Jean el Granulado, según su partida de nacimiento, se llamaba Jean Martin.
Jean Martin no dormía. Jean Martin estaba viendo la televisión. Cuando Hortense había entrado, había cerrado los ojos y los había vuelto a abrir en cuanto ella le había dado la espalda.
La Peste.
Lo pagaría. Todavía no sabía cómo, pero esa chica iba a pagarlo.
Pagaría primero por su propia maldad, y por todos los que le llamaban bubón ambulante o col rellena. Su infierno había empezado a la edad de catorce años, cuando apareció el primer grano purulento. Primero, una ligera hinchazón que pica, después una costra roja que se extiende, se infla, surge una punta blanca, llena de pus, y el pus que se derrama, infectando otras partes de la piel y transformando su cara en una cadena de cráteres infectados. Hasta los catorce años, era un chico al que las mujeres de la familia besaban, mimaban, llenaban de cariño. Al que miraban con arrobo su prima, la vecinita y las chicas del colegio. No es que fuese guapo, era incluso un poco «abollado», pero era el hijo único del señor y la señora Martin, fabricantes de nougat en Montélimar, empresa familiar que se transmitía de padres a hijos desde 1773, año en el que el nougat se había convertido en el florón de la ciudad, en una especialidad mundialmente apreciada. Montélimar, ciudad del nougat, tres mil toneladas de producción anual. Jean Martin dirigiría el negocio como lo hicieron, antes que él, su padre, su abuelo, su bisabuelo, conduciría un Mercedes, viviría en «la» hermosa casa y se casaría con una chica de buena posición. ¿Quizás una alianza con otra familia de confiteros? Jean Martin era un buen partido.
Y entonces estalló el primer bubón.
No le volvieron a mirar a la cara y la gente se acostumbró a desviar la vista. Su madre le miraba con lástima y murmuraba mi pobre hijo, mi pobre hijo cuando creía que él no la oía. En su familia se ignoraba a los dermatólogos. Decían que eso pasaría, que era la edad, que con la primera chica… —su padre y sus amigos reían con malicia y se daban codazos— se le pasaría, los granos desaparecerían como por encanto. Pero ninguna chica se dejaría besar por un apestado, protestaba Jean Martin en su interior. Se encerraba en el cuarto de baño, se plantaba delante del espejo, seguía el rastro de lava amarillenta, el tachonado de puntos rojos y se lamentaba. Cuando le picaba demasiado, se rascaba hasta sangrar y se sentía bien…, pero dejaba en su piel heridas de cicatrices indelebles.
Entonces se masturbaba vigorosamente… En vano.
Leyó todo lo que pudo encontrar sobre el acné. Se aplicó sobre la cara gelatina de cerdo, arcilla verde, agua del mar Muerto, peróxido benzoico, pomadas con plomo negro, con cobre amarillo, se friccionó con alcohol yodado, con alcohol de 90º, tragó isotretinoína y se puso enfermo…
Y volvió a masturbarse vigorosamente.
Todos los chicos tenían novia, menos él.
Todos los chicos iban a fiestas, menos él.
Todos los chicos exhibían sus torsos desnudos, menos él.
Todos los chicos se afeitaban y después se rociaban de loción, menos él. El aftershave le quemaba la piel.
Se hinchaba, enrojecía, ardía, se cubría de costras, se pelaba y volvía a empezar. Tenía heridas supurantes en el rostro, el torso y la espalda. Ya no salía de su casa.
Se concentró en sus estudios. Sacó el bachillerato con matrícula. Hizo un año de preparación para ingresar en la Escuela Superior de Comercio. Sus padres, maravillados por el éxito escolar de su hijo, le regalaron una moto y cogió la costumbre de correr a tumba abierta con el rostro al viento para secar los granos.
Por la noche, veía la televisión junto a su madre, que era una asidua del cineclub del canal France 3. Durante un ciclo de «cine inglés contemporáneo», se quedó subyugado. Por fin, veía chicos como él en la pantalla: feos, colorados, cubiertos de granos. Los actores ingleses no se parecían en nada a los actores americanos de piel tersa y sonrosada; se parecían a él, Jean Martin. Decidió estudiar en Inglaterra. Sus padres se opusieron: debía permanecer en Montélimar y dirigir la fábrica de nougat. Era hijo único, le recordaban en cada comida. Debía aprender la profesión.
Le aceptaron en la prestigiosa LSE, London School of Economics, y se fue de su casa dando un portazo. Sin un céntimo. Su vida iba a cambiar.
Y su vida cambió. En fin, creyó que había cambiado. Mejoró. Le miraban de frente, le hablaban normalmente, le daban palmaditas en la espalda. Aprendió a sonreír con sus dientes torcidos. Le invitaron incluso al pub. Prestaba sus apuntes, un poco de dinero, su abono de metro. Le sisaban barras de nougat que su madre le enviaba a escondidas. Él no protestaba, se sentía feliz, tenía amigos. Pero seguía sin tener amigas. En cuanto se acercaba a besar a una chica, ella se apartaba, se contraía, decía no, no puede ser, tengo novio, es celoso…
Se concentró de nuevo en sus estudios. En sus barras de nougat y en Scarlett Johansson. Estaba loco por ella. Era rubia, guapa, con una tez delicada y rosada, una sonrisa deslumbrante, él pensaba un día seré rico, me curará un gran dermatólogo y me casaré con ella. Se dormía agarrado a una barra de nougat. El esfuerzo de estudiar en la universidad y los trabajillos que aceptaba para pagarse las clases, el alquiler, la comida, el teléfono, el gas y la electricidad le dejaban agotado. Sin tiempo para pensar en sus problemas de piel, y seguía masturbándose vigorosamente.
Hasta la noche en la que se cruzó con Hortense. En una recepción en casa del señor y la señora Garson para su hija, Sybil. Él servía en la barra, Hortense se había acercado al bufet y había derramado las botellas de champaña en la cubitera. Él había protestado y ella le había asesinado con su desprecio. Le había hablado como no se le habla ni a un perro. Él había recibido cada frase como un gancho de izquierda en el mentón.
Ya se había peleado con otros chicos en Montélimar, había recibido golpes, golpes tremendos, pero nunca le habían hecho tanto daño como las palabras pronunciadas por Hortense. Palabras subrayadas con una mirada de desdén, una mirada que apenas resbaló sobre él, como si fuera basura, que le negaba el estatus de ser humano. La miró fijamente, grabó su cara en su memoria y prometió no olvidarla jamás. Si un día volvía a encontrarse con esa Peste, se vengaría. A su lado, el conde de Montecristo sería un pelele. No la tocaría físicamente, ¡eso no! No quería ir a la cárcel por culpa suya, pero la arruinaría, la destruiría, la aplastaría moralmente. No tenía prisa. Tenía todo el tiempo del mundo.
Y sin embargo… Cuando la había visto, esa noche, cuando derramó la primera botella de champaña, no pudo creer lo que estaba viendo: esa chica era una copia exacta de Scarlett Johansson. Su Scarlett. Se había quedado mirándola, atónito. Dispuesto a no decir nada. A dejar que vaciara todas las botellas de champaña. Scarlett en persona, con su pelo castaño cobrizo, sus ojos verdes rasgados, y una sonrisa que mataría a un gato de un infarto. La misma naricita respingona, los mismos labios ligeramente hinchados, pidiendo a gritos un beso, la misma piel enviando rayos de luz, el mismo porte de reina. Scarlett…
Ella le había insultado. Su sueño le había insultado.
La primera vez que había visitado la casa en Angel, ella estaba en París. Al final, le eligieron a él. Habían chocado esos cinco high five, low five, y tema cerrado. Habitación por setecientas cincuenta libras, más gastos.
Una noche, al volver de un trabajito —todos los días paseaba a dos adorables Jack Russel que le lamían la cara cada vez que iba a buscarles para llevarles al parque—, se había encontrado frente a frente con Hortense. Había estado a punto de desmayarse.
¡La Peste!
Por lo visto ella no le había reconocido.
Desde entonces tenía una cita con el destino. Como Montecristo. Y, como Montecristo, iba a tomarse todo su tiempo para destilar su venganza. Esa chica tenía sin duda una falla. Un recodo secreto en el que hundir la daga que la atravesaría. La dejaría exangüe, desfigurada por el dolor y, sólo entonces, él se quitaría la máscara y le escupiría en la cara.
Hasta ese día soñado, ese día que volvería a iluminar su insulsa vida cotidiana, debía permanecer incógnito.
Empezó dejándose bigote. Declaró que venía de Aviñón, para que el nougat de Montélimar no le traicionara, y decidió no pronunciar ni una palabra en francés para disimular su acento. Esperaría el tiempo que hiciese falta. Se dice que la venganza es un plato que se come frío. Él lo congelaría para poder comérselo helado.
* * *