¿Cuándo sabemos que hemos encontrado nuestro lugar en la vida?, se preguntaba Philippe mientras bebía su café matinal frente al parquecito.
No lo sabía.
Pero sabía que era feliz.
Durante mucho tiempo había sido un hombre «de éxito». Poseía todos los signos exteriores de la felicidad, pero solo, frente a sí mismo, sabía que le faltaba algo. No dedicaba mucho tiempo a pensar en ello, pero sentía un ligero pinzamiento en el corazón que empañaba el instante presente.
No tenía ninguna noticia de Joséphine. Dejaba que el tiempo hiciese su trabajo. Y esa espera que, hacía apenas unas semanas, le dolía, ahora la aceptaba. Ya no sufría con su ausencia, la comprendía, a veces sentía ganas de decirle que la felicidad podía ser simple, muy simple…
Lo sabía porque, sin razón alguna, él era feliz.
Se levantaba, contento, desayunaba, oía la voz jovial de Alexandre que se marchaba al liceo, ¡adiós, papá, taluego! El ruido de un secador de pelo en el cuarto de baño donde se arreglaba Dottie, las arias de ópera que entonaba Becca, las preguntas de Annie desde la cocina que, cada mañana, preguntaba ¿qué hago para comer hoy? La casa, antaño vacía y silenciosa, retumbaba de ruidos de pasos, risas, cantos, exclamaciones felices. Él saboreaba su beicon, leía el periódico, iba al despacho, o no iba, sonreía cuando el Sapo le llamaba y lloraba por la falta de beneficios. Le daba igual. No esperaba nada.
Ya no necesitaba esperar.
Lo aprovechaba todo, lo probaba todo, lo saboreaba.
Tomaba el té a las cinco con Becca. Un té de China con pequeños sándwiches de berro, en un servicio de té de Worcester de brillantes colores. Comentaban las noticias del día, lo que depararía la velada, los últimos comentarios de Alexandre, la interpretación de un tenor en una grabación antigua, la comparaban con otro, Becca canturreaba, él cerraba los ojos.
Había ajustado cuentas con el pasado. Había decidido que no podía cambiarlo, pero que podía cambiar la forma como lo veía. Evitar que le pesase, que le doliese, que ocupase todo el espacio y le impidiese respirar. Ya no interpretaba ningún personaje. Siempre había interpretado un personaje. El de buen hijo, buen alumno, buen marido, buen profesional… pero ninguno de esos personajes era él mismo. ¡Qué extraña era la vida! He tardado más de cincuenta años en encontrar mi lugar, en dejar de parecer lo que los demás esperaban de mí. Ha bastado con la entrada en escena de dos mujeres. Becca y Dottie. Dos mujeres que no interpretan, que no pretenden, que no simulan ser otra persona. Y la vida se hace simple, y va calando la felicidad.
Bebe su café matinal frente al parque. Un ramo de petunias rosas se abre sobre la mesa junto a la ventana y, más lejos, en el balcón, dos bolas de boj verde llenan dos grandes macetas de piedra. En una esquina, la regadera metálica de cuello alargado que utiliza Annie para las plantas. Dos columnas de piedra ornan la fachada de la casa construida por Robert Adam, el gran arquitecto inglés del siglo dieciocho. Sobre el techo de las casas: chimeneas de ladrillo rojo, ennegrecidas por el humo, y las antenas de televisión. Ventanas de pequeños cristales que se levantan con un golpe de muñeca. Techos de pizarra negra. Tuberías de desagüe que recorren las fachadas…
La felicidad o la teoría de los clavos de Bossuet. Le gustaba ese pasaje de la Meditación sobre la brevedad de la vida: «Mi trayectoria dura, a lo sumo, ochenta años… ¿Qué he de contar? ¿El tiempo en el que obtuve alguna satisfacción o conseguí algún tipo de honor? ¡Pero qué diseminado está ese tiempo a lo largo de mi vida! Es como un grupo de clavos sobre un gran muro; a cierta distancia, se diría que ocupan mucho espacio; recógelos y no habrá ni para llenar la mano».
¿Cuántos clavos tenía en su mano?
Ha entreabierto una ventana y una leve humedad penetra en la habitación. Le gusta ese cielo azul y frío que se calienta cuando el sol atraviesa las nubes, la humedad que vibra en el aire y se borra poco a poco ante el calor del día que asciende… Le gusta Londres. Londres es una gran ciudad rebosante de vida, de negocios, de ideas, con arterias ruidosas, paseos silenciosos y parques.
Contempla los árboles de la calle, los parquímetros que se activan con el teléfono, enviando un SMS, Pay by phone. El camión rojo del cartero viene a dejar las cartas y paquetes. La vecina se marcha al campo, está cargando el coche. Lleva una blusa rosa y sube una bicicleta encima del maletero. En cada farola hay bicicletas atadas a cadenas gruesas y la rueda delantera quitada. Para que no la roben. Los pájaros cantan. Un hombre en traje gris aparca en el sitio de la vecina y lee atentamente el reglamento del parquímetro. Debe de ser extranjero, no está familiarizado con el aparcamiento de la ciudad. Saca su teléfono para pagar. Después mira al cielo poniendo mala cara. Es un hombre que debe de poner mala cara constantemente. Tiene la boca torcida. Vuelve a subir al coche. Se oye el graznido de los patos. Se contonean un momento sobre la hierba para después marcharse. El hombre está sentado al volante, las manos sobre las rodillas. Parece meditar.
—Me voy a hacer la compra, ¿desea alguna cosa? —pregunta Annie.
—No, gracias… Hoy no vendré a comer…
Come con Hortense y un inversionista. Ha recibido el texto que ella había preparado. Remarcable. Claro y conciso, con una frescura que da ganas de participar en su proyecto…
—Limpiaré la casa a la vuelta…
—No se preocupe, Annie. ¡La casa brilla como un espejo!
Ella se ufana, contenta, y gira los talones dentro de su larga falda gris de pensionista de convento.
La otra noche la sorprendió riéndose a carcajada limpia. Las lágrimas corrían sobre sus mejillas e hipaba delante de Dottie y Becca, ¡parad, parad, me voy a hacer pis encima! Él había cerrado suavemente la puerta de la cocina; le hubiese incomodado que la sorprendiera así.
Dottie se cuela en el salón.
Philippe siente la presencia de Dottie, pero no se vuelve.
Desde que vive con él, ella se ha acostumbrado a desplazarse sin hacer ruido como si fuese necesario que pasara desapercibida. Esa economía de movimientos la hace a la vez conmovedora e irritante. Parece decir soy feliz aquí, Philippe, no me eches, y subraya involuntariamente que su presencia, que debía ser temporal, se prolonga. A él le gustaría recordarle que sus sentimientos hacia ella no han cambiado, que la quiere mucho, pero que no se trata de amor, que es lo que habría hecho el antiguo Philippe. En su vida anterior reinaba el orden.
Cada noche, cuando se quedan los dos solos en la habitación, cuando llega el único momento en el que podría hablarle, ella se acurruca contra él con un abandono tal, una confianza tal, que Philippe deja para más adelante una explicación franca. Duerme como una niña. Incluso parece que no ocupe sitio en la cama. Ha dejado de tomarle el pelo desde que se instaló en su lujoso piso. Los muebles buenos, las buenas comidas, la plata, los candelabros, los ramos de flores, el olor a cera han acabado con su aplomo de cheli londinense; se convierte poco a poco en otra mujer, llena de mesura, de dulzura, de asombro perpetuo con la expresión terca en el rostro de quien ha encontrado su lugar y no quiere ni oír hablar de dejarlo.
A veces, cuando Philippe le pregunta si quiere acompañarle al cine o a la ópera, Dottie expresa su alegría con movimientos tímidos y bruscos, da saltitos, corre a buscar su abrigo y su bolso y espera erguida en la entrada, como si dijera ya está, estoy lista, por miedo a que cambie de opinión y no la lleve con él. Cuando suena el teléfono, lanza miradas furtivas, intentando saber con quién está hablando, y si las palabras «París», «Francia» o «Eurostar» surgen en la conversación, en sus ojos puede leerse el temor a que se aleje y que a su regreso no haya sitio para ella.
A él no le gusta leer esa angustia, le pregunta ¿quieres que te ayude a encontrar trabajo? Ella dice no, no, ya tiene algún indicio. Lo dice precipitadamente, balbuceando, y él añade con voz más dulce no tengas prisa, Dottie, no aceptes cualquier cosa, y ella esboza la pobre sonrisa de una víctima que acaba de escapar de una catástrofe.
No soy lo bastante guapa para él, lo bastante inteligente, lo bastante culta, eso seguro, piensa Dottie desde que vive en casa de Philippe. La modestia, el temor, la angustia van a menudo a la par que el sentimiento amoroso y Dottie no escapa a esa regla inicua. Sufre en silencio, pero no expresa nada. Se esfuerza en ser alegre, despreocupada, pero esas cualidades no se pueden simular y suenan falsas cuando se fingen.
Cuando Becca y Annie la incluyen en su conversación sobre la cocción del pato o un bordado, se ríe con ellas, se envuelve en su suave ternura, pero cuando se enfrenta sola a Philippe, se vuelve torpe y decide que es mejor callar.
Y deslizarse, deslizarse…
Cuando la mirada distraída de Philippe se posa sobre ella sin verla, se acurruca sobre sí misma, siente ganas de llorar. Y, sin embargo, no tiene fuerzas para marcharse, para recuperar su independencia y su temeridad. Está siempre a la espera… ¿Acaso no son felices los cinco en ese hermoso piso de Montaigu Square? Él acabará un día por dejarse absorber por esa felicidad que ella teje pacientemente junto a Becca y Annie.
Acabará olvidando a la otra…
La que vive en París salta sobre los charcos con los pies juntos y da clases en la universidad. Joséphine. Sabe su nombre, se lo preguntó a Alexandre. Y su apellido. Un apellido que suena a clarín. Cortès. Joséphine Cortès. La imagina guapa, culta, fuerte. La asocia al encanto y la elegancia parisinos, la seguridad de las francesas que parecen libres, de vuelta de todo, que saben acaparar el corazón de un hombre. Joséphine Cortès ha escrito tesis, libros eruditos, una novela de éxito que ha sido traducida al inglés. No se atreve a leerla. Joséphine Cortès cría a sus dos hijas sola desde que murió su marido, devorado por un cocodrilo. Todo parece grande y romántico en aquella mujer. Frente a ella, Dottie se siente una liliputiense, una ignorante. Se mira en el espejo y se ve demasiado rubia, demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado tonta. Le gustaría tener el pelo de «la otra», el aplomo de «la otra», sus maneras, su desenvoltura. Otorga a Joséphine todas las cualidades y tiembla.
A veces, en los ojos de Philippe, cree percibir el reflejo de «la otra».
Y si él cruza su mirada con la de ella, hay un instante de exasperación en sus ojos. Luego se recompone y pregunta ¿qué tal? Y ella sabe que ha pensado en Joséphine Cortès.
Forman, los cinco, una extraña familia, pero una familia al fin y al cabo.
A Dottie le gusta pensar que tiene un papel en esta historia. Un papelito de nada, pero un papelito al fin y al cabo. Y no tiene muchas ganas de encontrar trabajo.
Acude a entrevistas. Puestos de contable los hay a montones. Espera, se dice que quizás, quizás, él le pedirá un día que se quede para siempre.
Que se quede en casa.
Si encontrara trabajo, tendría que volver a su casa, ¿no?
Cada día pasado en esa casa equivale, para ella, casi a una petición de matrimonio. Un día, se dice, un día, volverá, extenderá los brazos y, si no estoy, me buscará. Ese día, me echará de menos… Ella espera ese día como una chiquilla enamorada espera su primera cita.
Acaba de colocarse tras él, apoya delicadamente los brazos alrededor de sus hombros. Le dice que sale, que tiene una cita para un puesto en Berney’s.
Philippe oye cómo se cierra la puerta. Se queda solo. Ese año no irá a Venecia ni a Basilea ni a la Documenta de Kassel… ¿Para qué acumular obras de arte? Ya no sabe si sigue teniendo ganas.
El otro día, Alexandre enseñó a Becca, en Internet, una foto de My lonesome cowboy de Takashi Murakami, un artista japonés contemporáneo, y le dijo el precio, quince millones de dólares. Becca derramó el té y murmuró ¡Dios mío! dos veces seguidas, con los ojos encendidos por una especie de rayo de cólera furiosa.
Philippe tuvo ganas de explicarle por qué esa escultura de tamaño natural de un joven personaje sacado de un manga, que derrama un hilo de esperma que se levanta en el aire y dibuja un lazo, era importante, por qué abolía las fronteras entre el arte de los museos y el arte popular, por qué, también, era una réplica insolente al arte contemporáneo occidental, pero no dijo nada. Alexandre parecía incómodo. Becca se encerró en sí misma y nadie dijo nada más.
Becca ha cambiado desde que vive con ellos.
Él sigue sin saber nada de su vida. No sabe su apellido. Es simplemente Becca. No puede calcular su edad. Sus ojos son tan jóvenes cuando ríe, cuando escucha, cuando hace preguntas…
Becca posee el arte de la felicidad. Cuando se dirige a alguien, le mira fijamente a los ojos, le envuelve de luz, recuerda su nombre, lo pronuncia con esmero. Se mantiene erguida, para coger el pan, pasar la sal o rectificar un mechón de pelo, utiliza gestos hermosos. Gestos en arabescos lentos, majestuosos, gestos que se instalan en su cuerpo, que la instalan en la vida. Canta, cocina, sabe anécdotas de los reyes de Francia y de Inglaterra, de los zares y los grandes sultanes turcos. Ha viajado por el mundo entero y ha leído más libros de los que se necesitarían para cubrir las paredes de la casa.
Ya no lleva sus pasadores rosas y azules…
Hubo que vestirla de pies a cabeza. Usaron la ropa de Iris. Resulta extraño ver esa ropa en otra persona… A veces él se sorprende murmurando el nombre de su mujer cuando percibe la silueta de Becca que gira al final de un pasillo. Becca tiene la misma gracia. Esa que no se aprende. Sabe cómo abotonar un jersey, cómo anudarse un fular en torno al cuello, elegir un collar… La otra noche, en el restaurante, la vio abrir el bolso Birkin de Iris y fue como si siempre le hubiese pertenecido.
Una vez desembarazada de sus harapos, Becca mostró un cuerpo grácil, ligero, musculoso. Y Dottie exclamó ¡pero si tienes la talla de una jovencita! El cuerpo de una bailarina, seco como un bastón.
Y la mirada de Becca se había extraviado…
¿De dónde viene? ¿Qué le ha pasado en la vida para acabar en la calle? De tanto de vivir en la calle, había adoptado ciertas expresiones, pero ya no las utilizaba… Ya no decía luv, sino Alexandre. Bebe el té con delicadeza y se mantiene recta en la mesa. Tiene un vocabulario rico y refinado. Y canta arias de ópera.
En su vida anterior, él hubiese querido saber.
En su otra vida, no la hubiese recogido.
En su otra vida, la palma de su vida contenía pocos clavos…
* * *