirada hacia esas manos gráciles. Manos de artista…
—¿Pasa algo malo? —preguntó él mordiendo el muffin.
—¡Oh, no! —contestó ella enseguida—. Sólo que… ayer noche te secuestré de una forma un poco brutal.
—¿Y te avergüenzas? No debes. Fue delicioso…
Ella se sobresaltó con la palabra «delicioso». La apartó de su mente.
—Hiciste bien —prosiguió él—. Habríamos empezado a hablar, y no hubiésemos terminado así…, y hubiese sido una lástima…
Sonreía con su gran sonrisa de hombre tranquilo.
Ella apartó también esa sonrisa y se inclinó a los pies de la cama para servir el té.
Fue entonces cuando oyeron un ruido de llaves en la entrada, ruido de pasos, la puerta de la habitación se abrió y apareció Gary.
—Hello! He traído cruasanes… He recorrido todo Londres para encontrarlos, todavía están calientes… No son como los de París, ¡claro! Pero…
Se quedó mirando la cama. Vio a Oliver, el torso desnudo, con una taza de té en la mano.
Se calló, sintió un sobresalto, le miró, miró a su madre y gritó:
—¡Él no, él no!
Tiró los cruasanes sobre la cama y se fue dando un portazo.
* * *