Gary ya no reconocía su vida. Era como si se hubiese convertido en una cometa de cola larga y multicolor que volaba alto, muy alto en el cielo, y él tuviese que correr detrás de ella. Como si todo lo que una vez había sido importante ya no lo fuera. O se borrara. Él seguía al borde del camino, con las manos vacías, el corazón inquieto, sintiendo por primera vez en mucho tiempo ataques de miedo, de un miedo terrible, que le dejaban jadeante, dubitativo, al borde del llanto.

El miedo. Sabía bien lo que era. Cuando su madre y él se abrazaban fuerte uno contra otro y ella le murmuraba que le quería, que le quería más que a nada, con ese tono de quien se siente en peligro, de quien habla en voz baja para que no le oigan. Añadía que sabía que él había adivinado el secreto, el secreto de la dama que veía en las monedas y los billetes con una corona de reina, que sobre todo no había que decirlo, nunca, nunca, que los secretos no había que compartirlos con nadie y que ese secreto, sobre todo, no se debía ni mencionar. Incluso las palabras para nombrarlo eran peligrosas y ella se ponía un dedo en los labios repitiéndolo: peligrosas. Los dos, encerrados en el mismo secreto, en el mismo peligro. Pero por encima de todo, por encima de todo, él debía saber que le querría siempre, que le protegería con todas sus fuerzas, que no debía olvidarlo, nunca, y entonces le abrazaba con más fuerza aún y él sentía aún más miedo. Temblaba, todo su cuerpo temblaba, ella le abrazaba para alejar el peligro, le estrujaba contra ella y formaban un solo cuerpo, frente al peligro. Él no sabía de qué tenía miedo, pero sentía cómo el peligro le cubría como un gran manto blanco que le asfixiaba. Y las lágrimas se acumulaban, hasta el borde de los ojos. Era una emoción demasiado grande que no podía controlar porque no podía identificarla, nombrarla con palabras para hacerla retroceder… El gran manto blanco lo cubría todo y les ataba a ambos, presos del silencio.

El miedo, él lo había conocido también cuando ella iba a encontrarse con el hombre de negro, en cualquier sitio, en cualquier momento, en medio de una frase, en medio de un baño caliente, de un yogur natural, con azúcar, que ella le daba de comer con cucharita. Bastaba con que el teléfono sonase, ella descolgaba y cambiaba de voz; su voz sonaba avergonzada y temblorosa, decía sí, sí, se vestía a toda velocidad, le envolvía en un gran abrigo y se marchaban dando un portazo y, a veces, olvidaba las llaves en el interior. Llegaban a un hotel, casi siempre un hotel de lujo, un hotel con botones en la entrada, botones sentado en un banco, botones cerca del ascensor, un botones en cada esquina. Ella le instalaba en recepción sin volverse hacia el señor de uniforme detrás del gran mostrador, que la miraba con cierto desagrado, y le daba a leer un prospecto que cogía de una mesa y le decía ¡toma!, aprende a leer o mira las imágenes, vuelvo enseguida, no te muevas de aquí, ¿de acuerdo? No te muevas bajo ningún pretexto, ¿me has entendido? Y se alejaba como una ladrona, volvía con los ojos llenos de lágrimas y afirmaba como si estuviese hablándose a sí misma, como si discutiera con su conciencia, afirmaba te quiero, ¿sabes?, te quiero con locura, es sólo que… y ¡hala! Volvía a marcharse. El señor de uniforme la miraba alejarse sacudiendo la cabeza, le miraba con lástima y él se quedaba allí esperándola. Sin moverse. Con el estómago encogido de miedo a que no volviese nunca más.

Volvía. Colorada, hastiada, avergonzada. Le cubría de besos, le cogía en sus brazos y volvían a casa. A veces, terminaba de darle el yogur natural con azúcar, otras, preparaba un baño caliente y ponía música triste o le acostaba, se quedaba a su lado y se dormía completamente vestida a su lado.

Él había crecido, pero siempre era la misma historia. Estaban los dos sentados delante de la televisión, viendo un programa, con una bandeja en las rodillas, reían, jugaban a responder a las preguntas, cantaban las canciones, el teléfono sonaba, ella le tiraba el abrigo, atravesaban Londres y entraban en un hotel. Le sentaba en un gran sofá, le daba sus instrucciones, él asentía y esperaba a que se hubiese ido. Ya no se quedaba en el interior leyendo prospectos idiotas que hablaban de islas soleadas. Salía y se marchaba a ver las ardillas del parque. Siempre había un parque cerca del hotel. Se sentaba sobre la hierba. Dejaba que se acercaran, les daba pastelitos que guardaba en el bolsillo del abrigo. No eran ariscas. Venían a comer en su mano. O cogían el trocito de pastel y se marchaban saltando. Dando saltitos pequeños y calculados, saltos muy altos, muy decididos, mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que no les robara el trocito de pastel algún rival. Él se echaba a reír mirando cómo se alejaban, trepando como hábiles indios a lo largo de los grises troncos y desaparecían entre las ramas. Pronto dejaba de verlas, se confundían con la corteza de los árboles. Entonces las imitaba, saltaba envuelto en su gran abrigo, botaba colocando los brazos en forma de ganchos, y giraba los ojos en todos los sentidos como si fueran a atacarle. Para olvidar el miedo en el estómago. Para olvidar la pregunta que giraba enloquecida en su cabeza, ¿y si ella ya no volvía? Entonces volvía deprisa, deprisa, al hotel, y retomaba la lectura de su prospecto idiota.

Ella siempre volvía. Pero él seguía teniendo miedo.

Un día, el hombre de negro dejó de llamar. O se fueron a Francia. Ya no recordaba bien el orden en que había sucedido. Y no volvieron a repetirse las llamadas de teléfono. Se acabó lanzar los abrigos, salir corriendo y los yogures naturales con azúcar sin terminar sobre la mesa. Ella estaba en casa, día y noche. Cocinaba pasteles, estofados, volovanes, hojaldres de pollo, patés, bizcochos y tartas de fruta. Todo tipo de platos que vendía a empresas de catering para las recepciones. Decía que se ganaba la vida así. Él sabía muy bien que mentía. Ella siempre interpretaba la verdad a su manera.

Él iba al colegio en Francia. Hablaba francés. Había olvidado las llamadas intempestivas, los conserjes ofuscados, los prospectos estúpidos, los yogures naturales con azúcar. Le gustaba su vida en Francia. Y a su madre parecía gustarle también. Olía bien, tenía buen color, había vuelto a estudiar piano en el conservatorio de Puteaux. Dormía sin gritar en sueños. Su vida se había tranquilizado. Parecía la vida de una persona cualquiera.

Sólo echaba de menos a las ardillas…

Y ahora volvía a tener miedo.

Desde que Hortense había hecho las maletas precipitadamente, había cogido el abrigo y había desaparecido sin pedirle opinión. No te muevas, espérame aquí, lee los prospectos o mira las fotos. Hemos pasado una noche formidable, es cierto, pero tengo otra cosa que hacer. Espérame aquí, no te muevas. Se había quedado paralizado. No podía moverse. Sentía un gran vacío en su interior, un vacío amenazador que iba a arrollarle.

Y nada venía a colmar el vacío que sentía crecer dentro de sí.

Desde que Hortense se había marchado…

Interrumpiendo bruscamente la noche que apenas acababan de empezar. Su larga noche juntos, su noche de locura… Ella contaba con que él la esperase pacientemente mientras practicaba escalas en su piano blanco. Te quiero, te quiero, pero tengo otra cosa más importante que hacer.

Él vio la cola multicolor de la cometa alejarse en el cielo. El hilo se le había escapado y ya no podía tirar de esos colores, el rojo, el azul, el amarillo, el verde, el violeta, y devolverlos a su vida.

Su vida se había vuelto completamente blanca. Y ya no sabía nada. No estaba seguro de nada. Ya no sabía si tenía ganas de tocar el piano. Se preguntaba si lo había soñado. Si había soñado que se convertía en pianista. Se preguntaba también si había querido convertirse en pianista para complacer a Oliver. Para inventarse un padre que, debía reconocerlo, echaba muchísimo de menos. Nunca había imaginado que un día necesitaría un padre, lo había descubierto de forma brutal un día bajo la ducha, justo después de que Simon le hubiese preguntado si se creía que era Jesús o qué. Tú tienes un padre, como todo el mundo.

Y sintió la necesidad dolorosa de tener un padre como todo el mundo.

Llamó a Oliver.

Escuchó una voz en el contestador. «Este es el contestador de Oliver Boone, ahora no estoy. Deje un mensaje. Para asuntos profesionales, diríjase a mi agente en el número…».

Colgó.

Lo mezclaba todo. Todo el blanco de su cabeza. Todo lo que nunca había querido pensar. ¿Acaso era eso hacerse adulto? ¿Acaso era eso dejar la infancia, la adolescencia? ¿No saber ya nada de uno mismo?

¿No tener más que blanco en la cabeza?

Entonces se dijo que tenía miedo, seguramente, pero que no sería un cobarde. Había sido un cobarde en el pasado. Cobarde, indiferente o despreocupado, no lo sabía con certeza. Recordó el nombre de Mrs. Howell, la señora que acogió a su madre cuando era estudiante, cuando conoció a su padre. Recordó que vivía en el barrio viejo de Edimburgo.

Nunca más sería cobarde, impertinente o despreocupado.

Se informó de los horarios de trenes con destino a Edimburgo, compró un billete sólo de ida, no sabía si volvería de ese viaje, y se marchó un día desde la estación de King’s Cross a primera hora de la tarde. Cuatro horas y media de viaje. Cuatro horas y media para prepararse a dejar de ser un cobarde.

En el tren, recordó lo que le había dicho su madre sobre Mrs. Howell. Muy poco. Tenía cuarenta años cuando él nació, bebía un poco, no tenía ni marido, ni hijos, le preparaba los biberones, le cantaba canciones, su madre y su abuela se habían criado en el castillo de su padre. Había consultado Internet. Había encontrado el nombre, el teléfono y la dirección de Mrs. Howell, 17 Johnston Terrace. Había llamado, había preguntado si había una habitación libre. Había esperado conteniendo la respiración y con el corazón latiéndole en las sienes. No, había respondido una mujer de voz temblorosa, estoy al completo. Ah, había contestado, decepcionado. Y después, muy deprisa, en un suspiro, por miedo a no llegar al final de la pregunta:

—¿Es usted Mrs. Howell?

—Sí, hijo. ¿Te conozco?

—Me llamo Gary Ward. Soy el hijo de Shirley Ward y de Duncan McCallum…

Era la primera vez que pronunciaba el nombre de su padre. La primera vez que ponía, uno detrás de otro, el nombre de su madre y de su padre, y sintió un nudo en la garganta.

—¿Mrs. Howell? ¿Está usted ahí? —había preguntado con voz ronca.

—Sí. Es que… ¿De verdad eres Gary?

—Sí, Mrs Howell, y ahora tengo veinte años. Y me gustaría ver a mi…

—Ven enseguida, ven corriendo.

Y había colgado.

El tren atravesaba campos que se extendían hasta perderse de vista y las ovejas formaban manchas blancas sobre el verde de los prados. Pequeñas manchas blancas, inmóviles. Le pareció que el tren no atravesaba más que verde manchado de blanco inmóvil. Después bordeó el mar. En una hermosa estación de estructura metálica, leyó el nombre de la ciudad, Durham, y al salir de la estación, vio el mar, la orilla bordeada de altos acantilados blancos, de caminitos sinuosos. Castillos de ladrillo de estrechas almenas, de muros altos, y castillos de piedra gris provistos de fachadas con grandes ventanas. Se preguntó cómo sería el castillo de su padre.

Porque tenía un padre…

Como todos los chicos. Tenía un padre. ¿No era maravilloso?

¿Cómo lo llamaría? ¿Padre, papá, Duncan, señor? O simplemente no lo llamaría…

¿Por qué Mrs. Howell había dicho que tenía que venir enseguida, corriendo?

¿Qué había pensado su madre al escuchar el mensaje que había dejado en su móvil? «Me voy a Escocia, a Edimburgo, a ver a Mrs. Howell, quiero conocer a mi padre…». La había llamado a propósito cuando sabía que ella no podía responder, cuando estaba en uno de esos colegios donde enseñaba a los niños a comer «bien». Había sido una cobardía, lo reconocía, pero no tenía ganas de explicar por qué quería encontrar a su padre. Le habría hecho demasiadas preguntas. Era el tipo de mujer que lo analizaba todo, quería comprender, no por curiosidad malsana, sino por amor al alma humana. Decía sentirse maravillada por los mecanismos del alma humana. Pero a veces eso le pesaba. A veces hubiese preferido una madre despreocupada, egoísta, superficial. Y además, se dijo intentando contar las ovejas blancas para así conservar las ideas en orden, nunca se habría atrevido a decirle lo que pensaba realmente, necesito un padre, un hombre con huevos y una polla, un hombre que beba cerveza, suelte tacos, eructe, mire el rugby en la tele, se frote las manos en los pelos del pecho y se eche a reír por gilipolleces. Estoy harto de vivir rodeado de mujeres, hay demasiadas mujeres a mi alrededor. Y además hay demasiado tú, todo el rato, estoy harto de formar pareja con mi madre, harto… Quiero pelos y polla. Y una pinta de cerveza.

Y eso no es nada fácil de decir.

Había metido jerséis, calzoncillos, camisetas, calcetines gruesos y una camisa blanca en su bolsa de viaje. Un frasco de champú, un cepillo de dientes. Su iPod. Y una corbata… por si quiere llevarme a un restaurante con clase. Pero ¿tengo una corbata? ¡Ah, sí! La que llevo para ir a ver a Superabuela.

¿Sabe «mi padre» que soy nieto de la reina?

Había tecleado McCallum en la página web genealogy/scotland.com y había leído la historia de la familia McCallum. Una historia oscura. Incluso muy oscura. El castillo había sido construido en tierras de Chrichton, cerca de Edimburgo. En el siglo dieciséis. Se decía que estaba maldito. Una lúgubre historia de un monje que había llamado a la puerta del castillo, una noche de tormenta, pidiendo hospitalidad a cambio del reposo del alma del señor del lugar. Angus McCallum le había matado de una puñalada: el monje le interrumpió en pleno festín tras una cacería agotadora.

—Y del reposo del cuerpo, ¿has oído hablar? —le había lanzado mientras miraba cómo se derrumbaba.

Antes de morir, el religioso había maldecido al castillo y a sus propietarios durante los cinco siglos siguientes: «No quedará de los McCallum sino ruinas y cenizas, cadáveres y cuerpos colgados de las ramas, hijos perversos y bastardos». La leyenda no era muy clara sobre la fecha de expiración de la maldición. Se decía que, desde esa noche fatal, un monje fantasma con capucha negra erraba por los pasillos abovedados y se sentaba a la mesa, desplazando platos y cubiertos, apagando las velas y soltando siniestras carcajadas…

La divisa de los McCallum era: «Sólo cambio al morir».

Se les describía como unos hombres violentos, susceptibles, pendencieros, perezosos y arrogantes. La historia del asesinato de Cameron Fraser, un primo que habitaba en el castillo vecino, era un ejemplo edificante. Los nobles propietarios del condado tenían por costumbre reunirse una vez al mes para tratar asuntos de sus bosques, de sus tierras, de sus granjas. Eran veladas regadas con vino en las que las chicas de la taberna vecina venían a unirse a las libaciones. Una noche de enero de 1675, la reunión habitual se desarrollaba en un ambiente de jovialidad, alcohol y chicas con las blusas abiertas, cuando Cameron Fraser había abordado la cuestión de los furtivos. Defendía la severidad hacia estos últimos. Murray McCallum había declarado que el mejor modo de ocuparse de ellos era seguir ignorándolos. ¡Qué importa que los pobres nos roben unos cuantos animales, cuando tenemos tanta carne que no sabemos dónde hincar el diente! ¡Y para ilustrar su argumento había agarrado el seno de una chica y le había arrancado violentamente el pezón con los dientes! Cameron Fraser, sin conmoverse pero con cierta acritud, había añadido que si su primo McCallum podía mostrarse negligente, era porque sus vecinos y él mismo se encargaban de castigar a los furtivos y que, gracias a ellos, corrían todavía algunas liebres en sus tierras. Si no, hubiera tenido que conformarse con comerse las raíces de sus robles. Los asistentes habían soltado una carcajada al unísono y Murray McCallum, ultrajado, había invitado a su primo a reunirse con él en la sala de armas, donde le había retado a un violento cuerpo a cuerpo y le había estrangulado. «¡Crimen de honor, monseñor! —había declarado al juez—. Él insultó el nombre de los McCallum». Al acusado se le consideró inocente del asesinato, pero culpable de homicidio, lo que significaba su absolución…

Ese Murray McCallum era un ser abyecto: abría por las noches las esclusas de los ríos para inundar las cosechas de sus vecinos, violaba a las jóvenes del pueblo. Se murmuraba que en el castillo sólo había criadas viejas, marchitas y desdentadas, o putas. No quería dejar nada a sus herederos e hizo talar todos los robles del parque que vendía para pagar sus deudas de juego y, cuando terminó de talar el parque, empezó con el bosque… Finalmente mató los dos mil setecientos gamos del dominio y los mandó asar durante orgías memorables que se convirtieron en legendarias, en particular la del ogro de Chrichton. Se había desposado con una dulce jovencita que permanecía todo el día recluida en su habitación y de la que se había apiadado un criado. El mozo le llevaba bandejas con los restos de los festines de caza de su esposo. Cuando este se enteró, sospechó que el criado era el amante de su mujer, lo mató de un disparo y colocó el cadáver en el lecho de su esposa. La condenó a dormir junto a su amante treinta días y treinta noches, el tiempo de arrepentirse.

Tuvo un hijo, Alasdair, de naturaleza tímida y miedosa, que huyó del dominio familiar y se convirtió en capitán de fragata. Era tan torpe que lo llamaron Alasdair la Tempestad; bastaba con que pusiese el pie sobre un barco para que se hundiese arrastrado por las olas o atacado por los piratas. Su hijo, Fraser, permaneció en el castillo familiar y organizó una partida de bandoleros con la que atacaba a los viajeros. Para evitar que le denunciaran, no dejaba supervivientes. Cuando las autoridades pidieron a los habitantes que señalaran al jefe de los bandidos, nadie se atrevió a denunciar a McCallum por miedo a las represalias. Fraser McCallum terminó colgado de un árbol…

No hubo un solo McCallum que destacara por su nobleza y valentía. Por lo visto todos fueron unos haraganes afortunados y ociosos, con la suerte de vivir en una época en la que el hecho de ser señor otorgaba todos los derechos. Uno de los últimos McCallum confesó incluso que no podía evitar hacer el mal: «Sé que moriré en el patíbulo, mi mano tiene malos instintos…».

Durante varios siglos, los señores de Chrichton hicieron que el terror reinara en la campiña y los pueblos cercanos al castillo. Las baladas escocesas cantaban las hazañas de esos hombres crueles, seductores, cínicos. Una de ellas cuenta la historia de un McCallum a quien su mujer adoraba aunque estuviese enamorado de otra. Fue condenado a morir por haber matado a cinco huérfanos a los que disputaba una herencia. Su mujer, el día de la ejecución, fue a implorar perdón al rey y cantó, para enternecerle, una tierna balada que describía las cualidades de su esposo y su amor por él. El rey, emocionado, le concedió el perdón. El ingrato marido, una vez en libertad, huyó a caballo gritando a su pobre mujer: «Un dedo de la mano de la dama a la que amo vale más que todo vuestro hermoso cuerpo enamorado…». Y cuando ella imploró, diciéndole que le rompía el corazón, él respondió que «un corazón roto no es más que un síntoma de mala digestión».

Así eran sus ancestros y aunque, a partir del siglo dieciocho, habían sido obligados por la Corona a obedecer las leyes, la lista de muertes violentas no se interrumpió. Cuando no se batían, o no robaban, o no violaban, se ahogaban. Voluntariamente o no…

El único detalle de esta terrible saga familiar que conmovió a Gary fue la historia de las ardillas de Chrichton. Había en las tierras del castillo ardillas que construían sus nidos en los árboles cerca del estanque. Magníficas ardillas rojas de cola tupida que honraban las tierras de los McCallum. En ninguna otra propiedad había ardillas rojas tan bellas. Un viejo dicho de la familia confería a esos animales un valor profético:

Cuando la ardilla roja deje el nido de Chrichton

el cielo claro del condado de negro se teñirá

y el territorio será invadido por las ratas.

Así que su amor por las ardillas no era una casualidad. La sangre de los McCallum latía en él…

Gary se preguntó si las ardillas se habrían ido ya o estaban a punto de marcharse, y si era por esa razón que Mrs. Howell, presintiendo un trágico final, le había pedido que acudiese con premura.

«Ven enseguida, ven corriendo…».

Intentaba encontrar una razón por la cual su presencia era tan importante.

Aún pensaba en ello cuando el tren entró en la estación de Edimburgo.

Se llamaba Waverley en recuerdo de la novela de Walter Scott, nacido en Edimburgo y en cuyo honor la ciudad había construido un monumento inmenso, una especie de mausoleo dorado, erigido en Princes Street. Edimburgo, capital de Escocia, había sido cuna de numerosos autores, novelistas o filósofos, David Hume, Adam Smith, Stevenson, Conan Doyle… Y del inventor del teléfono, Graham Bell. Cogió su bolsa y bajó al andén. La estación estaba construida en las entrañas de la tierra de tal forma que, para entrar en la ciudad, había que ascender numerosos peldaños de piedra.

Cuando accedió a Princes Street al pie de los muros, sintió que había desembarcado en otro siglo. Se frotó los ojos, atónito: una sucesión de murallas y almenas, una sucesión de castillos en tonos ocres, rojos y grises se levantaba ante él…

Estaban construidos pegados unos contra otros. Contaban la historia de Escocia, de sus reyes y sus reinas, de los complots, de los asesinatos, de las bodas y bautizos. Era un decorado de cine. Si soplaba con todas sus fuerzas, se derrumbarían, dejando que aparecieran detrás las murallas de una ciudad fantasma…

Entró en el primer hotel de Princes Street y pidió una habitación.

—¿Con vista a las murallas? —le preguntó la chica de la recepción.

—Sí —respondió Gary.

Quería dormirse contemplando la belleza majestuosa de esas viejas piedras, que le permitían pensar que era un hijo del país que había vuelto al redil.

Quería dormirse soñando con el castillo de Chrichton y con el padre que le esperaba.

Se durmió, feliz.

Tuvo un sueño extraño: el monje fantasma del castillo venía a sentarse a la mesa del comedor, se quitaba su capuchón negro, se persignaba, juntaba las manos y declaraba la maldición extinta. Duncan McCallum entraba entonces, un gigante tullido de ojos inyectados en sangre, le tomaba en sus brazos y le daba codazos en las costillas llamándole «mi hijo».

* * *