Serrurier quería un nuevo libro.

Llamaba. Joséphine leía su número en la pantalla del teléfono y no respondía. Escuchaba el mensaje. «Perfecto, perfecto… Debe de estar usted trabajando. Trabaje, Joséphine, trabaje… Yo esperaré a leerlo…».

Y su corazón se sobresaltaba.

Escribir. Escribir.

Sentía miedo por todas partes. En el vientre cuando se acercaba al ordenador, en la cabeza cuando intentaba ordenar una historia, en las manos, inertes sobre el teclado. Miedo de día, miedo de noche. Miedo, miedo, miedo.

Una reina tan humilde había surgido con naturalidad. No estaba escribiendo, estaba haciendo un favor a Iris. Obedecía sus órdenes. Como siempre la obedecí… Era algo natural.

Y después, fue fácil. Con la ayuda de mis años de estudios, me apoyé en una época que conocía de memoria. Florine, Guillaume, Isabeau, Étienne el Negro, Thibaut el Trovador, Baudoin, Guibert el Piadoso, Tancrède de Hauteville eran personas cercanas; vertí sobre ellos un poco de calor que daba vida a mi saber. Conocía el decorado, los tesoros de los castillos, los vestidos y ornamentos, las formas de hablar, de cazar, de combatir, de dirigirse al señor o a su amada, el olor de las cocinas y de las viandas que se preparaban en ellas, los terrores y los peligros, los deseos y las proezas.

¿Y si volviese al siglo doce?

Participaba, para el CNRS, en la redacción de una obra colectiva sobre el papel de las mujeres en las cruzadas. Podría contar la historia de una de esas mujeres que habían partido a hacer la guerra. Ellas, esas mujeres admirables, no tuvieron miedo.

Jugueteaba con la idea y la abandonaba. No tenía ganas de quedarse en su especialidad. Tenía ganas de sacar la lengua a sus colegas, que la miraban por encima del hombro y calificaban su novela de librito para chicas frívolas. «¡Vender tanto! ¡Qué trivialidad! Agita los bajos instintos de la gente, ¡les proporciona historias de mercadillo! Ha encontrado el filón y lo explota, ¡lamentable!». La forma como la habían tratado en el examen del HDI la había humillado. La herida no se cerraba. Se prometía en voz baja voy a demostrarles que sé hacer otra cosa…

Inventar una historia. Inventar…

Y era entonces cuando empezaba a temblar de miedo…

Se dirigía a las estrellas, por la noche, suplicaba a su padre que la ayudase. Buscaba la estrellita al final de la Osa Mayor, llamaba papá, papá… Se acaba el dinero, tengo que ponerme a trabajar. Dame una idea, deslízala en mi cabeza como una carta en el buzón y me pondré a trabajar. A mí me gusta el esfuerzo, me gustó escribir mi primer libro, me gustaron las horas de angustia, de investigación y la alegría que me procuraba la escritura, te lo suplico, envíame una idea. No soy escritora, soy una principiante que ha tenido suerte. No doy la talla, yo sola…

Pero las estrellas seguían mudas.

Volvía a acostarse, los pies entumecidos, las manos heladas, y se dormía pensando que, por la mañana temprano, descubriría una misiva del cielo en su mente.

Retomaba el libro que debía supervisar para una publicación de la editorial universitaria. Releer, ordenar, escribir un prólogo al trabajo de sus colegas. Se decía, voy a empezar por aquí y quizás el miedo desaparezca y pueda pasar de la obra colectiva a mi libro en solitario.

Cada día se sentaba a su mesa.

Y cada día encontraba mil excusas para no ponerse a trabajar. Ordenar la casa, pagar impuestos, rellenar formularios de la Seguridad Social, llamar al fontanero, al electricista, sacar al perro, cepillarle, ir a correr al borde del lago, releer un capítulo escrito por un colega, llenar el frigorífico, cortarse las uñas de los pies, intentar una receta nueva, ayudar a Zoé a hacer los deberes. Se acostaba por la noche, descontenta, se veía gorda y fea en el espejo y se prometía mañana me pongo con ello… Mañana me pongo a trabajar, seguro. Escribo mi prólogo y empiezo un libro. Y dejo de holgazanear. Mañana…

Y al día siguiente, hacía bueno. Du Guesclin le mostraba la puerta, y ella le llevaba a correr. Corría alrededor del lago esperando que surgiese la idea bajo sus pies. Aceleraba para que también algo se acelerase en su cabeza. Se detenía, sin aliento, doblada en dos por el flato. Volvía con las manos vacías. Empezaba la tarde, Zoé estaba a punto de llegar, le hablaría de la jornada en el instituto, del último correo de Gaétan, preguntaría ¿crees que el señor Sandoz tiene alguna oportunidad con Iphigénie? Me gustaría mucho que ella le dijese que sí… Y, oye, mamá, me he cruzado con la pareja de gays, ¡estaban discutiendo otra vez! ¡Esos dos se están peleando continuamente! Era importante escucharla, no me voy a poner ahora a trabajar, no tendría suficiente tiempo, mañana, seguro, mañana me pongo a trabajar…

Mañana…

Retomaba el libro de las mujeres y las cruzadas. Historias de mujeres admirables, relatadas por actas jurídicas, por cronistas como Joinville o inmortalizadas por la iconografía. Necesitaba escribir diez folios para presentar a esas mujeres y encontrar en ellas un denominador común.

Las cruzadas, en los siglos doce y trece, eran auténticos viajes organizados, con itinerarios y etapas. Era necesario volver a las fuentes, hoyar la tierra de los antepasados, cargar con la cruz como Jesús, ver la tumba vacía y, después del Apocalipsis, Dios secaría las lágrimas de aquellos que cumplían con la peregrinación. La alegría estaba en el final del viaje. Viaje exterior y viaje interior. Iban más allá de los temores, se embarcaban hacia lo desconocido.

El primer artículo trataba del atractivo de Oriente entre las mujeres que nunca habían viajado, que nunca habían salido de su pueblo o de su casa y realizaban un largo periplo para descubrir nuevos paisajes y civilizaciones desconocidas.

Para ellas era una oportunidad de escapar de la rutina. La edad no tenía importancia. Brígida de Suecia había partido con sesenta y ocho años. Habían hecho el viaje mujeres de toda condición. Desafiaban al qué dirán y embarcaban.

Joséphine anotó al margen: «Nos vemos obligados a constatar que las mujeres de aquel entonces no estaban totalmente subordinadas a su marido, que eran fuertes, audaces. No todas se quedaron en su casa, encerradas en sus cinturones de castidad. ¡Otra idea preconcebida!».

Una de ellas, Ana Comneno, luchó al lado de su esposo, llevaba cota de malla, casco, tiraba al arco, accionaba catapultas, se comportó como un hombre sobre el terreno y todavía tuvo tiempo de contar estas aventuras en un relato:

«Muchas damas abrazaron la cruz y muchas hijas partieron con sus padres. Se produjo entonces un movimiento de hombres y mujeres tal que no se recordaba haber visto antes algo semejante. Una multitud de gente desarmada más numerosa que los granos de arena y las estrellas, llevando palmas y cruces sobre sus hombros: hombres, mujeres, niños que dejaban sus países. Uno habría dicho al verles que eran ríos que brotaban de todas partes».

Joséphine volvió a anotar: «El relato de Ana Comneno resulta interesante pues hace alusión a la primera cruzada (1095-1099). Es la primera en registrar la presencia de mujeres…».

Y la única.

Dejó el bolígrafo y reflexionó.

La historia ha sido en su mayoría escrita por hombres que se han atribuido el papel más importante. Debía de molestarles caminar hombro con hombro junto a débiles mujeres. Prefirieron omitir ese detalle en sus relatos de machos guerreros…

Un segundo artículo trataba de las condiciones del viaje.

Para partir a la cruzada se necesita: «Buen corazón, buena boca y buena bolsa».

Buen corazón porque hay que llegar hasta el final del viaje. Algunas mujeres prometían llegar hasta Jerusalén pero acababan renunciando por miedo, como la reina Juana de Nápoles, que pagó a un peregrino para que fuese en su lugar. Y la señalaron con el dedo por ello.

Buena boca significaba que había que saber guardar secretos, no alardear ante los musulmanes, ser discreto.

Buena bolsa, pues el viaje costaba caro. Solía recurrir a la imagen de las tres bolsas, «una llena de paciencia, otra llena de fe y la otra de dinero».

Un tercer artículo trataba del papel político de la mujer durante las cruzadas.

A menudo reemplazaban a sus maridos en el gobierno de los reinos que habían creado en Oriente. Tomaban parte en los combates, se comportaban como hábiles negociadoras. Fue un gran momento de emancipación de las mujeres.

La autora contaba la historia de Marguerite de Joinville, reina de Francia, esposa de Luis IX, llamado san Luis. Mujer de gran belleza, siguió a su esposo y engendró varios hijos en Oriente. Fue ella la que hizo llevar la corona de espinas de Cristo, custodiada por el emperador de Constantinopla, a París, a la Sainte-Chapelle, inaugurada en 1248.

Dirigió junto al rey una gran expedición hacia Tierra Santa. Toda la familia real se embarcó en el puerto de Aigues-Mortes en tres navíos a vela, el Reine, el Demoiselle y el Montjoie, repletos de víveres, de cereales y vino. Dos mil quinientos caballeros, escuderos, mozos de armas, ocho mil caballos. El rey y la reina renunciaron al lujo y se vistieron como simples peregrinos.

En un momento en que el barco se escoró encallado, abatido por una gran tormenta, sus sirvientes le preguntaron: «Señora, ¿qué hacemos con vuestros hijos? ¿Debemos despertarlos?». La reina respondió: «No los despertéis ni los levantéis, dejadlos ir hacia Dios mientras duermen».

Joséphine releyó varias veces la anécdota, conmocionada por la grandeza de alma de Marguerite. Un instante de locura, un instante de duda. Confió en Dios y puso su suerte en sus manos.

De repente, sus miedos cotidianos le parecieron minúsculos y sus plegarias al Cielo, desprovistas de toda espiritualidad.

En Damieta, en Egipto, la reina tuvo un papel político mayor. Embarazada, tuvo que custodiar la ciudad hasta que llegaran refuerzos y defenderla sola, pues el rey estaba enfermo. Durante el sitio, dio a luz a un hijo, llamado Tristán, «por el inmenso dolor de los tiempos en los que nació». En su lecho de parturienta, conjuró a los cruzados: «Señores, por el amor de Dios, no dejéis que tomen esta ciudad pues sabéis que el rey nuestro señor estaría perdido. Tened piedad de esta pobre criatura [su hijo Tristán] que aquí yace… Aguantad hasta que pueda levantarme».

Se levantó y tomó parte en la defensa de Damieta, comportándose como un auténtico caudillo guerrero.

Esas mujeres no sólo afrontaban batallas, tempestades, dolor, frío y hambre sino también, si su señor o su hijo flaqueaban, los azuzaban. Como aquella madre que, ultrajada por la cobardía de su hijo, le insultó gritándole: «¿Quieres huir, hijo mío? ¡Pues vuelve a entrar en el vientre del que saliste!».

Joséphine leía y pensaba…

¿Acaso no tenían nunca miedo?

Seguramente temblaban, pero se lanzaban hacia delante.

Como si ponerse en movimiento borrara el miedo.

Joséphine escribió en una hoja de papel: «Sobreponerse al miedo. Ir hacia delante… Escribir lo que sea, pero escribir».

Contempló las palabras sobre el papel y las repitió en voz alta.

Sí, pero, pensó, el mundo era más simple en la Edad Media. Creían en Dios. Les empujaba una pasión. Era un sueño bonito, una misión noble.

El miedo, en aquellos tiempos, era considerado como la manifestación del Diablo. Había que creer en Dios, portador de luz y de alegría, para evitar los demonios del miedo. Ese era el mensaje de los Padres del Desierto, esos anacoretas que se retiraban para reencontrarse con el mensaje evangélico. Sus enseñanzas eran nítidas. Enseñaban lo que nos falta hoy: confianza, alegría, el amor por el riesgo y la serenidad. Aquel que cree tiene confianza y actúa; el que está del lado del Maligno está triste, tiene un «alma negra», melancólica.

Hoy, el miedo nos paraliza. Hoy ya no creemos en nada…

¿Quién habla todavía de trascendencia? Creer en Dios, creer en el amor al prójimo son palabras que provocan la risa de las buenas gentes…

Ella fantaseaba, iba a buscar una tableta de chocolate con leche y almendras a la cocina, volvía a sentarse a la mesa, comía un cuadradito, dos cuadraditos, tres cuadraditos de chocolate, leía el periódico, acariciaba el vientre que Du Guesclin le ofrecía a sus pies. ¿Tú sabes cómo se hace, perro viejo? ¿Lo sabes? Du Guesclin entornaba los ojos, la mirada perdida en un placer inmóvil y lejano. Te da igual, ¿eh? Tu escudilla está llena y cuando me enseñas la puerta, te llevo a pasear…

Volvía a coger un cuadradito, dos cuadraditos, tres cuadraditos de chocolate, lanzaba un suspiro, abría un cajón y escondía la tableta.

Releía la frase que había copiado: «Sobreponerse al miedo. Ir hacia delante… Escribir lo que sea, pero escribir».

Silbó a Du Guesclin y salió. Anduvo, anduvo por París, escuchó, miró, buscó el detalle que le proporcionaría el impulso, el principio de una historia, volvió, con los hombros gachos, a su edificio, pasó delante de una tienda de telefonía, una panadería, un banco, una óptica, una tienda de ropa, se detuvo frente a los escaparates, callejeó, callejeó. En la esquina de su calle, observó a una mujer que esperaba a la puerta del banco. Una mujer bastante gordita con bonitos collares, un conjunto de seda bajo su abrigo de piel entreabierto, un bolso de Chanel, el pelo teñido de negro azabache y unas gruesas gafas negras. Acicalada como para una cita romántica. ¿A quién esperaba? ¿A su marido? ¿A su amante? Joséphine dejó que Du Guesclin olisqueara la acera y siguió observando a la mujer gordita, feliz de esperar. Serena. Sonreía a los transeúntes, charlaba con algunos. Hablaba del tiempo, de las previsiones, del febrero desapacible. Debía de vivir en el barrio. Joséphine la miró fijamente y se dijo pero claro, ya la he visto antes, su cara me es familiar. Espera todas las tardes en la esquina de la calle…

Una mujer salió del banco. Dijo mamá. Dijo perdóname, salgo con retraso, un cliente que no quería marcharse, que me contaba su vida, no me he atrevido a echarle… Parecía, cosa curiosa, mayor que su madre. Pelo corto, canoso, el rostro anguloso, sin maquillaje, vestida con un abrigo grueso que le apretaba. Caminaba con los brazos colgando, como si fueran dos aletas de un león marino. Parecía una adolescente desgarbada a quien sus compañeros llamaran Bolita.

Madre e hija partieron cogidas del brazo y entraron en el restaurante vecino. Una gran cafetería restaurante decorada con flores rojas. Joséphine las veía a través de la cristalera. Un camarero les señaló una mesa con un gesto de familiaridad, «su» mesa.

Ellas se sentaron y leyeron el menú en silencio. La madre comentaba, la hija asentía, después la madre pidió, desdobló la servilleta y la anudó en torno al cuello de la hija, que se dejó hacer, dócil. Después la madre cogió pan, lo untó de mantequilla y se lo ofreció a la hija como un pájaro que da de comer a su polluelo.

Joséphine asistía a la escena, atónita. Y encantada.

Ya tengo el principio de una historia…

La historia de una chica antaño hermosa, deseable, y de una madre que no quiere envejecer sola y engorda a su hija para retenerla a su lado…

Sí, eso es…

Cada noche, la madre espera a su hija a la salida de su trabajo. La lleva al restaurante y la ceba. La hija come, come y engorda. No tendrá novio, ni marido, no tendrá hijos, permanecerá junto a la madre el resto de su vida.

Envejecerá como una chiquilla, nutrida, peinada, vestida por su madre. Gorda, cada vez más gorda.

Y la madre seguirá siendo coqueta, vivaracha, amable con todos, feliz de vivir…

—He encontrado una historia —le dijo muy excitada Joséphine a Zoé cuando esta volvió por la tarde.

Mañana empiezo…

No, mañana no. Luego. En cuanto hayamos terminado de cenar y Zoé se haya metido en su habitación para trabajar. Aprovecho el impulso, cojo a las dos señoras gruesas y escribo lo que sea, pero escribo.

Cenaron en silencio, absortas las dos en sus propios pensamientos.

¿Cómo terminará mi historia?, se preguntaba Joséphine. ¿Moriría la hija de una congestión? ¿Se enamorará de algún comensal que también va cada tarde al restaurante porque es un solterón? Y la madre, furiosa…

Iphigénie llamó a la puerta. Señora Cortès, señora Cortès, habrá que pensar en mi petición, acabo de recibir una carta del administrador pidiéndome que deje el local… No me abandone. Joséphine la miraba como si no la reconociese e Iphigénie gritó señora Cortès, no me está escuchando, ¿dónde está usted? Con mis dos señoras gordas, tenía ganas de responder Joséphine, no me aparte de ellas, si sigue hablándome las voy a perder, se van a borrar.

—¿Escribimos esa petición, señora Cortès?

—¿Tiene que ser ahora mismo? —preguntó Joséphine.

—Y si no es ahora, ¿cuándo? Lo sabe usted muy bien, señora Cortès, si no lo hacemos ahora, no se hará nunca…

Zoé se terminó el yogur, dobló la servilleta, la lanzó al cesto de la mesita y gritó ¡canasta! Recogió la mesa, dijo voy a hacer los deberes en mi habitación. Joséphine cogió papel y lápiz, empezó a redactar el texto de la petición y dijo adiós a las dos señoras gordas que doblaron la esquina de la calle y desaparecieron.

Iphigénie tenía razón, si no es ahora, ¿cuándo?

Había encontrado la grieta en su coraza. La grieta minúscula que le impedía continuar avanzando y la mantenía anclada en sus miedos.

Era la palabra «mañana». El enemigo. El freno.

Serrurier la invitó a comer.

—Debe de trabajar usted encarnizadamente, nunca contesta al teléfono.

—Me gustaría…

Se lanzó y le hizo la pregunta que la atormentaba, mientras jugaba con las espinas de su lenguado a la normanda. Habían pedido lenguado los dos, era el pescado del día.

—¿Usted cree que soy escritora?

—¿Lo duda usted, Joséphine?

—Me digo que no soy lo bastante…

—¿Lo bastante qué?

—Lo bastante brillante, lo bastante inteligente…

—No hay que ser inteligente para escribir…

—Sí, claro…

—No… Hay que ser sensible, observar, abrirse, entrar en la cabeza de la gente, ponerse en su lugar. Lo hizo usted muy bien en su libro anterior. Y si tuvo el éxito que tuvo…

—Iris estaba allí. Sin ella…

Serrurier sacudió la cabeza y soltó los cubiertos como si le quemaran entre los dedos.

—¡Pero qué crispante puede llegar a ser usted! ¡Deje de denigrarse! Le voy a poner una multa. Cien euros cada vez…

Joséphine sonrió para disculparse.

—Con eso no impedirá que tenga miedo…

—¡Escriba! ¡Escriba lo que sea! Coja la primera historia que tenga a mano y láncese…

—Es fácil decirlo… Ya lo he intentado, pero la historia se desvanece antes de que haya tenido tiempo de escribir la primera palabra…

—Escriba un diario, escriba en él todos los días… Cualquier cosa. Oblíguese a ello. ¿Ha escrito alguna vez un diario?

—Nunca. No me consideraba suficientemente interesante.

—Cien euros… ¡Me voy a hacer rico gracias a usted!

Reprendió al camarero, el mismo de siempre, colorado y tembloroso, asegurando que el lenguado estaba seco, «¡pescado del día!, ¡pescado del día!, ¡este pescado tiene cien años!» y volvió al tema:

—¿Ni siquiera a los dieciséis años? Esa edad en la que tenemos la impresión de que todo lo que nos pasa es tan importante… Nos enamoramos de una silueta, de un hombre o una mujer con quien nos cruzamos en el autobús, de un actor o una actriz de cine…

—Yo nunca me he enamorado de un actor…

—¿Nunca?

—Me parecían demasiado lejanos, inaccesibles, y como pensaba que yo era insignificante…

—Cien euros. ¡Estamos ya en doscientos! Va a tener que ponerse a escribir sólo para pagarme… Mi madre estaba locamente enamorada de Cary Grant. ¡A punto estuve de llamarme como él! Cary Serrurier, hubiese sonado raro, ¿verdad? Mi padre se negó e impuso el nombre de su abuelo, Gaston. Me vino de perlas, era también el de un célebre editor. De hecho me pregunto si no me convertí en editor por culpa de ese nombre. Sería interesante estudiar la relación entre el nombre de la gente y su profesión… Si todos los Arthur se convierten en poetas por culpa de Rimbaud, los…

Joséphine ya no le escuchaba. Cary Grant. ¡El diario del Jovencito que encontró en el cuarto de la basura! Era una historia formidable. ¿Dónde había guardado esa libreta negra? En un cajón de su escritorio… Debía de seguir allí, oculta en el fondo, ¡detrás del montón de tabletas de chocolate!

Se irguió, sintió ganas de besar a Serrurier, pero no de decirle que acababa de prestarle un enorme servicio, por miedo a que el Jovencito y Cary Grant se desvanecieran como las dos señoras gordas.

Miró el reloj y exclamó:

—¡Dios mío! Tengo que ir a la facultad, a una reunión. Estoy trabajando en una recopilación de textos para una publicación universitaria…

—¿Una cosa de la que se venderán mil quinientos ejemplares? ¡No pierda el tiempo con eso! Mejor vaya a trabajar para mí. Doscientos euros, Joséphine, ¡me debe usted doscientos euros!

Ella le miró con infinita ternura. Su mirada brillaba de agradecimiento y de alegría. Él se preguntó qué podría haber dicho para ponerla en ese estado, se preguntó si no se estaría enamorando de él y le hizo una señal para que se largase inmediatamente.

* * *