—Marcel… Creo que me estoy volviendo neurasténica —suspiró Josiane mientras Marcel abría la puerta de entrada tras una larga jornada de trabajo. Él resopló, dejó su vieja cartera llena de documentos, y se volvió a incorporar quejándose, Dios, ¡qué bajo está el suelo! E imaginó la suavidad de las zapatillas que se iba a calzar y el whisky con sabor a turba que no tardaría en servirse.

—No es el momento, Bomboncito, no es en absoluto el mejor momento…

La jornada había sido dura. La mesa del despacho rebosaba de informes, sellados en letras rojas con el membrete «URGENTE». En cualquier sitio donde posaba la vista, veía parpadear esas letras rojas, y Cécile Griffard, su nueva secretaria, no paraba de pasarle notas y mensajes especificando que se esperaba respuesta en los minutos siguientes. Agotado, se había preguntado por primera vez en su vida si no habría alcanzado los límites de su capacidad. Entre sus negocios y Junior, que exigía tiempo y un nivel de conocimientos cada vez más elevado, se sentía sobrepasado. Esa tarde, antes de dejar el despacho, apoyó la cabeza sobre la mesa, con las manos en la nuca, y permaneció un rato sin moverse. Su corazón latía a toda velocidad y ya no sabía por cuál de los documentos «urgentes» debía empezar. Cuando volvió a incorporarse, se le había quedado pegado un trozo de celo en la mejilla, lo había despegado y se había quedado mirándolo.

—Nunca es un buen momento para un ataque de neurastenia… —insistió Josiane.

—No me digas que vuelves a las andadas, Bomboncito. No me digas que la otra te ha vuelto a hacer una jugarreta[50].

—¿La Escoba? No, no es eso… No es la misma languidez, la misma tristeza sin razón aparente. Esta vez sé lo que no funciona dentro de mí… Lo he estudiado bien, ¿sabes?, no te lo cuento en plan profano.

—Cuéntame, pichoncito…, dime qué te ofusca… Soy el Tarzán de los brazos peludos, ¡no lo olvides! Salto de rama en rama para agarrarme a tu enagua.

Se había quitado la gabardina y abría los brazos para abrazarla.

Josiane no sonreía. Permaneció postrada en su silla, lejos de él.

—He perdido sustancia, mi viejo oso… Me siento inútil, vacía, tú tienes tu vida en el despacho, viajas, haces negocios, Junior está inmerso en sus libros… Habrá que encontrarle un profesor particular, ¿sabes? Se aburre conmigo. Se aburre en el parque, se aburre con los niños de su edad… Intenta ocultármelo porque es sensible y bueno. Se esfuerza, pero yo huelo su aburrimiento tan claramente como huelo el amoniaco, rezuma por todos sus poros, chorrea en su mirada… Intenta hacerme compañía, hablarme de lo que le interesa, simplificándolo hasta el extremo, pero yo no consigo estar a su altura… Supone demasiado esfuerzo, no tengo bastante materia gris. Tengo poca sesera…

—¡Qué tonterías dices! Es cierto que él galopa hacia delante y que nos deja aplatanados… Mírame: yo he tenido que retomar los estudios para entenderle cuando habla. Pero me esfuerzo… Aprendo, aprendo. Y además creo que es magnánimo con nosotros, que nos quiere como somos, un poco lerdos…

—Sé que nos quiere, pero eso ya no le basta. Languidece, Marcel, languidece, y pronto también él se volverá neurasténico…

—Bomboncito, sabes que haría cualquier cosa por vosotros dos… ¡Os daría la luna si fuese lo suficientemente alto para agarrarla!

—Lo sé, gordito mío, lo sé. No es culpa tuya. Soy yo la que estoy hecha un lío. Ya no sé cuál es mi papel en esta aventura. He esperado tanto este niño, lo he deseado, he rezado, he encendido cirios hasta quemarme los dedos… Quería darle toda la felicidad del mundo, pero la felicidad que le ofrezco no le basta… ¿Sabes la última? Quiere speaker english. Ha recibido una carta de Hortense que le decía: «Hola, Miguita, mis escaparates van tomando forma y me gustaría convidarte, a ti y a tus padres, a venir a verlos porque tú me echaste una mano importante con ellos. Prepárate y vente. Te recibiré con todos los honores que corresponden a tu rango». ¡Ha decidido ir y hablar un inglés fluido para enterarse de todo cuando esté allí! Está programando su visita. Devora la historia de los monumentos, de los reyes y las reinas, las líneas del metro y del autobús, ¡para dejar a Hortense con la boca abierta! Creo que está enamorado…

Marcel sonrió y se le humedecieron los ojos. He engendrado a un ogro, pero he olvidado calzarme las botas de siete leguas…

—Os quiero tanto a los dos… —dijo desinflándose—. Si os pasara algo, me desintegraría…

—No quiero que te desintegres, osito mío… Me gustaría que me escucharas…

—Te escucho, Bomboncito…

—En primer lugar, hay que ocuparse de Junior. Encontrarle un profesor a tiempo completo. Eso si no son dos o tres, porque todo le interesa… ¡Qué le vamos a hacer! Puedo aceptar que se salga de la norma, ahora que sé que hay otros como él en Singapur y en las Américas. Lo acepto. Ante el Buen Dios que me ha enviado este niño…

—En buenos berenjenales nos mete el Buen Dios —gruñó Marcel—. Sé bien lo que me digo…

—Qué tonto eres, osito mío… Quiero decir que lo acepto y que quiero acompañarle en su camino. Permitirle el placer de estudiar cosas de las que yo nunca he oído hablar… Sé muy bien que no soy precisamente una lumbrera, así que paso a segundo plano. Le quiero como a mis entrañas, cedo y le devuelvo su libertad… Pero yo, Marcel, yo… Quiero volver a trabajar.

Marcel soltó una exclamación de sorpresa y declaró que el asunto se volvía serio, que tenía que servirse un whisky en el acto. Se deshizo el nudo de la corbata, se quitó la chaqueta, buscó con la mirada sus zapatillas y fue a servirse un vaso. Necesitaba toda la comodidad posible para escuchar lo que venía a continuación.

—Vamos, Bomboncito, ya no diré nada más, te escucho…

—Quiero volver a trabajar. En tu empresa o en otro lado. En tu empresa sería mejor. Podemos arreglarlo entre los dos. A tiempo parcial, por ejemplo. Cuando Junior estudie con su perceptor…

—Preceptor, pichoncito mío…

—¡Lo mismo da! Cuando estudie, por las tardes, por ejemplo, yo iré al despacho. Puedo ocuparme de un montón de cosas, no soy tan inteligente como mi hijo, pero no lo hice mal cuando era tu secretaria…

—Eras perfecta, pero ese es un trabajo de jornada completa, pichoncito mío…

—O en el almacén con Ginette y René. No me asusta el trabajo duro… Además, echo de menos a esos dos, eran como mi familia. Casi no les vemos y cuando les vemos, no tenemos mucho que decirnos. Yo estoy aquí, con los brazos cruzados jugando a los pijos, y ellos, currando duro en la empresa. He aprendido de vinos, buenas palabras, buenas maneras y he acabado por intimidarles. ¿Te has dado cuenta de esos largos silencios en la conversación cuando nos reunimos los cuatro? ¡Podría oírse cómo las moscas se frotan las patas! Antes eran reuniones con risas espontáneas, nos calentábamos el gaznate, cantábamos viejas canciones, tarareábamos cosas de Les Chaussettes Noires y Patricia Carli, nos poníamos rulos en la cabeza, llevábamos vestiditos de cuadritos ceñidos en la cintura, nos dábamos manotazos en las costillas… Ahora comemos con los codos pegados al cuerpo y bebiendo un vino bueno que tú has elegido, pero ya no hay el mismo ambiente…

—Envejecemos, Bomboncito, envejecemos, así de sencillo. Y el negocio ha crecido, ya no existe la misma despreocupación. ¡Nos hemos convertido en una multinacional! Los contenedores llegan de todas partes del mundo. Yo ya no le doy al pico con René como antes, ya no nos tomamos nuestra copita de blanco bajo la glicina, no tenemos tiempo… ¡Hasta Ginette se queja de que ya no ve a su hombre!

—Y yo ya no formo parte de la aventura… Ya no formo parte de ninguna aventura. Ni de la tuya ni de la de Junior, me paso el día con cara de funeral en mi preciosa casa. ¡Es verdad! Me aburro tanto que he despedido a la señora de la limpieza para robarle el puesto. Eso me calma los nervios. Me paso el día haciendo que todo brille, ordenándolo todo. Le echo lejía a todo… Si continúo así, Marcel, te lo advierto, le perderé el gusto hasta al pan…

—¡Ay, no mentes la desgracia! —protestó Marcel—. Encontraremos una solución, te lo prometo. Pensaré en ello…

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo, pero déjame tiempo para organizarme, ¿de acuerdo? No me calientes la cabeza… Tengo una cantidad de preocupaciones en este momento…, ¡no te puedes hacer una idea! Todo está muy liado y no tengo a nadie que me ayude…

—¿Ves? Yo podría serte útil…

—No estoy seguro, Bomboncito. Son problemas muy particulares…

—¿Quieres decir que no tengo suficiente mollera para entenderlo?

—¡Claro que no, no te enfades!

—No me enfado, pero deduzco que no tengo suficiente seso… Exactamente lo que pensaba. ¡Terminaré volviéndome majareta y acabaré con una neurastenia mortal!

—¡Que no! Josiane, te lo ruego…

Josiane se calmó. Marcel, su gordito Marcel, debía de sentirse completamente desmoralizado para que empezase a llamarla por su nombre de pila. Cambió el tono por uno más dulce:

—Vale, de acuerdo, me trago la bilis y dejo de gruñir… —consintió a regañadientes—, pero no te olvides de pensarlo, ¿eh? ¿No te olvidarás?

—Por estas que son cruces… Pensaré en ello…

—¿Y qué es lo que te preocupa, entonces?

Él se pasó la mano por su cráneo calvo, arrugó su piel manchada, murmuró ¿es necesario que te lo cuente aquí, ahora mismo? Preferiría una pequeña distracción. La vida se está poniendo muy dura y si pudiese tener un respiro, lo apreciaría, ¿sabes?… Ella asintió. Tomó nota de volver a hablar de ello. Se acercó a su oreja derecha y sopló dentro con un ruidito de silbato… Marcel se dejó llevar con un gran suspiro, la estrechó, pensó en contarle alguna anécdota del trabajo para demostrarle que había comprendido la lección y…

—No adivinarías nunca quién ha venido a verme hoy…

—Si no puedo adivinarlo, mejor decírmelo ya, mi lobo peludo —le susurró en el oído, mordisqueándole el lóbulo.

—Si no te pica la curiosidad no tiene gracia… Oye, ¿no has adelgazado un poco? —preguntó mientras le magreaba las caderas—. No encuentro tus dulces michelines… No estarás haciendo un régimen…

—Pues no…

—No quiero que te vuelvas angulosa, pichoncito mío. Te quiero blandita. ¿Me oyes? Quiero poder seguir disfrutando de mi golosina…

—Había pensado que si no me encontrabas trabajo, ¡me haría top model!

—¡Con la condición de que yo fuera el único fotógrafo! Y de poder echar un vistacito debajo de tu falda.

Unió el gesto a la palabra y deslizó la mano bajo su falda.

—Eres mi rey, mi fiera, mi galán…, ¡el único con derecho a llevarme al circo! —susurró Josiane, languideciendo.

Marcel se estremeció de placer y hundió la nariz entre los senos de su adorado Bomboncito.

—¿Junior está en su habitación?

—No se le puede molestar, está estudiando inglés con un método que le he encontrado… Inmersión total. Tiene hasta las ocho…

—¿Nos metemos en la cama para decirnos palabras de amor?

—Nos metemos, Filomeno…

Y entraron en su habitación a paso de gigante, lanzaron por los aires colcha, falda, pantalón y otras prendas y empezaron a jugar al tren que descarrila, a la pequeña boa huérfana, a la araña estrellada del mar del Norte, al pingüino bajo el hielo, al loco que hace malabares con repollos y a la jirafa tarumba con acordeón. Por fin, rendidos, ahítos, se enlazaron efusivamente, se felicitaron de tanta elocuencia sexual, se relamieron, se friccionaron, se hincharon de felicidad y volvieron a desinflarse como dos neumáticos reventados.

Marcel ronroneaba y recitaba versos escritos tres mil setecientos años atrás sobre los muros del templo de la diosa Ishtar de Babilonia, en Mesopotamia: «¡Que sople el viento, que se estremezcan los árboles en el monte! Que mi potencia se derrame como el agua del río, que mi pene esté tenso como la cuerda de un arpa…».

—Qué rico es tu verbo, gordito mío, tan rico y abundante como tu miembro generoso —suspiró Josiane.

—¡Ay! ¡No soy de los que cejan en su objetivo! —exclamó Marcel—. Yo nunca me duermo en los laureles…

—Eso seguro, ¡tienes buen empuje y nunca levantas el sitio!

—Qué le voy a hacer, mi tortolita, tu cuerpo me vuelve lírico. Me inspira, hace que me estremezca como un diapasón, enloquece mis arpegios. El día que cuelgue los calcetines de la ventana, ya sólo me quedará ahorcarme…

—No mientes la desgracia, amado mío…

—Es que ya no soy un jovencito y la idea de que te veas privada de un poco de picante en la piel me helaría hasta lo más profundo de los huesos… Entonces tendrías que encontrar sustento en otra parte y…

Pensó en el apuesto Chaval, que había mimado antaño a su Bomboncito. Creyó perder el aliento y palideció ante el recuerdo de la desgracia. Lanzó una risita vengativa y la estrechó contra sí para asegurarse de que nadie volvería a quitársela.

—Anda, ¿a que no adivinas quién ha venido a verme al trabajo?…

—Bueno, ¿quién ha venido al trabajo hoy? —repitió Josiane estremeciéndose de placer bajo el peso de su regio amante, el rey de Bengala.

—Chaval. Bruno Chaval.

—¿Cómo? ¿El advenedizo engominado? ¿Ese que se largó a la competencia y amenazó con arruinarnos?[51]

—El mismo. ¡Ha perdido frescura el pescadito! Ahora rezuma desgracia. Le han echado de su último trabajo. No quiso decirme por qué. Si quieres mi opinión: apesta a embrollo. Ese no huele a limpio. Huele más bien a váter de gasolinera comarcal. Está buscando una colocación, le gustaría que volviera a contratarle, para el puesto más insignificante incluso. ¡Está dispuesto a echarle una mano a René!

—Suena a asunto feo, mi osito, está preparando un golpe bajo… Ese Chaval tiene un gran concepto de sí mismo. No se mancharía las manos por un plato de sopa…

—Es verdad que le conoces bien, pichoncito… ¡Le trataste en otros tiempos, y no en posición vertical!

—Fue un error… Todos cometemos errores. Fue cuando tú estabas casado con la Escoba y demostrabas la valentía de un boquerón… ¿Y qué le has dicho?

—Que no podía hacer nada por él…, que fuese a ver a otra alma caritativa… ¡Y una hora más tarde me lo encontré dando carrete a la Trompeta en su despacho! No sé de lo que estaban hablando, pero le daban al pico que no veas…

—¡Ese acabará de gigoló! Date cuenta de que sólo le falta eso: hacerse el machote en la cama de alguna señora… Con su esbeltez y su mirada oscura…

—Ese es un papel que yo nunca podría interpretar —suspiró Marcel mientras hacía cosquillas a su Bomboncito.

Feliz. Era feliz. Su ascenso cromático hacia la felicidad le había librado de todas sus preocupaciones y descansaba, beatíficamente, al lado de su mujer, dispuesto a parlotear durante horas. Existía entre ellos una complicidad tan perfecta que no podía permanecer sombrío mucho tiempo en compañía de Josiane; respiraba con dicha el perfume de sus cabellos suaves y espesos, aspiraba los pliegues de su cuello, probaba el sudor de su cuerpo, hundía la nariz por doquier en su carne blanda y grasa. La vida le había regalado al fénix de las mujeres, a su media naranja, y las preocupaciones se borraban como cifras escritas con tiza en una pizarra.

Se olvidaba de todo cuando tenía a su Bomboncito entre sus brazos.

Y sin embargo, no le faltaban las preocupaciones.

La cabeza le daba vueltas ante las dificultades que iban acumulándose. Ya no sabía cómo abordar todos los problemas…

Siempre había contado con su sentido común de chico de barrio, su ingenio para adaptarse a las circunstancias, su admirable sentido de los negocios que le permitía manipular a uno para aplastar mejor al otro, para salir de las situaciones más peligrosas. Marcel Grobz no era una hermanita de la caridad. No tenía estudios superiores, pero poseía el don del análisis y la síntesis, la intuición para anticiparse al golpe, y siempre cogía a sus adversarios desprevenidos. No hacía ascos a nada: ni a la abultada comisión bajo mano en el último minuto, ni a un cambio de alianzas, ni al enorme embuste proferido con el tono y la expresión de sinceridad máxima. Era a la vez un gran calculador y un fino estratega. No se perdía nunca en conjeturas evanescentes salvo para engañar al enemigo. Dejarle creer que era débil para aplastarle después. Sabía manejar la insinuación pérfida, la información falsa, la negación inocente, para imponerse después con toda su fuerza de general romano.

Había comprendido que el dinero lo compraba todo y no le repugnaba firmar cheques para comprar la paz. Cada cosa tiene su precio y si el precio era razonable, ponía el dinero sobre la mesa. Fue así como había optado por un armisticio con Henriette. Quiere dinero, ¡pues lo tendrá! La cebaría para obtener la paz. Confiaba en su habilidad para recuperar con sus negocios ese dinero gastado en una mujer arisca y dura que se había aprovechado de él. ¡Qué le importaba! Había sido lo suficientemente estúpido como para dejarse atrapar, así que ahora pagaría… El dinero lo dominaba todo, él dominaría al dinero. No se dejaría arrastrar por ese ávido amo.

Pero últimamente, los negocios se habían vuelto difíciles. Para todos. En China tenía verdaderos problemas de normativa y calidad. Debería haber estado allí de forma permanente, vigilar las cadenas de fabricación, instalar sistemas de control, imponer los test. Pasar por lo menos diez días al mes allí. Debido a su felicidad familiar, cada vez pasaba menos tiempo en China. Confiaba en sus socios chinos y eso no era lo más razonable. No era razonable en absoluto… Necesitaba un brazo derecho eficaz. Un hombre joven, soltero, a quien no le asustaran los viajes. Cada vez que intentaba contratar a un comercial para que le ayudase, el sujeto, antes de sentarse, preguntaba por el número de semanas de vacaciones, la tarifa de las horas extras, el montante de gastos profesionales y la cobertura de la mutua de salud. Protestaba si los desplazamientos eran demasiado frecuentes o si no viajaba en primera clase. ¡Y yo que he levantado fábricas en las cuatro esquinas del mundo viajando con las rodillas pegadas al mentón!, gemía dando vueltas y vueltas al problema sin encontrarle solución. Antes, en tiempos de la Escoba, viajaba por todo el globo. China, Rusia, países del Este… Vivía con la maleta a cuestas. Hoy, ir y volver de Sofía le parecía dar la vuelta al mundo. Y eso que su empresa se había expandido sobre todo fuera del país. Doce mil personas trabajaban para él en el extranjero, cuatrocientas en Francia. ¡Localiza el problema!

Los problemas estaban surgiendo sobre todo en China. El precio de la mano de obra, antes barato, aumentaba un diez por ciento cada año y numerosos empresarios se marchaban a otros países para deslocalizarse otra vez. El nuevo destino elegido era Vietnam. Pero a Vietnam ¡había que ir! Estudiar las costumbres del país, el idioma, volver a empezar y aprenderlo todo desde cero…

Otro problema en China: la falsificación. Habían construido una fábrica justo al lado de una de las suyas que copiaba sus modelos para venderlos a bajo precio a sus competidores europeos. Él había protestado ¡y le habían demandado simulando que había sido él quien había copiado! Sin olvidar las exigencias de los aduaneros franceses, que inventaban cada día nuevas normas de seguridad para los productos procedentes de China. Se había visto obligado a fabricar palés de cartón o de madera tratada para evitar las epidemias.

La crisis golpeaba también a los chinos. Muchas fábricas cerraban por falta de pedidos. O se hundían por los impagos de los americanos. Cerraban y se olvidaban de pagar lo que debían. Los dueños desaparecían y era imposible contar con la justicia china para encontrarlos.

Y ya no podía más…

Había intentado implantarse en Rusia… Había abierto una fábrica, envió prototipos para fabricar, invirtió dinero. ¡Y todo había desaparecido de la noche a la mañana! ¡Hasta las plantas del hall de la entrada! Su inversión se había volatilizado y, al cruzarse con el responsable que había contratado, este había cambiado de acera para evitarle. No podía luchar solo. Rusia se había convertido en el Salvaje Oeste. Era la ley del Colt.

Tampoco podía reducir el tamaño de su negocio: únicamente las grandes empresas sobrevivían. Las pequeñas iban cerrando una tras otra.

Notaba que ya no tenía visión de futuro. El cansancio, la edad, las ganas de descansar… En su próximo cumpleaños, apagaría sesenta y nueve velas. Ya no era un hombre joven, aunque se sintiese en plena forma…

A los sesenta y nueve años un hombre no es viejo, se repetía para convencerse. Ni mucho menos. Recordó a su padre a su edad y se comparó con él. ¡Seco como una pasa, el pobre! La cara amarillenta y arrugada, los labios encasquetados en las encías a falta de dientes que los mantuvieran en su sitio, y los ojos caídos como lágrimas negras. Mientras que él rebosaba de vida y de vigor. Aunque resoplara al subir las escaleras… La semana anterior, se había sentido mal justo antes de llegar al tercer piso. Se había agarrado al pasamanos y se había apoyado en el siguiente escalón, llevándose la mano al corazón.

No se lo había contado a Josiane.

La cabeza había empezado a darle vueltas, el corazón se le había encogido produciéndole un extraño dolor punzante en el lado derecho, se había quedado con una pierna en el aire, esperando a recuperar el aliento, y había continuado subiendo mientras contaba los escalones para que se le pasara el mareo. ¡No! No iría a ver a un médico. Con esa gente, llega uno en buen estado y se va con los pies por delante. Su padre había vivido hasta los noventa y dos con su piel de albaricoque sin consultar ni a uno solo. El único hombre de medicina que consentía en visitar era su dentista. Y eso porque bromeaba con él, porque era simpático, un experto en vinos y le gustaban las mujeres a más no poder. Pero de los demás huía como de la peste, y no le había ido mal.

En la cama, con Bomboncito, nunca había sentido punzadas en el corazón. Ni el menor ahogo… ¿Acaso eso no es una prueba mejor que cualquier electrocardiograma?

Y sin embargo, eso no impide…

Tenía que encontrar un ayudante. Un hombre joven, listo, hábil, enérgico, dispuesto a trabajar duro, a viajar quince días al mes. El mirlo blanco.

Se había puesto a pensar cuando Chaval había ido a verle…

No se lo había dicho a Josiane, pero… no le había dicho que no a Chaval. Le había dicho venga a verme otro día, no sé si necesito a alguien, y sobre todo no sé si puedo confiar en usted. El otro había protestado, había entonado el mea culpa, había hablado de un error de juventud, le había recordado sus buenos servicios… y era cierto que no era mal trabajador, el pijo ese, antes de perder la cabeza y marcharse a la competencia. Dudaba. Dudaba. ¿Se puede confiar en un hombre que te ha traicionado una vez? ¿Puede uno perdonar y archivar esa traición en el cajón de los errores de juventud, de la ambición de un joven fogoso e impaciente, siempre hambriento de más poder y dinero?

No era mal tipo, Chaval. Nada malo, cuando trabajaba para él como jefe de ventas. Un agudo sentido del negocio y un buen instinto contable. Hasta Josiane le halagaba en aquella época. Ahora era muy distinto. Se pondría hecha una fiera si se enterase de que Chaval volvía.

Así que, claro, no le convenía que Bomboncito quisiese recuperar un puesto en la empresa.

No le convenía en absoluto…

Marcel estaba inmerso en esos sombríos pensamientos cuando Junior llamó a la puerta.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Puedo entrar o molesto? May I come in or am I intruding?

—¿Qué dice? ¿Qué dice? —preguntó Josiane vistiéndose a toda velocidad.

—Dice que quiere entrar…

—Un minuto, amorcito —gritó Josiane poniéndose la falda, la blusa, las medias y tratando de abrocharse el sujetador—. Date prisa —conminó a Marcel.

—¿Estáis en la cama? ¿Vestidos o desvestidos? —inquirió Junior.

—Esto… ¡Dile algo! Has sido tú el que me ha traído aquí…

—¡Ahora me dirás que te he violado! —bromeó Marcel volviendo a la realidad.

—¡Ya vamos, ya vamos, Junior! —repitió Josiane, que había perdido las bragas entre las sábanas y las buscaba a tientas.

—No corráis, por mí no hay prisa… Take it easy, life without love is not worth living! And I know perfectly well how much you love each other[52]

—¡Ay, Marcel! ¡Se ha tragado el método entero! ¡No es posible! ¿Entiendes lo que dice?

—Sí, y es un encanto… Nos desea toda la felicidad del mundo.

—¡Pero date prisa! ¡Le asustarás si te quedas desnudo como una enorme lombriz sobre la cama!

Marcel se levantó a desgana y buscó sus cosas con la mirada.

—Ha estado muy bien, Bomboncito, pero que muy bien…

—Sí, pero se acabó. Pasamos a otra cosa. Volvemos a ser respetables.

—No me hubiese importado quedarme en la cama…

Stay father, stay… I know everything about human copulation, so don’t bother for me[53]

—¡Junior! ¡Habla en nuestro idioma! Vas a poner triste a tu madre…

Sorry, mother! Es que tengo la cabeza llena de palabras inglesas. Estarás orgullosa de mí, he terminado el método. Sólo me falta un poco de práctica para tener un acento perfecto. Hortense se va a quedar estupefacta… ¿Habéis terminado de poneros los trapos o puedo entrar?

Josiane suspiró: entra, y apareció Junior.

Se apoyó al pie de la cama y declaró:

—En efecto, huele a copulación frenética…

Josiane le miró enfadada, y él rectificó:

—No era más que un comentario naturalista, os pido disculpas… ¿Todo bien, entonces?

—¡Muy bien, Junior! —exclamaron al unísono los padres, sorprendidos en flagrante delito.

—¿Y qué es lo que os ha empujado a esa maraña corporal, la necesidad de alejar una angustia, o una pulsión natural?

—Las dos cosas, Junior, las dos cosas —declaró Marcel mientras se vestía rápidamente.

—¿Tienes problemas en el trabajo, padre?

Junior había clavado su mirada en la de su padre y Marcel respondió sin darse cuenta. Confesó:

—La cosa está dura en estos momentos, ¿sabes? Hay crisis en todas partes y me cuesta, me cuesta…

—Y sin embargo, el sector del mueble no es como el del automóvil. El mueble cuesta más barato y a la gente, cuando hay crisis, le gusta refugiarse en su coqueto hogar. No tienes más que ver, daddy, que los programas de decoración en la tele nunca tuvieron tanto éxito como ahora.

—Lo sé, Junior…

—Estás en un sector del mercado interesante: todo para la casa y para todos los bolsillos. Tienes buenos diseñadores, buenos fabricantes, un buen circuito comercial…

—Sí pero, para sobrevivir, hay que crecer, construir fábricas nuevas, comprar pequeños negocios que fracasan… ¡y yo no puedo estar en todas partes! Tendría que clonarme… ¡Y eso todavía no han descubierto cómo hacerlo!

Hablaba con la mirada clavada en los ojos de su hijo. Leía en ellos el desarrollo de sus problemas y la esperanza de una solución. La mirada de Junior le serenaba. Volvía a llenarle de energía, de creatividad, de ganas de luchar de nuevo. Era como si se estableciera una alianza invisible. Cuanto más se regeneraba el adulto en los ojos del niño, más valor recuperaba.

—Hay que mirar siempre más lejos y con más ambición, daddy… El hombre que no avanza está condenado.

—Soy muy consciente de ello, hijo mío. Pero, desgraciadamente, debería multiplicarme o pasarme la vida en los aviones… y eso ¡ya no me apetece nada!

—Necesitarías encontrar un socio. Es eso lo que te falta y te atormenta…

—Lo sé. Pienso en ello…

—Lo encontrarás. No te desanimes.

—Gracias, hijo mío… Mis grandes éxitos, en otro tiempo, los conseguí apoyándome en informes realizados por mis comerciales. Mira, por ejemplo, las casas de madera importadas de Riga… Dieron un gran empujón a la empresa. ¡Pues bien! Fue una idea de otro. Yo no hice más que apropiármela… Me la pusieron en bandeja. Necesitaría docenas como esa. Y me faltan, me faltan… Estamos todos agobiados por el trabajo. No tenemos tiempo de pensar, de espiar, de anticiparnos.

—No renuncies. No abandones China, aunque tengas problemas allí. Serán los primeros en levantarse. Su sistema es mucho más ágil, mucho más flexible que el nuestro. Somos un país viejo, lleno de prohibiciones, de normativas. ¡Mientras que ellos viven a mil por hora, se inventan, se reinventan! Cuando los negocios recuperen un buen ritmo, ellos tirarán de la economía mundial y entonces no te arrepentirás de haberte quedado…

—Gracias, Junior, haces que me sienta con más huevos para luchar…

—Es una pena que todavía sea pequeño…, en fin, según las normas de nuestra sociedad…, porque me encantaría trabajar contigo una temporada, para echarte una mano. Estoy seguro de que formaríamos un equipo formidable…

—Me lees el pensamiento, Junior, me lees el pensamiento.

Josiane asistía al diálogo entre padre e hijo, con la boca abierta y los ojos como platos.

Muda.

Y si necesitaba una prueba más de que iba a ser definitivamente descartada por los dos hombres de su vida, acababa de obtenerla. ¡Ni un solo segundo se habían vuelto hacia ella para incluirla en su conversación! Hablaban de hombre a hombre, mirándose a los ojos, y ella se sintió, una vez más, cruelmente inútil.

Cuando entró en la empresa de Marcel, antes de convertirse en su amante, había intentado subir en el escalafón. Abandonar su puesto de secretaria que no despreciaba, eso no, pero del que estaba cansada. Trabajaba hasta tarde, mantenía el negocio abierto en agosto, atendía a los proveedores, proponía ideas nuevas para enriquecer y diversificar la empresa. Chaval u otro la dejaban trabajar, confeccionar los informes, establecer los presupuestos y, en el momento de enseñar el resultado a Marcel Grobz, se atribuían el mérito ellos solos. Y ella se quedaba allí, anonadada, balbuceando pero si he sido yo la que…, he sido yo…, y Marcel apenas levantaba una ceja para escucharla.

Era ella la que había encontrado el filón de las casas de madera de Riga, en Letonia. Casas de cien metros cuadrados importadas por veinticinco mil euros, vendidas a cincuenta mil, entrega y montaje incluidos. Con ventanas térmicas y planchas de madera de nueve centímetros de espesor. Robusto abeto rojo que crece lentamente a más de mil quinientos metros de altura y ofrece una densidad de setecientos cincuenta kilos por metro cúbico, frente a los cuatrocientos del abeto tradicional. Podía recitar todas las ventajas de esos chalés con los ojos cerrados. Sin consultar una sola nota. Había hablado de ello con Chaval que la había felicitado y le había prometido que, llegado el momento, sería ella quien presentaría el proyecto a su jefe. ¡Gusano! Se había llevado todo el mérito. Como de costumbre. La habían vuelto a timar como a una principiante. Marcel había disparado su volumen de negocio con los chalés de Riga y Chaval había recibido una importante comisión por haberle dado el soplo.

Eso había sucedido hacía mucho tiempo… Por aquel entonces ella se dejaba hacer. Era incapaz de defenderse. Acostumbrada a recibir tortazos y a echarse a los pies del maltratador. Una mala costumbre heredada de la infancia. Josiane no necesita estudiar, ¡sólo tiene que aprender a mover las caderas! Mi hija tiene talento de puta, decía su padre, mientras le daba una palmadita en la grupa. Contonéate, hija mía, contonéate. Las mujeres no necesitan ganarse el embutido, les chupan el embutido a los demás, que viene a ser lo mismo.

Y toda la familia se echaba a reír y a meterle algodón en las copas del sujetador para atraer al macho. Sus tíos la atrapaban en alguna esquina para «enseñarle las verdades de la vida», mientras sus tías y su madre reían maliciosamente añadiendo está aprendiendo el oficio, esta no será una remilgada.

Ella no tenía fuerzas suficientes para resistirse.

Aquellos tiempos habían terminado. Se lo había jurado a sí misma, el día que volvió de la maternidad, con su niño querido en sus brazos. Ya nadie la arrastraría por el barro.

Y hete aquí que todo volvía a empezar. Que seguía mirando cómo los trenes pasaban lanzándole grava a la cara.

Tenía que reaccionar.

Estaba completamente fuera de juego…

Y no le gustaba esa idea.

Bajó la cabeza, reflexionó, fijó un punto en la habitación, eligió el borde de una cortina y se dirigió a él en un aparte…, tengo que salir de esta, tengo que encontrar una idea que me saque de este callejón sin salida. Si no, pereceré, envejeceré a toda velocidad, me veré reducida al potaje de la cena, a escucharles hablar sin decir nada y, a mi edad, eso no es buena idea. Cuarenta y tres años… Todavía tengo cosas que hacer, ¿verdad? Todavía tengo cosas que hacer…

Porque después seré demasiado vieja para todo, hasta para chupar embutido.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sintió ganas de volver a acostarse y no volver a levantarse nunca. Se enjugó el rabillo de los ojos y ahuyentó esa marea negra de ideas que te lanzan contra la pared.

Siempre te las has arreglado, chica, siempre te las has arreglado… No bajes la persiana, piensa, estrújate el cerebro. No te quejes… Esos dos pijoteros te quieren. Eres la luz de su vida. Pero es más fuerte que ellos. La testosterona gana siempre.

Resiste, resiste… Invéntate un camino nuevo. Ve por el sur si el norte es imposible.

Entonces se le ocurrió la idea. Sonrió a la cortina: llamaría a Joséphine. Joséphine tenía siempre el consejo que necesitaba.

Le contaría su amargura y Joséphine escucharía.

Juntas, encontrarían una solución.

Se irguió, se dijo que debía de tener la nariz roja, irritada por las lágrimas. No quería dar pena. Se levantó, fue hacia el cuarto de baño para empolvarse la cara y gritó dando una sonora palmada: «¡A comer, chicos!».

* * *