Mientras Joséphine y Zoé dormían en París, con la nariz de una pegada al cuello de la otra, Hortense se levantaba en Londres. Café solo, tres terrones de azúcar, pan integral, mantequilla, zumo de limón y estiramientos de gato desconfiado. Tenía un mes y medio para realizar los dos escaparates. Un mes y medio y un presupuesto de camella famélica buscando arbustos en el desierto. Miss Farland había aprobado su idea, se había guardado su bolígrafo bailarina de striptease de Pigalle, tamborileó con sus largos dedos de uñas rojo vampiro sobre la mesa y soltó: tres mil libras, tiene usted tres mil libras para sus escaparates…
—¡Tres mil libras! —había exclamado Hortense, con la boca como una O indignada—, ¡pero si eso es una miseria! Tendré que contratar a un ayudante, construir un decorado, alquilar una furgoneta para transportarlo todo, encontrar los maniquíes, los vestidos, un fotógrafo, tengo un montón de ideas, pero con tres mil libras ¡no podré hacer nada!
—Si no está contenta, ceda su lugar… ¡Hay un montón de pretendientes!
Había señalado con el mentón la pila de candidaturas sobre su mesa.
Hortense se había tragado su indignación. Se había levantado con estilo y una gran sonrisa, y se había marchado con un paso que deseaba que fuese tranquilo. Al salir se había cruzado con la mirada socarrona de la secretaria. La había ignorado, había cerrado suavemente la puerta del despacho, había respirado profundamente y había empezado a dar patadas al marco del ascensor.
—Tres mil libras —suspiraba cada mañana, anotando un nuevo gasto en la ya larga lista.
No se le pasaba el enfado. Murmuraba tres mil libras bajo la ducha, tres mil libras lavándose los dientes, tres mil libras poniéndose sus vaqueros agujereados, tres mil libras empolvándose la nariz. Tres mil libras, una afrenta. Una propina para la señora de los aseos. Desde que era niña sabía que, sin dinero, no eras nada, y que, con dinero, lo eras todo. Ya podía su madre repetirle lo contrario, hablarle del corazón, del alma, de la compasión, de la solidaridad, de la generosidad y otras chorradas de las que no creía una palabra.
Sin dinero, a una no le queda otra que sentarse en una silla y llorar. No puedes decir no, no puedes decir elijo, no puedes decir quiero. Sin dinero no eres libre. El dinero sirve para comprar la libertad por metros. Y cada metro de libertad tiene su precio. Sin libertad, uno inclina la cabeza, deja que la vida pase por encima y dice gracias. ¿Qué habría hecho Chanel en su lugar? Habría encontrado un hombre que la financiara. No por amor al dinero, sino por amor al trabajo. Como yo. Deme dinero que yo le dejaré impresionado y haré maravillas. ¿A quién podría decir eso? Nunca he tenido un amante rico. Boy Capel tenía caballerizas, bancos, títulos, grandes casas llenas de flores, de criados y de jerséis de cachemira que no picaban. Mi amante es el nieto de la reina, pero siempre lleva la misma camiseta, la misma chaqueta ajada e imita a las ardillas en el parque.
Y además estamos peleados.
Entonces escribía columnas de cifras para calcular los gastos. Los maniquíes, el precio del alquiler del estudio, los honorarios del fotógrafo, las fotos que había que transformar en carteles gigantes, la ropa y los accesorios, el decorado, los derechos del vídeo de Amy Winehouse, etc. Buscaba en vano una cifra que poder tachar. No la encontraba. Todo costaba dinero. ¿Y quieren que no lo tenga en cuenta? Volvía a la hipótesis del amante rico. ¿Nicholas? Tenía ideas, relaciones, pero ni un céntimo y brazos enclenques de urbanita. No podría ni servirme de transportista. ¿Y los otros, los anteriores? Los había maltratado demasiado para pedirles un favor. Ni siquiera estaba segura de que sus compañeros de piso quisieran ayudarla. Desde su comentario ante el suicidio de la hermana de Tom, estaban algo distanciados de ella. Tendría que aprender a ser buena, se dijo.
Y estuvo a punto de atragantarse.
¿Quién? A quién visitar y decirle confíe en mí, deme dinero, lo conseguiré. Apueste por mí, no se arrepentirá.
¿Quién podría escuchar eso sin tacharla de pedante y pretenciosa? No soy pretenciosa, soy Gabrielle antes de Coco, pronto tendré mi marca, mis desfiles, mis fanáticos, reinaré en las primeras páginas de las revistas con frases que aparecerán en letras de molde. Lo tengo todo pensado. «La moda no es una fobia, una locura, un despilfarro frívolo, sino la traducción de una sinceridad, de una autenticidad de sentimientos, de una exigencia moral que da aplomo y gracia a la mujer. La moda no es superficial, la moda tiene raíces profundas en el mundo y en el alma. La moda tiene un sentido…». Los periodistas se asombrarán. Repetirán mis opiniones. Las escribirán en sus artículos. Es esa clase de prestigio moral, esa forma de comentario dirigido lo que tendría que vender a un pichón. Un pichón inteligente, fino, sofisticado, con una buena cuenta bancaria.
Y esos no se encontraban al doblar una esquina.
A ese pichón sofisticado deberá gustarle mi idea del detalle. Explicarle que las mujeres encuentran su belleza fundiéndose en un conjunto y destacando dentro de él gracias a un ínfimo detalle, un detalle que las caracteriza. Debo venderle una hermosa historia al pichón, un bello argumento que aúne el esnobismo de la cultura con la idea de la belleza. Le dejaré con la boca abierta y me abrirá su cartera de par en par.
Cuando pensaba de esa forma, sentía confianza. Enderezaba los hombros, alzaba el mentón, entornaba los párpados y se imaginaba cubierta de ofertas de trabajo. Pero cuando buscaba un nombre para apuntar, en tanto que pichón sofisticado con una buena cuenta bancaria, le entraba el pánico… ¿Dónde encontrarlo? ¿Por qué calle de Londres paseaba? ¿Acaso su nombre estaba en la guía?
Ella no tenía amigos. Nunca había creído en la amistad. Nunca había invertido en ese sentimiento. ¿Existía una página en Internet donde alquilar amigos por meses, el tiempo de triunfar con dos escaparates? El tiempo de hacerles currar como esclavos y después despedirles con una sonrisa en los labios. Gracias, chicos, ahora ya podéis volver a casa… Los amigos están para hacer favores gratuitamente. Y necesitaba amigos con urgencia.
Pensó de nuevo en sus compañeros de piso. Sam se había ido, pero Tom, Peter, Rupert… Decidió que no era buena idea. Nunca se dejarían tratar como esclavos. ¿Y el nuevo? ¿Jean el Granulado? Él estaría encantado de que le pidiera un favor. Era tan feo… Casi deforme. De hecho, podría aparcar en las plazas para discapacitados de los aparcamientos.
Desde que se había mudado con ellos, se había dejado crecer un bigotito rubio bajo su nariz de roedor. Había algo en ese chico que la incomodaba. Tenía la impresión de haberle visto antes. Una reminiscencia del pasado que no le traía nada bueno. Un aire conocido… Y sin embargo, no sé quién es. Se negaba a hablar en francés con ella, con el pretexto de mejorar su inglés. Tiene un acento que huele a sardina de Vieux-Port.
—¿De dónde vienes?
—De Aviñón…
—Pues hubiera apostado a que eras de la parte de La Cane-bière…
—¡Habrías perdido!
Eso último se le había escapado en francés. Había estallado con unas sílabas coloridas y atronadoras. De pronto la casa empezó a oler a bullabesa y a pastís. Su frente había enrojecido y sus granos habían parpadeado como una tragaperras que da un premio. No sabía lo que le resultaba familiar, si los granos o el acento. O los dos, quizás…
No sería él quien invertiría en sus escaparates. No tenía un céntimo. Trabajaba para pagarse los estudios: camarero contratado en las fiestas, limpiador en Starbucks, pinche en McDonald’s, paseador de perros de ricos. Era el rey de los trabajitos, de los que volvía colorado, sudoroso y parpadeando.
A veces, cuando Hortense le daba la espalda, tenía la impresión de que la miraba fijamente. Se volvía de repente y él miraba a otra parte. Quizás sea yo la que me siento incómoda con él… La vida es injusta. ¿Por qué algunos nacen guapos, encantadores, vagos y otros feos y requetefeos? A mí me tocó la lotería al nacer. Tatachán, tendrás el talle fino, las piernas largas, el cutis de nácar, un cabello denso y con reflejos brillantes, los dientes blancos y unos ojos que fulminen a los chicos… Abracadabra, tendrás el pelo graso, agujeros de obús en la cara, la nariz de un roedor y los dientes como palillos. Ella se lo agradecía a la providencia y, a veces, cuando se ponía sentimental, a sus padres. A su padre, sobre todo. Cuando era pequeña, se encerraba en su armario y respiraba el olor de sus trajes, inspeccionaba la longitud de las mangas, el forro de una chaqueta, el acabado del bolsillo para el pañuelo. ¿Cómo había podido elegir a una mujer tan insignificante como su madre? Esa pregunta la sumió en un abismo de reflexión del que emergió inmediatamente. No tenía tiempo que perder.
Entonces pensó en Gary, en el encanto de Gary, en la elegancia de Gary, y se quedó pensativa, masajeando el pequeño vacío de angustia que se le formó a la altura del plexo. Gary, Gary… ¿Qué estaría haciendo? ¿Dónde estaba? La odiaba. No quería volver a verla. ¿O la había olvidado ya? Le daba igual que la odiara, pero no quería que la olvidase. Después se repuso. No iba a dejar que un chico estropease su buen humor y su energía. ¡No, gracias! Ya pensaría en Gary más tarde, cuando hubiese solucionado el problema del pichón forrado.
Volvió a su presupuesto y se rascó la cabeza, perpleja.
Nicholas. Tenía que empezar por él. Necesitaría su ayuda. Sus consejos. Al fin y al cabo, no había llegado porque sí a ser director artístico de la prestigiosa revista Liberty, con su hermosa fachada Tudor en Oxford Street.
Le llamó, se citó con él en el bar del Claridge. Pidió dos copas de champaña rosado. Él la observó, asombrado. Ella añadió invito yo, tengo algo que pedirte, y le expuso su problema. Mencionó la posibilidad de un préstamo. Él la cortó inmediatamente.
—No tengo ni un penique para invertir en tu empresa.
Era brutal, pero claro.
Hortense encajó el golpe, reflexionó unos segundos y volvió al ataque:
—Tienes que ayudarme, eres mi amigo.
—Sólo cuando te conviene… Si no, soy una especie de felpudo en el que te limpias los zapatos.
—Eso es falso.
—Es cierto. Hablemos de eso, si quieres… Hablemos de todas las veces que me has tratado como…
—¡Para inmediatamente! Tengo demasiados problemas que solucionar como para empezar a arreglar viejas cuentas que no me interesan. Te necesito, Nicholas, tienes que ayudarme.
—¿A cambio de qué? —preguntó él llevándose la copa de champaña a los labios.
Hortense le miró con la boca abierta.
—A cambio de nada. No tengo dinero, me cuesta sobrevivir con la paga mensual de mi madre y…
—Piensa un poco…
—¡Oh, no! —gimió—. No irás a pedirme que me acueste contigo…
—Efectivamente. Y con un fin pedagógico.
—¿Así es como lo llamas?
—La última vez que comimos juntos, dejaste entender que era una piltrafa. Quiero saber por qué y que me enseñes a mejorar. Me has hecho daño, Hortense…
—No era mi intención…
—¿Piensas realmente que no soy nada del otro mundo en la cama?
—Pues… sí.
—Gracias. Muchas gracias… Ahora soy yo el que va a hacer un trato contigo: tú pasas algunas noches conmigo, me enseñas el arte de hacer gozar a una chica y yo te abro las puertas de mis talleres, dejo que te lleves prestados vestidos y abrigos, bufandas y botines, te doy ideas y te ayudo. En resumen, volvemos a ser una pareja y, si mejoro, consigo conservarte.
—¡Pero si ese tipo de cosas no se pueden aprender! —suspiró Hortense, desanimada—. Se nace con esa ciencia, con esa curiosidad por el cuerpo del otro, ese apetito…
—Y tú pretendes que yo no lo tengo…
—¿Quieres realmente saber lo que pienso? Te lo advierto, me vas a odiar…
—No, prefiero que no… Guárdate tus opiniones para ti sola.
—Creo que será lo mejor.
—¿Me lo dirás un día?
—Te lo prometo. Lo más tarde posible…
Nicholas se puso tenso, intentó guardar la compostura, la expresión de que todo aquello le traía sin cuidado, renunció y soltó:
—De acuerdo, te ayudo, te abro las puertas de mis reservas y te facilito las cosas, pero no se lo cuentes a nadie… En Liberty no deben saber que te he ayudado y que la mitad de su vestuario aparece fotografiado en Harrods…
Hortense se le echó al cuello, le besó con ganas, murmuró a su oído te quiero, ¿sabes?, te quiero a mi manera y, de todas formas, yo no quiero a nadie, así que date por satisfecho… Él se defendió, intentó rechazarla, ella le abrazó, apoyó la cabeza sobre su hombro hasta que él se dejó llevar y le pasó el brazo alrededor del talle.
—¿Acaso era tan malo? —prosiguió.
—Un poco torpe… Un poco aburrido… Parece que folles con un manual técnico en la mano, uno, le toco el seno derecho, dos, el seno izquierdo, tres, pellizco, acaricio, después…
—Creo que lo he entendido, pero… ¿podrías decirme lo que debo hacer?
—¿Darte lecciones sin pasar a la acción?
Asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Entonces, lección número uno, muy importante: el clítoris…
Él enrojeció violentamente.
—No. Ahora no. Aquí no… Una noche que hayamos bebido un poco y estemos muy cansados de trabajar… ¡Eso nos servirá de distracción!
—¿Sabes qué, Nico? ¡Te adoro!
Pidió otras dos copas de Ruinart rosado y suspiró. ¡Dios mío! Me voy a arruinar. ¡Bueno! Dejaré de comer durante una semana. O iré a Tesco, a las cajas automáticas. Compraré pescado y marcaré patatas. Y lo mismo con las frutas y verduras, cereales y huevos, ¡marcaré patatas para todo! ¡Pataplum, cambiaré las etiquetas!
Establecieron un plan, un plan de batalla para que todo estuviese listo a tiempo. Para encontrar un fotógrafo y modelos que aceptasen trabajar sin salario. Para transportar decorados, ropa, fotos y demás… Habrá que alimentar a esa gente que va a trabajar para ti de gorra, le hizo notar Nicholas. Recortaron gastos inútiles y Nicholas llegó a la misma cifra que Hortense: seis mil libras. Faltaban tres mil.
—¿Ves? —murmuró Hortense, abatida—, tenía razón.
—Y yo no puedo ayudarte, ni tengo padres ricos ni un tío forrado.
—¿Pedimos una tercera ronda? Ya puestos…
Y pidieron por tercera vez una copa de Ruinart rosado.
—Sí que han elegido bien el nombre de este champaña —dijo Hortense, maldiciendo.
—Oye —resopló Nicholas considerando la lista de gastos irreducibles—, ¿tú no tenías un tío rico que vivía en Londres? Ya sabes, el marido de tu tía, la que fue…, esto…, en el bosque…
Hortense golpeó la mesa con las dos manos.
—¿Philippe? ¡Pues claro! ¡Qué tonta soy! ¡Me había olvidado completamente de él!
—¡Pues bien! Sólo tienes que llamarle…
Y eso fue lo que hizo al día siguiente. Se citaron en Wolseley, en el 160 de Piccadilly Street, para comer.
Philippe ya estaba instalado cuando Hortense abrió la puerta del restaurante donde era obligatorio comer en Londres. Él la esperaba leyendo el periódico. Le observó de lejos: era un hombre guapo de verdad. Muy bien vestido. Una chaqueta de tweed verde oscuro con finas rayas azules, un polo Lacoste verde botella de manga larga y cuello levantado, un pantalón de pana marrón glacé, un bonito reloj clásico… Estaba orgullosa de ser su sobrina.
No abordó el tema enseguida. Preguntó primero por Alexandre, por sus estudios, sus amigos, sus pasatiempos. ¿Qué tal estaba su primo? ¿Se había adaptado bien al liceo francés? ¿Le gustaban los profesores? ¿Hablaba de su madre? ¿Estaba triste? La suerte de Alexandre le importaba bien poco, pero pensaba enternecer a su tío y preparar el terreno para plantear su petición. A los padres les encanta que se les hable de su progenitura. Se inflan como gallinas cluecas. Están convencidos de haber puesto el huevo más hermoso del mundo y les gusta que se lo digan. Fue añadiendo todo tipo de mimos, lisonjas y mieles. Que si quería mucho a su primo aunque se vieran poco, que si le parecía guapo, inteligente, diferente de los otros niños, más maduro. Philippe la escuchaba sin decir nada. Hortense se preguntó si aquello era buena señal. Después leyeron el menú, pidieron dos platos del día, dos roast landaise chicken with lyonnaise potatoes. Philippe le preguntó si quería un vaso de vino y qué podía hacer por ella, pues sabía perfectamente que no le había llamado para hablarle de Alexandre, pues su primo era la menor de sus preocupaciones.
Hortense decidió no tener en cuenta la alusión a su indiferencia. Eso la desviaría de su objetivo. Explicó que había sido elegida entre miles de candidatos para decorar dos escaparates en Harrods, que había tenido una idea y…
—… tengo la impresión de que no lo conseguiré. ¡Todo es tan complicado y tan caro! Tengo muchas ideas, pero me topo siempre con problemas financieros. Lo más terrible del dinero es que de golpe todo se hace pesado, muy pesado. Una idea parece maravillosa y después haces un presupuesto y la idea pesa toneladas. Por ejemplo, para transportar el material, necesitaré un coche. ¡Qué digo un coche, una furgoneta! Y también tendré que dar de comer a toda esa gente. Voy a pedir a mi casero, que tiene un restaurante indio, que me haga una gran cacerola de pollo al curry a precio reducido, a cambio de citarle en los títulos de crédito… Pero… Hay tanto trabajo, tanta organización…
—¿Cuánto te falta? —dijo Philippe.
—Tres mil libras —soltó Hortense—. Y si pudiese tener cuatro mil, sería maravilloso.
La miró sonriendo. Extraño animal, pensó, audaz, desvergonzada, guapa… Sabe que es guapa, pero le da igual. Se sirve de ello como herramienta. Un bulldozer que allana las dificultades de la vida. Lo que pierde a las mujeres guapas, lo que las vuelve insípidas y a veces estúpidas, es saber que son hermosas. Se amodorran sobre su belleza como sobre una tumbona. Iris se amodorró toda su vida. Y eso la perdió. Hortense no se amodorra. Puede leerse en su rostro la determinación, la seguridad, la ausencia de duda. Esa duda tan preciada que añade un ligero temblor a la belleza…
Hortense esperaba, incómoda. Detestaba estar en la situación del que pide. Es tan humillante pedir… Esperar la buena voluntad del otro. ¡Me mira como si me sopesara! Me va a dar un discursito, como mi madre. El esfuerzo, el mérito, la constancia, los grandes valores del alma. Me sé la cantinela de memoria. No me extraña que se lleve bien con mamá. Por cierto, ¿en qué punto estarán? ¿Todavía se ven, o se flagelan en recuerdo de Iris y promueven la abstinencia? No me extrañaría de ellos esa actitud estúpida. Interpretan El Cid en tecnicolor. Honor, conciencia, deber. Los amores entre viejos apestan. Meten el sentimiento por todas partes y lo vuelven mugriento. Tengo ganas de marcharme y dejarle plantado… ¡Pero qué mosca me picó cuando acepté! ¿Qué decía Salvador Dalí sobre la elegancia? «Una mujer elegante es una mujer que te desprecia y que no tiene vello bajo los brazos». ¡Y yo estoy aquí a sus pies suplicándole con un matojo debajo de cada brazo! Si no abre la boca en dos segundos y medio, me levanto y le digo que ha sido un error, un terrible error, que lo siento y que nunca más, nunca…
—No te voy a dar ese dinero, Hortense.
—Ah…
—No porque no crea en ti, al contrario, pero no te haría ningún favor. Si te dijese que sí, sería demasiado fácil. Y hay que ser alguien realmente fuerte para resistirse a la facilidad.
Cansada, abatida, Hortense le escuchaba. No tenía fuerzas para contestarle. Bla, bla, bla, ahora es su turno de servirme miel en forma de moral. ¡Me lo merezco! Sabía que era una mala idea, porque no era mía. Hay que fiarse siempre de uno mismo, no escuchar a los demás. No sólo me dice que no, sino que encima me sermonea.
—¡Ahórrate las lisonjas! —gruñó sin mirarle.
—Además —prosiguió Philippe haciendo caso omiso de la explosión de mal humor de su sobrina—, pienso sinceramente que si bien los regalos pequeños consolidan la amistad, los grandes la comprometen… Si te doy ese dinero, te creerás obligada a ser amable conmigo, a hablarme de Alexandre, que te importa un rábano, incluso a estar con él, y empezarán los malentendidos… Mientras que si no me debes nada, no te sentirás obligada a fingir, ¡y seguirás siendo la niña malcriada que tanto me gusta!
Hortense permanecía erguida e intentaba recuperar su orgullo sin perder la compostura.
—Lo entiendo, lo entiendo muy bien… Seguramente tienes razón. Pero necesito tanto ese dinero… Y no sé a quién dirigirme. ¡Yo no conozco a ningún millonario! Mientras que tú… estás forrado. ¿Por qué las cosas son tan fáciles cuando se es viejo y tan duras cuando se es joven? ¡Debería ser al contrario! Debería hacerse todo lo posible para animar a los jóvenes…
—¿No puedes pedir un préstamo a tu escuela? ¿O a un banco? Tienes un buen expediente…
—No tengo tiempo. Le he dado muchas vueltas a la cabeza, no encuentro la solución…
—No hay problema sin solución. Eso no existe.
—¡Eso es muy fácil de decir! —exclamó Hortense, a quien la lección empezaba a parecerle demasiado larga.
Miró su pollo asado y pensó en el pichón forrado que se le escapaba. Seguro que está pensando en Iris. Ella le amaba como quien ama a un cheque en blanco. Eso no es muy gratificante para un hombre.
—¿Estás pensando en Iris cuando me sueltas toda esa palabrería?
—No es palabrería.
—¡Pero yo no soy como ella! ¡Yo trabajo duro! Y no pido nada a nadie. Salvo a mamá, pero estrictamente lo mínimo…
—Iris también, al principio, trabajaba duro. En Columbia era una de las alumnas más brillantes de su grupo y después… todo se volvió demasiado fácil. Pensó que le bastaba con sonreír y aletear las pestañas. Dejó de trabajar, de tener ideas. Se dedicó a manipular, a hacer trampas… Al final terminó engañando a todo el mundo, ¡incluso a sí misma! A los veinte años era como tú, y después…
¡Qué deprisa cambian las cosas!, pensó Hortense. Cuando llegué era un hombre apuesto y, de pronto, parece triste. Ha bastado con que mencione el nombre de Iris para que su hermosa seguridad se desvanezca y para que retroceda a tientas hacia el pasado.
—Yo fui el primer responsable. La ayudé a acomodarse en la vida, fomenté sus ilusiones. ¡La tenía en tan alta estima! Acepté todas sus mentiras. Creí que la amaba… No hice más que estropearla. Hubiera podido ser alguien formidable.
Murmuraba, como si hablara consigo mismo, frívola, tan frívola…
Hortense dio un respingo y protestó:
—Todo eso es pasado. No me interesa. Lo que me interesa es el presente. Ahora. Lo que voy a hacer dentro de una hora. A quién me dirijo, cómo me las arreglo… ¡Lo demás me da igual! No es problema mío. Cada uno es responsable de su vida, Iris dejó escapar la suya, peor para ella, pero yo ¡debo encontrar tres mil libras o me corto las venas!
Philippe la escuchaba y se decía tiene razón. No debe pagar por la frivolidad de su tía. Ella es diferente, pero yo no quiero ser el artífice indirecto de su infelicidad.
El camarero vino a preguntarles si deseaban postre. Hortense no lo oyó. Ni siquiera había tocado su pollo asado. Ante su expresión de desánimo, Philippe dejó de pensar en Iris y volvió al presente:
—Te voy a decir lo que vas a hacer…
Hortense le miró fijamente, huraña.
—Escribirás una carta de intenciones. Bien estructurada: punto a, punto b, punto c… Menciona Saint-Martins, explica tu trayectoria, cómo fuiste elegida entre cientos de candidatos, cómo tuviste la idea, cuál es tu idea, cómo esperas desarrollarla, cuál es tu presupuesto, y yo te pondré en contacto con un inversor que, eventualmente, te hará ese préstamo o ese donativo, eso dependerá de tu habilidad para venderte… Tu suerte estará en tus manos y no en las mías. Emocionante, ¿no?
Hortense asintió. Una sonrisa pálida volvió a sus labios. Y después una auténtica sonrisa de calabaza de Halloween. Se relajó, se destensó. El desafío que le proponía le daba nuevas fuerzas. Buscó los cubiertos para atacar su pollo asado al estilo de las Landas y se dio cuenta de que el camarero se había llevado cubiertos y plato. Se quedó sorprendida, se encogió de hombros y cogió un colín que mordió con avidez. Tenía hambre y ahora estaba segura de poder obtener las tres mil libras que le faltaban.
—Siento lo que te dije sobre Iris, quizás he sido un poco violenta…
—Vamos a dejarnos de florituras entre nosotros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo…, ¡se acabaron las florituras!
—Sólo tendrás que encontrar un argumento que halague al mecenas, hacerle creer que va a introducirse, gracias a ti, en el mundo del arte. A la gente que tiene mucho dinero le gusta pensar que tiene también mucho gusto y sentido de lo artístico. Presenta tus escaparates como una exposición, más que como una simple imagen de moda…
—Lo sé —respondió Hortense—, ya había desarrollado toda una argumentación que pretendía utilizar con Pichón Sofisticado. Se la endosaré…
Philippe sonrió, divertido.
—Porque, como ves, Philippe, yo no soy frívola, sino ligera… ¡Ligera en apariencia y rabiosa en el fondo! Nada me detendrá.
—Me encanta saberlo.
Fue a ver a Nicholas a Liberty. En medio de la agitación de su despacho, le pareció más guapo, más importante, más seductor. Casi misterioso. Se detuvo, atónita, y le dedicó una mirada afectuosa.
Él no se dio cuenta, debido a su excitación: había encontrado a un fotógrafo que aceptaba trabajar gratis.
—¿Tan malo es? —dijo Hortense.
—No, está intentando hacerse un book… Como es chino, le cuesta mucho conseguir visado y nunca puede viajar a Milán o a París, y eso le perjudica… La idea de ver su nombre en Harrods, trabajar para una francesa y además chica de Saint-Martins le motiva mucho, así que sé amable con él.
—¡No voy a morderle! ¡Haces que parezca un monstruo!
—Te espera en el pasillo.
Hortense se sobresaltó.
—¿Es ese gnomo peludo que mide un metro diez subido a una escalera?
—¡Eso es exactamente lo que quería evitar que dijeras! Es un fotógrafo muy bueno, que nos va a hacer unas fotos estupendas, y sin cobrar ni un céntimo… Así que compórtate.
Hortense le miró con aire circunspecto.
—¿Estás seguro de que es bueno?
Nicholas suspiró.
—Hortense, ¿crees de verdad que tienes tiempo de discutir cada una de mis decisiones? No. Así que confía en mí…
E hizo entrar a Zhao Lu, que les estrechó la mano con efusión, se quedó mirando a Hortense, maravillado, comiéndose con los ojos a esa señorita tan guapa que le contemplaba desde lo alto y sin dejar de repetir it’s wonderful, it’s wonderful[49] en cada frase que pronunciaba.
Esa noche, al volver a casa, Hortense estaba rendida, pero feliz. La jornada había sido buena, pataplum, Philippe iba a presentarle a un pichón forrado, cataplum, había encontrado a un fotógrafo, chimpum, habían seleccionado dos modelos altas y elegantes que aceptaban trabajar por la fama. Pataplum, cataplum, chimpum, el proyecto tomaba forma.
Encontró a Jean el Granulado solo en la penumbra del salón. Estaba viendo la tele, con los pies sobre la mesa baja. O más bien, constató Hortense, dormía delante de la tele. Ese chico se pasaba el día durmiendo. ¡Qué dejadez!, pensó al verlo así.
Al enterarse de la marcha de Sam, habían puesto un anuncio en gumtree.com Y habían empezado las visitas. Se había presentado una pareja de lesbianas, hola, somos dos lesbianas guays, buscamos un piso majo para compartir, ¿os molesta que seamos lesbianas? ¿No? Perfecto. También somos algo nudistas. Nos encanta pasearnos en pelotas y también nos gusta mucho que un hombre nos mire cuando… esto… ¿No os molesta? Sobre todo si es un indio. ¿Alguno de vosotros es indio?
Una estudiante de derecho que llevaba sandalias y una falda larga plisada que había recorrido la casa diciendo ¡qué sucio!, ¡qué sucio está esto! Sacaba un pañuelo del bolsillo y limpiaba los pomos de las puertas antes de entrar.
O ese otro que no se había desplazado y había respondido al anuncio por Internet.
«Encantado de saber que hay un gran armario empotrado en la habitación, pero no lo voy a necesitar puesto que soy 100% gay. Estoy loco por la moda y tiro la ropa después de habérmela puesto. No mencionáis en el anuncio si sois gays o no, porque si hay algún gay entre vosotros, estaría encantado. Tengo veinticinco años, vengo de Mali, vivo en Londres desde hace cuatro años. Acabo de romper con mi novio. ¿Os molestaría que trajese chicos a casa? Voy a necesitar divertirme para olvidar. Tengo unos colgantes rosas muy bonitos de mi país que podríamos poner en el salón. También tengo una colección de revistas porno que os prestaré encantado. ¡Respondedme si estáis interesados, chicos!».
Peter ponía cara de enfadado. Se limpiaba las gafas redondas y declaraba que no lo encontraba nada gracioso. Descartaron también a los candidatos que proponían venir con ratas, comadrejas, pitones o loros; a los vegetarianos, a una chica con burka y a otra que sólo comía curry y no se lavaba.
Cuando Jean el Granulado se presentó, fue aceptado enseguida. Les salvaba de los lunáticos, de las chicas exhibicionistas y del malí en celo.
Hortense decidió que no tenía ganas ni de despertarle ni de darle conversación. Se metió en su cuarto a pensar en todo lo que le quedaba por hacer.
Tenía que escribir la carta para Philippe…
* * *